31 marzo 2022

EL TÓNICO FAMILIAR. (14)


  Su voz era grave pero femenina, con una entonación extraña que no supe identificar, como una mezcla de varios acentos. A esas alturas, que supiese mi nombre no me sorprendió demasiado.

  —Eh... Sí, señora... —conseguí decir—. Si no es molestia... ¿Podría decirme quién es usted y qué... por qué estoy aquí?

  —Me llamo Ágata. Puedes tutearme, por cierto.

  —Ágata... Encantado. Pero sigo sin saber... eh... quién eres.

  —Doctora Ágata Montoya —dijo. Cruzó las piernas y sonrió de nuevo, sensual y amenazante a partes iguales— ¿Te suena?

  Me sonaba. Joder que si me sonaba. Me quedé sin habla, esperando a que la misteriosa mujer me diese más explicaciones, ya que no sabía qué preguntarle. No me había dado cuenta de que aún llevaba en la mano la bolsa del estanco, y al removerme inquieto en el asiento se me cayó al suelo y su contenido se desparramó en la alfombra. La tal Ágata se agachó frente a mí para coger la caja de caramelos y me llegó a las fosas nasales un embriagador perfume, una mezcla de especias y azahar. Volvió a su lugar, sentada con natural gracia en el borde de su escritorio, y observó la cajita de metal.

  —Mira qué monada... ¿Te importa? —dijo mientras la abría, sin esperar a que le diese permiso.

  Cogió entre dos dedos un caramelo de color violeta. Llevaba las uñas cortas y pintadas de amarillo, a juego con las flores que predominaban en su vestido. Separó sus sensuales labios y atrapó con ellos la golosina un segundo, antes de metérsela en la boca y saborearla.

  —Mmmm... Qué bueno. —Miró al suelo, hacia los paquetes de tabaco—. Puedes fumar si quieres. No me molesta.

  No era mala idea. Fumar no me calmaría pero al menos tendría las manos ocupadas. Encendí un cigarrillo y ella me tendió un cenicero de vidrio verde que coloqué en el reposabrazos de la butaca. Me miraba en silencio, moviendo el caramelo dentro de su boca, con una sonrisa pícara y asimétrica que debía resultar arrebatadora cuando uno no estaba cagado de miedo.

  —Ya que no dices nada, voy a explicarte lo que pasa. —Subió las redondeadas nalgas hasta quedar sentada en la mesa y cruzó de nuevo las piernas—. Soy la bisnieta de Arcadio Montoya, el creador de ese tónico que andas vendiendo. ¿Empiezas a entender por qué estás aquí?

  —Creo... Creo que si —dije, aunque no estaba seguro de entenderlo del todo.

  —Voy a contarte la historia, ya que te veo algo algo perdido. ¿Tienes prisa?

  —No. Ninguna prisa.

  —Bien. Como ya sospecharás, mi bisabuelo no era realmente doctor. Yo si lo soy, por cierto, pero ya hablaremos de mí más adelante. —Hizo una pausa y escuché crujidos dentro de su boca. Los fuertes dientes trituraron el caramelo y continuó hablando—. Era un charlatán, un estafador, contrabandista, ladrón de poca monta, proxeneta ocasional y jugador habitual, tramposo, por supuesto. Gracias a su madre y a su abuela, que eran brujas y comadronas, tenía ciertos conocimientos básicos de hierbas, pero ningún talento a la hora de mezclarlas, ni demasiado interés en aprender. Durante uno de sus viajes a la capital, vio en una barraca de feria a un tipo que vendía a voces un tónico milagroso, prometiendo toda clase de efectos positivos, incluso relacionados con la potencia sexual, y vio a muchos incautos soltar los cuartos por una botellita de ese brebaje. Todo era mentira, por supuesto. Arcadio, que era espabilado y calaba a un timador a la legua, se dio cuenta al instante. ¿Te estoy aburriendo, Carlos?

  —¡No! Claro que no —exclamé. 

23 marzo 2022

EL TÓNICO FAMILIAR. (13)



 P
asados un par de minutos me sobresaltó un extraño ruido en la sala de estar, como si algo se moviese por el suelo. En una casa de campo, era habitual que de vez en cuando entrase algún animal, un ratón, un pájaro e incluso una ardilla, así que no me asusté. Fui a la sala de estar, encendí la luz y detrás del sofá encontré al causante del ruido. Era un lechón. Un cerdito diminuto, rosado y tembloroso, que me miró con sus ojillos negros y correteó torpemente por la habitación.

  Un trueno hizo temblar los cristales de las ventanas y comencé a inquietarme de verdad. ¿Dónde estaba mi abuela y por qué demonios había un cerdo en la casa?

  Regresé a la cocina, nervioso. Apagué el cigarrillo con fuerza en el cenicero e intenté calmarme con un largo trago de cerveza. El sonido de la lluvia atronaba en mis oídos y por primera vez la limpia y acogedora casa me resultó un lugar terrorífico, como le sucedía a mi madre cuando pasaba allí la noche. Miré de nuevo al cerdo, que olisqueaba el suelo de la sala de estar como si buscase algo. Recordé la última vez que había acariciado a un lechón, en la finca de Montillo, y un escalofrío me recorrió la espalda.

  Caminé por la cocina, encendí otro cigarro y me asomé a la ventana. Tras la cortina de agua que caía del cielo podía verse la verja de hierro y el camino de gravilla blanca y gris que llevaba hasta la casa. Un relámpago me deslumbró y el inevitable sonido del trueno retumbó a mi alrededor. Entonces escuché unos rápidos pasos en el exterior y vi una sombra moverse hasta el porche, quedando fuera de mi vista.

  Me asomé al recibidor y la puerta principal se abrió de golpe, dejando entrar a una figura encapuchada, alta y corpulenta, cubierta por un antiguo chubasquero verde oscuro. 

   —¡Santa Bárbara bendita! La que está cayendo, hijo.

  Casi suelto una carcajada de alivio cuando reconocí la voz de mi abuela. Colgó el capote empapado en el perchero de la entrada y se quitó las botas manchadas de barro mientras yo contemplaba las familiares curvas imposibles de disimular por su sencillo vestido de faena. Cuando entró en la cocina la abracé y el calor de su cuerpo, la mullida sensación de sus pechazos y su agradable olor a tierra húmeda me calmaron de inmediato. Su intuición maternal detectó mi inquietud y me acarició el pelo con ternura.

   —¿Estás bien, cariño? 

   —Sí... Estoy bien. Algo cansado —dije. La besé y cuando nuestras lenguas se encontraron no hizo gesto alguno de rechazo o alarma, por lo que deduje que esa noche estaríamos solos—. ¿Dónde estabas?

  —En el gallinero. La última vez que llovió salió una gotera y lo estaba revisando por si acaso.

  —¿Y mis tíos? ¿Se han ido?

  —Se fueron por la tarde. Dicen que vendrán el fin de semana que viene.

  Después de una breve sesión de morreos y caricias reparó en mi indumentaria y se apartó para verme de cuerpo entero. Caminó a mi alrededor y me observó con una dulce sonrisa en los labios y sus bonitos ojos verdes brillando de orgullo.

   —¡Pero qué guapo estás! Pareces un general —dijo, colocándome con cuidado la gorra, que se había torcido durante nuestro efusivo saludo.

  —Joder, no exageres —dije, riendo.

  —¿Sabes una cosa? Siempre me han encantado los hombres de uniforme —afirmó, con cierta picardía.

  Tomé nota mental del dato para sacarle partido más adelante, pero en ese momento había algo urgente que solicitaba mi atención. Ese algo entró trotando en la cocina y pasó entre las piernas de mi abuela, quien se agachó y lo levantó en brazos. Se sentó en una de las sillas junto a la mesa de la cocina y lo acunó contra su pecho como si fuese un bebé, sonriéndole con ternura y haciéndole carantoñas con un dedo.

  —¿Has visto a nuestro nuevo amiguito? ¿A que es para comérselo? —dijo. 

  —Oin... oin oin... —respondió el amiguito.

