26 abril 2024

EL TÓNICO FAMILIAR. (25)


C
uando llegué bajo el cómplice ramaje de nuestro viejo amigo vegetal me encontré una inquietante sorpresa. Mi madre no estaba allí. La había dejado apoyada en el tronco, contrariada aunque no muy alterada en apariencia, dispuesta a esperarme y culminar nuestra peligrosa aventura. ¿Dónde coño se había metido? Colocada a más no poder y cachonda en igual grado, por no hablar de lo caótica e imprevisible que se había vuelto su personalidad en las últimas semanas, tenerla suelta por la parcela era como liberar a una diablilla que llevase siglos encadenada por un brujo  (una buena metáfora de su matrimonio, aunque mi padre era demasiado aburrido para ser un brujo.)
  No había regresado al dormitorio, pues estaba vacío cuando lo atravesé y salté por la ventana. Miré entre los arbustos cercanos al roble, en los alrededores de la piscina e incluso en la huerta. Ni rastro. Tal vez se había puesto a deambular, debido a mi tardanza, se había asomado a la ventana de mi abuela y nos había visto en pleno polvazo. En ese caso no podía adivinar su próximo movimiento. Podía estar en un oscuro rincón de la casa, llorando en silencio o rechinando los dientes de rabia y pensando en mil formas de castigarme, no solo como madre sino también como amante despechada. O a lo mejor simplemente se había quedado dormida en alguna parte. Incluso vinieron a mi mente imágenes horribles de los enemigos que había hecho durante mis negocios con el tónico, algunos de los cuales habían estado en la casa sin ser advertidos. Me esforcé en descartar semejantes temores: el alcalde y Montillo estaban bien muertos, y la Doctora Ágata no tenía motivos para atacarme a mí o a mi familia. 
  Con el corazón a punto de salirse por mi garganta decidí entrar de nuevo en la vivienda y revisar todas las habitaciones, pero antes fui a echar un último vistazo bajo el roble. No estaba. Di un par de pasos de regreso a la casa y me giré, sobresaltado, al escuchar el crujido de una rama detrás de mí.

