14 marzo 2022

EL TÓNICO FAMILIAR. (9)

 

  La mañana del viernes me subí al Land-Rover silbando una alegre melodía, nervioso por mi primer día de trabajo pero contento por el rumbo que estaba tomando mi destierro rural. Mi abuela me había despedido en el porche, con un discreto beso en la mejilla, después de pasarme revista como la más adorable de las sargentas, para asegurarse de que iba bien vestido, limpio y peinado. Antes de prepararme un abundante desayuno, se había resistido a disfrutar de mi vistosa erección mañanera, preocupada porque pudiese llegar tarde. Me conformé con susurrarle al oído todo lo que pensaba hacerle cuando volviese, cosa que la hizo sonrojarse y regañarme entre risas y suspiros de lúbrica anticipación.

  Me lancé a las sinuosas carreteras de la zona mientras el sol asomaba detrás de las montañas, prometiendo otro día de sofocante calor. Llevaba un par de frasquitos de tónico en el bolsillo, por si acaso, y había dejado el hachís en la casa para no caer en la tentación de emporrarme y fastidiar la primera jornada de lo que podría ser un empleo estable. La finca del alcalde estaba a una media hora del pueblo, y llegué veinte minutos antes de la hora acordada. Pensé en lo orgullosa que estaría mi madre por mi inusitada puntualidad, y eso me llevó a una fantasía en la que me recompensaba usando partes de su cuerpo de las que un hijo no suele disfrutar. No quería presentarme ante mi nueva jefa distraído y empalmado, así que sacudí la cabeza e intenté concentrarme.

  Siempre había escuchado decir a la gente del pueblo que la familia de la alcaldesa era una de las más acaudaladas de la provincia, pero no me esperaba lo que encontré al traspasar la gran verja blanca de la entrada, después de identificarme ante un robusto guardia de seguridad que me miró con indiferencia desde su garita. La residencia era una mansión en toda regla, de las que yo solo había visto en películas o revistas, con un pórtico flanqueado por columnas, balaustradas de piedra en los balcones y altos ventanales con vidrieras. Estaba rodeada por una enorme extensión de jardines, cuidados hasta el más mínimo detalle, con fuentes y esculturas por doquier, y hasta un “pequeño” pabellón para conciertos cubierto por una impresionante cúpula de cristal. Más tarde sabría que en la propiedad también había una piscina de tamaño olímpico, dos pistas de tenis y un lago artificial. Entonces entendí que Don Jose Luis no quisiera dejar a su esposa, a pesar de lo mucho que la detestaba. El hijoputa había pegado el braguetazo del siglo.

  Detuve el coche frente a la entrada principal y caminé hasta el pórtico, erguido y con paso firme. No iba a permitir que tanta opulencia me intimidase, ni quería parecer un cateto que nunca ha salido de su barrio o del pueblucho de sus abuelos. La puerta se abrió antes de que tuviese tiempo de tocar el timbre. Apareció en el umbral una mujer se unos sesenta años, un poco más alta que yo y vestida con un sencillo uniforme de criada negro, sin más adornos que un anticuado cuello de encaje blanco. Tenía la constitución de una gallina de dibujos animados, pechugona, culona y regordeta. Se peinaba el cabello gris con un apretado moño y en su rostro mofletudo no había una pizca de simpatía cuando me miró de arriba a abajo.

  —Tu debes ser el nuevo chófer —dijo. Tenía una voz grave y profunda, casi masculina, con el deje autoritario de quien está acostumbrado a dar órdenes—. Pasa por aquí.


  No se molestó en presentarse, pero deduje que sería la ama de llaves, la gobernanta o algo parecido. Seguí su bamboleante culazo por el espectacular recibidor, adornado con obras de arte de esas que se compran en subastas, hasta una discreta puerta casi oculta tras una columna. Recorrimos una serie de pasillos menos lujosos que el resto de la mansión, por lo que de nuevo deduje que estábamos en el ala de servicio. Entramos a una habitación repleta de armarios, perchas y un par de maniquíes de sastre. Había varias máquinas de coser, rollos de tela y útiles de costura. 