  “Para eso son los cerdos, para comérselos”, pensé, aunque no dije nada. La verdad es que el bicho era una monada, tan pequeño y rosado, rozando con su hocico la enorme teta que para él debía ser como una montaña. Me alegré de que mi abuela estuviese vestida ya que ver al animalillo chupándole el pezón habría sido perturbador. 

  —Si, ya lo he visto. ¿De dónde ha salido? —pregunté, intentando ocultar mi recelo.

  —Lo ha traído Monchito esta tarde. Dice que las cerdas han parido más crías de lo normal y que están regalando algunos a la gente del pueblo. O eso he entendido yo, ya sabes que el pobre no habla muy bien —explicó, aumentando mi preocupación.

  —¿No te parece raro? Montillo nunca ha sido muy generoso que digamos.

  Mi abuela se encogió de hombros, sin dejar de mirar al lechón, que parecía encantado con su nueva “madre”.

20 marzo 2022

RICITOS.

  Dentro de la cabaña el calor era sofocante, pero eso no molestaba demasiado a los tres hermanos Bearson, acostumbrados al clima extremo de aquella región boscosa.

   —¿Le queda mucho al estofado?— preguntó Klaus.

   —Ya casi está — respondió Paul, quien removía la enorme olla con un enorme cucharón de madera.

   —Abriré el barril — dijo Jansen.

   Los tres hermanos Bearson eran idénticos, come corresponde a unos trillizos. Los tres medían casi dos metros, los tres eran extraordinariamente robustos, con brazos como troncos y cuellos de toro, los tres llevaban la cabeza rapada y lucían espesas barbas negras como el carbón, los tres vestían pantalones de camuflaje y botas militares.

   —Ya está... ¡Joder, como nos vamos a poner!

   —Huele que alimenta.

   —Traed las jarras.

   Mientras Paul llenaba los platos hasta el borde con un sustancioso estofado de ciervo, Jansen llenaba hasta el borde tres grandes jarras. Después de una mañana poco provechosa, en la que un astuto jabalí se les había escapado por los pelos, los tres cazadores se disponían a consolarse con un almuerzo contundente y bien remojado con espumosa cerveza.

   —¡Joder, que buena pinta tiene, Paul!— exclamó Klaus.

   — Así es como lo hacía Madre, en paz descanse.

   Los trillizos se santiguaron al unísono, recordando a su oronda progenitora, y se dispusieron a dar cuenta del guiso, cuando sus aguzados oídos de cazador captaron un ruido que los hizo levantarse y correr hacia la ventana.

   A escasos cincuenta metros de la cabaña el sotobosque se removía, y los aguzados ojos de cazador de los trillizos Bearson vislumbraron el pelaje parduzco de un jabalí bastante grande.

   —¡Hijo de puta! Desde luego tiene cojones el bicho — gruñó Klaus.

   —El estofado lleva patatas. Las habrá olido el muy verraco — susurró Paul.

   —Ya comeremos luego, ¡a por él!— ordenó Jansen.

   Con movimientos enérgicos y expertos, los tres hermanos cruzaron sobre sus anchos torsos, desnudos y sudorosos, tres cinturones repletos de cartuchos. Agarraron sus respectivas escopetas y salieron de la cabaña a paso ligero pero sigiloso, adentrándose en el bosque desde tres direcciones distintas para rodear a la esquiva bestia.

   Pero el jabalí, después de haber huido de ellos durante toda la mañana, conocía a los hermanos Bearson mejor de lo que ellos lo conocían a él. Les obligó a perseguirle por la espesura durante dos horas, hasta que los cazadores, agotados y con los estómagos rugiendo por el hambre, desistieron de su empeño.

   —¡Maldito hijo de una cerda! Nos la ha vuelto a jugar.

   —Mañana le daremos lo suyo.

   —Sí, mañana será otro día. Vamos a comer y a pegarnos una buena siesta.

   Lo primero que los hermanos Bearson hacían cuando entraban en su cabaña era soltar las armas, pero aquella vez no lo hicieron. La puerta estaba entreabierta y, a pesar de las prisas, estaban seguros de haberla dejado cerrada.

   —Aquí ha entrado alguien, cuidado.

   —¿Habrá sido el hijoputa del marrano?

   —Calla, coño ¿desde cuando los jabalíes saben abrir puertas?

   La sorpresa de los cazadores aumentó cuando vieron, sobre la mesa, sus tres platos rebañados, y las tres jarras igualmente vacías. Se rascaron al unísono el vello negro y rizado que tapizaba sus pechos.

   —¡Se han puesto las botas!

   —Ssshh, calla Klaus, puede que sigan aquí.

   —Miremos en el dormitorio.

17 marzo 2022

EL TÓNICO FAMILIAR. (12)

 

 El sábado amaneció nublado, con el típico bochorno que precede a las tormentas de verano. Gracias a la radio despertador que tan previsoramente (algo poco común en mí) había rescatado de mi dormitorio en la ciudad me levanté a tiempo para mi segunda jornada de trabajo. Había dormido menos de lo recomendable y estaba cansado. Como ya sabéis, la jornada anterior había sido agotadora en todos los sentidos, aunque al final todo había salido más o menos bien.

  Repasando los acontecimientos mientras trataba de espabilarme sentado en la cama, no tenía remordimientos pero enturbiaron mi ánimo un par de cosas que podría haber mejorado. Me cabreaba no haberle plantado cara a la alcaldesa cuando decidió no pagarme el tónico, algo impropio del astuto comerciante que yo pensaba que era. Me disgustaba el hecho de haber llevado a mi madre a un motel sórdido frecuentado por fulanas y puteros, cuando ella se merecía mucho más. Me arrepentía de no haber aprovechado la ocasión de empotrarme a mi tía Bárbara, una oportunidad que quizá no volvería a presentarse, aunque me consolaba pensar que lo había hecho por el bien de la familia. Y sobre todo me reconcomía la forma en que había tratado a mi abuela la noche anterior, usando su cuerpo para desfogar sin preocuparme de que ella disfrutase. Por suerte, era demasiado generosa como para echármelo en cara, y yo disfrutaría mucho compensándola cuando tuviese ocasión.

  Pero por desgracia no sería esa mañana. Antes de vestirme, saqué el frasquito vacío que tenía en el bolsillo de mi chándal, lo rellené con la botella de tónico que aún guardaba en mi maleta, debajo de la cama, y tomé unas cuantas gotas. La noche anterior había descubierto que una dosis tan pequeña me permitía gozar de los efectos vigorizantes del brebaje y mantener a raya los lúbricos efectos secundarios. Guardé el frasco junto a la botella, para mi uso personal, y me vestí.

  En la cocina encontré a mi abuela bregando frente a la encimera, cortando pan, haciendo café y triturando para las tostadas algunos de los suculentos tomates de su huerta. Debía llevar levantada un rato, pues ya se había calzado las botas y cubría su no menos suculento cuerpo con uno de sus desgastados vestidos de faena, esta vez uno azul con diminutos lunares blancos. Aún no se había puesto el pañuelo en la cabeza y sus rizos pelirrojos salpicados por los brillantes hilos de plata que eran sus canas lucían tan lustrosos como siempre.

  Me acerqué por detrás y le di un relativamente casto abrazo acompañado de un largo beso en la mejilla, quizá más cerca del lóbulo de la oreja de lo necesario, cosa que la hizo apartarme con un gracioso golpe de cadera antes de devolverme el beso.

  —¿Has dormido bien, tesoro?

  —Muy bien, pero no tanto como me habría gustado —me quejé, bostezando.

  —Eso te pasa por quedarte jugando hasta tan tarde, tunante —dijo ella, bajando la voz y con una sonrisa pícara.

  —Mira quién habla.

  Intenté abrazarla de nuevo pero me contuvo con un codo, mientras llevaba a la mesa un plato con tostadas. No dejó de sonreír pero lanzó una mirada de advertencia hacia la puerta que daba al pasillo.

  —Bah, no creo que esos dos se levanten antes del mediodía, después del tute que se pegaron anoche —dije, refiriéndome a mis tíos, que debían estar durmiendo como ceporros.

  —Y que lo digas, hijo. Estuvieron dale que te pego hasta las tantas.

  —Ya verás como hoy no discuten —predije.

