14 marzo 2022

EL TÓNICO FAMILIAR. (8)

   

  En ese momento sucedió algo que casi nos mata a ambos de un puto infarto. Alguien golpeó las puertas traseras del Land-Rover. Mi madre saltó como una conejita asustada y se cubrió el cuerpo con la manta. Yo maldije en voz baja y me tapé la genitalia con lo primero que pudo agarrar mi mano del asiento delantero, y que resultó ser mi camisa. La potente luz de una linterna nos alumbró a través del cristal y tras ella distinguí una silueta.

  La mano volvió a golpear, esta vez con más fuerza.

  —A ver, tortolitos. ¿Vais a abrir o no? —dijo una voz masculina, grave y socarrona.

  Mamá estaba sentada y encogida contra un asiento, intentando ponerse las bragas sin soltar la manta, que solo dejaba al descubierto sus hombros y parte de una pierna. Me tranquilicé, aunque no mucho, cuando pude distinguir una gorra de policía sobre la cabeza del desconocido. Busqué mis pantalones y me los puse a toda velocidad, revolcándome de forma bastante ridícula en el suelo.

  —Un... Un segundo, agente. Ya abro —dije, con voz temblorosa. 

  No es que me diese miedo la pasma, ni temía que nos detuviesen por echar un polvo ni por la minúscula piedra de hachís que llevaba escondida en la cajetilla de tabaco, pero me aterraba que me hicieran preguntas sobre el frasquito de tónico. Y si encontraban el alijo oculto bajo el asiento trasero podría quedarme sin negocio y sin los buenos momentos que me proporcionaba el brebaje.

  —¡No abras! —exclamó mi madre. No parecía tan asustada como furiosa, y eso me preocupó.

  —¿Cómo no le voy a abrir a la poli?

  En cuanto conseguí subirme la bragueta quité el seguro de las puertas traseras y el policía las abrió de par en par. Nos enchufó con la linterna, primero a mí y después a mi acompañante, que soltó un bufido de fastidio.

  —Vamos a ver... Aquí no se puede estar, amigo —dijo, hablándome a mí—. Para eso están los descampados.

  Era el típico poli cincuentón, grande y pasado de kilos. Tenía una papada sudorosa que le temblaba al hablar y una sonrisa sardónica en los labios. La verdad es que tenía razón; podría haber buscado un lugar más apartado, pero el calentón y la prisa por aprovechar el efecto del tónico cuanto antes no me dejaron pensar con claridad. Asentí a las palabras del agente y comencé a ponerme la camisa. Él miraba a mi madre, que se había quedado quieta y lanzaba chispas por los ojos. 

  —¿Y usted, señora? ¿No es ya mayorcita para andar follando en callejones? 

  —No hace falta ser impertinente, ¿eh? —dijo ella, en voz demasiado alta y en un tono poco adecuado para dirigirse a la autoridad.

  El madero soltó una risita que hizo temblar su papada y movió la linterna hacia abajo, enfocando la pantorrilla y el pie de mi madre, quien se apresuró a esconderlo. La luz subió de nuevo hasta la mano que mantenía apretada contra el pecho para sujetar la manta. La sonrisa del tipo se volvió más burlona y lasciva cuando vio la alianza de casada en el dedo.


  —¿Sabe su marido lo que está haciendo esta noche, señora? —preguntó, pronunciando la palabra “señora” como si fuese un insulto. 

  —¿Y a ti que coño te importa pedazo de...?

  A una velocidad propia de un superhéroe, me abalancé sobre mi madre, le tapé la boca para que no terminase la frase y la sujeté contra mi pecho. Gruñó y se resistió como una posesa, ante la mirada divertida del policía.

  —Di...Disculpe, agente. Se ha tomado unas copas de más —me disculpé—. Enseguida nos vamos.

  —No conducirá ella, ¿no?

  —No. El coche es mío —dije, rezando por que no me pidiera demostrarlo.

  El tipo se quedó observándonos unos segundos que se me hicieron eternos. Se recreó mirando una de las piernas de mi madre, que había quedado al descubierto debido al forcejeo. Apagó la linterna, cerró una de las puertas del vehículo y me miró con seriedad antes de cerrar la otra.

  —Voy a volver dentro de cinco minutos. Si seguís aquí os llevo a comisaría, ¿entendido?

  —Si, agente. No se preocupe.

  Antes de alejarse, el fornido representante de la ley no se privó de hacer un último comentario.

  —Adúltera y borracha. Menuda joyita.

  Eso enfureció tanto a mi madre que estuvo a punto de liberarse de mi presa. Por suerte pude mantener la mano en su boca y no soltó la ristra de improperios que sin duda tenía preparados. En cuanto a mí, de buena gana le habría pegado un par de hostias al madero, pero habría sido la peor idea de la historia. Cuando el poli desapareció por el extremo del callejón, junto al que vi aparcado un coche patrulla, relajé los brazos, se revolvió y me fulminó con la mirada, jadeando de pura rabia.

  —¡Suéltame, imbécil! 

  —Cálmate, mamá —dije, acariciándole los hombros.

  Entonces comenzó a golpearme el pecho con los puños cerrados. El flequillo despeinado le tapaba un ojo y estaba empapada en sudor debido a la manta y a su cabreo. Le sujeté las muñecas, no sin esfuerzo, y vi que en sus ojos además de la furia asomaban la tristeza y el reproche, junto a otras emociones que no supe identificar. 

  —¿Por qué no me has defendido? ¿eh? —me espetó.

  —¿Qué coño querías que hiciera? Imagina que papá tiene que ir a buscarnos a comisaría porque nos han pillado follando en un callejón. ¿Eso te gustaría?

  —¡Suéltame, joder!

  Forcejeó durante unos segundos, resoplando y dedicándome toda clase de insultos. Hasta que de repente se quedó quieta, mirándome. La ira desapareció de sus facciones, le temblaron los labios y la humedad de sus ojos se desbordó como si se abriese la esclusa de un canal. Le acaricié el pelo y besé su cabeza mientras lloraba contra mi pecho, y abracé su cuerpo menudo y vulnerable, sacudido por fuertes sollozos. No sabía si la culpa era del tónico, del alcohol, o de ambas cosas combinadas con la infelicidad de mi madre, pero definitivamente la situación casi se me va de las manos. 


  Durante el camino de vuelta ninguno de los dos dijo nada. Yo conducía en silencio y ella miraba por la ventanilla o al salpicadero, cabizbaja, sentada con las rodillas juntas y el bolso en el regazo. Se le había corrido el maquillaje de los ojos y apenas quedaba carmín en sus labios. Tenía un aspecto desaliñado y desvalido, con el vestido arrugado y el flequillo ingobernable que ya no se molestaba en apartarse del ojo. Nunca la había visto en ese estado y no me gustaba en absoluto. De vez en cuando soltaba el volante para acariciarle la mano o el hombro, gesto al que correspondía con una leve sonrisa, triste y cansada. 

