09 julio 2023

EL TÓNICO FAMILIAR. (23)



  Una vez en el cuarto piso, caminé hacia la puerta marcada con la letra B. Me crucé con una vecina, pero por desgracia no era la “madurita follable” de la que habían hablado mis tíos la tarde anterior sino una veinteañera anodina a la que saludé inclinando la cabeza. Una vez frente a mi destino, llamé al timbre y esperé. 
  Pasaron unos treinta segundos y volví a llamar, temiendo ya que no hubiese nadie en casa. Escuché una voz estridente, barriobajera e inconfundible que gritaba “¡Ya va!¡Ya va!”. La puerta al fin se abrió y mi tía Bárbara me miró de arriba a abajo con una mueca donde se mezclaban sin disimulo alguno la sorpresa, la repulsión y el enojo. No pude evitar que mi sonrisa se ensanchase cuando vi su ojo morado y la nariz un poco hinchada (buen golpe, mami).
  —¿Y tú que coño haces aquí?
  —Lo primero, buenos días —saludé, socarrón.
  Entré al recibidor, colándome sin esfuerzo entre su cuerpo y la pared, ya que era de las que abren la puerta de par en par sin ni siquiera echar un vistazo por la mirilla. Una falta de prudencia que podía traerle problemas. Y ese día el problema era yo. 
  —Pasa, hombre. No te cortes —dijo, desabrida, antes de cerrar la puerta.
  Conocía bien el piso de anteriores visitas, así que fui directo a la cocina y dejé la bolsa del supermercado sobre la encimera de mármol. Era una cocina a la última, muy distinta a la de mi abuela, con microondas y una nevera enorme de esas que hacen cubitos de hielo. Olía a café recién hecho y había una bolsa de magdalenas abierta cerca de los fogones. Al parecer, mi malhumorada anfitriona se disponía a desayunar y era evidente que se había levantado poco antes, a eso de las nueve. Su suegra y su cuñada llevaban despiertas desde el amanecer, pero bueno, no era una competición, ¿verdad? 
  Me giré cuando la escuché resoplar detrás de mí. Me miraba con los brazos cruzados bajo el abundante busto y las piernas separadas, desafiante pero desde una distancia prudencial. Iba descalza, con las uñas aún pintadas de verde lima, el pelo recogido en una coleta con una goma rosa y vestida, por llamarlo de alguna forma, solo con unas bragas amarillas al menos una talla más pequeñas de lo que correspondía y una camiseta ajustada de tirantes, también amarilla, que dejaba a la vista el ombligo y evidenciaba la ausencia de sujetador en la parte pectoral. Estaba buena, sin duda, pero solo porque de momento la genética respetaba sus 32 años. Si no comenzaba a cuidarse, muy pronto la celulitis adornaría las tersas redondeces de sus caderas, el vientre que ahora mostraba con orgullo se hincharía y el exceso de bronceado convertiría su bonita piel morena en cuero arrugado.
  —¿Siempre abres la puerta en bragas sin saber quien es? —ataqué, sin dejarme distraer por su apabullante sensualidad— ¿Y si hubiera sido un extraño?
  —Me da igual que me vean en bragas. Estoy en mi casa y abro la puerta como me sale del coño —me espetó, levantando la barbilla, como si el exhibicionismo fuese motivo de orgullo.
  —Estás muy chulita, amiga, teniendo en cuenta lo que hiciste ayer. 
  Bufó y puso los ojos en blanco, como si le estuviera haciendo perder su valioso tiempo. Se acercó y me miró a los ojos, sacando pecho.
  —Mira, si has venido a darme la charla olvídate. Tu tío y yo hemos pasado la noche hablando... —Tuvo un momento de debilidad. Giró la cara e hizo una pausa dramática, como si tuviese un nudo en la garganta—. Me ha dado otra oportunidad, y eso es lo que cuenta. Lo que penséis los demás me importa una mierda, ¿estamos?
  Está vez fui yo quien resopló y negó con la cabeza. No me podía creer que el blandengue de su marido la hubiese perdonado después de pillarla in fraganti follándose a su propio hermano en la casa familiar. O estaba muy enamorado o era un calzonazos de primera categoría. O a lo mejor era de esos a los que les gusta que se empotren a su mujer, vete a saber.
  —Yo te habría echado a la calle como a una perra, que es lo que eres —dije.

  Se acercó más, sacó más pecho y puso las manos en las caderas, echando los codos hacia atrás, con la espalda muy recta y ladeando la cabeza, una pose agresiva que ponía de manifiesto su mayor estatura. Si pensaba que así iba a intimidarme se equivocaba. Casi todos los hombres y muchas mujeres eran más altas que yo, por lo que estaba acostumbrado a que me mirasen desde arriba. Además, sin tacones mi tía solo me sacaba unos centímetros. Esa choni engreída no era ni de lejos tan imponente como mi abuela o Doña Paz. 
  —¿A que has venido, eh? ¿A insultarme? Pues venga, quédate a gusto, niñato. Me suda el coño lo que me digas.  —Hablaba muy cerca de mi rostro, en el tono más arrabalero posible y meneando la cabeza como hacen las mujeres afroamericanas en las películas— ¿Tus papis se van a divorciar? Pues mala suerte. Si tu padre no se lo pensó dos veces antes de follarme será porque su mujer no le da lo suyo.
  Esa fue la gota que colmó el vaso, o que lo hizo estallar en pedazos. Si me quedaba alguna duda sobre lo que iba a hacer esa mañana la actitud de Bárbara, prepotente hasta el delirio, me reafirmó en mis planes. 
  —Para hablar de mi madre antes te lavas la boca con lejía —dije, fingiendo una calma que no sentía en absoluto.
  —¡Uy si, ni que fuera una santa! —graznó Barbi, haciendo aspavientos con las manos—. Siempre mirándome por encima del hombro y tirándome indirectas, como si ella fuese perfecta. Y tu abuela siempre poniéndola en un pedestal: que si Rocío esto, que si Rocío lo otro... Pues si Rocío ayer no hubiese estado borracha y colocada a lo mejor no habría pasado lo que pasó, ¿me entiendes?
  Enfatizó esa última pregunta acercando tanto la cara que la punta de su nariz rozó la mía. Fue una sorpresa descubrir hasta que punto mi tía estaba celosa de su cuñada, pero eso no me hizo sentir ninguna compasión por ella. 
  —¿Sabes qué, tita? Ya que estoy aquí te voy a lavar yo la boca.
  Sus ojos se abrieron, el morado menos que el otro, acompañando una mueca de burlona incredulidad. Se abrieron aún más, esta vez debido al dolor y el desconcierto, cuando la agarré con todas mis fuerzas por la coleta y la obligué a inclinarse, poniendo su cabeza a la altura de mi pecho. Intentó forcejear, pero el factor sorpresa y mi inusitada fuerza hicieron que no pudiese evitar ser arrastrada hasta el fregadero, en el cual le metí la cabeza, empujando para apretar sus caderas contra la encimera y sujetándole el brazo izquierdo en la espalda. Me sentí orgulloso de la llave y me sorprendió lo fácil que había sido. No cabía duda de que la vida en el campo me había fortalecido. Por supuesto ella gritó, soltando casi espumarajos por la boca. El papel de perra rabiosa se le daba tan bien como el de perra en celo.