  Lo que más llamó mi atención, por razones obvias, fue una chica sentada frente a una de las mesas. Cuando entré levantó la vista del botón que estaba cosiendo al cuello de una camisa y me dedicó una tímida sonrisa a modo de saludo. Tenía mi edad, puede que algún año menos, el cabello negro recogido en una corta coleta y la piel pálida. Vestía un uniforme negro, con delantal y cofia blancos. No era el típico atuendo de doncella francesa calentorra de las películas porno pero le quedaba muy bien. La falda dejaba a la vista unas bonitas pantorrillas y bajo la tela oscura se adivinaba un cuerpo no muy exuberante pero bien formado. Me pregunté si esa lánguida belleza sería una de las criadas a las que se había follado el rijoso alcalde, y di un respingo cuando unos dedos chasquearon con fuerza frente a mi nariz.

  —¡Eh! Espabila, que no tenemos todo el día —gruñó el ama de llaves, con cara de pocos amigos.

  Tenía una libreta y un lápiz en las manos, y tomó nota con trazos enérgicos de mi talla de pantalón y camisa. También me midió el cráneo con una cinta métrica, de lo que deduje que tendría que llevar gorra. 

  —Hoy vas a trabajar como has venido, qué remedio, pero mañana a primera hora ven a recoger el uniforme, ¿estamos? —dijo, mirándome de nuevo de arriba a abajo con una sonrisa sarcástica—. Eso si es que encontramos uno tan pequeño.

  Me había prometido a mí mismo portarme bien, pero no podía dejar que esa gorda se burlase de mí, y menos delante de la guapa doncella que fingía estar concentrada en su labor sin perder detalle de lo que hacíamos.

  —Si usted encontró uno donde cupiesen esos melones que tiene seguro que encontrará algo de mi talla —dije, mirando sin disimulo el abultado busto de la mujer.

  La jovencita se llevó la mano a la boca para ocultar una sonrisa, dejando claro que su jefa tampoco le caía muy bien. La susodicha jefa me taladró con la mirada, con los labios apretados y resoplando con la nariz.

  —Así que vas de gracioso, ¿eh? Pues me parece que no le vas a dar mucho uso al uniforme. A la señora no le gustan los graciosillos —dijo, amenazante, con las manos de las caderas y sacando pecho, lo cual le daba aún más aspecto de gallina.

  —Bueno, si me despiden me lo pondré en los carnavales.

  La doncella contuvo una carcajada con un bufido que no pasó inadvertido a la jefa, quien se giró a toda velocidad hacia ella y la hizo encogerse con su potente voz de marimacho.

  —¿Y tu de que te ríes? ¡A trabajar! —Volvió a girarse hacia mí y señaló hacia la puerta con su rechoncha barbilla—. Mete en el garaje ese pedazo de chatarra en el que has venido antes de que lo vea alguien, pídele a Matías las llaves y espera a la señora en la entrada.

  —¿Quién es Matías? —pregunté.

  —Lo encontrarás en el garaje. Vamos, no te quedes ahí como si te hablase en chino. Espabila.

  Salí de la habitación, no sin antes cruzar una mirada de despedida con la jovencita, quien me sonrió con un ojo puesto en su despótica patrona. Una vez fuera llevé el Land-Rover hasta un garaje grande como una nave industrial, con espacio para al menos veinte vehículos. Y ese era solo el garaje del servicio. Los coches de lujo de los señores estaban en un recinto anexo, igual de grande pero más limpio y mejor iluminado. Se me hizo la boca agua al ver la colección del alcalde y su esposa. Un par de flamantes deportivos, varios coches antiguos en perfecto estado, incluyendo un precioso Rolls-Royce descapotable de los años treinta, y también algunas motos. 