  —No creo que tengan fuerzas ni para levantar la voz. Sobre todo tu tía... ¡Qué manera de chillar, Virgen Santísima! Parecía una gorrina en el matadero.

  —¡Ja ja ja!

  Podría haberle contado un par de cosas sobre lo “cerda” que era su nuera, pero obviamente no iba a hablarle de lo ocurrido en el bar de Pedro. Reímos, disfrutamos del desayuno y de la mutua compañía hasta que llegó la hora de irme. Cuando me levanté de la mesa, mi abuela abrió mucho los ojos, como si acabase de recordar algo, y también se levantó.

  —Efpera un momenfto, fariño —dijo, con la boca llena de tostada.

  Fue hasta la alacena y regresó sujetando entre las manos un frasco de mermelada anaranjada, de melocotón o puede que de albaricoque. El cristal relucía y había puesto sobre la tapa, con una cinta amarilla, una de esas fundas de tela a cuadritos rojos y blancos. 

  —Ya se que es una tontería, pero quería tener un detalle con Doña Paz... Para agradecerle lo del trabajo —dijo, un poco avergonzada, y me tendió el encantador obsequio—. ¿Te importa dárselo? Como aún no han mandado un cura nuevo al pueblo no se si mañana habrá misa y no creo que la vea.

  —Claro, yo se lo doy, no te preocupes —prometí, cogiendo el frasco.

  —Ya se que es poca cosa... Y más para una mujer así, que tendrá de todo.

  —¿Poca cosa? Tu mermelada es la mejor del mundo. Seguro que no ha probado nada igual —dije, para que volviese a sonreír, cosa que conseguí—. Además, estos ricachones ya están hartos de lujos, aprecian más las cosas sencillas y hechas a mano.

  Me despedí robándole un breve beso en los labios al que respondió con un cariñoso azote y salí de la casa. Las oscuras nubes que encapotaban el cielo no consiguieron ensombrecer el buen humor que me había dejado el agradable desayuno. Me subí al Land-Rover y antes de nada salté a la parte trasera para ocuparme de mi negocio. Esta vez llené y guardé en mis bolsillos cuatro frasquitos, por lo que pudiera pasar, ya que ahora tenía una nueva clienta (una que no pagaba, pero ya arreglaría eso). Reparé en que había varias botellas vacías en la caja, entre el serrín seco. Aún quedaban llenas más de la mitad, pero tenía que ir pensando en qué le diría a mis clientes cuando se terminase la mercancía. Casi me arrepentí de haber gastado un frasquito entero la noche anterior, aunque el espectáculo ofrecido por mi tía y sus consecuencias habían merecido la pena.

  

HASTA QUE LA LUNA NOS SEPARE.


  En cuanto salí de la joyería con el anillo de compromiso en el bolsillo supe que no podía seguir ocultándoselo. No a Debra.

   Nuestra historia de amor no podría haber sido más clásica; prácticamente un cliché. Nos habíamos conocido en la universidad, siendo yo el quarterback del equipo de football y ella una de las animadoras. Una preciosidad de melena castaña y grandes ojos color miel de la que me enamoré casi a primera vista.

Éramos la pareja más envidiada del campus. No había chico que no quisiese estar en mi lugar ni chica que no la odiase al verla pasear colgada de mi musculoso brazo. Cualquiera hubiese vendido su alma al diablo por pasar un rato junto a ella en el asiento trasero de mi Camaro, acariciando su sedosa piel bajo la ropa, o besando los muslos que dejaba casi al descubierto la escueta falda de su uniforme.

  Al principio me manifestó su determinación de llegar virgen al matrimonio, pero al cabo de unos meses se reveló su naturaleza voluptuosa y se entregó a mí, ocultos entre los árboles de un bosque a las afueras de nuestra pequeña ciudad. Yo ya había estado con otras chicas (era el quarterback, ya sabéis) y mi experiencia hizo que todo resultase más sencillo para ambos. Fue dulce al principio. Un pausado intercambio de besos, caricias y susurros entre los asientos de cuero. Poco más tarde estaba tumbada sobre el capó, prácticamente desnuda, gimiendo de placer con cada una de mis acometidas.

   Cuando nos graduamos yo encontré un buen empleo, a pesar de mi mediocre expediente académico, lo que me permitió alquilar una casa en las afueras, cerca del bosque. Debra, mucho mejor estudiante que yo, comenzó a trabajar en un jardín de infancia hasta poder cumplir su sueño de ser profesora.

   Las cosas no podían irnos mejor, y antes de que toda la ciudad comenzase a preguntarse por qué nuestro noviazgo se prolongaba tanto entré en la joyería y escogí un anillo, pensando que debía sentirme el hombre más feliz del mundo. Sin embargo no era así.

   Durante toda mi vida había conseguido ocultarle mi secreto a  quienes me conocían, incluso a mi familia y a mis mejores amigos. Incluso a Debra. Pero si iba a compartir mi vida con ella debía compartirlo todo: la deslumbrante luz del hombre atractivo, encantador y honrado al que amaba, y también las más oscuras de mis sombras.

   Lo preparé todo cuidadosamente. Sería en la misma solitaria arboleda donde fue mía por primera vez. Un picnic bajo la luz de las estrellas, con algunas velas, una botella de buen vino... y escarbando en mi pecho como una familia de ratas la maldita incertidumbre. No por la proposición: estaba seguro de que Debra deseaba ser mi esposa más que nada en el mundo, sino por la revelación que, necesariamente, acompañaría a la propuesta. Si ella no aceptaba la única parte de mí que aún no conocía todo mi mundo se vendría abajo.

   La recogí en casa de sus padres, como de costumbre. Llevaba unos pantalones blancos, ajustados a las elegantes curvas de sus caderas y muslos, una camisa a cuadros abotonada con recato (tanto como permitía la silueta de unos prominentes pechos dibujándose en la tela) y el pelo recogido con un pañuelo amarillo.

—¿Voy bien para un picnic nocturno? —preguntó, juguetona, después de besarme.

—Estás preciosa.

   A lo largo de los años, había aprendido a dominar mis nervios. A ocultar mis emociones, o fingir otras, incluso en la más delicada de las situaciones. Pero aquella noche estaba demasiado agitado y Debra me conocía demasiado bien.

—¿Te ocurre algo, cariño? Estás muy callado.

—Nada, preciosa.

   Ella se recostó en el asiento, y pude ver de soslayo cierta sonrisa traviesa que se esforzó por disimular. Sin duda sabía, o tenía firmes sospechas, sobre el motivo (al menos uno de ellos) de la inusual cena campestre. Vivíamos en una ciudad pequeña, yo era alguien bastante conocido en la comunidad y el día anterior había comprado un anillo de compromiso. Las noticias vuelan.

   Detuve el coche al borde de un claro, abrí el maletero y comencé a disponerlo todo, bajo la luz anaranjada del crepúsculo, bromeando con Debra, quien insistía en ayudarme mientras la apartaba con amorosos forcejeos. Extendí la manta sobre la hojarasca, preparé las velas, los platos y las copas.

   Cuando nos sentamos, mirándonos a los ojos, ya era de noche. Algunas nubes ocultaban la luna, y los jugosos labios de Debra jugueteaban con el borde de su copa. No podía esperar mucho más. Mi corazón, un corazón de atleta que rara vez se aceleraba, estaba al borde de la taquicardia.

BITCH MAMA.

 






14 marzo 2022

EL TÓNICO FAMILIAR. (11)

 

 Me equivocaba. Cuando entré en la casa la luz de la cocina estaba encendida y desde la sala de estar llegaba al pasillo el resplandor azulado del televisor. Me asomé y vi a mi tío, mirando la pantalla con semblante serio, su corpachón pecoso hundido en el sofá y los pies sobre la mesita. No se percató de mi presencia así que fui a la cocina. Allí estaba su madre, sentada a la mesa con una taza humeante en la mano. Llevaba su bata floreada ceñida a las abundantes curvas que yo no podría disfrutar esa noche. 

  —Ah... Hola, cielo —me saludó, con afecto pero sin su habitual alegría.