  —¡¿Qué coño haces?! ¡Suéltame, subnormal! —Intentó golpearme con el brazo libre y darme coces con las piernas, pero la postura le impedía hacer ninguna de las dos cosas. El forcejeo solo consiguió endurecerme la verga, que estaba apretada contra sus turgentes nalgas— ¿Qué pasa? ¿Es que me vas a violar, pajillero de mierda? Voy a gritar hasta que acudan los vecinos, te lo juro... ¡Suelta, joder!
  —Venga, llama a los vecinos. Y cuando vengan les cuentas que ayer te follaste a tu cuñado, y hace unos días a tres tipos en un bar —la desafié, inclinándome para hablar cerca de su oído. Dejó de forcejear y se limitó a respirar con fuerza, mirándome de reojo—. Por cierto, ¿sabe mi tío lo del bar? ¿Eso también te lo ha perdonado o no lo sabe? 
  —No... eso no lo sabe. Y como se lo cuentes te juro que...
  La interrumpí retorciéndole un poco el brazo, lo justo para que le doliese sin causarle una lesión, dejándole claro que no estaba en posición de amenazarme. Soltó un breve chillido, más de rabia que de dolor, y de nuevo pataleó, provocando que su culazo se restregase contra mi paquete. Los pantalones de mi uniforme no eran muy gruesos y llevaba debajo unos boxers holgados, así que debió notar la dureza de mi porra contra su indefensa retaguardia. Tras un largo suspiro, volvió a hablar. Ya no gritaba y la arrogancia de su tono se reducía poco a poco.
  —Vale... Ya se de que va esto. Un chantaje, ¿no es eso? Pues venga, no hace falta que me violes como un puto loco, si quieres follar follamos... Mientras no se lo cuentes te puedes hartar, niñato... Tengo coño para ti y para veinte como tú... Pero suéltame el brazo que me lo vas a joder.
  Me reí a carcajadas, cosa que la desconcertó, y le solté el pelo para agarrarle el otro brazo, sujetando sus muñecas juntas en la parte baja de la espalda.
  —A lo mejor te pego un pollazo antes de irme, tita. Pero no es eso a lo que he venido. La noche del bar te dije que si no te comportabas en casa de mi familia... En mi casa, y hacías llorar otra vez a mi abuela lo ibas a lamentar ¿No te acuerdas? 
  Mientras hablaba me saqué del bolsillo una de las bridas de plástico negro y le até las muñecas, lo justo para inmovilizarla sin cortarle la circulación. Ella reaccionó intentando liberarse, sin éxito, y por primera vez percibí un matiz de miedo en su voz.
  —¿Pero qué... haces? ¿Por qué me atas?
  —He venido a bajarte los humos, guapa. Me parece que en tu puta vida nadie te ha puesto en tu sitio, y ya va siendo hora —expliqué, dedicándole mi sonrisa más diabólica.
  Me sorprendió mi propia determinación, la actitud dominante sin titubeos y una forma de sadismo que había permanecido oculto hasta entonces. Supe que en gran parte se lo debía a Doña Paz: su arrojo, sangre fría y cierta crueldad me habían inspirado, y estaba seguro de que antes de la terrible noche en la finca no me abría atrevido a hacer lo que estaba haciendo. 
  —Mira, colgado de los cojones —escupió Bárbara, de nuevo rabiosa—. Como me hagas daño tu tío te mata... Si se entera de lo del bar que se entere, pero a ti te mata a palos.
  —Bueno, lo primero es lo primero. —Ignoré sus amenazas y volví a agarrarla por la coleta. Con las muñecas atadas era más manejable y de inmediato supe que me iba a divertir mucho esa mañana—. He dicho que te iba a lavar esa boca tan sucia, ¿no?
  Abrí el grifo del fregadero y empujé su cabeza hasta que el rostro, demudado por la frustración y el miedo, quedó bajó el potente chorro de agua fría. El líquido elemento corrió por su perfil derecho, obligándola a cerrar el ojo sano. Cogí un estropajo que había cerca del grifo en un cuenco de cerámica decorado con estrellas de mar, junto a el tapón de la pila y una bayeta arrugada. Era el típico estropajo verde, usado pero no muy sucio. Lo dejé en la encimera, ya que no podía usar las dos manos, y cogí la botella blanca y naranja de Mistol, un lavavajillas muy popular en España. Escancié un buen chorro del producto verde, espeso como la miel, que fue absorbido por las ásperas fibras del estropajo. Mi tía no podía ver lo que estaba haciendo, pero sin duda lo intuyó.
  —¿Qué... qué haces? Ni se te ocurra, ¿eh? Te juro que... —Hablaba en voz alta, sin gritar, con la voz trémula por el chorro de agua que de tanto en tanto impactaba directamente en su boca.
  —No es lejía, pero servirá.
  Mi alegre comentario produjo un forcejeo tan inútil como los anteriores y procedí a cumplir mi amenaza. Le froté los labios y parte de las mejillas, haciendo brotar espuma blanca que se iba por el sumidero junto con la infinidad de insultos que intentaba dedicarme. Trataba de esquivar el implacable instrumento de limpieza moviendo la cabeza de lado a lado, y profería ahogados quejidos cuando el dolor en el cuero cabelludo le recordaba que la tenía bien sujeta por el pelo. No restregué con demasiada fuerza. No era mi intención dejarle los labios en carne viva o intoxicarla, solamente humillarla y hacerla sufrir.
  Cuando juzgué que había tenido suficiente de la simbólica purificación bucal, cerré el grifo y la solté para secarme las manos con un trapo. Ella se incorporó tan deprisa que casi me da un cabezazo en la cara, jadeando y escupiendo restos de agua y lavavajillas, roja de ira. 
  —Hijo...de la gran puta —escupió, a un palmo de mi cara. Enfatizó tanto el “puta” que una diminuta pompa de jabón flotó entre nosotros.
  Al verse libre de mi presa, me lanzó un rodillazo que esquivé sin problemas y echó a correr con las manos atadas a la espalda, de forma bastante ridícula. Suspiré. Bajarle los humos a esa puta desquiciada no iba a ser tarea fácil. Toda una vida de mangonear a los hombres, sin respetar autoridad alguna, valiéndose de su cuerpazo y su entrepierna para salirse siempre con la suya y de su mal genio para intimidar a quien se interpusiera en su camino. Iba a ser como domar una fiera salvaje, y mi anterior intento, la famosa noche del bar, demostró que hacía falta algo más que una bofetada y mojarla con una manguera. 
  Caminando sin prisa, como el asesino de un slasher, que nunca corre pero siempre acaba atrapando a su víctima, fui hasta el salón y de ahí al pasillo. Escuché movimiento y una agitada respiración en el baño. Entré y allí estaba, de espaldas a un mueble blanco y azul próximo al lavabo, intentando abrir un cajón con las manos atadas. 
  —¿Qué haces, Barbi? No me seas traviesa, ¿eh? —dije, como si le hablase a una retrasada.
  Gruñó y me lanzó varias patadas que no dieron en el blanco cuando la aparté de su objetivo. No había salido a la escalera para pedir ayuda a los vecinos, de lo que deduje que aún no me tenía suficiente miedo. Por el momento, lo que yo pudiera hacerle no le inspiraba tanto temor como que su marido descubriese que tenía más cuernos de los que pensaba. Dentro del cajón encontré, entre otros objetos, unas pequeñas tijeras. 