  Ya en nuestra calle, aparqué de nuevo bajo el árbol. Ninguno de los dos hizo amago de abandonar el vehículo. Ella miró hacia el portal de nuestro bloque y suspiró, como si fuese una alumna rebelde a la que llevan de vuelta al internado después de escaparse. Sospechaba desde hacía mucho que a mis padres no les iba demasiado bien, pero nunca había sospechado hasta que punto mi madre era infeliz, ni la frustración y necesidad de desahogo que le provocaba su monótona vida. Eso no dice mucho a favor de mi perspicacia, teniendo en cuenta que vivíamos bajo el mismo techo.

  —¿Subimos? —dije. 

  —Mejor vete al pueblo. Quiero estar sola un rato.

  —¿Seguro? No quiero dejarte sola.

  —No pasa nada. Vete antes de que se haga más tarde.

  No me gustaba la idea de marcharme así, después de todo lo que había ocurrido esa noche. Como si me leyera el pensamiento, me acarició el pecho, mirándome con una sonrisa tierna en la que me alegró detectar su habitual ironía.

  —¿Te he hecho daño? —preguntó.

  —¿Cómo me vas a hacer daño con esos puñitos? 

  —Podría pegarte una paliza si quisiera.

  —Si, claro.

  Se inclinó hacia mí y me dio un largo beso en los labios, sin lengua y sin tocamientos, un beso que oscilaba entre el de una madre y una amante, sin decantarse hacia un lado u otro. Dejó unos segundos su frente apoyada en la mía y me acarició la cara. No me enorgullece reconocer que, a pesar de todo, yo seguía cachondo y no me resignaba a no pasar con ella el resto de la noche.

  —¿Por qué no te vienes? Puedo traerte mañana temprano —propuse.

  —No. No quiero que tu abuela me vea así.

  —Puedes subir a ducharte. Te espero aquí.

  —No, Carlos, de verdad. Déjalo.

  Se apartó de mí, con una última caricia en mi cuello, y abrió la puerta del coche. Antes de bajarse, me miró con una expresión que era casi la de siempre, cosa que me tranquilizó un poco aunque sabía que se estaba esforzando en aparentar normalidad. 

  —Gracias por la cena, cielo. Lo he pasado muy bien.

  —Yo también.

  Me quedé allí hasta que entró en el portal, apreciando el cuerpo del que por fin había podido disfrutar sin restricciones, el cuerpo que se había abandonado a la lujuria superando hasta la más obscena de mis fantasías. Arranqué y me puse en marcha, agotado y con los engranajes del cerebro descolocados. La facilidad con la que mi abuela se había convertido en mi amante, la inusual sencillez de nuestra relación, me había dado una falsa sensación de seguridad, la pretensión de que era un crack con las mujeres, y nada más lejos. Mamá me había devuelto a la tierra, recordándome que las mujeres eran complicadas y que yo estaba lejos de saber cómo tratarlas. 



  Llegué a la parcela después de medianoche. Aparqué y me moví por la casa con el máximo sigilo posible, pues la abuela dormía profundamente, ajena por completo a las insólitas aventuras de su nieto y su nuera. Le eché un vistazo a sus generoso cuerpo bañado por la luz de la luna, tan diferente al que había poseído poco antes en la parte trasera del Land-Rover. Los calambres del deseo agitaron mi entrepierna pero me contuve, cerré la puerta, dejando a la hermosa pelirroja disfrutar de su sueño, y me fui a la habitación que había pertenecido a sus hijos. 

  Hasta que no me desnudé y me dejé caer en la cama no me dí cuenta de lo cansado que estaba, física y mentalmente. Me hice un porro y me lo fumé preguntándome que estaría haciendo mi madre. Si le duraba el efecto del tónico puede que se estuviese masturbando, tal vez recreando en su mente el tremendo polvo con su hijo en el oscuro callejón. O puede que estuviese reflexionando sobre el giro que había dado nuestra relación, planteándose si ponerle fin o dejarse llevar por el placer clandestino que compartíamos. Fuera como fuese, no lo sabría hasta que volviésemos a encontrarnos a solas, y no sabía cuando ocurriría eso. Lo único que tenía claro es que no volvería a hacerla beber el tónico, y mucho menos mezclado con alcohol.



  Al día siguiente, un soleado jueves a mediados de junio, el calor apretó de nuevo. Me desperté temprano y desde la cocina me llegaron los inconfundibles sonidos que producía mi abuela cuando preparaba el desayuno, cosa que me hizo sonreír mientras me desperezaba y me rugían las tripas. Caí en la cuenta de que no me había duchado la noche anterior, y no quería presentarme en la cocina oliendo a sudor propio y ajeno, así que fui directo al cuarto de baño. Mientras me duchaba vi la parte trasera de mi cuerpo reflejada en el espejo del lavabo y descubrí un problema con el que no había contado.

  Durante su pasional arrebato, mi madre me había dejado la espalda hecha un Cristo, llena de arañazos y marcas de uñas. No recordaba que me hubiese mordido pero tenía marcas de dientes en el hombro. Aunque hubiese tenido la imaginación más fértil del planeta, no había forma de explicar esos zarpazos, nada que no fuese un polvo salvaje. Si mi abuela las veía sabría que había estado con otra, y aunque no éramos una pareja lo que se dice normal, sospechaba que no le gustaría saber que me follaba a otras, aunque fuese solo por una cuestión de higiene. Y desde luego sería desastroso si llegase a intuir que esa otra mujer era su nuera.

  Así que, a pesar del bochorno, tendría que llevar camiseta hasta que desapareciesen las heridas, que por suerte no eran profundas. Me había acostumbrado a ir a pecho descubierto gran parte del día y toda la noche, y sin duda a mi anfitriona le extrañaría verme de repente tan recatado, pero era mejor eso a que descubriese la verdad. Después de ducharme, me puse unos pantalones de chándal y, por supuesto, una de mis viejas camisetas.

  La encontré sentada a la mesa de la cocina, disfrutando de una gruesa tostada cubierta por la mermelada que ella misma elaboraba. Quizá por la agobiante ola de calor, o porque esa mañana quería alegrarme la vista, aún no se había puesto su bata floreada, sino que llevaba solo el camisón de dormir, muy corto y más escotado que cualquiera de sus prendas diurnas, de una tela blanca muy fina en la que se marcaban sin problema los pezones. Sin duda era una forma inmejorable de comenzar el día, y mi polla no tardó en demostrar lo despierta que estaba.

  —Buenos días, cielo —me saludó, con su encantadora sonrisa.

