13 septiembre 2022

EL TÓNICO FAMILIAR. (17)

  

  A medida que mi mente se despejaba y era consciente de lo que había hecho notaba una creciente 
presión en el pecho y un nudo en la garganta. Me senté en la cama y la vi de pie cerca de la ventana, en toda su espectacular desnudez, brillante por el sudor y con sus bonitos ojos verdes enrojecidos por el llanto. La forma en que me miró me partió el corazón. Una mirada de reproche y rabia, con un matiz de compasión que me desarmó. A pesar de todo, era incapaz de odiarme. Me levanté y caminé hacia ella. Extendí una mano para coger la suya e intenté parecer lo más arrepentido posible.
  —Abuela... Lo siento mucho... yo...
  Lo que ocurrió a continuación no me lo esperaba. En sus ojos apareció un destello que nunca antes había visto y me dio una bofetada tan fuerte que trastabillé hacia atrás y caí de culo, quedando sentado al borde de la cama. Sin añadir nada más, salió del dormitorio con pasos firmes y rápidos, recorrió el pasillo, entró en el cuarto de baño y cerró dando un portazo. Yo me quedé donde estaba, aturdido, con la mejilla ardiendo y la sensación de que la había cagado más que en toda mi vida. La colcha blanca, antes inmaculada, estaba arrugada y húmeda.
  Cuando conseguí reaccionar seguí las huellas que las rosadas y húmedas plantas de sus pies habían dejado en el suelo. Me planté junto a la puerta del baño y acerqué la oreja a la madera pintada de blanco. Durante unos largos segundos solo escuché los sonidos propios de un llanto suave y discreto, débiles gemidos y una nariz sorbiendo. Después todo quedó silenciado por el potente chorro de la ducha que limpiaba su cuerpo mancillado por mi absurda violencia.
  Como ya sabéis en aquella casa ninguna puerta tenía pestillo, así que moví la mano hacia el picaporte y lo agarré. No sabía qué decirle o qué hacer para que me perdonase, y puede que me llevase otra hostia fina, pero tenía que intentarlo. Al menos tenía que verla, comprobar que estaba bien. Pero mi mano se apartó sin girar el pomo. Pasado el febril arrebato de arrolladora masculinidad, la cobardía se apoderó de mí y me llevó hasta la cocina, donde recuperé mis gayumbos y me los puse, dejando el resto de mi ropa colgando en el respaldo de la silla. 
  Frasquito retozaba sobre los restos deshilachados del vestido de mi abuela, rebozándose en el agradable aroma de su dueña. Al notar mi presencia el animal se quedó quieto y clavó en mí sus ojos negros, diminutos y brillantes, en los que mi alterada percepción creyó vislumbrar un matiz de reproche, como si supiese que le había hecho daño a su querida “madre”. Por un segundo acudió a mi mente la mirada demoníaca de Pancho, el enorme verraco con el que practicaba el bestialismo la no menos enorme esposa del porquero. ¿Sería el adorable lechón parte de la progenie de semejante bestia? 
  De pronto me asaltó la idea de que en la finca de los Montillo había algo más que sordidez, mezquindad y depravación. Quizá en la mirada del porcino semental se manifestaba una fuerza oscura, maligna y primitiva, una presencia innombrable que acechaba en los montes y frondosos bosques que rodeaban el pueblo. Quizá el tónico no era un simple afrodisíaco y había atraído la atención, puede que incluso invocado, entidades que estaban más allá de la comprensión humana. Al fin y al cabo el brebaje era obra de gitanos, un pueblo famoso, entre otras cosas, por su brujería.
  Sacudí la cabeza y fui hasta el fregadero para beberme de un trago un vaso de agua. ¿Qué estupideces estaba pensando? Frasquito no era nada más que un cerdito normal, y enseguida dejó de mirarme para seguir revolcándose en los jirones de tela azul. Lo último que necesitaba era obsesionarme con fantasías sobre demonios y pociones mágicas. Me refresqué la cara bajo el grifo e intenté poner orden en mis caóticos pensamientos. El reloj de la cocina me indicó cual debía ser mi siguiente paso. Tenía que vestirme y salir lo antes posible o llegaría tarde para recoger a mi puntual jefa.
  ¿Iba a marcharme así, sin más? Regresé al dormitorio y me enfundé a toda prisa en el uniforme de chófer. En el pasillo, acerqué la cara a la puerta del baño y supe que había terminado de ducharse, más bien de purificarse después de mi rastrera profanación. La casa entera estaba en silencio. ¿Qué estaría haciendo ahí dentro? Me la imaginé sentada sobre la tapa del inodoro o en el borde de la bañera, con su hermoso cuerpo envuelto en una toalla, puede que aún derramando lágrimas y escondiéndose de mí, o simplemente reuniendo fuerzas para superar el mal trago. Lo peor de todo, lo que me hacía sentir una alimaña y me atenazaba la garganta, era la certeza de que, siendo como era, ella se sentiría más culpable por haberme abofeteado de lo que me sentía yo por haber forzado su puerta trasera. De nuevo, no fui capaz de abrir la puerta.
  —Abuela... eh... Me voy a trabajar —dije, dominando el temblor de mi voz.
  —Muy bien. Hasta luego —respondió la suya al otro lado de la madera.
  Nunca me había hablado en un tono tan frío y seco. Sus saludos y despedidas, dulces y musicales, siempre iban acompañados de un apelativo cariñoso. Cielo, tesoro, hijo, cariño... etc. Aquel simple y solitario “hasta luego” se me clavó en el pecho como una lanza. Incapaz de decir nada más, salí de la casa a toda prisa y me subí al Land-Rover.