  —¿Era esto lo que buscabas? —Levanté las tijeras entre ambos.
  La visión del afilado instrumento hizo que retrocediese hasta chocar con la taza del váter. El cuarto de baño era amplio, alicatado con azulejos blancos. Las paredes tenían a media altura una ancha cenefa azul celeste, el mismo color que la mitad de las baldosas que cubrían el suelo ajedrezado. Tenía una bañera de buen tamaño con mampara de cristal, un bidé no muy lejos del inodoro, un ancho lavabo de diseño moderno con grifo monomando, un gran espejo con marco de cerámica y el antes mencionado mueble. La pequeña ventana que daba a un patio interior estaba cerrada.
   —Carlos, joder... Déjate de gilipolleces que al final la vamos a liar, ¿eh? —dijo. La voz no le temblaba tanto como me hubiese gustado y por su postura era evidente que esperaba la ocasión de darme una patada.
  Hice chasquear las tijeras en el aire, sonriendo con malicia, y dio un respingo, antes de intentar correr hacia la puerta. La agarré de nuevo por la coleta y la hice caer al suelo, con el consiguiente chillido y ristra de poco imaginativos insultos. Dejé las tijeras en el bidé, cerca de donde la había derribado, y la obligué a tumbarse bocabajo. Debido al bochorno veraniego, el suelo estaba templado y ambos comenzábamos a sudar. La inmovilicé sentándome sobre sus nalgas, dándole la espalda, e hice que dejase de patalear sujetando sus carnosas pantorrillas.
  —Se acabaron las carreras y las pataditas, querida —dije, antes de sacar más bridas de mi bolsillo.
  Con una de ellas le até los tobillos y usé otras dos, unidas entre sí, para que no pudiese separar las rodillas. Por un momento me vino a la mente la imagen de mi abuela, dormida e indefensa, atada en la sucia silla del matadero. Bárbara tenía suerte de que yo no fuese tan hijo de puta como Montillo y el alcalde. Se retorció debajo de mí como un pez fuera del agua, manchando el suelo con la saliva que rociaba al gruñir y bufar. 
  —¡Ya está bien, joder! ¡Suéltame... desgraciado!
  —No te muevas tanto o te quedarán marcas —le aconsejé, con total tranquilidad.
  Si le quedaban señales de las bridas en la piel tendría que darle explicaciones a su marido, así que mostró un inusual sentido común y dejó de intentar romperlas, aunque no dejó de retorcer el cuerpo, mover la cabeza y protestar. Una vez la tuve inmovilizada, recuperé las tijeras, me giré sobre su cuerpo para acercar la cara a la suya y de nuevo corté el aire con ellas cerca de su oreja, al tiempo que mesaba su larga coleta.
  —¿Sabes qué, tita? Creo que te quedaría bien el pelo corto.
  En ese momento vi por primera vez el pánico en sus ojos, que no tardaron en derramar lágrimas sobre las baldosas del baño. Pataleó con las piernas juntas, moviéndolas como una sirena movería su cola y sacudió la cabeza como una chiquilla con una rabieta. Era tan superficial y presumida que todo lo que le había hecho, y todo lo que podría hacerle, no era nada comparado con perder un solo mechón de su precioso pelo.
  —No... ¡El pelo no, por favor! Por tus muertos, Carlos, el pelo no... ¡El pelo no! 
  Debió repetir la misma súplica unas cien veces, hasta que me puse en pie, riendo a carcajadas.
  —Era broma, joder. ¿De verdad has pensado que te lo iba a cortar? 
  Se quedó quieta y respiró hondo. Dejó de llorar y me lanzó una mirada asesina.
  —Me cago en tu puta madre —dijo, con la voz ronca.
  —Ey, ey... ¿Es que quieres que vaya a por el estropajo?
  Volví a reírme y ella hizo lo único que le permitían las ataduras. Giró el cuerpo hasta quedar tumbada bocarriba e intentó golpearme con los pies, doblando todo el cuerpo. Una luchadora de wrestling quizá lo hubiese conseguido, pero no aquella choni cuya mayor proeza física podría ser bailar en tacones subida a la barra de un pub sin derramar la copa.
  Las manos en la espalda la obligaban a curvar el torso, por lo que las tetazas abultaban bajo la camiseta, desafiándome a darles un buen magreo. Me resistí y de nuevo se asustó cuando me agaché, tijeras en mano. Levanté el borde inferior de la prenda amarilla y comencé a cortar la tela.
  —No te muevas —aconsejé.
  —Joder... ¿Hace falta que me destroces la ropa, tarado? —se lamentó, aunque obedeció y permaneció inmóvil.
  La verdad es que eso de cortar ropa femenina se estaba convirtiendo en un extraño fetiche. Recordé cómo me había excitado cuando convertí en harapos el vestido azul de mi abuela una semana antes, excitación que me llevó a sodomizarla a traición y ganarme un severo castigo. Terminé de cortar la camiseta y con un par de tirones la separé de su propietaria y la tiré dentro del bidé. Sus magníficos pechos quedaron al aire, un espectáculo de anchas redondeces naturales, areolas oscuras y grandes pezones que daban ganas de morder. Subían y bajaban al ritmo de la acelerada respiración de Bárbara, y contuve las ganas de jugar con ellas. De rodillas en el suelo del baño, me desplacé hacia la mitad inferior de su cuerpo, combinando mi malévola sonrisa con el castañeteo de las tijeras.
  —Mierda, las bragas no, que son de las caras... —volvió a quejarse. Soltó un furioso suspiro mientras mi afilado instrumento hacía su trabajo—. No se a qué viene este numerito que te has montado. Podríamos llevar follando media hora, joder.
  —¿Y quién dice que quiero follarte? Te lo tienes muy creído, tita —me burlé.
  La despojé de la única prenda que le quedaba, sin contar un par de anillos en los dedos y una de esas pulseras de oro con una plaquita a las que llaman “esclavas”, un nombre que se adecuaba a la actual situación de su dueña. Dejé las braguitas cortadas también en el bidé y le eché un vistazo a su entrepierna, con una cuidada franja de vello oscuro que dividía en dos el pubis, más pálido que el resto de su bronceada piel. El comienzo de la raja apenas era visible entre los apretados muslos.
  —¿Y para qué coño me desnudas entonces? ¿Qué me vas a hacer, eh? 
  Sin responder, guardé las tijeras en su cajón y caminé hacia la puerta del baño, girándome hacia ella antes de salir. Solo por verla tirada en el suelo, atada e indefensa, despojada de todo su insoportable orgullo, había merecido la pena la visita. Pero aún quedaba mucha diversión por delante.
  —Ahora vuelvo. No te vayas, ¿eh? —me burlé.
  —Puto anormal... enano de mierda... te juro que esta me la pagas, tarado...