  Estaba triste, alicaída, y cuando me acerqué para darle un beso en la mejilla pude comprobar que sus bonitos ojos verdes estaban algo enrojecidos, como si hubiese llorado un rato antes. Además, por el olor de su taza supe que estaba bebiendo manzanilla, una infusión que se preparaba cuando le costaba conciliar el sueño.

  —¿Qué ha pasado? —pregunté.

  Soltó un largo y trémulo suspiro antes de responder, mirando el contenido de su taza. La bata floreada estaba lo bastante abierta en la zona del escote como para que pudiese atisbar lo que había debajo: uno de sus ligeros camisones de dormir, sin sujetador, lo cual significaba que se había levantado de la cama después de acostarse.

  —Tu tío y Bárbara han discutido —dijo. Miró con cautela hacia la sala de estar, pues no quería que su hijo la oyese hablar mal de su nuera—. Por una tontería, como siempre. Ha pegado cuatro gritos, se ha vestido... por llamarlo de alguna forma, y se ha ido en el coche.

  Esta vez fui yo quien dejó escapar un suspiro, o más bien un resoplido de enojo y cansancio. Había sido un día muy largo y agotador, física y mentalmente. Mi primer día como chófer, la demencial experiencia con Klaus y la alcaldesa, la inoportuna visita de mis tíos y la peculiar cita con mi madre, todo ello en menos de veinticuatro horas. Podría haberme desentendido sin más de los conflictos matrimoniales de David y Bárbara, pero no podía irme a la cama y dejar a mi abuela desvelada e intranquila. Le acaricié el brazo y contuve el impulso de acurrucarme entre sus maternales tetazas y dormir durante tres días.

  —No te preocupes. Ya sabes que tienen broncas cada dos por tres pero siempre se reconcilian. Volverá dentro de un rato, cuando se le pase el cabreo —intenté tranquilizarla, sin mucho éxito.

  —Ya lo se, hijo. Lo que me preocupa es... ya sabes. —Bajó la voz y miró de reojo hacia la sala de estar—. Seguramente estará bebiendo, y estas carreteras de noche son un peligro.

  Tenía razón. Esa borracha descerebrada era lo bastante estúpida como para estampar el potente coche de su marido contra un árbol. Reconozco que a mí también me preocupó esa posibilidad. Aunque me sacase de quicio, Bárbara era de la familia y le tenía cariño, por no hablar de lo mucho que sufriría la sensible pelirroja que sorbía manzanilla sentada frente a mí. Además, ser el hombre de la casa implicaba algo más que meterle el rabo o conducir el coche de su difunto marido. No podía limitarme a esperar que la situación se arreglase sola, como haría mi padre o el huevón de su hermano.

   —Cálmate. Voy a hablar con mi tío e iremos a buscarla. Tu acuéstate y descansa, ¿vale? —dije, en tono afectuoso pero firme, El tono de un hombre que se hace cargo de la situación.

   —Ay... gracias, tesoro —suspiró, un tanto aliviada, aunque sabía que no estaría del todo tranquila hasta que su nuera volviese—. No se que haría sin ti.

EL TÓNICO FAMILIAR. (10)

 

  Subí las escaleras del bloque mientras sacaba mis llaves del bolsillo, como de costumbre, pero cuando llegué a la puerta dudé entre abrir o llamar al timbre. Mi madre me había advertido que llamase por teléfono antes de ir, cosa que en ese momento me pareció absurda. ¿Por qué tenía que avisar para ir a mi propia casa? ¿Acaso temía que entrase derribando la puerta, polla en mano, y me la follase delante de mi padre? Si pensaba que no era capaz de comportarme le iba a demostrar que se equivocaba.

  Entré y en primer lugar eché un vistazo a la cocina. Eran alrededor de las siete de la tarde, por lo que era poco probable que mamá estuviese allí, y de hecho no estaba. En el salón encontré a mi viejo sentado en un sillón, medio dormido frente a la tele y el ventilador. Llevaba unos viejos pantalones de baloncesto (había jugado un poco de joven) y una camiseta azul de tirantes que estaba a dos siestas de quedarle pequeña. No se sorprendió demasiado al verme, y bajo su bigote apareció una sonrisa somnolienta.

  —¡Hombre, el chófer! ¿Qué? ¿Cómo te ha ido? —preguntó.

  —Bastante bien. La alcaldesa no es tan fiera como la pintan.

  —Si, eso dice siempre tu abuela, pero con estas señoronas ricas es mejor andarse con pies de plomo. He llevado yo a cada una en el taxi que... —Pensaba que iba a deleitarme con alguna de sus batallitas de taxista, pero por suerte cambió de tema— ¿Y qué coche llevas? ¿El Mercedes blanco ese que aparca a veces cerca del ayuntamiento?

  —Si, ese. Menudo carro.

  Dediqué unos minutos a hablarle de Klaus, como había hecho con mi tío, e intercambiamos opiniones sobre las virtudes y defectos de los coches alemanes. Al cabo de un rato se dio cuenta de que yo estaba de pie, a un par de pasos del sillón y el televisor.

  —Pero siéntate, hombre. No te quedes ahí de pie —dijo.

  —Eh... no. No voy a quedarme mucho. Solo he venido a saludar y a coger unas cosas de mi cuarto. —Eso me recordó que realmente necesitaba coger unas cosas de mi cuarto—. ¿Dónde está mamá? —pregunté, como si no me importase mucho.

  —No se. Estará en el baño —respondió mi padre, demostrando la poca atención que le prestaba a su sexualmente frustrada esposa.

  Fui a mi habitación y en el pasillo comprobé que, en efecto, la puerta del baño estaba cerrada y se escuchaba el rumor acuoso de la ducha. Saqué de mi armario una mochila vacía y embutí dentro sin mucho esmero unas cuantas mudas de ropa interior, un par de camisas y la radio despertador de la mesita de noche. Metí también una de las revistas guarras que escondía bajo el colchón. Con mi abuela fuera de mi alcance y Bárbara paseándose en tanga iba a ser un fin de semana muy largo plagado de erecciones inoportunas, y tenía que aliviarme de alguna forma. No es que necesitase la revista, pero nunca venía mal una ayuda.

  De vuelta al salón, encontré a mi madre en el sofá, recostada en el reposabrazos y con las rodillas flexionadas sobre el cojín. La postura podía parecer casual, pero las mujeres que tienen las piernas bonitas y pocos reparos a la hora de mostrarlas tienden a colocarlas por instinto de la forma más atractiva posible. Vestía una de sus camisetas holgadas que dejaba al descubierto uno de sus hombros y casi toda la breve longitud de las susodichas piernas. Se había lavado el pelo y llevaba el flequillo rubio repeinado hacia un lado. Me miró con una ceja ligeramente arqueada, con un brillo en sus ojos que oscilaba entre la alegría y la desconfianza y su sonrisa asimétrica curvada en esa combinación de ternura e ironía que tanto me gustaba.

EL TÓNICO FAMILIAR. (9)

 

  La mañana del viernes me subí al Land-Rover silbando una alegre melodía, nervioso por mi primer día de trabajo pero contento por el rumbo que estaba tomando mi destierro rural. Mi abuela me había despedido en el porche, con un discreto beso en la mejilla, después de pasarme revista como la más adorable de las sargentas, para asegurarse de que iba bien vestido, limpio y peinado. Antes de prepararme un abundante desayuno, se había resistido a disfrutar de mi vistosa erección mañanera, preocupada porque pudiese llegar tarde. Me conformé con susurrarle al oído todo lo que pensaba hacerle cuando volviese, cosa que la hizo sonrojarse y regañarme entre risas y suspiros de lúbrica anticipación.

  Me lancé a las sinuosas carreteras de la zona mientras el sol asomaba detrás de las montañas, prometiendo otro día de sofocante calor. Llevaba un par de frasquitos de tónico en el bolsillo, por si acaso, y había dejado el hachís en la casa para no caer en la tentación de emporrarme y fastidiar la primera jornada de lo que podría ser un empleo estable. La finca del alcalde estaba a una media hora del pueblo, y llegué veinte minutos antes de la hora acordada. Pensé en lo orgullosa que estaría mi madre por mi inusitada puntualidad, y eso me llevó a una fantasía en la que me recompensaba usando partes de su cuerpo de las que un hijo no suele disfrutar. No quería presentarme ante mi nueva jefa distraído y empalmado, así que sacudí la cabeza e intenté concentrarme.