  Eché un rápido vistazo para comprobar que la puerta principal estaba cerrada y las cortinas corridas, me senté en su regazo como si tuviese diez años menos, cosa que la hizo reír, la abracé y le di un beso nada infantil, saboreando la mermelada en su lengua. Tras un breve magreo que me puso a cien, me empujó y me colocó en la silla que había junto a la suya.

  —Anda, vamos a desayunar que se enfrían las tostadas —dijo, complacida y ruborizada por mis tempranas atenciones—. No te escuché llegar anoche.

  —No te quise despertar. Estás muy guapa cuando duermes —dije, mientras atacaba la primera tostada.

  —No empieces con las zalamerías, tunante. —Me dio una cariñosa palmada en el brazo, muy cerca de dónde mi madre me había dejado de recuerdo la huella de su saludable dentadura— ¿Por qué no te quedaste a dormir allí? —preguntó, en un tono que no indicaba sospecha alguna.

  —En la ciudad no hay quien duerma con el puto calor. Aquí al menos corre algo de aire por la noche.

  —Eso es verdad —dijo, tragándose la excusa tan fácilmente como se tragaba la tostada—. No se como pueden dormir tus padres con ese bochorno. Les he dicho mil veces que pasen aquí el verano, al menos los días de más calor, pero ya sabes como es tu padre con el trabajo y el dinero. Dice que es mucho gasto de gasolina ir y volver de la ciudad todos los días.

  Yo asentí, masticando y mirando sin disimulo el voluminoso pecho de mi compañera de mesa. Que mencionase a mi padre, unido a el hecho de que yo dormía en su antigua habitación, trajo a mi mente una duda que me había asaltado de vez en cuando desde que comenzó el fornicio secreto con mi abuela. Al principio no me atreví a sacar el tema, pero a esas alturas teníamos mucha más confianza y pensé que no se enfadaría. Al menos no demasiado.

  —Oye, ¿puedo preguntarte algo? —dije.

  —Claro que sí, cariño. ¿Qué pasa?

  —Verás, a veces me pregunto... Cuando mi padre y mi tío vivían aquí, ¿alguna vez... ya sabes... alguna vez hiciste algo con ellos?

  —¿Que si hice algo con ellos? ¿Qué quieres decir? —preguntó. Por su forma de levantar las cejas me dio la impresión de que me había entendido a la primera.

  —Ya sabes... El tipo de cosas que haces ahora conmigo.

  —¿Que? Pues claro que no —dijo, tan indignada que soltó la tostada en el plato—. ¿Cómo voy a hacer... eso con mis propios hijos? Qué disparate.

  —Bueno, no es tan distinto de hacerlo conmigo, ¿no crees?

  —Claro que es distinto, cielo. Muy distinto —afirmó. Hablaba en tono serio pero no estaba enfadada—. A los nietos se les consiente más que a los hijos.

  Me hizo gracia que lo enfocase de esa forma. Hablaba de follar como si hablase de un capricho cualquiera, algo que te niega tu madre para no malcriarte pero que tu abuela está dispuesta a conceder, aunque sea a escondidas. Estaba seguro de que no se lo tomaba tan a la ligera, pero a lo mejor expresarlo de esa forma la ayudaba a lidiar con la inmoralidad de lo que estábamos haciendo.

  —Además, en aquella época yo estaba casada —añadió, como si eso descartase cualquier acto discutible por su parte.

  De pronto me vino a la mente la voz del desagradable policía llamando “adúltera” a mi madre. ¿Se podía considerar realmente un adulterio lo que habíamos hecho? Era un tema sobre el que debía reflexionar más adelante. En ese momento, me interesaba más conseguir algún detalle morboso sobre tiempos pasados.

  —Seguro que fantaseaban contigo y se la meneaban a tu salud todos los días —dije, con burlesca malicia.

  —¡Carlitos! No digas tonterías —se quejó. 

  El rubor de sus carnosas mejillas aumentó un poco y mientras masticaba pude detectar en la comisura de sus labios la ligera curva que anticipaba uno de los momentos de desinhibición que solo se permitía cuando estábamos a solas. Le dio un largo trago a su café y me miró por encima de las gafas, con ese aire entre travieso y tímido que tan atractivo me resultaba.

  —Te voy a contar una cosa, pero que no salga de aquí, ¿eh? —dijo, en voz más baja de lo normal a pesar de que nadie podía escucharnos. 

  —Ya sabes que se me da bien guardar secretos.

  —Verás, después de que tu padre se casara, durante un tiempo vivíamos aquí tu abuelo, tu tío David y yo. Bueno, eso ya lo sabes, ¿no?

  —Claro —respondí.

  El tío David era once años menor que mi padre, por lo que cuando mi viejo tuvo la suerte de casarse con mi madre, su hermano se quedó varias años viviendo a solas con sus padres, o sea mis abuelos. Me puse en contexto y el morboso suspense por lo que iba a escuchar aumentó el bulto en mis pantalones.

  —En esa época tu abuelo aún trabajaba, así que tu tío y yo pasábamos bastante tiempo solos, sobre todo en verano —continuó. Evocar esa época hizo aparecer una sonrisa tierna y melancólica en sus labios. Sin duda echaba de menos a su marido y tener a sus niños en casa—. Un verano, cuando tu tío tenía cinco o seis años menos de los que tienes tu ahora, me estaba duchando y me di cuenta de que la puerta del baño estaba un poco abierta. Ya sabes que cuando hace calor me ducho varias veces al día, y que siempre cierro la puerta. Pensé que no la habría cerrado bien y no le di importancia. Pero al día siguiente volvió a pasar, y muchas veces más durante todo el verano. Yo disimulaba y miraba de reojo, y a veces veía a alguien moverse en el pasillo. En casa solo estaba tu tío, así que...

  —¿Te espiaba en la ducha? —pregunté, seguro de la respuesta.

  —Si, hijo, ya ves. A veces cuando salía del baño me lo encontraba disimulando en el sofá o en la cocina, rojo como un tomate y sudando como si viniese de correr. Si le hablaba no se atrevía a mirarme a los ojos, el pobre.

  —¡Ja ja! Menudas pajas debía cascarse el tito. ¿Y nunca le dijiste nada?

  —Claro que no. Se habría muerto de la vergüenza, pobrecito... Ya sabes cómo es. Al año siguiente se echó una novieta y dejó de hacer esas cosas —Hizo una pausa y me miró muy seria—. Ni se te ocurra decirle nada de lo que te he contado, ¿eh?

  —Descuida.