  Continuó dedicándome lindezas de todo tipo y retorciéndose sobre las baldosas, cada vez más húmedas por el sudor. Fui de nuevo a la cocina, saqué las dos botellas de vino de la bolsa y regresé con ellas al baño. Barbi estaba tumbada de costado, arrastrándose hacia el mueble donde estaban las tijeras. Para ser justos, debía reconocer una de sus virtudes: no se rendía con facilidad. Puse las botellas junto al lavabo, me agaché y la levanté del suelo agarrándola por las axilas. La dejé arrodillada junto al váter, temblando de rabia, con la piel brillante y un mechón de pelo negro que había escapado de la coleta pegado al rostro. Se lo aparté y la hija de puta me tiró un bocado a la mano. Levanté el puño y se encogió, sin dejar de fulminarme con sus ojos oscuros.
  —¿Qué haces? ¿Es que quieres que te ponga también el otro ojo morado? —amenazé.
  —¡Venga, échale huevos, mamón! Eres muy valiente con una mujer atada, ¿no? Como se te ocurra hacerme daño de verdad se lo digo a tu tío... Me da igual lo que le cuentes. —Hizo una pausa para tomar aire y se quedó mirando las botellas— ¿Y eso? 
  —Un regalito. Ya que te gusta tanto el vino se me ocurrió tener un detalle, para compensar el mal rato que pasaste ayer, ya sabes —expliqué, con obvia socarronería.
  —No me pienso beber esa mierda —dijo, componiendo una exagerada mueca de asco al ver la etiqueta del vino—. Además, no son ni las diez de la mañana, imbécil. ¿Qué te crees? ¿Que soy alcohólica?
  Cogí una de las botellas y abrí el tapón de rosca. Era un vinacho tan barato que ni siquiera tenía corcho. Le acerqué la boca de la botella a la nariz y apartó el rostro, asqueada.
  —¡Uugh! Qué puto asco. 
  —¿Es que vas a despreciar un regalo de tu sobrino? No seas maleducada, tita.
  De sopetón, le agarré con fuerza el rostro, forzándola a mirarme. Apretó los labios y sus tetas se bambolearon cuando forcejeó, sin éxito. No se libró de mi presa pero yo tampoco conseguí que abriese la boca. Entonces cambié de táctica. Lo solté la cara y usando solo dos dedos le pellizqué el puente de la nariz, maltrecho por el puñetazo de mi madre. Gritó de dolor, y aproveché para dejar caer un chorrito de morapio en su boca abierta de par en par. Se atragantó y se inclinó hacia adelante, escupiendo vino y saliva.
  —Puto... psicópata... ¡No me toques la nariz, hostia! —gritó, cuando recuperó el aliento.
  —No exageres. No la tienes rota. Si no quieres que te la toque se buena y tómate el biberón.
  La sujeté por la coleta y la hice ponerse de nuevo recta. Respiraba tan fuerte que sentí su aliento cálido en la cara, y aunque se esforzaba por disimular estaba a punto de echarse a llorar. La estaba doblegando, poco a poco, pero tenía que medir muy bien mis actos si no quería terminar recibiendo una paliza de mi tío o esposado en un coche patrulla. 
  —No entiendo... de qué va todo esto. ¿Por qué coño quieres emborracharme?
  —¡Ja ja! No te vas a emborrachar, ya lo verás. Bebe.
  Volví a acercarle la botella y esta vez se amorró, uniendo sus carnosos labios a el vidrio. La incliné y el vino fluyó dentro de la boca y de la boca a la garganta. En el cuarto de baño solo se escuchaba su fuerte respiración nasal y el gorgoteo del líquido al ser trasegado, mientras me miraba con el ceño fruncido, casi desafiante. Cuando cerró los ojos e hinchó los carrillos supe que había llegado al límite y retiré la botella, ahora llena solo hasta la mitad. Tosió un poco y algo de vino resbaló por la barbilla y goteó sobre los temblorosos pechos. 
  —Aaagh... Me cago en Dios qué malo está... —dijo, entre jadeos.
  —Bien hecho, campeona —la felicité. Levanté la botella para que se viese a trasluz la cantidad de líquido que faltaba—. Vamos, ya solo queda la mitad.
  —No... Ya está bien. Me va a sentar mal, joder... Tengo el estómago vacío.
  —Pues deberías haber desayunado. Las buenas amas de casa no se levantan tan tarde.
  —Vete a la m...
  La interrumpí obligándola a amorrase de nuevo. Esta vez bebió con los ojos cerrados, tragando con más dificultad, y se cansó antes. Necesitó dos pausas más antes de terminarse la botella y con el último trago dio una arcada. Cada vez hablaba menos y había desistido por completo de intentar romper las bridas. Dejé el recipiente vacío en el lavabo, me aparté unos pasos y comencé a desnudarme con parsimonia, sin dejar de sonreír ante su expresión desconcertada. Coloqué mi ropa, cuidadosamente doblada (mi abuela me estaba contagiando sus buenas costumbres) en un toallero, y regresé a su lado, desnudo de pies a cabeza y con la verga erecta bamboleándose de lado a lado. 
  —¿Qué te parece, tita? —pregunté, exhibiendo mi cañón del amor frente a su rostro, sonrojado por el esfuerzo y el calor del alcohol.
  —Bah... No está mal pero las he visto más grandes —dijo. Su tono arrogante había perdido intensidad y volumen, quizá para contener las náuseas causadas por el etílico desayuno.
  —Eso ya lo sé. La del moro que te folló en el bar, por ejemplo. —El comentario no le gustó y lo demostró con una mueca desdeñosa. La sujeté de nuevo por la coleta y me acerqué un poco más—. Abre la boquita, guapa. Y como me muerdas te juro que esta noche yo duermo en comisaría y tu en el hospital, ¿OK?
  —Vale, no hace falta tanta amenaza, “machote”. Si quieres que te la chupe te la chupo. Cuanto antes te corras antes se acaba esta mierda y te vas a tu puta casa. —Se le hincharon las mejillas durante un segundo y soltó un largo eructo con olor a vino.
  —No me las vas a chupar. Te voy a follar la boca —la corregí—. Ábrela bien, que viene el avioncito.
  Obedeció y abrió las mandíbulas de par en par, sacando la lengua y mirándome a los ojos. Adelanté las caderas e introduje el casco de mi soldado en la húmeda caverna, deslizándolo sobre su sucia lengua, invadiéndola centímetro a centímetro hasta sentir la estrechez de la garganta. Con la mano que sujetaba su coleta le empujé la cabeza contra mi entrepierna, hasta que mis huevos tocaron su barbilla. Desde mi posición pude ver los abundantes regueros de sudor que bajaban por la piel bronceada de su espalda hasta las rotundas nalgas, apoyadas en los talones que las ataduras mantenían unidos. 
  Intentó librarse del sable moviendo todo el cuerpo hacia atrás pero no se lo permití, clavándolo con saña hasta que su maltrecha nariz se hundió en mi vello púbico. De nuevo se le inflaron los carrillos, resollaba por la nariz cual yegua asustada y cuando cerró con fuerza los ojos dos lágrimas rodaron por sus mejillas, cada vez más rojas por la falta de aire. Aguantó unos diez segundos antes de que una potente arcada convulsionase todo su cuerpo. La solté de golpe y la inesperada falta de resistencia la hizo caer hacia atrás, la boca abierta en busca de aire y colgando de la barbilla la misma espesa y rosada saliva que cubría mi polla. 