 Lo más desconcertante es que el sonido, que se repitió a medida que perdía intensidad, no provenía de la zona cercana a las raíces del árbol o los arbustos cercanos. ¿Venía de arriba? Era eso o la droga porro me estaba jugando una mala pasada. Alcé la vista hacia las frondosas ramas del gigante vegetal y entorné los ojos para escrutar entre la maraña de hojas y sombras. La luz de la luna me ayudó a descubrir dos trozos de tela colgados, como si de la colada de una ardilla se tratase, de sendas ramitas. Uno de ellos pequeño, blanco y visiblemente húmedo. El otro un poco más grande, de un rojo descolorido. A mi alterado cerebro le llevó unos segundos procesar que eran unas bragas y una camiseta recortada en forma de top.
  Me acerqué un poco más al roble, cauteloso, y di un respingo cuando una risita sofocada sonó sobre mi cabeza. Entornando los ojos, al fin conseguí descifrar el trampantojo de hojas, ramas y formas femeninas.
  —¿Ma-mamá? ¿Qué carajo haces ahí arriba? —exclamé, sin gritar pero en un tono demasiado alto.
   Era probable que mi abuela siguiese despierta, a no ser que correrse dos veces y el sofocante calor la hubiesen dejado fuera de combate. La fugaz imagen de aquella sensual gigantona cayendo derrengada en la cama trajo a mi memoria la voz del difunto alcalde Garrido mientras la tenía atada desnuda en el matadero: “Eso sí, le hemos metido en ese cuerpazo sedantes como para tumbar a una yegua”. Estaba claro que los recuerdos de la pesadilla vivida en la finca de Montillo iban a acosarme durante mucho tiempo. Aunque, por otra parte, tenía la sensación de que todo había ocurrido hacía semanas en lugar de tres días atrás.
   Ajena a mi flashback de Vietnam pero no a la preocupación por ser descubierta mi madre me chistó, probablemente poniéndose un dedo frente a los labios. Hacía ese gesto de una forma muy curiosa, estirando el índice pero sin cerrar los demás dedos en un puño, como es habitual, sino estirándolos en una especie de abanico. Una de sus rarezas que antes pasaba por alto, e incluso me molestaban, pero que ahora encontraba encantadoras.
  —No te quedes ahí pasmado. Sube... ¡Venga! —me instó. Su voz era un susurro algo ronco y animado, con evidentes rastros de la embriaguez opiácea.
  Eché la cabeza hacia atrás y por fin comencé a verla con cierta nitidez, sin dar crédito a mis ojos. Estaba en cuclillas, vestida solo con las deportivas blancas y rosas, la pulserita del tobillo y la fina pátina de sudor que cubría su piel bronceada. Había encontrado el lugar idóneo donde colocar los pies, sobre una rama cuyo grosor bastaba y sobraba para soportar el peso de su cuerpo menudo y ágil (por lo visto, más ágil de lo que yo pensaba). Sin olvidar del todo su prudencia maternal, se sujetaba con la mano derecha a otra rama, por si acaso, y con la izquierda sacudía residuos vegetales de su corto cabello, más alborotado que nunca. Se encontraba a más de tres metros del suelo. Altura suficiente para hacerse daño si caía de mala manera. Me dio un escalofrío ante la idea de que pudiese resultar herida, sin preocuparme de como afectaría eso a la hazaña que estaba realizando aquella noche. Visto ahora, habría sido un reto interesante para mi imaginación tener que explicarle a la abuela, camino del hospital, por qué su nuera se había caído desnuda del roble.
  —Déjate de tonterías y baja de ahí. Venga, te ayudo —dije, extendiendo los brazos hacia arriba.
  —¿Por qué has vuelto a tardar tanto? —preguntó. Mis ojos se acostumbraban a la penumbra y pude ver, allí arriba, la mueca desconfiada en su rostro de hada salvaje— ¿Está despierta tu abuela?
  —Se había levantado a por agua, como te dije. He esperado hasta que ha vuelto a dormirse.
  —¿Te ha visto? —susurró, inclinándose hacia adelante cual hermosa mujer araña. 
  —No, no me ha visto —suspiré al tiempo que lanzaba una mirada hacia la casa, donde todas las luces volvían a estar apagadas, cada vez más impaciente— ¿Y qué más da si me ve? Vivo aquí, joder.
  —¡Ssshh! No grites.
  —No he gritado. Vamos, baja de una vez que te vas a hacer daño.
  —De eso nada. Sube a buscarme. ¿O es que no eres capaz de trepar hasta aquí, nenaza?
  Bufé ante la provocación. Su sonrisa creció y dos hileras de pequeños dientes destacaron entre las sombras. Por un momento recordé al gato de Alicia en el País de las Maravillas, Cheeseburguer creo que se llamaba. Obviamente no iba a conseguir convencerla de que bajase, y además mi proverbial falta de prudencia y sentido común cuando estaba caliente (cosa que al parecer había heredado de ella) ganaba terreno muy rápido en mi cerebro. Solo el hecho de verla desnuda allí arriba bastó para aumentar la palpitante dureza de mi polla. Por suerte, el susto no había bastado para ablandarla del todo y el condón continuaba en su sitio.
  Cogí aire, me froté las palmas de las manos cual gimnasta a punto de subirse a los aros y me dispuse a ascender. Sabía que mi hazaña de esa noche iba a suponer un desafío físico pero nunca hubiera imaginado que incluiría trepar a un puto árbol, cosa que no hacía desde que era un mocoso. Pero me moría de ganas por hacerle el amor de nuevo a la mujer que me esperaba allí arriba, y además: ¿Cuántas personas pueden decir que han echado un polvo en lo alto de un roble? Sería otro logro desbloqueado en el disparatado RPG de mi vida sexual.
  Fue más fácil de lo que esperaba. En pocos segundos sentí las manos de mi madre agarrando uno de mis brazos para ayudarme a coronar la cima. En ese momento miré hacia abajo y casi no pude creer la distancia que había hasta el suelo. 
  —Eso es... ya casi estás... Tranquilo, mami no va a dejar que te caigas —decía ella. Su tono era cómico pero supe que lo decía en serio.