  Mi tío David era un tipo bonachón y tímido, con un carácter apacible muy parecido al de su madre, a la que también se parecía físicamente. Por otra parte, medía más de metro ochenta y estaba fuerte como un morlaco, así que no era buena idea hacerle enfadar. La historia no había sido tan escabrosa como yo habría deseado. La perversión adolescente de mi tío era una película de Disney comparada con lo que yo hacía, pero aún así agradecí que mi abuela me lo contase. Para ella era un gran secreto, y por la forma en que lo había contado no me quedó muy claro si ser espiada por el pajillero de su hijo le había resultado excitante, o al menos halagador.  

  —¿Te gustaba? —pregunté. 

  Moví la mano bajo la mesa y acaricié la piel suave de su muslo. Tenía las piernas cruzadas y el corto camisón dejaba a la vista toda la sinuosa longitud de su robusta pierna.

  —¿Que si me gustaba el qué? 

  —Que tu hijo te espiase. 

  Deslicé los dedos hacia la parte interior del delicioso jamón, cosa que le hizo soltar un suspiro de impaciencia y tragarse de golpe el trozo de tostada que masticaba.

  —Claro que no me gustaba. No digas tonterías.

  —Vamos... Seguro que te excitaba un poco que quisiera verte desnuda, y que se tocase pensando en ti.

  Intenté que abriese las piernas, pero las cruzó con más fuerza. Llevaba unas sencillas bragas blancas, y me moría por sentir el calor de su coño través de la tela. Se lo hice saber intentando meter los dedos entre los apretados muslos, cosa que resultó imposible. Su expresión pretendía ser severa, pero se le daba mal disimular y podía ver que estaba jugando. Sabía lo que quería y no me lo iba a dar así como así.

  —Podrías haber puesto un pestillo en la puerta, pero no lo hiciste —insistí, ante su pícaro silencio.

  —Los pestillos son para familias que no confían unos en otros. En esta casa nunca ha habido y nunca habrá —dijo, con cierta solemnidad.

  Cuando el acoso de mi mano se hizo tan enérgico que no podía fingir ignorancia, la apartó sin esfuerzo y me dio un cachete en el muslo.

  —Venga, termina de desayunar, que tenemos mucho trabajo —me ordenó.

  Animado por el brillo de sus ojos y la sonrisa traviesa, que contradecían su actitud, me concentré en llenar el estómago, sin escatimar largas miradas hambrientas a los manjares que componían su cuerpo. Después de desayunar, comenzó a recoger, paseando de la mesa al fregadero, añadiendo al contoneo de sus caderas esa sutil sensualidad que solo yo sabía detectar. El camisón le cubría las grandes nalgas pero no se necesitaba mucha imaginación para visualizar las curvas que ocultaba la tela. Cuando sobre el mantel a cuadros verdes y blancos solo quedaban dos botes de mermelada, una cucharilla y algunas migas de pan, tuve una interesante idea.

  En un momento en que me daba la espalda, colocando cacharros en el fregadero, me bajé los pantalones hasta las rodillas, tan deprisa que mi verga saltó como un resorte y cabeceó en el aire antes de quedarse casi paralela al suelo, tiesa y dura como una baguette de gasolinera del día anterior. Cogí la cucharilla y apliqué una buena cantidad de mermelada de melocotón, desde el glande rosado hasta la mitad del tronco, con cuidado de que no cayese nada al suelo. Reconozco que no fue la idea más original del mundo, pero nunca había mezclado comida con fornicio, y hacerlo esa mañana con mi abuela, una mujer de gran apetito que disfrutaba como nadie con los placeres de la mesa, me pareció lo más natural del mundo.

  —Vaya... Me he manchado ¿Me ayudas a limpiarme? —dije, en un tono que no le hizo sospechar nada inusual.

  Y cuando se giró se encontró con la inusual estampa de su nieto, pantalones bajados y polla en ristre adornada por la anaranjada confitura. Llevándose la mano a la boca contuvo una carcajada e intentó mantenerse seria mientras caminaba hacia mí, con un trapo de cocina en la mano.

  —Con la comida no se juega, guarro —me regañó.

  Por un momento pensé que iba a limpiarme con el trapo, pero había entendido a la perfección cual era el juego y lo dejó sobre la mesa. Se sentó en la silla con las piernas muy separadas, de forma que cuando se inclinó hacia adelante sus tetas colgaron entre sus muslos, enormes y pesadas. Apoyó una mano en su rodilla y con la otra me agarró la merienda, abarcando los huevos y la base del tronco. Apretó un poco y la piel de mi escroto se volvió lisa y peluda como la de los melocotones con los que había hecho la mermelada.

  —Pero mira como te has puesto... —dijo, mientras se quitaba las gafas y las dejaba en la mesa.

  El primer lametón me hizo estremecer de pies a cabeza. Los dos siguientes, junto con la presión de su mano, hicieron que las venas se marcasen a lo largo del duro manubrio y que el capullo se hinchase. Le bastaron tres pasadas de su hábil lengua para limpiarme por completo. Se relamió y me miró con una sonrisa golosa. 

  —¿Quieres más? —pregunté.

  —Un poquito más.

  Ella misma cogió el frasco de cristal y la cuchara. Puso una cantidad aún mayor de mermelada a lo largo de mi ya endulzado cipote y lo miró con gula, un pecado que combinaba muy bien con la lujuria. Esta vez no usó la lengua. Se metió en la boca casi entera mi cilíndrica tostada, apretó los labios alrededor de su nada despreciable diámetro y, moviendo la cabeza hacia atrás, arrastró la espesa confitura a la vez que succionaba. La sensación fue tan placentera que me temblaron las rodillas.

  Repitió la operación una y otra vez, tragando verga hasta que su lengua tocaba mis huevos y sorbiendo cuando los labios regresaban al glande. El juego se había convertido en una felación en toda regla, una mamada babosa y cerda que me hizo hervir la sangre. Recordé que, la noche anterior, mi madre había estado a punto de chupármela, y me pregunte si habría podido igualar la pericia y devoción con que su suegra lo hacía. Tras una serie de profundas succiones se inclinó un poco más para comerme los huevos. Los lamía, los chupaba, y llegó a metérselos enteros en la boca, sorbiendo de forma obscena, mientras mi polla cubierta de saliva edulcorada le daba golpecitos en la frente. 

  Sin dejar de sobarme las bolas, me masturbó con la otra mano mientras devoraba la mitad superior de mi polla con escandalosos chupetones, dejando las babas resbalar por su barbilla en espesas hebras. Algunas mojaron sus tetazas, que se bamboleaban bajo el camisón al ritmo de sus cabeceos.

  —Joder... ¿Quieres... quieres más? —conseguí decir, luchando para no correrme tan pronto.

  Ella hizo una pausa en la frenética labor oral, dejó que mis huevos volviesen a su posición habitual y me pajeó usando las dos manos, que se deslizaban con fluidez a lo largo del bien lubricado instrumento.