  Sin darle tiempo a reaccionar la coloqué de nuevo de rodillas, esta vez tan cerca del váter que sus caderas rozaban la inmaculada taza (reconozco que me sorprendió lo limpio que estaba todo. Quizá había juzgado mal sus cualidades domésticas). Le sujeté la cabeza con ambas manos y como había prometido le follé la boca, con rápidas embestidas que aumentaban el flujo de babas y lágrimas. Cada vez que mi escroto golpeaba su barbilla emitía un sonido un tanto cómico pero excitante a más no poder, una húmeda mezcla de gorgoteo y gemido.
  Estaba aguantando más de lo que esperaba. Hicieron falta al menos veinte estocadas orales para que llegase la arcada definitiva. Rápidamente le agarré la nuca e incliné su cuerpo de forma que su boca apuntase al inodoro, el cual recibió un ruidoso torrente de vino tinto mezclado con saliva y bilis. Era verdad que estaba en ayunas pues no detecté nada sólido en la primera descarga ni en las otras tres que la siguieron, menos abundantes. Esperé a que terminasen las arcadas, sustituidas por jadeos y escupitajos. 
  —¿Lo ves, tita? ¿Ves como no quería emborracharte? —dije, en tono casi paternal.
  Me miró mientras recuperaba el aliento, con los ojos enrojecidos y un largo hilo de saliva conectando sus labios con la taza del váter. Pensé que iba a recibir una nueva tanda de insultos, pero solo negó con la cabeza, respiró hondo y se le escapó un breve sollozo. Reuniendo el poco orgullo que le quedaba contuvo el llanto, se incorporó hasta quedar otra vez de rodillas frente a mí y miró al frente, hacia mi cabeceante y ensalivada tranca, resignada a ser el juguete de su perverso sobrino hasta que se hartase de jugar. Reaccionó cuando me vio coger la segunda botella.
  —No... Por favor, más no. Me voy a... poner mala —suplicó. Su voz sonaba ronca y gangosa.
  Desenrosqué el tapón y yo mismo bebí, sin tragármelo. La verdad es que el puto vino estaba malísimo. No hacía falta ser un “somier” para darse cuenta de que era el más barato del supermercado. Agarrándole la cara, hice que abriese la boca y le escupí dentro el contenido de la mía, como si alimentase a una pajarilla beoda. Le cerré la boca empujando su mandíbula y no la solté hasta que estuve seguro de que se lo había tragado. 
  Entre toses, arcadas, lágrimas y escupitajos conseguí que se bebiese toda la botella, la dejé en el lavabo y le apliqué el mismo tratamiento purgante: una dosis oral de cipote tieso hasta la campanilla y más allá. Una nueva cascada rojo oscuro salpicó el interior del inodoro. Esta vez el chorro no fue tan preciso y salpicó también el borde de la taza, el suelo y los muslos de Bárbara. Cuando expulsó la segunda botella permaneció con la cara apoyada contra la cisterna, exhausta, babeando y sorbiendo los mocos rosados que le salían por la nariz. No movía ni un músculo, como si junto al vino hubiese echado toda la fuerza que le quedaba en el cuerpo. La dejé descansar unos segundos, masturbándome despacio para que mi erección no perdiese dureza, aunque eso era poco probable dado lo cachondo que estaba. Ella miró al interior del váter, carraspeó con fuerza, escupió y consiguió hablar.
  —Tira de la cadena... por favor. O va a oler toda la casa a vino —dijo. 
  Por una vez me apiadé de ella y accedí a su petición. Además, el pestazo a morapio vomitado comenzaba a resultar desagradable en la sofocante atmósfera del baño. Presioné la pequeña palanca situada en el costado de la cisterna y el agua se descargó, provocando un vigoroso remolino granate que se fue aclarando hasta volverse incoloro. Contemplar el vórtice acuático me dio una idea.
  —Se ha terminado el tintorro, tita, así que vamos a tener que jugar a otra cosa.
  No dijo nada. Se limitó a mirarme con ojos vidriosos y los labios entreabiertos, respirando como si acabase de correr una maratón. A pesar del poco tiempo que el vino había pasado dentro de ella, estaba un poco borracha, además de aturdida. Por un momento pensé que estaba siendo demasiado duro, pero entonces recordé su voz estridente insultando a mi madre, las lágrimas de mi abuela y el poco respeto que le tenía a mi tío y a mi familia en general. Tenía que meterla en cintura de una vez por todas.
  Usando de nuevo su coleta como asidero (a esas alturas una maraña negra de pelo húmedo), la arrastré frente al váter y la obligué a inclinarse, de forma que su pecho se apoyaba en el borde de la taza y su cara casi tocaba el agua, mientras la cisterna volvía a llenarse lentamente. Tenía el culo en pompa y no dejé pasar la ocasión de darle unos azotes a esas nalgas de mulata que tanto le gustaban a mi padre. Enseguida dedujo mis intenciones e intentó sacar la cabeza, cosa que le impedí sin mucho esfuerzo. Recuperó las fuerzas y volvió a forcejear, golpeando el suelo con los pies y luchando en vano contra las bridas de las muñecas.
  —¡No! No, por favor... Por favor te lo pido, Carlos... Suéltame por favor.
  Era buena señal que hubiese cambiado las amenazas por súplicas y que me llamase por mi nombre en lugar de insultarme. Tampoco gritaba. Su voz era un lastimero lloriqueo entrecortado, interrumpido por agudos lamentos cuando mi mano azotaba con fuerza su culo. Tiré de la cadena y el remolino de agua envolvió su cabeza, impidiéndole respirar. Todo su cuerpo se estremecía y no paraba de dar golpecitos en el suelo con los pies, abrir y cerrar los dedos de las manos y sacudir la cabeza, sujeta con fuerza por mi implacable mano.
  Cuando la cisterna terminó de descargar la saqué de los pelos, boqueando de forma exagerada, como si de verdad creyese que pretendía ahogarla. Escupió agua y me miró asustada, los ojos enrojecidos a punto de salirse de las órbitas y jadeando. Sus preciosas tetas temblaban y los pezones rozaban la taza del váter. En ese momento me di cuenta de que yo también tenía la respiración acelerada, al igual que el pulso, y tenía la verga tan dura que comenzaba a resultar doloroso. Sin soltarle el pelo me coloqué detrás de ella, flexioné las rodillas y bajé las caderas hasta que la punta de mi garrote rozó su ojete y continuó hacia abajo buscando su raja, apretada entre los muslos.
  Aún tenía el rabo embadurnado en su espesa saliva pero añadí un poco más escupiéndome en la mano y masajeando un par de veces el palpitante ariete. Me agaché un poco más, manteniendo el equilibrio gracias a su empapada coleta, y la penetré con una única y lenta embestida, a pesar de la resistencia que ofrecía el apretado coño. Ella se quejó, apretó los dientes y cerró los ojos. Le solté el pelo y apoyó de nuevo el pecho en el borde de la taza, ya que con las manos atadas no podía hacer otra cosa, quedando su cabeza otra vez dentro del inodoro. Yo me agarré a sus caderas y disfruté por primera vez del espectáculo de sus redondeadas nalgas vibrando con cada una de mis rápidas estocadas.