  Siempre había escuchado decir a la gente del pueblo que la familia de la alcaldesa era una de las más acaudaladas de la provincia, pero no me esperaba lo que encontré al traspasar la gran verja blanca de la entrada, después de identificarme ante un robusto guardia de seguridad que me miró con indiferencia desde su garita. La residencia era una mansión en toda regla, de las que yo solo había visto en películas o revistas, con un pórtico flanqueado por columnas, balaustradas de piedra en los balcones y altos ventanales con vidrieras. Estaba rodeada por una enorme extensión de jardines, cuidados hasta el más mínimo detalle, con fuentes y esculturas por doquier, y hasta un “pequeño” pabellón para conciertos cubierto por una impresionante cúpula de cristal. Más tarde sabría que en la propiedad también había una piscina de tamaño olímpico, dos pistas de tenis y un lago artificial. Entonces entendí que Don Jose Luis no quisiera dejar a su esposa, a pesar de lo mucho que la detestaba. El hijoputa había pegado el braguetazo del siglo.

  Detuve el coche frente a la entrada principal y caminé hasta el pórtico, erguido y con paso firme. No iba a permitir que tanta opulencia me intimidase, ni quería parecer un cateto que nunca ha salido de su barrio o del pueblucho de sus abuelos. La puerta se abrió antes de que tuviese tiempo de tocar el timbre. Apareció en el umbral una mujer se unos sesenta años, un poco más alta que yo y vestida con un sencillo uniforme de criada negro, sin más adornos que un anticuado cuello de encaje blanco. Tenía la constitución de una gallina de dibujos animados, pechugona, culona y regordeta. Se peinaba el cabello gris con un apretado moño y en su rostro mofletudo no había una pizca de simpatía cuando me miró de arriba a abajo.

  —Tu debes ser el nuevo chófer —dijo. Tenía una voz grave y profunda, casi masculina, con el deje autoritario de quien está acostumbrado a dar órdenes—. Pasa por aquí.

EL TÓNICO FAMILIAR. (8)

   

  En ese momento sucedió algo que casi nos mata a ambos de un puto infarto. Alguien golpeó las puertas traseras del Land-Rover. Mi madre saltó como una conejita asustada y se cubrió el cuerpo con la manta. Yo maldije en voz baja y me tapé la genitalia con lo primero que pudo agarrar mi mano del asiento delantero, y que resultó ser mi camisa. La potente luz de una linterna nos alumbró a través del cristal y tras ella distinguí una silueta.

  La mano volvió a golpear, esta vez con más fuerza.

  —A ver, tortolitos. ¿Vais a abrir o no? —dijo una voz masculina, grave y socarrona.

  Mamá estaba sentada y encogida contra un asiento, intentando ponerse las bragas sin soltar la manta, que solo dejaba al descubierto sus hombros y parte de una pierna. Me tranquilicé, aunque no mucho, cuando pude distinguir una gorra de policía sobre la cabeza del desconocido. Busqué mis pantalones y me los puse a toda velocidad, revolcándome de forma bastante ridícula en el suelo.

  —Un... Un segundo, agente. Ya abro —dije, con voz temblorosa. 

  No es que me diese miedo la pasma, ni temía que nos detuviesen por echar un polvo ni por la minúscula piedra de hachís que llevaba escondida en la cajetilla de tabaco, pero me aterraba que me hicieran preguntas sobre el frasquito de tónico. Y si encontraban el alijo oculto bajo el asiento trasero podría quedarme sin negocio y sin los buenos momentos que me proporcionaba el brebaje.

  —¡No abras! —exclamó mi madre. No parecía tan asustada como furiosa, y eso me preocupó.

  —¿Cómo no le voy a abrir a la poli?

  En cuanto conseguí subirme la bragueta quité el seguro de las puertas traseras y el policía las abrió de par en par. Nos enchufó con la linterna, primero a mí y después a mi acompañante, que soltó un bufido de fastidio.

  —Vamos a ver... Aquí no se puede estar, amigo —dijo, hablándome a mí—. Para eso están los descampados.

  Era el típico poli cincuentón, grande y pasado de kilos. Tenía una papada sudorosa que le temblaba al hablar y una sonrisa sardónica en los labios. La verdad es que tenía razón; podría haber buscado un lugar más apartado, pero el calentón y la prisa por aprovechar el efecto del tónico cuanto antes no me dejaron pensar con claridad. Asentí a las palabras del agente y comencé a ponerme la camisa. Él miraba a mi madre, que se había quedado quieta y lanzaba chispas por los ojos. 

  —¿Y usted, señora? ¿No es ya mayorcita para andar follando en callejones? 

  —No hace falta ser impertinente, ¿eh? —dijo ella, en voz demasiado alta y en un tono poco adecuado para dirigirse a la autoridad.

  El madero soltó una risita que hizo temblar su papada y movió la linterna hacia abajo, enfocando la pantorrilla y el pie de mi madre, quien se apresuró a esconderlo. La luz subió de nuevo hasta la mano que mantenía apretada contra el pecho para sujetar la manta. La sonrisa del tipo se volvió más burlona y lasciva cuando vio la alianza de casada en el dedo.

EL TÓNICO FAMILIAR. (7)

   

Al día siguiente, una soleada mañana de miércoles, estábamos de tan buen humor que desayunamos en el porche, colocando una mesita junto a los sillones de mimbre. Si un vehículo pasaba por la carretera de tierra al otro lado de la verja y miraba en dirección a la casa podría vernos, así que tuvimos que reprimir muestras de afecto demasiado efusivas. Aun así pasamos un rato muy agradable, charlando y bromeando, en voz muy baja cuando comentábamos algo relacionado con nuestra relación secreta.

  Aunque nadie más que yo hubiese podido reparar en ello observándola, la actitud de mi abuela cambiaba de forma gradual y sutil. Cuando se sentaba, cruzaba las piernas y no se preocupaba de taparse si el comienzo de su muslo asomaba, y si el prieto canalillo quedaba a la vista no se apresuraba a cerrarse la bata como hacía antes. Se la veía más relajada, su humor era más mordaz y picante, sin llegar nunca a la crueldad o la obscenidad, e incluso su forma de andar era más insinuante, dentro de los límites de su ineludible discreción y el recato implantado por la sociedad puritana de la dictadura en la que creció.

  Nuestra relación no solo se hacía más estrecha en lo carnal, sino que cada vez teníamos más confianza y nos conocíamos mejor. Me hablaba de aspectos y épocas de su vida que desconocía, me confesaba anhelos secretos, sueños incumplidos y decisiones de las que se arrepentía. Descubrí que su aparente sencillez ocultaba una complejidad y profundidad insospechadas. Quizá no era una mujer brillante, pero sí lo bastante inteligente como para haber aspirado a algo más que ser madre y ama de casa, algo de lo que por otra parte no se arrepentía en absoluto. Hablaba de sus años de matrimonio con nostalgia y cariño, y quería a sus hijos (y a su nieto) más que  nada en el mundo.

  A pesar de algunos momentos de duda en los que salía a relucir su adoctrinamiento católico o el miedo a ser descubierta y juzgada por propios y extraños, tampoco se arrepentía de la impúdica intimidad que compartíamos de puertas adentro. La noche anterior, después del salvaje polvo en la sala de estar, me atiborró de huevos fritos, patatas y fruta, y tuvimos en el dormitorio un segundo asalto más largo y pausado, sin lencería fina ni tacones, solo nuestros cuerpos a la luz de la luna, pues por primera vez se atrevió a hacerlo con la ventana abierta.

  Después del desayuno y los quehaceres campestres de cada día comenzamos a pintar el garaje. El sofocante calor de días atrás estaba dando una tregua y el trabajo me resultaba incluso agradable. Mi compañera canturreaba y yo silbaba al ritmo de la música del transistor, moviendo el rodillo o la brocha con brío.