  —No, ya está bien de dulce por hoy, que me va a subir el azúcar —bromeó.

  —¿Te... te gusta la leche?

  —Ya sabes que me encanta.

  Aceleró el ritmo del pajeo y lo combinó con algunos lametones y besos en el frenillo. A pesar de que era ella quien tenía ubres era yo quien estaba siendo ordeñado. 

  —Uff... Te voy a dar... te voy a dar leche, joder...

  —Dámela... Dámela, cariño...

  No tuvo que pedírmelo dos veces. Rodeó el glande con los labios y me masturbó más despacio, apretando más y girando las muñecas. Apoyé las manos entre sus rizos pelirrojos y de nuevo me maravillé al sentir la facilidad con que se tragaba cada oleada de espesa lefa, sin la más mínima muestra de desagrado. Cuando terminé de servirle la leche, su lengua me limpió el rabo de arriba a abajo, con una actitud maternal y metódica que no dejaba de ser excitante. 

  Me subí los pantalones y me dejé caer en la silla, agotado y deslechado. Ella se limpió la cara y el pecho con el trapo de cocina, mirándome con la ternura de cualquier abuela que contempla a su nieto disfrutar con un regalo que acaba de hacerle. Torció un poco el gesto cuando miró al suelo, manchado de saliva y mermelada, pero sin un gota de semen.

  —Fíjate, otra vez hemos dejado el suelo perdido.

  —Voy a por la fregona.

  —No, ya limpio yo, cielo —dijo, volviendo a su papel de perfecta ama de casa—. Descansa un poco y cuando termine nos ponemos a trabajar.

  —Si todas las jefas fuesen como tu no llevaría tanto tiempo en paro.

  Se echó reír, pero de repente se puso muy seria, como si mi broma le hubiese recordado algo, y me miró con los ojos muy abiertos al tiempo que se llevaba la mano a la frente.

  —¡Ay, hijo! ¡Pero qué cabeza la mía! —se lamentó.

  —¿Qué pasa?

  —Se me olvidó decirte que ayer, cuando te fuiste a la ciudad, llamó Don Jose Luis.

  Me incorporé en la silla, alarmado. No detecté en el rostro de mi abuela nada extraño, solo estaba avergonzada por su mala memoria, y su expresión cambiaba poco a poco hacia el regocijo, como si fuese a darme una buena noticia.

  —¿Don Jose Luis? ¿El alcalde? —pregunté, ganando tiempo para recuperar la compostura.

  —Claro, hijo. No hay otro Don Jose Luis en el pueblo, que yo sepa.

  —¿Y qué quería ese...? ¿Qué quería? 

  Intenté disimular mi impaciencia. No me hacía ninguna gracia que aquel tipejo hubiese hablado con mi abuela, y menos estando ella sola en casa. Era consciente de que todos los hombres del pueblo la deseaban, y la idea de que alguno pudiese ponerle la mano encima me repugnaba, provocando en algún lugar recóndito de mi mente una oscura y dolorosa punzada de celos.

  —Dice que vayas a verle al ayuntamiento, que tiene un trabajo para ti —explicó mi abuela, cada vez más sonriente.

  —¿Un trabajo?

  —Eso dice. A veces después de misa hablo un rato con Doña Paz, y alguna vez le he comentado que estás en paro. Le habrá dicho ella que te busque algo. —Me miró a los ojos y en su gesto se mezclaron la alegría y el orgullo—. Siempre le digo que eres un chico muy formal, y muy buen conductor, como tu padre.     

  Me quedé unos segundos en silencio. Durante mi visita a la sórdida finca de los Montillo el alcalde había dicho algo sobre buscarme un empleo, pero no pensaba que lo dijese en serio. A fin y al cabo era un político, experto en ganarse a la gente con falsas promesas. Aunque lo más probable, pensé, era que solo quisiera otra dosis de tónico y le hubiese mentido a mi abuela, cosa que me cabreó aún más en vista de lo ilusionada que estaba.

  —¿Y a ti que te parece? —pregunté—. Si trabajo no te podré ayudar tanto como ahora.

  —No digas tonterías. El garaje está casi acabado, y la fachada la puedo pintar yo poco a poco, que no hay prisa. Además, lo primero es lo primero. Un hombre tiene que trabajar, y tu ya eres todo un hombre.

  Desde luego, le había demostrado con creces lo hombre que era. De repente, la idea de trabajar y vivir en el pueblo no me pareció tan desagradable. Con un empleo sería, a todas luces, el hombre de la casa, y desde luego quería ser el hombre de aquella casa, aunque tuviese que mantener en secreto el atípico “matrimonio” con la viuda más codiciada de la localidad. Para terminar de disipar mis dudas, la hacendosa pelirroja me dio un largo beso en la frente, colocando sus pechazos frente a mi cara.

  —Deberías ir cuanto antes, cielo. No hay que hacer esperar a los jefes —me aconsejó, mientras se apartaba de mí para recoger la cocina—. Y no vayas a ir en chándal, ¿eh? Ponte guapo, que hay que causar buena impresión.

  —Descuida. Iré presentable.

  —¿Quieres que te busque una corbata de tu abuelo?

  —Bueno, tampoco hay que pasarse.

  Gracias a mi madre me quedaba otra camisa decente en la maleta (la que me había puesto para nuestra cita estaba arrugada y tan sudada como si hubiese jugado con ella puesta la final de la Champions), que combiné con unos vaqueros limpios y un pegote de gel fijador en mis rebeldes greñas de zíngaro. Me di cuenta de que aún no había terminado de deshacer mi equipaje, a pesar de que llevaba diez días allí. Saqué toda la ropa que quedaba en la maleta y la coloqué en los cajones y las perchas del viejo armario. Con trabajo o sin él, estaba decidido a no regresar a la ciudad en mucho tiempo.


  Llegué al pueblo a eso de las diez de la mañana y como de costumbre dejé el Land-Rover en la estrecha calle junto a la iglesia, donde el sol no le pegaría de pleno. Antes de bajar del vehículo, fui a la parte trasera y me metí en el bolsillo dos frasquitos de tónico. Solo tuve que caminar cinco minutos para llegar al ayuntamiento, el edificio más grande del pueblo, un caserón decimonónico de tres plantas con un balcón en la blanca fachada.

  En la entrada, sombría y fresca en comparación con el exterior, encontré a un anciano de aspecto serio y somnoliento detrás de una mesa. Era Don Santiago, bedel y recadero del consistorio desde tiempos inmemoriales. Me miró entornando los ojos detrás de sus gruesas gafas.

  —Buenos días. Vengo a ver a Jose Luis. Soy Carlos —dije.

  El viejo continuó escrutando mis facciones durante unos segundos antes de responder. El pobre estaba cegato como un topo.