  Fue un polvo rápido y furioso, la expresión primitiva de toda la animadversión acumulada durante años por aquella irritante mujer. Ninguno de los dos decía nada. Ella soltaba un breve gemido con cada enérgico empellón y yo gruñía y resoplaba. Se acercaba otra catarsis, que duda cabe, y le añadí un grado más de humillación empujando de nuevo su cabeza tan adentro del váter como me permitía la postura, lo suficiente como para impedirle respirar cuando pulsé de nuevo la palanca de descarga. De nuevo pataleó, se convulsionó, y su vagina se contrajo alrededor de mi polla proporcionándome un placer tan intenso que estallé dentro de ella, inyectándole varias abundantes oleadas de lefa mientras la liberaba y escuchaba sus desesperados intentos por llenar de aire los pulmones.
  Cuando me levanté y fui hasta el lavabo para asearme los bajos ella se dejó caer de lado en el suelo, entre charcos de agua mezclada con sudor y vino vomitado. Su aspecto era lamentable: los ojos enrojecidos e hinchados, la nariz moqueando, mechones de pelo negro pegados a la cara y todo su sensual cuerpo cubierto por la misma mezcla de fluidos que ensuciaba el suelo. Tenía la mirada perdida y recuperaba poco a poco el aliento sin acertar a pronunciar una sola palabra. Había domado a la fiera. Estaba derrotada, humillada y, por si fuera poco, profanada por mi caliente semilla. Al estar tumbada de costado, con las piernas dobladas en posición casi fetal, pude ver con claridad el semen rezumando entre los carnosos labios de su coño, formando una gruesa línea blanca por su muslo bronceado hasta tocar el suelo. 
  Me vestí sin prisas, me refresqué la cara y me mojé el pelo. Usé las tijeras para cortar las bridas y me las guardé en el bolsillo. Bárbara se frotó las muñecas, con aire ausente, y se sentó en la taza del váter. Las ataduras de plástico habían dejado marcas visibles, pero eso no me preocupaba demasiado, ya que mi tía solía adornarse con llamativas pulseras. Cuando le hablé no se atrevió a mirarme. Agachó la cabeza y se inclinó hacia adelante pasa acariciarse las piernas, desde las rodillas hasta los tobillos, donde las marcas de las bridas eran más tenues.
  —Date una ducha y limpia todo esto —ordené.
  Cogí las botellas vacías del lavabo y la dejé allí, confiado en que acataría mi voluntad. En la cocina, guardé las botellas en la bolsa del supermercado, me serví un café y me senté a esperar comiendo magdalenas. A pesar del siempre abundante desayuno preparado por mi abuela había quemado muchas calorías y estaba hambriento. 
  En poco más de veinte minutos la vi entrar en la cocina. Se había puesto unos pantalones blancos de campana que se ceñían a los muslos y se ensanchaban de rodillas para abajo, dejando a la vista solo los dedos de los pies. Llevaba una holgada camisa de manga corta, abotonada casi hasta el cuello, y el pelo cubierto por una toalla rosa enrollada en forma de turbante. Siempre me ha hecho mucha gracia esa costumbre femenina. Sonreí mientras le pasaba revista, pues no recordaba haber visto nunca a Barbi vestida con tanto recato. Era de las que incluso en pleno invierno se las ingenian para mostrar carne.
  —Me he puesto pantalones largos para taparme las rodillas. Las tengo rojas —explicó, casi en tono de disculpa y sin mirarme aún a los ojos.
  Parecía una persona distinta, y no solo por la ropa. Despojada de todo su orgullo y arrogancia, pude ver que no era más que otra frustrada ama de casa, insegura y acomplejada a pesar de su envidiable físico. Esta nueva versión de Bárbara, sumisa y frágil, me resultaba más atractiva que la anterior, y sentí cierto orgullo al pensar que era obra mía. 
  Caminó a lo largo de la encimera para servirse un café y cuando pasó junto a mí la agarré por el brazo, con firmeza pero sin brusquedad. Se sobresaltó y las pulseras que adornaban su muñeca cascabelearon. Clavé mis ojos en los suyos y sostuvo mi mirada, aunque ya no había en ella ni rastro de prepotencia u hostilidad. Era como una colegiala frente a un profesor muy severo al que no convenía desafiar. 
  —Bueno, tita. ¿Te vas a portar bien de ahora en adelante?
  —Si. Descuida —dijo. 
  Su voz se había suavizado hasta resultar casi agradable, a pesar de la ronquera provocada por el griterío anterior. La verdad, fue un milagro que ningún vecino llamase a la puerta o directamente a la policía. Debían de estar tan habituados a sus escándalos que no le dieron importancia.
  —Más te vale, o la próxima vez traeré cuatro botellas.
  El chiste no le hizo demasiada gracia, pero se esforzó en sonreír, solo para complacerme. En ese momento supe que estaba sometida por completo a mi voluntad. No sabía cuanto duraría el encantamiento, pero si le ordenaba que me hiciese una mamada o quería sodomizarla contra el fregadero estaba seguro de que cumpliría mis deseos. Eso hizo que valorase mucho más a mi madre, una mujer que ni por asomo se dejaría anular de esa forma por un hombre. 
  No quería marcharme de repente después de todo lo ocurrido, como un vulgar violador a domicilio. Al fin y al cabo éramos familia. La acompañé mientras desayunaba (tenía el estómago vacío, obviamente) y charlamos con calma de temas banales. A eso de las doce cogí la bolsa con las botellas, y me despedí de ella en el recibidor con un beso en la mejilla. A simple vista, nada más que un sobrino despidiéndose de su querida tía después de una visita normal. 


  Me moría de ganas por volver al pueblo con mamá y la abuela, pero antes hice otra parada en la ciudad, esta vez en mi barrio, en el humilde piso de dos habitaciones en el que había crecido. Quería darle una sorpresa a mi nueva compañera de habitación llevándole algo de ropa, pues sabía que no le apetecía lo más mínimo ir ella misma a la vivienda que hasta el día anterior había compartido con su adúltero marido.
  Encontré al adúltero en cuestión sentado en el sofá del salón, en calzoncillos y con una desgastada camiseta de la selección española de fútbol (creo que era la del mundial del 82). El televisor estaba apagado, sobre la mesita de café había un cenicero repleto de colillas y los botellines vacíos de las cervezas que se había bebido la noche anterior, unas ocho o nueve. Eran las cervezas que mamá compraba para nosotros, ya que el cabeza de familia solo bebía vino y algún gin-tonic en ocasiones especiales. En otras circunstancias me habría molestado, pero teniendo en cuenta que prácticamente le había robado a su mujer, delante de sus narices y sin que sospechase nada, que se bebiese unas cuantas birras me la sudaba. Se le veía abatido, con la culpa escrita en el rostro, y me saludó con un movimiento de cabeza y una amarga sonrisa. No se había afeitado esa mañana y la sombra de la barba acompañaba al espeso bigote. No parecía haber llorado, cosa que no me extrañó. Era un machote de los de antes y cumplía a rajatabla normas como “los hombres no lloran”.
  —¿Hoy tienes turno de noche? —pregunté, para romper el incómodo silencio.
  —No... Hoy libro —respondió mientras se encendía un cigarro, sin mirarme a los ojos.
  No pude evitar sentir algo de lástima por el atribulado taxista. Al fin y al cabo era mi padre y le quería, a pesar de lo mucho que me alegraba que su esposa le hubiese dado la patada, y la perversa sensación de triunfo por haberle echado un polvo a su cuñada impunemente, llenando de semen el orificio que él solo había podido disfrutar unos minutos sin llegar al clímax. Me acerqué al sofá pero no me senté, dando a entender que no iba a quedarme mucho tiempo.
