Poco después de la puesta de sol, los potentes focos que iluminaban la arena de El Coliseum se encendieron, provocando gritos de júbilo e impaciencia en las miles de personas que miraban desde las gradas.
El enorme edificio circular, adornado con arcos y columnas de mármol y majestuosas esculturas, parecía llevar allí miles de años. En realidad tenía poco más de un siglo. Uno de los primeros alcaldes de la ciudad, un extravagante multimillonario, lo había mandado construir, pagándolo con su propia fortuna, y nadie sabía el motivo. Después de su muerte, el monumento quedó abandonado y las bandas se lo apropiaron para celebrar sus populares combates entre líderes.
En el palco principal, flanqueado por una colosal diosa desnuda con una lanza y un dios de falo erecto que empuñaba una maza, se sentaban los líderes y principales lugartenientes de las bandas, mezclados con personajes poderosos de la ciudad. Empresarios, banqueros, deportistas, modelos, jueces, e incluso el alcalde, conversaban animadamente, comían, bebían y flirteaban. Además de para ver el combate, muchos acudían para participar en el jolgorio que se extendía por las gradas, donde abundaba el alcohol, las drogas y los cuerpos con poca ropa.
Sentado cerca de un fiscal se encontraba el comisario Graywood, observando con el ceño fruncido cuanto le rodeaba y con una severa mirada en sus ojos grises. En teoría, los combates de El Coliseum eran ilegales, pero para la policía era más fácil hacer la vista gorda, e incluso acudir al evento, que intentar acabar con una tradición tan arraigada entre los criminales de la ciudad. Miró por enésima vez el asiento vacío entre el suyo y el de Tarsis Voregan.
—Parece que nuestra vaquita se retrasa —dijo el líder de los Toros de Hierro, mirando al comisario con su habitual sonrisa irónica.
Graywood detestaba a aquel presuntuoso delincuente de melena rubia, detestaba que fuese amante de su hija y detestaba que la llamase "vaquita".
—Nunca ha sido demasiado puntual —afirmó el comisario, sin mirar siquiera a Voregan.
—Me ha sorprendido verle aquí —dijo Tarsis—. Su hija dice que no le gustan estos combates.
—No pensaba venir, pero no me agradaba la idea de que Darla estuviese sola entre tanta gentuza.
—¡Ja, ja, ja! Así que está aquí por amor paterno, ¿eh?
El veterano policía clavó sus duros ojos en los del Toro. No le gustaba el tono malicioso en el que había pronunciado la última frase. ¿Acaso Darla le había hablado de los encuentros incestuosos que mantenían desde hacía años? Prefirió pensar que su hija era demasiado inteligente para eso, soltó un gruñido de asentimiento y apartó la vista del arrogante joven.
—No se preocupe, comisario. Nuestra vaquita sabe cuidarse sola.
Situados en amplios pasajes subterráneos , los vestuarios de El Coliseum eran sombríos y silenciosos. Allí apenas llegaba el alboroto del exterior, y Laszlo Montesoro lo agradecía. Estaba sentado en un banco de madera, realizando ejercicios de respiración para concentrarse. Estaba ansioso por combatir; deseaba la victoria más de lo que nunca había deseado nada. Y Kuokegaros, el dios primitivo cuyo poder le llenaba las venas con un calor sobrenatural, estaba impaciente.
En aquellas estancias de paredes rocosas solo se permitía la entrada a los líderes, a sus lugartenientes, y a uno de los numerosos árbitros que supervisaban la contienda, para comprobar que los luchadores no llevasen armas ocultas, algo improbable ya que combatían casi desnudos. A el líder de los Pumas Voladores no le había agradado en absoluto que aquel tipo con camiseta a rayas blancas y negras le metiese un dedo enfundado en látex por el culo, pero era parte de las normas. Se había adoptado esa medida quince años atrás, cuando la entonces líder de los Murciélagos Dorados había degollado a su adversario con una navaja automática que ocultaba dentro de su vagina. Desde ese día, la inspección de orificios corporales era obligatoria.
Koudou se encontraba a escasos metros de su líder, apoyado en el muro y fumando con expresión inescrutable. Loup Makoa, la cuarta persona en la estancia, miró a Laszlo con una sonrisa burlona mientras este se subía los cortos calzones que llevaría en la arena, mitad negros y mitad púrpura.
—¿No me digas que no te ha gustado aunque sea solo un poco, jefe?
—Cállate, Makoa —gruñó el líder.
—Todo en orden —dijo el árbitro en tono solemne. Se quitó el guante y lo arrojó a una papelera —. Dentro de diez minutos pronunciarán tu nombre por los altavoces y saldrás a la arena.
Laszlo miró al guerrero negro, quien asintió con gesto grave. Era la muestra de apoyo más efusiva que obtendría del siempre adusto Koudou. Loup Makoa, en cambio, le dio un largo abrazo y un beso en la mejilla.
—Suerte, jefe. Haz que esa enorme zorra pida clemencia.
Era lo único en lo que pensaba. Durante los dos días que había pasado en casa de Biluva, alternando sesiones de sexo salvaje para apaciguar su ánimo exaltado y ejercicios de meditación, no pensaba en otra cosa que en humillar a La Capitana delante de toda la ciudad. Casi no se acordaba de lo que supondría la victoria o la derrota, de la libertad de Ninette o del futuro de Los Pumas Voladores. Solo pensaba en ganar.