  —Tu eres el nieto de la Felisa, ¿verdad? —preguntó.

  —El mismo.

  —Dale recuerdos de mi parte, hombre —dijo. Por supuesto, el vejestorio no pudo disimular una sonrisita lasciva cuando mencionó a mi abuela—. Sube al despacho. El señor alcalde te está esperando.

  Subí las escaleras y caminé por un par de pasillos adornados con pinturas costumbristas y algunas fotografías descoloridas. El despacho del alcalde era una estancia amplia, con aire acondicionado y un minibar al que sin duda se le daba más uso que a cualquier elemento relacionado con la administración pública. El suelo estaba cubierto por una gran alfombra y las paredes adornadas con trofeos de caza, fotos oficiales, recortes de periódico enmarcados y el retrato del Rey. 

  —Buenos días —saludé, parándome a una distancia prudencial de la espectacular mesa de caoba tras la cual se sentaba el alcalde.

  —¡Carlos! ¿Que tal, chaval? —exclamó, sonriente. Se levantó un instante para estrecharme la mano y volvió a acomodarse en su poltrona de cuero—. Siéntate, hombre, siéntate. ¿Quieres tomar algo? ¿Un café?

  —No, gracias.

  Esa mañana Don Jose Luis no tenía pinta de mafioso caribeño, sino de mafioso a secas. Llevaba unos pantalones beige con tirantes, que resaltaban la redondez de su vientre, y una camisa blanca remangada hasta los codos. Un alfiler de corbata con una diminuta bandera española brillaba en su pecho tanto como el pesado reloj de oro en su muñeca. Se pasó un dedo por el bigote y me miró con su sonrisa impostada de vendedor de coches usados.

  —Ayer hablé con tu abuela. ¡Qué encanto de señora! —dijo. 

  Su tono pretendía ser agradable y casual, pero ocultaba la habitual lujuria, además de un poso amenazante que me hizo apretar los puños.

  —Sí, es muy simpática —me limité a decir, tenso como la cuerda de un violín.

  —Debe de serlo. A mi mujer le cae bien, y a esa zorra no le cae bien ni su puta madre.

  —¿Para qué quería verme? —dije, con más brusquedad de la necesaria.

  —Tranquilo, hombre, tranquilo. ¿es que tienes prisa?

  Sacó un grueso puro de una caja de madera y me lo ofreció. Lo rechacé con un gesto de la mano y lo encendió, soltando humo entre ruidosas chupadas. Yo me encendí un cigarro y lo miré, expectante.

  —Bueno, si quieres ir al grano vamos al grano. Quiero comprarte un par de frascos más del brebaje ese.

  —¿Le ha ido bien? 

  —¿Que si me ha ido bien? ¡Joder que si me ha ido bien! No había follado tanto y tan bien en mi puta vida, chaval —dijo, poniendo los codos en la mesa e inclinándose hacia adelante— ¿Te acuerdas de la abogada jovencita que te comenté? Le di tanto y tan duro que acabó llorando, con el coño escocido y el culo como un bebedero de patos. Y me quedaron ganas para irme de putas. Me follé a una brasileña con un culazo que...

  El tipo dedicó un buen rato a contarme las hazañas sexuales que había realizado gracias al tónico. Con la abogada, la madre soltera, varias putas de diversas nacionalidades, las hijas de su amigo Montillo y hasta dos de las criadas de la mansión donde vivía con su esposa. Al parecer, la alcaldesa era de las pocas que se había librado del desenfreno lúbrico de mi cliente.

  —Me alegro de que lo haya pasado tan bien —dije, más relajado pero todavía incómodo—. ¿Quiere dos más, entonces?

  —Sí, dame dos.

  Le entregué los frascos y él me dio el dinero, que fue directo a mi bolsillo. Al menos era fácil hacer negocios con el tipejo, o eso pensaba en ese momento, ya que más adelante la relación comercial con el alcalde me traería problemas.

  —¿Uno es para Montillo? —pregunté.

  —¿Que? No. Ya le invité una vez. Si quiere más que pague, que está podrido de pasta el cabrón.

  Tras dedicarle esas bonitas palabras a su querido compadre, se echó hacia atrás en el asiento, soltando humo y con una mano en uno de los tirantes, mirándome con una expresión astuta que no me gustó un pelo.

  —Oye, chaval, en confianza. ¿De dónde sacas el tónico este? —dijo.

  —Lo hacen en una botica de la ciudad. No puedo decir más —respondí, ciñéndome a mi mentira original.

  —¿No puedes o no quieres?

  —Las dos cosas.

  Don Jose Luis soltó una carcajada, sujetando el puro entre los dientes. No le tenía ningún miedo, a pesar de sus maneras de mafioso de medio pelo, pero me estaba poniendo muy nervioso.

  —Eh, te entiendo, chaval. Yo también soy un hombre de negocios. Si me dijeses dónde lo venden podría comprarlo personalmente y te quedarías sin sacar tajada, ¿verdad?

  —No es así como funciona. No trabajan de esa forma. Yo ni siquiera los he visto en persona —improvisé, ansioso por zanjar la cuestión.

  —Ya veo.

  En apariencia satisfecho por mi ambigua explicación, se quedó en silencio, disfrutando de su puro, como si no recordase que yo seguía en el despacho.

  —Don Jose Luis, eso del trabajo. ¿Era verdad? —dije, impaciente.

  —Pues claro que es verdad, hombre —exclamó, fingiéndose ofendido por poner en duda su palabra—. He oído que eres buen conductor, y ayer despedí al chófer de mi mujer, así que si te interesa el puesto es tuyo. Así te tendré a mano cuando necesite más tónico. Todos ganamos.

  —¿Por qué despidió al chófer?

  —Pues para contratarte a ti, joder. ¿Por qué va a ser? —dijo el alcalde, riendo.

  —No me hace mucha gracia que hayan despedido a alguien por mi culpa.

  —Mira, chaval, me caes bien. Se te ve espabilado y sospecho que eres más listo de lo que aparentas, pero no vas a llegar muy lejos en la vida siento tan buenazo. —Hizo una pausa y exhaló otra espesa bocanada de apestoso humo—. Además, no te preocupes por ese tipo. Lo he enchufado de camionero en una de las empresas de mi suegro. Va a cobrar más que antes, y sin tener que soportar a mi mujer.

  Quizá estaba mintiendo, pero decidí creerle y no darle más vueltas al asunto. La idea de tener un sueldo fijo, además de los ingresos por el tónico, era demasiado atractiva. Además, me gustaba conducir, y aunque no me veía al volante de un taxi como mi viejo, lo de ser chófer de una ricachona me parecía un buen comienzo. 

  —Vale, ¿cuando empiezo?