  —Eh... ¿Cómo está tu madre? —preguntó.
  —Pues mal. ¿Cómo quieres que esté? —respondí, entre sarcástico y enfadado.
  Él movió la cabeza despacio de lado a lado, dio una larga calada y soltó el humo con un profundo suspiro. 
  —La he cagado, hijo. No se... No se qué me pasó ayer —dijo, frotándose las cejas con el pulgar—. Bebí más de la cuenta y tu tía... en fin.
  —No le eches la culpa a mi tía. Ya sabemos que es una borracha descerebrada pero tu... joder, si tantas ganas le tenías al menos te la podrías haber follado en otro momento, sin que nadie se enterase. Pero en casa de la abuela, con todos allí y mamá en la otra habitación... ya te vale.
  Por primera vez era yo quien le estaba echando la bronca a mi padre, y lo estaba disfrutando. Él se limitaba a asentir lentamente, cabizbajo y un poco sorprendido por mi tono autoritario y mi lenguaje explícito. Se quedó en silencio unos largos segundos.
  —¿Crees que... me perdonará? —dijo al fin.
  —Ni de coña —respondí, tajante—. Se quiere divorciar, y no es algo que se le haya ocurrido ahora. Hace tiempo que lo piensa, pero no se decidía, y lo de ayer le dio el empujón que necesitaba.
  —¿Y cómo sabes tú todo eso?
  —Porque la escucho. Se siente sola y pasas de ella. La ignoras y la tratas como a una criada a la que te puedes follar de vez en cuando.
  —¡Oye! —me regañó, sacando a relucir por un segundo su autoridad paterna, aunque sin mucho entusiasmo.
  —Lo siento pero es la verdad. No has sabido valorarla como merece y la has perdido.
  Suspiró de nuevo y echó un trago de una taza de café que estaba oculta entre los botellines vacíos. Quizá me había extralimitado contándole lo del divorcio, pero era mejor que se fuese haciendo a la idea. No quería que albergase la más mínima esperanza de que su mujer volvería con él. Como hijo de mi madre quería que fuese feliz, y como hombre enamorado de Rocío detestaba la idea de que pudiese volver con su marido.
  —¿Cuándo va a venir a casa? —preguntó.
  —Se va a quedar en el pueblo, y no te recomiendo que aparezcas por allí. La abuela está muy cabreada contigo también.
  —¿Se va a quedar allí? ¿Con mi madre? —dijo, entre sorprendido e indignado.
  —Y con su hijo —apostillé, sacando pecho.
  Mi padre volvió a suspirar, esta vez soltando el aire con fuerza por la nariz, y de nuevo se rascó las cejas con el pulgar, algo que hacía cuando estaba nervioso o cabreado. No me daba miedo que hiciera alguna estupidez. No era un hombre violento, nunca le había pegado a mi madre y solo le levantaba la voz si ella lo hacía primero. Tampoco era de los que intentan suicidarse. De todas formas, se trataba de una situación excepcional y decidí estar atento por si acaso.
  —Voy al dormitorio. He venido a coger algo de ropa para llevársela.
  Sin esperar su reacción (que fue nula), fui a la alcoba matrimonial, donde estaba la cama que, con suerte, mi madre nunca volvería a usar. Y si lo hacía esperaba ser yo quien estuviese a su lado. Busqué en el amplio armario empotrado hasta dar con una bolsa de viaje roja, la que mamá usaba cuando iba de vacaciones, lo cual obviamente no ocurría muy a menudo estando casada con un taxista adicto al trabajo y poco aficionado a gastar dinero. Saqué de su interior un flotador desinflado, una raquetas de madera y un bote de bronceador vacío y me dispuse a llenarla.
  A esas alturas, la conocía lo bastante bien como para saber qué prendas querría que le llevase. Ropa cómoda y ligera, adecuada para la vida rural en una época del año donde el termómetro solía superar los cuarenta grados. Me encantaba el estilo “hippie” que había adoptado últimamente, así que me ceñí a esa línea estética, añadiendo también un vestido veraniego un poco más formal por si un día lo necesitaba. Mientras doblaba con cuidado la prenda pensé que, cuando pasase todo el jaleo de los asesinatos, estaría bien llevarla a cenar a la mansión. Algo me decía que mi jefa y mi madre se caerían bien, aunque tendría que encontrar la forma de evitar que Doña Paz la arrastrase a los placeres lésbicos como había hecho con mi abuela.
  Abrí el cajón de la ropa interior y de inmediato se me puso dura. Al ver las braguitas dobladas y ordenadas, de distintos colores y tejidos, me vino a la mente el tesoro que cubrían cuando no estaban en el cajón, ese coño en el que mi verga encajaba como una espada en su vaina. No sabía cuales escoger, y puesto que no eran demasiadas arramblé con todas y las metí en la bolsa, junto con solo un par de sujetadores, ya que no los necesitaba y los usaba en contadas ocasiones. Añadí un bikini, algunos calcetines, unas deportivas y unos zapatos de tacón que, a mi juicio, conjuntaban con el vestido antes mencionado. 
  En el baño, cogí su cepillo de dientes y los pocos cosméticos que usaba. Si necesitaba algo más, no tendría inconveniente en hacer otro viaje a la ciudad aunque supusiera otra incómoda conversación con mi padre. Hice una última parada en mi habitación y metí la caja de preservativos en uno de los compartimentos de la bolsa, cerrado con una cremallera. Si tenía suerte, no tardaría mucho tiempo en gastarlos. 
  De vuelta al salón, el futuro divorciado estaba en la misma postura en que lo había dejado. Miró la abultada bolsa roja que colgaba de mi hombro y negó con la cabeza, soltando humo por la nariz. 
  —Tengo que irme. Ya nos veremos.
  —Si... Ya nos veremos —dijo, en tono cansado.
  Salí del piso y bajando las escaleras sentí una breve punzada de culpa, que rápidamente hice desaparecer. “El tónico no te obliga a hacer nada que no quieras hacer”, me dije. 


  Llegué a la parcela alrededor de la una de la tarde y encontré a sus dos atractivas habitantes sentadas frente al televisor, algo muy poco usual. Ni la una ni la otra perdían el tiempo mirando la “caja tonta” a esa hora, en la que ya solían estar preparando la comida. Pero había un buen motivo: los medios ya se habían hecho eco de lo acontecido en la finca de los Montillo, y los informativos repetían una y otra vez lo poco que se sabía del caso. Sin duda era la noticia más jugosa de los últimos años: asesinato múltiple, suicidio truculento (ya habían encontrado los restos de Don Ramón en la picadora de carne), un político con fama de corrupto, incesto rural, y por si fuera poco nuestra amiga Paz, heredera de una de las grandes fortunas del país, una celebridad que siempre había evitado a la prensa rosa y a la que siempre había envuelto un halo de sofisticado misterio. A pesar de ello, a nadie se le pasaba por la cabeza que estuviese implicada en las muertes.