  A mediodía sonó el teléfono. Por suerte no era ninguno de mis desagradables clientes, ni ninguna de las cotillas amigas de mi abuela que podrían haber enturbiado su buen humor con noticias sobre el infame padre Basilio. Era mi madre, quien llamaba solo para charlar un rato con su suegra, cosa que hacía cada varios días. Aproveché la pausa para beberme un refresco y fumarme un cigarro en la mesa de la cocina, desde donde podía ver parte de la sala de estar, incluido el sillón en el que mi anfitriona hablaba por teléfono con las piernas cruzadas, balanceando un pie en el aire y jugueteando con el cable rizado del auricular como hacían las secretarias macizas en las películas, cosa que me hizo sonreír pues era consciente de que la estaba mirando.

  Tras una media hora de conversación, se levantó y me miró desde el quicio de la puerta, en una postura que resaltaba la curva de sus caderas. El desgastado vestido de faena que llevaba ese día se cerraba por delante, con una hilera de botones que iba desde el cuello hasta las rodillas, y en la parte del escote había más botones desabrochados que cuando habíamos entrado en la casa. El pañuelo azul que protegía su pelo de las salpicaduras de pintura solo dejaba a la vista los rebeldes rizos de su nuca, y en el rostro redondeado lucía una expresión traviesa. Me excitaba y me desconcertaba a partes iguales que se mostrase tan juguetona estando mi madre al teléfono, pues no había colgado. El auricular estaba cuidadosamente colocado en el reposabrazos del sillón. 

    —Tu madre quiere hablar contigo —me dijo.

EL TÓNICO FAMILIAR. (6)

   

  Se quitó las gafas y se secó con los dedos una lágrima. Soltó un largo y tembloroso suspiro que me conmovió. No me gustaba verla triste, y menos aún sin saber el motivo.

  —¿Qué es lo que pasa, abuela? ¿Quién ha llamado? —pregunté de nuevo, nervioso.

  —Era Jacinta —dijo. La tal Jacinta era una de sus amigas beatas del pueblo. Suspiró de nuevo y continuó hablando con voz temblorosa—. Dice que... esta tarde han detenido al padre Basilio. Se lo ha llevado la guardia civil.

  —¿Que han detenido al cura? ¿Qué ha hecho? 

  Un escalofrío me recorrió la espalda. Que lo hubiesen detenido el mismo día en que había bebido vino con tónico no podía ser casualidad. Le puse a mi abuela una mano en la rodilla para animarla a seguir hablando. 

  —Resulta que... ¡Ay, hijo no se ni cómo decirlo! Resulta que lo han pillado... abusando del monaguillo.

  —¿En serio? No me jodas.

  —Ojalá fuese mentira.. Ojalá —dijo. Comenzó a llorar y sacó un inmaculado pañuelo blanco del bolsillo de su bata—¡Ay, pobre Luisito! Con lo inocente y bueno que es el pobre. Dice Jacinta que se lo han llevado al hospital. Imagínate lo que le habrá hecho ese... ese...

  —Ese hijo de puta —terminé la frase.

  —Sí, ese hijo de puta —repitió ella, para mi sorpresa.

  Nunca la había escuchado usar ese tipo de lenguaje, y he de reconocer que me excitó un poco. Hice que se sentara en el sofá junto a mí y rodeé sus hombros con mi brazo, consolándola. Luisito, el monaguillo, era uno de los pocos niños que había en el pueblo, y su puesto quedaría vacante durante mucho tiempo.

  —¿Quién lo iba a decir? El padre Basilio... tan devoto y tan caritativo, un santo varón... y fíjate —se lamentó.

  —Hay que joderse. No te puedes fiar de nadie —afirmé, cariacontecido.

  Intenté no sentirme culpable por lo ocurrido. Hasta donde yo sabía, el tónico solo aumentaba el deseo, no cambiaba las preferencias sexuales de quien lo bebía, y el cura no había tomado tanta cantidad como para perder el control hasta el punto de follarse lo que se le pusiera a tiro. Podría haberse matado a pajas, podría haberse ido de putas o engatusar a una de las solteronas beatas que lo miraban con adoración en misa. Si había hecho lo que había hecho era porque ya tenía esas tendencias. Seguramente no era la primera vez que abusaba del monaguillo, pero debido al inusual calentón se había pasado de la raya y lo habían trincado.

  Pasamos un buen rato sentados en el sofá. Mi abuela necesitaba desahogarse y mi obligación era reconfortarla. Mientras le acariciaba la espalda y le daba besos en la húmeda mejilla, pensé que debía deshacerme de la botella de vino trucado cuando tuviese ocasión. No podía hacerlo esa misma noche, desde luego. Puede que fuese una mujer sencilla y un poco ingenua pero mi abuela no era tonta en absoluto, y si desaparecía la botella podría sospechar y atar cabos, e incluso relacionarlo con la cena que le preparé y lo que pasó esa noche. Pero debido a ciertos acontecimientos que ocuparon mi dispersa mente me olvidé del asunto, y como ya dije el puñetero vino volvió a dar problemas más adelante.

EL TÓNICO FAMILIAR. (5)

 


  El resto del domingo transcurrió sin incidencias reseñables ni indecencias agradables. Mi padre llegó en su taxi justo a la hora de comer y los cuatro compartimos un exquisito arroz con carne cortesía de mi habilidosa abuela. Mientras lo saboreaba me dejé llevar por la deliciosidad y le acaricié el muslo a la cocinera durante unos segundos, hasta que sus ojos verdes me fulminaron por encima de sus gafas. Por suerte el resto de comensales no se percató del incidente. 

  Mi viejo estaba exultante debido a lo bien que se le había dado la noche de trabajo. El festival de música en el centro le había proporcionado numerosas carreras, y solo se lamentaba de no haber llevado a ningún famoso como algunos de sus compañeros. Teniendo en cuenta lo poco al día que estaba mi padre en cuanto a música o celebridades, tal vez había llevado a varias y no lo sabía. 

  A pesar de lo ocurrido la noche anterior, la actitud de mi madre hacia su marido era la de siempre. La misma confianza rutinaria fruto de veinte años de matrimonio, donde ya no había pasión y el amor sobrevivía por pura inercia. Su comportamiento conmigo también era el habitual, y cuando nos mirábamos a veces descubría en su rostro una expresión enigmática. Era la de siempre, la misma mujer que me había parido y criado, y al mismo tiempo una persona nueva a mis ojos.

  Por la tarde hubo sesión de sol y piscina. Tuve que conformarme con algunas miradas furtivas a los cuerpos de esas dos mujeres que me obsesionaban, tan distintos y tan deseables cada uno a su manera. Mi padre y yo echamos unas partidas de Stratego bajo la sombrilla y me advirtió varias veces que tuviese cuidado cuando condujese el Land-Rover. No le entusiasmaba que el robusto vehículo estuviese a mi disposición pero mi abuela, con su imbatible amabilidad, lo había convencido. 

  Cuando el sol comenzaba a ponerse mis padres decidieron que era hora de volver a la ciudad. Mi madre fue a la habitación de invitados para hacer la maleta y eso me dio la oportunidad de estar unos minutos a solas con ella, mientras mi padre y la abuela charlaban en la cocina. Me quedé apoyado en el quicio de la puerta, mirando de arriba a abajo su menudo y precioso cuerpo, sin acercarme para no sucumbir a la tentación de hacer algo inapropiado. Sin embargo fue ella quien me hizo un gesto para que me acercase. Me puso una mano en la nuca y me dio un largo beso en la mejilla. Me miró con ternura, su rostro tan cerca del mío que sentí su aliento cálido en mis labios.

  —¿Seguro que no quieres venirte a casa? —preguntó, casi susurrando.

  —No. Me apetece pasar aquí el verano, de verdad —respondí, con total sinceridad.

  —Te voy a echar de menos —dijo, acariciándome el pelo.

  —¿Vas a echar de menos verme tirado en el sofá y gritarme? —bromeé, lo cual me hizo ganarme un tirón de pelos.

  —No seas tonto. A veces me sacas de quicio, pero me gusta tenerte en casa.

  El tono triste y la ternura en sus ojos casi me desarma por completo. Incluso creí detectar un matiz lujurioso en su sonrisa. Después de todo lo ocurrido, su actitud me desconcertaba y no sabía a qué atenerme con ella, cuánto había cambiado nuestra dinámica y hacia dónde daría nuestra relación el próximo giro. Solo sabía que estaba decidido a averiguarlo. Por otra parte, estaría loco si me fuese de aquella casa sin explorar y disfrutar a fondo la intimidad recién descubierta con mi anfitriona. 