  —¡Así me gusta! —exclamó Don Jose Luis, dando una palmada—. Ve mañana a las nueve a nuestra finca, ¿sabes donde queda?

  —Sí, más o menos.

  —Sé puntual. A mi señora no le gusta que la hagan esperar, y no te conviene enfadarla el primer día. 

  —Descuide.

  —No te voy a engañar, es una arpía insoportable. Pero si haces bien tu trabajo y estás calladito a lo mejor no te amarga la vida demasiado.

  Salí del ayuntamiento de buen humor, con dinero fresco en el bolsillo y la posibilidad de ganar mucho más. Me preocupaba un poco e carácter de la alcaldesa, aunque estaba seguro de que su marido exageraba. Además, si se llevaba bien con mi abuela no debía de ser tan mala. Eso me llevó a pensar en la dulce mamada que había recibido después del desayuno, y en lo contenta que se pondría cuando le contase que tenía trabajo. Me pareció buena idea aumentar su alegría teniendo un detalle con ella, así que caminé hasta el estanco, lo más parecido a un centro comercial que había en el pueblo.

  Detrás del mostrador estaba, cómo no, nuestra vieja amiga Sandra, con su coleta rubia y su antipática apatía. Deambulé entre las estanterías hasta encontrar una bonita caja de bombones, roja y con dibujos blancos de flores y pájaros. Había comprobado esa mañana lo mucho que a mi abuela le gustaba el dulce, y seguro que hacía años que nadie le regalaba bombones. Además, cuando se los comiese podría usar la caja metálica para guardar cosas de costura, algo muy de señora.

  Puse la caja en el mostrador y la rubia de bote la miró como si fuese una boñiga de vaca. Ese día llevaba los gruesos labios pintados de rosa claro y un top de tirantes muy escotado. Las tetas eran lo mejor de su vulgar anatomía, y no me corté en echarles un buen vistazo. Después de haberla visto correrse como una loca mientras el tonto del pueblo se la empotraba, sentía que tenía cierta confianza con ella.

  —¿Algo más? —preguntó, tan desabrida como esperaba.

  —Un paquete de Lucky.

  Se levantó a por el tabaco y lo metió en una bolsa, junto con los bombones.

  —Son para mi novia —dije, en tono burlón—. Podrían ser para ti, si hubieses sido más simpática.

  —Mira, enano, déjame de mierdas, que no tengo el coño para ruidos.

  Después de tan encantadora respuesta, le pagué las mercancías y me dispuse a irme. Pero no podía dejar pasar la oportunidad de verla temblar. Que ya no me interesase follármela no era motivo para no joderla un poco. A unos pasos del mostrador, me di la vuelta y la miré con la más inocente y encantadora de mis sonrisas.

  —Oye, ¿has visto a Monchito? Quería saludarle y no me he cruzado con él en toda la mañana. 

  Como esperaba, cuando me miró sus ojos brillaban y sus labios se encogieron en una tensa línea. 

  —¿Y yo qué se dónde está ese subnormal? —espetó. 

  Un sutil temblor en su voz me indicó que había dado en el blanco. Juraría que le temblaron las rodillas y se puso pálida cuando le hablé por última vez antes de salir del local.

  —Bueno, salúdale de mi parte si volvéis a veros. Ah, y a tu marido también.


  De vuelta en casa, le di la noticia a mi abuela, quien lo celebró con abrazos y todo tipo de besos. Estaba en el garaje, brocha en mano, y se puso tan efusiva que tuvimos que entrar en la casa a toda prisa. Terminamos en la sala de estar, tan absortos en el apasionado baile de nuestras lenguas y nuestras manos que casi derribamos la mesita donde estaba la lámpara.

  —Sabía que... encontrarías trabajo... pronto... cariño —dijo entre suspiros, mientras le besaba el cuello.

  Le quité el pañuelo de la cabeza para acariciar a gusto sus suaves rizos y desabroché uno a uno los botones del vestido de faena manchado de pintura. Al abrirlo y deslizarlo por sus hombros confirmé algo que ya había sospechado al magrearla por el pasillo: no llevaba absolutamente nada debajo. 

  —Vaya, vaya... Me estabas esperando con ganas, ¿eh? —dije, devorando su cuerpo con los ojos.

  —Ufff... Hoy hace un calor del demonio, hijo... No aguantaba ni el sostén —se excusó.

  —¿Y las bragas? 

  Su respuesta quedó ahogada por un gemido cuando mis dedos buscaron su coño, hundiéndose entre los pliegues húmedos que se apretaban entre los muslos mientras mi otra mano agarraba una de sus titánicas tetas para chuparle el pezón. 

  —¿Has... has cerrado... la puerta? —preguntó, la voz temblorosa por la calculada agresividad de mi asalto.

  Asentí, sin dejar de mamar como un ternero hambriento. Cuando la erección en mis tejanos ya era casi dolorosa, la hice tumbarse en el sofá, con las piernas abiertas, una de sus botas en el suelo y la otra en el respaldo. Me bajé los pantalones, hipnotizado por la abundancia del cuerpo que se ofrecía a mí sin pudor alguno, la abultada vulva expectante entre el vello pelirrojo, las tetazas desparramadas sobre el robusto torso y los labios rosados entreabiertos entre las mejillas encendidas. Me tumbé sobre ella y la penetré en un único movimiento, arrancándole un largo gemido al que siguieron muchos otros cuando comencé a bombear con fuerza, besando su pecho pecoso y su cuello.

  Fue un polvo rápido, un ansioso desahogo para el deseo que nos dominaba cada vez con más urgencia siempre que estábamos solos y protegidos por los gruesos muros de la casa. Breve pero tan placentero como cualquier otro de nuestros encuentros carnales. En pocos minutos la sacudió un explosivo orgasmo que la llevó a rodear mi cintura con sus piernas, entre espasmos que hicieron crujir la estructura del viejo sofá. Sus manos crispadas se apoyaron en mi espalda, ajenas a las marcas bajo la tela de mi camisa, las pruebas de que ella no era la única mujer de la familia que se retorcía de placer entre mis brazos.

  No tardé mucho en seguir su ejemplo, corriéndome con fuertes y profundas embestidas. A pesar de que me había ordeñado pocas horas antes derramé dentro de su cuerpo una buena cantidad de semen, uno de esos caprichos que mi madre no me consentía pero ella sí. Nos quedamos un rato abrazados en el sofá, intercambiando besos tiernos y susurros, hasta que recordé algo que me hizo subirme los pantalones y levantarme. Había dejado los bombones en la guantera del coche, y con aquel calor estarían fundiéndose como un cubito de hielo en el ojete de Satanás.

  —Voy un momento al coche.