  En cuanto entré en el salón mi abuela giró la cabeza hacía mí, soltó una graciosa exclamación de alivio y se levantó de golpe, con llamativo bamboleo de tetas y nalgas bajo el ligero vestido “de faena”, en esta ocasión verde con lunares blancos. Tenía los ojos húmedos y estaba pálida. Con dos zancadas de sus largas y robustas piernas llegó hasta mí y me estrujó contra sus mullidas tetazas.
  —¡Ay, cielo! ¿Estás bien? —preguntó, angustiada, mientras cubría mi rostro de sonoros besos.
  Por mucho que me gustase estar apretado contra ese cuerpo y recibir efusivas muestras de cariño, mi madre estaba delante y tenía que disimular, así que fingí agobio y me zafé de su presa.
  —Si, estoy bien. Tranquila.
  —¡Qué locura, hijo! Están hablando del alcalde en todas las cadenas —exclamó. Su voz aguda temblaba, al borde del llanto.
  —¿Has estado allí? —preguntó mi madre, más calmada.
  En pocas frases les conté mi breve visita a la mansión. La atribulada pelirroja volvió a sentarse, con las manos unidas en el pecho y negando con la cabeza.
  —Qué mal lo estará pasando Paz —dijo.
  —Bueno... Mi jefa y el alcalde seguían casados por las apariencias. No creo que esté llorando como La Pantoja cuando murió Paquirri.
  La referencia a la folclórica y el torero hizo que mi madre disimulase una sonrisa maliciosa, mirándome de reojo, pero su sensible suegra no estaba para tonterías.
  —¡Ay, no hagas bromas, Carlitos! Tendrían sus cosas, como todos los matrimonios, pero era su marido. Y lo de los Montillo... ¡Qué horror! 
  Me pregunté como reaccionaría mi abuela si supiese que ella había estado presente durante las muertes, desnuda, atada y drogada con sedante para caballos. Le hice un gesto a mamá con la cabeza para que me siguiese a la cocina, cosa que hizo, y dejamos a nuestra anfitriona escuchando por enésima vez al periodista de voz engolada repetir cosas como “escenario dantesco” o “pequeña localidad conmocionada”.
  Aproveché para mirarla de arriba a abajo. Tenía mejor aspecto que el día anterior. Se notaba que había dormido bien, y que se encontraba cómoda conviviendo con su suegra, amiga y madre adoptiva. Creo que no lo he mencionado antes pero su madre real, mi abuela materna, había muerto cuando yo era apenas un bebé. 
  —¿Y eso?  —preguntó, señalando la bolsa de viaje colgada de mi hombro.
  —Te he traído algo de ropa.
  Cuando descolgó la bolsa de mi hombro para ponerla sobre la mesa hizo un gesto de sorpresa.
  —Joder... cómo pesa. ¿Has dejado algo en el armario? 
  —No sabía muy bien qué traerte, así que... —me excusé, encogiéndome de hombros.
  —Es broma, cariño. Muchas gracias.
  Apretó su cuerpo contra el mío y me dio un breve beso en los labios, cosa que me sorprendió teniendo en cuenta que mi abuela estaba a pocos metros. Solo tenía que levantarse del sofá y dar unos cuantos pasos para sorprender a su nuera y su nieto en una actitud más propia de una parejita adolescente que de una madre y su hijo. A esas alturas ya me había dado cuenta de que, si su estado de ánimo era el adecuado, a mamá le excitaba el peligro de ser descubierta, y no iba a ser yo quien le negase ese chute de adrenalina.
  Con un brazo rodeando su estrecha cintura y la otra mano acariciando su nuca le devolví el beso, pero con una caliente y húmeda ración de lengua. Deslicé la mano desde la parte baja de su espalda hasta una nalga y hundí mis dedos en ella, deleitándome en esa tierna firmeza que me volvía loco y empujando sus caderas contra las mías hasta que sintió mi erección entre los muslos. En ese momento se separó de sopetón, mirando a la puerta de la cocina con la respiración acelerada. Se limpió con el dorso de la mano un poco de saliva en la comisura de sus labios, curvados en esa sonrisa asimétrica y enigmática que me encantaba y que a veces me sacaba de quicio. 
  —Cálmate, tigre.
  —Vamos a la habitación —sugerí, sin mucha esperanza.
  —Sí, claro, y que nos pille tu abuela. Ya es lo que le faltaba a la pobre, con los dos días que lleva. 
  —Pues vamos al coche. Puedo decirle que tengo que ir al pueblo, y tú me acompañas y...
  —No quiero dejarla sola, y además tengo que ayudarla a hacer la comida. No voy a estar aquí como si esto fuese un hotel y ella mi criada —argumentó. Acto seguido me dio unas palmaditas en el culo y me dedicó una mirada traviesa—. Ya nos quedaremos solos, ten paciencia.
  —Mami, eres una calientapollas —dije, bajando la voz y acercando la boca a su oreja.
  —Y tú un imbécil —respondió, dándome un pellizco en el costado.
  Intenté devolvérselo y pasamos un rato forcejeando y riendo. Encontré extraordinario el contraste entre la alegre mujercita que me perseguía alrededor de la mesa de la cocina y el hombre gris y abatido con el que había hablado esa mañana. Mi padre aún no era del todo consciente de lo que había perdido, y cuando lo fuese lo lamentaría.
  En unos minutos apareció mi abuela, quien nos encontró bebiendo cerveza y comentando el asunto del alcalde, lo que en todo el país se conocería desde aquel día y hasta hoy como “el crimen del porquero”. No suena tan bien como “la matanza de Texas” pero es lo que hay. Se unió a la conversación, mostrando de nuevo preocupación por su amiga Paz, con la que consiguió hablar por teléfono esa misma tarde, cosa que la tranquilizó bastante. El día transcurrió sin acontecimientos reseñables, una agradable jornada con dos agradables mujeres, algo enturbiada por el escándalo del día anterior y el sensacionalismo informativo alrededor de nuestro hasta entonces apacible pueblo.
  La noche, en cambio, no sería tan tranquila.
  


CONTINUARÁ...



8 comentarios:

  1. Todos los días actualizo para ver la continuación y está se me hizo muy muy corta jajaja
    Me encanta esta saga porque tiene de todo, antes me encantaba la abuela pero ya estoy enamorado de la madre.
    Lo de la tía al principio pensé que se la follaria y estaba decepcionado pero me encantó lo que le hizo. Veamos si tiene otra aparición.
    Espero que nunca termine jajaja
    Felicidades y te deseo mucho excito desde Venezuela

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  2. Cuando empecé la novela me gustó, ahora tanto tiempo después estoy enamorado, es raro picarte con una historia así durante tanto tiempo

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  3. JAJAJAJJA no hay nada mejor que despertar y ver que salió un nuevo capítulo, k buena madriza le metió a Barbara, amo como su madre a cambiado después de vivir con ellos, todavía quisiera que de alguna forma hiciera su vida con Felisa ... pero creo que ya no hay eventos sobrenaturales que permitan eso, igual manera su madre es casi igual de buena, Felisa es 10 absoluto y su madre es 9.7

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  4. Buen presagio para el próximo capítulo, la tía no me interesaba mucho pero me gustó como humilló a la cabrona

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  5. Esta es una buena serie, la terminé en menos de 2 semanas

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  6. La leí por segunda vez estas vacaciones, buena serie

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