  —Iré a verte de vez en cuando —prometí. Me atreví a acariciar su hombro y no protestó—. La ciudad no está lejos y tengo coche.

  —Está bien. Pero llama por teléfono antes de ir, ¿de acuerdo?

  —De acuerdo.

EL TÓNICO FAMILIAR. (4)

 

 Después de ducharnos (de nuevo por separado, lamentablemente), tomamos una cena ligera en la cocina. Barajé la posibilidad de sacar el vino mezclado con tónico, pero reconozco que me acobardé. Aunque las dos se pusieran como gatas en celo, la posibilidad del ya citado trío era harto improbable, y complacerlas a ambas por separado sería una misión arriesgada con escasas posibilidades de éxito. Mi autoestima había aumentado en los últimos días, pero no tanto como para creerme capaz de satisfacer a dos mujeres hechas y derechas, incluso con la ayuda del estimulante brebaje. A pesar de su reticencia y del miedo a ser descubierta ya había conseguido un satisfactorio pajote de mi abuela, y me resigné a no hacer nada más hasta que nos quedásemos solos de nuevo. Pero como ya dije, el día no había terminado.
  Tras la cena salimos al porche. Esa noche el calor tropical daba una tregua y corría una agradable y fresca brisa nocturna. Ellas se sentaron en los cómodos sillones de mimbre y yo en una silla plegable. Mi madre se había puesto una camiseta muy holgada, blanca y con descoloridos estampados surferos, que la cubría hasta la mitad del muslo y dejaba al aire uno de sus bronceados hombros. Iba descalza y, sentada con las piernas cruzadas, uno de sus pequeños pies se balanceaba arriba y abajo de vez en cuando. Su suegra vestía la habitual bata floreada y tenía que conformarme con la siempre agradable vista de sus carnosas pantorrillas.
  Charlaban animadamente y yo las miraba, participando poco en la conversación pero con actitud afable, riendo con el sencillo ingenio del que a veces hacía gala mi abuela o con el ácido humor de mi madre. Casi me ruborizo cuando la anfitriona se puso a alabar de forma exagerada mi buen comportamiento y buena disposición para el trabajo duro. Mamá hizo bromas sobre lo mucho que le costaba creerlo pero era evidente que en el fondo se alegraba por el aparente cambio que el aire rural había operado en mi persona.
  Pasada la medianoche nos fuimos a la cama. Mi abuela se fue a su dormitorio y me tuve que conformar con darle un casto beso de buenas noches en la mejilla. Mi madre fue al baño y yo a mi habitación, donde me puse el pijama (solo los pantalones y sin nada debajo, como era mi costumbre)  y me dispuse a hacerme un porrito para relajarme. Mi sorpresa fue mayúscula cuando mi madre entró por la puerta, la cerró y caminó como si nada hasta la otra cama del dormitorio. Apartó la colcha y se sentó en las inmaculadas sábanas, ante mi interrogante mirada. 
  —Eh... ¿vas a dormir aquí? —pregunté. Por suerte aún no había comenzado a quemar el hachís y tuve tiempo de esconder la bellota bajo la almohada.
  —Sí, ¿te molesta?
  —No... Claro que no. Pero pensaba que dormirías donde siempre.
  Ahuecó la almohada y se tumbó. Su camiseta se deslizó muslos arriba y por un segundo vislumbré unas braguitas negras. Sus gustos en cuestión de lencería eran más variados y coloridos que los de su suegra. Me constaba que tenía ropa interior negra, rosa, morada y de otros colores. 
  —No quiero dormir allí sola —dijo.
  —¿Es que te da miedo? —me burlé.
  —Pues mira, sí. Esta casa de noche me pone los pelos de punta ¿A ti no?
  —No. A mi no —afirmé, tras encogerme de hombros.
  La verdad es que me sorprendió su revelación. Consideraba a mi madre una mujer valiente y que la inquietase el silencio de una casa rural normal y corriente era extraño, pero comprensible al fin y al cabo. Si no me había enterado antes era porque siempre que nos quedábamos allí dormía con mi padre. Me tumbé de lado y apagué la lámpara. La otra cama estaba justo bajo la ventana y la luz de la luna bañaba la piel de mi inesperada compañera de habitación. En la penumbra pude ver como se apartaba el flequillo rubio de la frente y me miraba. 

EL TÓNICO FAMILIAR. (3)


  Como es lógico y normal, al día siguiente nos levantamos más tarde de lo habitual. Serían las diez de la mañana cuando entré en la cocina silbando una alegre melodía, algo cansado pero con el ánimo por las nubes. Mi abuela estaba preparando el desayuno, con su bata floreada cubriendo ese conjunto de mareantes curvas que yo ahora conocía tan bien. No se resistió cuando la agarré por la cintura y pegué mi cuerpo al suyo, aunque miró al techo y soltó un suspiro de contrariedad cuando le di un rápido beso en los labios. 

  —Carlitos, por favor.

  —¿Qué te pasa? ¿Estás enfadada conmigo? —pregunté.

  Suspiró de nuevo y me miró. Tenía un saludable rubor en las mejillas y sus ojos verdes brillaban. A pesar de su expresión seria estaba resplandeciente, y una sonrisa luchaba por aparecer en sus labios. No se podía negar que le había sentado bien terminar con esos años de autoimpuesto celibato. Ni siquiera acusaba la falta de sueño, y eso que había dormido aún menos que yo. Después de nuestro apasionado polvazo, había lavado a mano las sábanas para eliminar cualquier rastro de nuestros fluidos y se había dado una larga ducha. 

  —No, no estoy enfadada. Pero no hagas tonterías donde alguien nos pueda ver —dijo al fin.

  Preferí no discutir sobre lo exagerado de su cautela. Estábamos solos en la casa, y si aparecía alguna visita escucharíamos abrirse la pesada cancela de hierro, si era alguien de la familia, o el estridente timbre si era alguien del pueblo o un extraño. Me aparté de ella para complacerla y miré las tostadas casi con tanto deseo como miraba a la cocinera. Mi estómago rugía, reclamando repostar el combustible que había gastado horas en la cama de matrimonio. Lo que dijo mi abuela a continuación casi me provoca un infarto.

  —He hablado por teléfono con tu madre.

  —¡¿Qué?! ¿Cuando? —exclamé, tan alarmado que di un paso atrás.

  —Hace un rato, antes de que te despertases.

  —¿Le... Le has contado lo de anoche?

  —¡Pues claro que no! ¿Estás loco? De eso no se puede enterar nadie, ¿me oyes? —dijo, mientras me servía el café y nos sentábamos a la mesa.

  Asentí y le di un largo sorbo a mi taza. Cuando el corazón volvió a latirme de forma normal comencé a untar una tostada y miré a mi compañera de mesa. Desayunaba como si nada, más deprisa de lo habitual debido a la hora, y con una avidez sin duda causada también por el ejercicio nocturno. 

  —¿Y de qué habéis hablado? —pregunté.

  —Van a venir a mediodía. Me ha llamado para avisarme de que no preparase comida porque va a traer unos conejos que le ha regalado a tu padre un amigo suyo que es cazador.

  Recordé lo que me dijo mi viejo antes de marcharse en su taxi y dejarme allí. “Tu madre y yo vendremos este fin de semana o el siguiente”. Caí en la cuenta de que ya era sábado; llevaba en la casa solo seis días, y todo lo que había ocurrido hacía que me pareciese mucho más tiempo. Era habitual que durante el verano pasáramos algún fin de semana en la casa del pueblo, y mis queridos progenitores habían elegido precisamente aquel. Si quería repetir la hazaña de sustituir a mi abuelo en la solitaria cama de su viuda tendría que esperar a que se marchasen. Al menos podría ver a mi madre en bikini, cosa que añadiría material a las numerosas pajas que tendría que hacerme durante su estancia. Imaginar a mamá bronceada y con su piel brillante cuando salía del agua me hizo pensar en la piscina, y entonces mi abuela habló como si me leyese el pensamiento.