  Encontré a el tal Matías frotando con un trapo la carrocería de un imponente Mercedes blanco. Era un cuarentón bigotudo y medio calvo, vestido con un mono de mecánico. Me acerqué y su mirada no fue muy distinta a la del ama de llaves, aunque en la de Matías había más curiosidad que animadversión.

  —Hostia puta, qué pedazo de carro —exclamé, francamente admirado por la mezcla de robustez y elegancia del lujoso vehículo.

  —¿Podrás con él, chaval? —preguntó el tipo, al tiempo que se sacaba las llaves del bolsillo y me las entregaba.

  —Si tiene volante lo puedo conducir.

  —Muy gracioso. A la señora...

  —No le gustan los graciosillos. Ya me han informado.

  Matías gruñó y frunció el ceño, aunque me pareció ver un amago de sonrisa bajo el espeso bigote. Cuando superase la desconfianza inicial que sin duda le inspiraba mi juventud y aspecto agitanado, estaba seguro de que haría buenas migas con el mecánico.

  —Escúchame bien. No le pises mucho, a la señora no le gusta la velocidad, pero tampoco vayas pisando huevos, porque no le gusta llegar tarde a los sitios. Procura que siempre esté limpio y brillante. No toques la radio a menos que ella te lo diga, y ni se te ocurra fumar, comer o beber dentro. ¿Entendido?

  Asentí a los consejos de Matías y me subí al coche. El interior era amplio y cómodo, perfumado por el agradable olor a cuero de los asientos y un sutil ambientador floral. Ajusté el asiento del conductor a mi estatura, arranqué y disfruté del bien afinado sonido del motor. Mi padre se moriría de envidia cuando le hablase del Mercedes, junto al cual su taxi parecía una cafetera. Conduje hasta la entrada de la mansión, me bajé y esperé, admirando los detalles de la fachada. A las nueve en punto apareció la señora alcaldesa, y no me privé de examinarla con detalle mientras recorría los metros que nos separaban, caminando con la elegancia natural y la altivez de quien ha nacido para destacar entre el populacho.

  Vestía unos pantalones de montar blancos, muy ceñidos a la tonificada delgadez de sus piernas y a la firmeza de las nalgas, propias de una mujer madura cuya vida le ha permitido dedicar mucho tiempo a cuidar su figura. Calzaba botas negras de amazona y cubría el esbelto torso con una camisa de manga corta de un rosa muy claro, bajo la cual se marcaban dos pechos pequeños y respingones, posiblemente retocados por la hábil mano de algún cirujano. Llevaba el pelo rubio recogido en una trenza que a su vez se enroscaba en un intrincado moño, con dos finos mechones de punta rizada cayendo a ambos lados de su frente, un peinado que le daba aires de patricia romana. 

  —Buenos días, señora alcaldesa —saludé, educado y recto como un soldado.

  Los ojos azules de Doña Paz me estudiaron durante unos segundos. Su rostro alargado, de pómulos marcados y barbilla puntiaguda, en el que destacaba una nariz aguileña de buen tamaño, no era especialmente hermoso, pero tenía un innegable atractivo aristocrático, aumentado por unos labios que me recordaban a los de las esculturas griegas, con las comisuras curvadas hacia abajo y siempre al borde del rictus de desprecio o la sonrisa arrogante.

  —¿Y el uniforme? —preguntó. Tenía una sonora voz de contralto, que habría resultado agradable de no ser por el tono desabrido que la acompañaba.

  —Me lo dan mañana, señora alcaldesa. No había de mi talla. —Estuve a punto de hacer un chiste sobre mi estatura, pero recordé a tiempo el consejo de la mujer gallina y el bigotudo mecánico.

  —Deja lo de alcaldesa. Con señora basta —ordenó, ignorando mi explicación.

