Su voz era grave pero femenina, con una entonación extraña que no supe identificar, como una mezcla de varios acentos. A esas alturas, que supiese mi nombre no me sorprendió demasiado.
—Eh... Sí, señora... —conseguí decir—. Si no es molestia... ¿Podría decirme quién es usted y qué... por qué estoy aquí?
—Me llamo Ágata. Puedes tutearme, por cierto.
—Ágata... Encantado. Pero sigo sin saber... eh... quién eres.
—Doctora Ágata Montoya —dijo. Cruzó las piernas y sonrió de nuevo, sensual y amenazante a partes iguales— ¿Te suena?
Me sonaba. Joder que si me sonaba. Me quedé sin habla, esperando a que la misteriosa mujer me diese más explicaciones, ya que no sabía qué preguntarle. No me había dado cuenta de que aún llevaba en la mano la bolsa del estanco, y al removerme inquieto en el asiento se me cayó al suelo y su contenido se desparramó en la alfombra. La tal Ágata se agachó frente a mí para coger la caja de caramelos y me llegó a las fosas nasales un embriagador perfume, una mezcla de especias y azahar. Volvió a su lugar, sentada con natural gracia en el borde de su escritorio, y observó la cajita de metal.
—Mira qué monada... ¿Te importa? —dijo mientras la abría, sin esperar a que le diese permiso.
Cogió entre dos dedos un caramelo de color violeta. Llevaba las uñas cortas y pintadas de amarillo, a juego con las flores que predominaban en su vestido. Separó sus sensuales labios y atrapó con ellos la golosina un segundo, antes de metérsela en la boca y saborearla.
—Mmmm... Qué bueno. —Miró al suelo, hacia los paquetes de tabaco—. Puedes fumar si quieres. No me molesta.
No era mala idea. Fumar no me calmaría pero al menos tendría las manos ocupadas. Encendí un cigarrillo y ella me tendió un cenicero de vidrio verde que coloqué en el reposabrazos de la butaca. Me miraba en silencio, moviendo el caramelo dentro de su boca, con una sonrisa pícara y asimétrica que debía resultar arrebatadora cuando uno no estaba cagado de miedo.
—Ya que no dices nada, voy a explicarte lo que pasa. —Subió las redondeadas nalgas hasta quedar sentada en la mesa y cruzó de nuevo las piernas—. Soy la bisnieta de Arcadio Montoya, el creador de ese tónico que andas vendiendo. ¿Empiezas a entender por qué estás aquí?
—Creo... Creo que si —dije, aunque no estaba seguro de entenderlo del todo.
—Voy a contarte la historia, ya que te veo algo algo perdido. ¿Tienes prisa?
—No. Ninguna prisa.
—Bien. Como ya sospecharás, mi bisabuelo no era realmente doctor. Yo si lo soy, por cierto, pero ya hablaremos de mí más adelante. —Hizo una pausa y escuché crujidos dentro de su boca. Los fuertes dientes trituraron el caramelo y continuó hablando—. Era un charlatán, un estafador, contrabandista, ladrón de poca monta, proxeneta ocasional y jugador habitual, tramposo, por supuesto. Gracias a su madre y a su abuela, que eran brujas y comadronas, tenía ciertos conocimientos básicos de hierbas, pero ningún talento a la hora de mezclarlas, ni demasiado interés en aprender. Durante uno de sus viajes a la capital, vio en una barraca de feria a un tipo que vendía a voces un tónico milagroso, prometiendo toda clase de efectos positivos, incluso relacionados con la potencia sexual, y vio a muchos incautos soltar los cuartos por una botellita de ese brebaje. Todo era mentira, por supuesto. Arcadio, que era espabilado y calaba a un timador a la legua, se dio cuenta al instante. ¿Te estoy aburriendo, Carlos?
—¡No! Claro que no —exclamé.