El TÓNICO FAMILIAR. (2)


   Me desperté tumbado en el sofá del salón. Mareado y con un molesto dolor de cabeza. Mi abuela estaba sentada a mi lado, sujetando una bolsa con hielo picado contra mi cráneo. Tenía los ojos enrojecidos, como si hubiese llorado, y pude ver el alivio en ellos cuando se dio cuenta de que los míos estaban abiertos.
  —¡Ay, hijo, menos mal! ¿Estás bien?
  Que se preocupase tanto por mí a pesar de lo que le había hecho decía mucho de lo buena y compasiva que era. Al recordar lo ocurrido en la cocina me sentí culpable y sentí ganas de abrazarla, aunque no me pareció buena idea tocarla en ese momento. Mi maltrecho cerebro intentó encontrar una forma de justificar lo ocurrido sin quedar como un maníaco sexual. No pensaba hablarle del tónico, eso lo tenía claro. Me quitó el hielo de la cabeza y toqué con mis dedos el doloroso chichón.
  —No te lo toques, cielo, o se pondrá peor.
  —¿Qué... ha pasado? ¿Me he caído? —pregunté, fingiendo confusión.
  —¿No te acuerdas? 
  Me miró sorprendida, pero no daba muestras de dudar de mi palabra. Si lograba convencerla de que mis actos habían sido involuntarios, cosa que al fin y al cabo era cierta, quizá saliese airoso de aquella situación. Miré al techo entornando los ojos, como si tratase de recordar algo.
  —Me acuerdo de estar sentado en la cocina. Me dio como un mareo, se me nubló la vista y... me he despertado aquí. ¿Me desmayé? 
  Volví a palparme el chichón con los dedos. Mi abuela me apartó la mano y me puso la bolsa de hielo en la cabeza. Sus ojos volvían a estar húmedos. Suspiró y se quitó las gafas para secárselos con su pañuelo.
  —No, verás... Eso te lo hice yo. Me puse muy nerviosa y... Lo siento, hijo, pero es que estabas como loco. Parecías un animal.
  Me incorporé un poco en el sofá, con un gesto que mezclaba sorpresa y preocupación. No me considero un gran actor pero ese día mi interpretación fue digna de un Oscar. 
  —¿Pero qué ha pasado? ¿No te habré hecho daño, verdad?
  —No, no ha sido eso. Verás, tu... Tu has... me has...
  La pobre estaba roja como los tomates de su huerta cuando maduraban. Balbuceaba y evitaba mirarme a los ojos. Cogí una de sus manos entre las mías y me alegró comprobar que no rehuía mi contacto. Lo estaba pasando mal y era obvio que no quería hablar de lo ocurrido, pero para mantener mi farsa tenía que hacerla hablar. 
  —Vamos, dímelo, por favor. ¿Qué te he hecho, abuela?
  —Me has... Me has tocado —dijo al fin. 
  —¿Cómo que te he tocado? ¿Que quieres decir?
  —Pues eso, Carlitos, que me has tocado. De repente empezaste a sobarme las... el cuerpo, de una forma muy... obscena. 
  Volví a dejar caer la cabeza en el cojín del sofá y me tapé los ojos con una mano, con aire melodramático. Estaba rozando la sobreactuación pero la cosa marchaba bien. A todo esto, mi polla seguía dura y palpitando en mis pantalones. El efecto del tónico había desaparecido de mi cerebro pero continuaba activo en mi cuerpo. Caí en la cuenta de que ella me la había visto, en todo su esplendor, y me había subido los pantalones cuando estaba inconsciente. Seguro que no había podido evitar echarle un buen vistazo antes de devolverla a su guarida de algodón y poliéster. Imaginar esa escena y escucharla describir mis deplorables actos me excitó bastante, pero no podía dejar que eso me distrajese de mi notable actuación.
  —No puede ser... ¿Cómo he podido hacerte algo así? Perdóname. Lo... Lo siento mucho —me lamenté, compungido. 
  —No pasa nada, cariño, tranquilo. No eras tú mismo. Te debió dar un tabardillo y se te fue la cabeza.
  Me limité a asentir, como si fuese incapaz de hablar. Me sorprendí de mi buena suerte: la víctima de mi arrebato lascivo no solo no estaba enfadada conmigo sino que trataba de justificar mis actos. 

El TÓNICO FAMILIAR. (1)


 En 1991 yo tenía 19 años y me masturbaba varias veces al día. Es una forma extraña de comenzar un relato pero es la verdad, y un dato importante para entender los acontecimientos que tuvieron lugar aquel año. Andaba más salido que el pico de una plancha, más caliente que el perro de Satán... Creo que ya os hacéis una idea.

  Para colmo no tenía novia. Y salvo que alguna chica del barrio bebiese suficiente birra y fumase bastante droga porro como para dejarse manosear o acceder a hacerme una desganada paja, mi vida sexual era tan triste como la de Robinson Crusoe. Más aún, ya que al menos el amigo Robinson podía aliviarse petando el moreno culo del indígena aquel que se encontró en la isla. Yo tenía que conformarme con un par de revistas que ocultaba bajo el colchón (sabiendo que mi madre sabía que yo sabía que ella sabía que estaban ahí y lo que hacía con ellas), y con un par de cintas de VHS que mi padre escondía en una recóndita repisa de un armario.

  Cada vez que me quedaba solo en casa, trepaba cual empalmado Spiderman en busca de aquel tesoro de plástico negro. Me sentaba en el sofá del salón desnudo de cintura para abajo y me escupía en la mano derecha, con el mando a distancia en la izquierda y los ojos fijos en la pantalla. En aquella época no podías meterte en el baño y meneártela viendo en el smartphone las fotos en bikini que sube al isntagram tu prima la maciza, o el onlyfans de alguna gamer culona sacando la lengua y poniéndose bizca como una retrasada mientras su novia transexual de pelo azul se corre en el tatuaje de Pokémon de su teta derecha. Tampoco podías encender la computadora, entrar en tu web favorita y elegir entre el vídeo de una madurita rodeada de mandingos o el de una colegiala de 24 años siendo sodomizada por su bien dotado padrastro.

  Esas cintas eran todo el “PornHub” del que disponía, y las había visto tantas veces que me sabría los diálogos de memoria si no fuese porque siempre me los saltaba. Pero aunque prefiero la tecnología actual, recuerdo con cierta nostalgia aquellas sacudidas de sardina frente a la tele, el rumor del reproductor de vídeo, la adrenalina cuando mis padres regresaban antes de lo previsto y tenía que abortar misión, devolver la cinta a su lugar a la velocidad del rayo y disimular. Ah, que buenos ratos pasé, y cuántas botellas de leche habría podido llenar mientras miraba hipnotizado la boca golosa de Ginger Lynn, el culo perfecto de Nina Hartley o los maternales pechos de Kay Parker.

  En el mundo real, no conocía a diosas lascivas como aquellas, y si encontraba a alguna parecida mi escasa habilidad para la seducción se hacía patente. No es que fuese tímido o inseguro, simplemente se me daba mal ligar. Y si llevaba unas copas de más era aun peor, ya que terminaba soltando alguna obscenidad y más de una vez me llevé una bofetada femenina o tuve que huir de un novio enfurecido. Mi físico tampoco ayudaba. Aunque no era del todo feo tenía la nariz grande como un villano de dibujos animados y los ojos un poco saltones, lo cual propiciaba que a veces mi mirada se pareciese demasiado a la de un maníaco sexual. Tenía el cabello oscuro y la piel morena, y en cuanto me crecía un poco el pelo todo el mundo me tomaba por gitano. Tanto era así que si me cruzaba por la calle con una señora se agarraba el bolso y me miraba desconfiada (la gente era más racista entonces. Seguro que ahora esas cosas no pasan). Pero mi principal hándicap a la hora de tratar con el sexo opuesto era mi estatura. Medía 1,62 m, y digan lo que digan la inmensa mayoría de las mujeres prefieren hombres altos. Al menos estaba delgado y mi miembro viril tenía un tamaño bastante digno. Tal vez no podía competir con las grandes e ilustres pollas del cine X pero desde luego estaba varios centímetros por encima de la media.