  Me miró con su habitual expresión postcoital, una curiosa mezcla de orgullo maternal, lujuria satisfecha y adoración. La abuela cariñosa, la amante insaciable y la esposa devota se confundían cada vez más, y yo adoraba tanto a las tres por separado como al resultado de la improbable fusión. Se había sentado con las piernas cruzadas y las manos detrás de la cabeza, exhibiendo sin vergüenza su cuerpo y disfrutando de mis miradas. De nuevo me pregunté si yo la estaba convirtiendo en esa mujer caliente y desinhibida o si solamente había despertado esa faceta dormida de su personalidad. No sin esfuerzo, conseguí apartar los ojos de sus maduros encantos y salí al garaje.

  El regalo le hizo tanta ilusión como esperaba, y mientras me cubría de besos sentí cierta tristeza al pensar que nadie había tratado nunca a aquella maravillosa mujer como se merecía. Nos comimos un par de bombones antes de guardar la caja en la nevera, hizo bromas sobre su peso que yo rebatí con sinceros cumplidos y me advirtió de nuevo que fuese discreto con mis obsequios.

  —No te preocupes. Le he dicho a la del estanco que eran para mi novia.

  —¡Carlitos! Pero qué cosas tienes —me regañó, aunque sonreía y creo que se ruborizó más de lo que ya estaba.

  Tras un rato de chocolateado relax, se puso el vestido y me privó del espectáculo que me la estaba poniendo de nuevo dura cual tronco de abedul. Fue hacia la puerta y ante de salir se giró para hablarme.

  —Cielo, deberías llamar a tu madre para contarle lo del trabajo. Seguro que le hace ilusión.

  —Si. Ahora la llamo.

  Cuando me quedé solo en la sala de estar, me senté cerca del teléfono y marqué el número. A esa hora mamá solía estar en casa, y no tardó mucho en responder. 

  —¿Diga?

  —Soy yo, Carlos.

  —Ah... Hola, ¿cómo estás? —dijo mi madre. Se esforzaba por usar su tono habitual, entre cariñoso e irónico, pero podía notar en su voz una tensión que antes no estaba.

  —Tengo buenas noticias, mami. He encontrado trabajo.

  —¿En serio? ¿Qué trabajo? —preguntó, algo incrédula.

  —El alcalde me ha contratado de chófer. Chófer de la señora alcaldesa, nada menos, ¿qué te parece?  Empiezo mañana.

  —¿Chófer? —Hizo una pausa, y pude imaginar sin problema la atractiva asimetría de su sonrisa burlona—. Mira por donde. Siempre dices que no quieres ser taxista como tu padre, y ya ves.

  —No es lo mismo chófer que taxista.

  —Conduce con cuidado, y nada de porros, ¿me oyes? —dijo, en tono más serio.

  —Descuida. Me portaré bien.

  Se hizo un silencio demasiado largo, durante el cual pude escuchar su respiración y sentir su incertidumbre, no acerca de mi vida laboral sino sobre abordar el tema que flotaba a nuestro alrededor, más espeso y acuciante que nunca. Sentí un agradable hormigueo en los arañazos de mi espalda al evocar nuestro encuentro de la noche anterior.

  —¿Cómo estás, mamá? No me gustó dejarte sola anoche.

  —¿Está la abuela cerca?

  —No, tranquila. Estoy solo.

  —Estoy bien —dijo, tras un profundo suspiro—. Me sentí mejor en cuanto llegué a casa y me di una ducha. No debiste dejar que bebiese tanto.

  —Oye, se supone que tu eres la adulta —bromeé, y me tranquilizó escuchar una risa contenida al otro lado de la línea.

  —Tienes razón.

  —Iré a verte pronto. Te echo de menos —dije, sin dar la más mínima connotación sexual  mis palabras.

  —Y yo a ti. Pero ahora céntrate en el trabajo, ¿eh? A ver si este te dura. Y sigue ayudando a la abuela.

  —No te preocupes, le echaré una mano siempre que pueda —aseguré, con una sonrisita lasciva que mi madre no podía intuir—. ¿Vais a venir el fin de semana?

  —No. Ya fuimos la semana pasada, y tu padre es muy pesado con el trabajo en esta época. 

  —¿Y si vienes tu sola? Podría ir a recogerte.

  —A tu padre le parecería raro que me fuese allí sola, y ya sabes que no estamos en nuestro mejor momento.

  —Dile que no duermes bien por el calor. No tiene por qué sospechar nada raro —propuse, recomendándole la excusa que yo le había puesto a mi abuela.

  —Carlos, ya vale. Nos veremos pronto, pero no fuerces las cosas, ¿de acuerdo?

  —De acuerdo. —Esta vez fui yo quien hizo una pausa, desanimado por su negativa pero contento por que ella también quisiera verme pronto, sin frases como “tenemos que hablar” u “olvídate de lo de anoche”—. Oye, voy a ayudar a la abuela en el garaje. Mañana te llamo y te cuento como me ha ido el primer día paseando a Miss Daisy.

  —¡Ja ja! Que te vaya bien, cariño. Te quiero.

  —Y yo a ti, mamá.

    Colgué el teléfono y me estiré en el sillón ronroneando como un gato satisfecho. No llevaba ni dos semanas en el pueblo y apenas podía creer cuanto había cambiado mi vida, gracias al misterioso tónico y, por qué no decirlo, a mi habilidad para sacarle partido. Me cambié de ropa y fui al garaje, donde mi sonriente anfitriona movía con garbo el rodillo empapado en pintura contra la pared, fingiendo inocencia cuando me relamía observando los movimientos de sus sensuales volúmenes bajo el vestido.

  En menos de una hora terminamos por fin el trabajo. Después de tanto sudor, el garaje estaba como nuevo, impoluto y con las paredes luciendo una blancura cegadora. Orgullosos del trabajo bien hecho, nos tomamos el resto del día libre, vimos la tele, dimos un agradable paseo por los alrededores de la parcela y charlamos largo rato en los sillones del porche después del ocaso. 

  Seguí su consejo de acostarme temprano para estar despejado al día siguiente, sobre todo porque acostarme temprano implicaba pasar más tiempo con ella en la cama. Limpia y totalmente desnuda, se entregó de nuevo a mi inagotable lujuria y compensé el impulsivo polvo del sofá con una larga y sosegada sesión de sexo intergeneracional. Si le extrañó que no me quitase la camiseta en ningún momento, no hizo preguntas o comentarios al respecto. Poco después de las doce me dormí abrazado a su cálido cuerpo, a pesar del bochorno tropical de esa noche, preguntándome qué me depararía la siguiente jornada. No tenía despertador, pero confiaba ciegamente en que mi juiciosa y madrugadora compañera de lecho me despertaría a tiempo.


CONTINUARÁ...



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