  Asentí a sus palabras inclinándome un poco hacia adelante, tragándome lo poco que me gustaba mostrarme tan servil ante esa ricachona. No es que yo fuese un militante de izquierdas, nunca me había interesado la política, pero venía de un barrio obrero y tenía de forma instintiva cierta conciencia de clase. Fuera como fuese, tenía motivos de sobra para esforzarme en causar buena impresión. No quería decepcionar a mis dos chicas favoritas, que tan ilusionadas estaban por mi nuevo empleo, ni volver a cabrear a mi viejo con otro despido. Además, un trabajo estable en el pueblo me permitiría quedarme allí de forma indefinida, gozando los placeres de la vida rural y otros placeres que ya conocéis. Lo que pensara el alcalde me la sudaba bastante, aunque si iba a vivir en su feudo era buena idea llevarme bien con él.

  Abrí el maletero y metí dentro la larga bolsa de deporte que me entregó la alcaldesa, en cuyo extremo asomaba lo que me pareció identificar como la empuñadura de una espada. Sin duda, la esgrima era un deporte que combinaba a la perfección con su cuerpo grácil y fibroso. Le abrí la puerta para que aposentase su adinerado y prieto culo en el asiento trasero y me senté al volante.

  —¿A donde vamos, señora? —pregunté.

  —Al club de campo —dijo, como si fuese algo que yo tendría que saber.

  Se hizo un embarazoso silencio en el confortable interior del Mercedes. Embarazoso para mí. Sabía que por aquella zona había uno de esos clubs de ricos con campo de golf, caballos y todo ese rollo, pero no tenía ni idea de dónde estaba. Mi jefa suspiró soltando aire por su noble napia y bajó los párpados en un gesto de resignación.

  —No sabes donde está, ¿verdad? —dijo al fin.

  —La verdad es que no. Lo siento.

  —Arranca, anda. Yo te indico.

  Obedecí y salimos de la finca. No había empezado con buen pie, desde luego, pero al menos la alcaldesa no daba muestras de estar enfadada. Durante los siguientes veinte minutos me indicó el camino a tomar, con un tono condescendiente aunque no demasiado desagradable. Eso me animó a intentar entablar conversación en los silencios entre una indicación y la siguiente, con cuidado de no hacerme el gracioso ni tomarme muchas confianzas.

  —Este coche es una maravilla. Siempre me han gustado los Mercedes pero nunca había visto uno como éste —comenté.

  Mis palabras no solo no la molestaron, sino que una sonrisa de orgullo apareció en sus labios.

  —Es un modelo exclusivo —afirmó—. Yo misma participé en su diseño.

  —¿En serio?

  —En serio. —Hizo una pausa y sus ojos de acero azul me miraron en el espejo retrovisor—. Me alegra que te guste Klaus. Espero que lo trates bien. 

  —¿Klaus?

  —Así se llama.

  Me resultó curioso que una mujer como aquella le pusiera nombre a su coche, pero por supuesto no hice comentario alguno al respecto. Seguí conduciendo a Klaus y pensé otro tema.

  —He visto que lleva una espada en la bolsa. ¿Va a clases de esgrima?

  —No es una espada, es un florete. Y no voy a clase, voy a entrenar. Practico esgrima desde los doce años —me corrigió, sin perder la pretenciosa sonrisa.

  —Vaya... Debe de ser muy buena.

  —Un día de estos pídele al servicio que te lleve a la sala de trofeos. Te va a llevar un buen rato verlos todos.

  Estaba claro que Doña Paz no era la persona más humilde del mundo, pero no se podía negar que era una mujer interesante. Siguiendo sus órdenes, enfilamos una estrecha carretera flanqueada por espesos pinares, sombría y solitaria. Entonces me llevé la primera sorpresa de la mañana. Me indicó que parase en un punto de la calzada en el que no detecté nada especial, solamente el asfalto bajo el coche y altos pinos a izquierda y derecha.

  —Sigue por ahí —dijo, señalando al bosque.

  —Eh... Por ahí no hay carretera, señora. Ni siquiera un camino.

  Me taladró con una mirada de impaciencia. Tenía los brazos cruzados y los largos dedos de una de sus manos tamborilearon en su hombro. Era la primera vez que la veía hacer ese gesto, y algo me dijo que era un gesto que no convenía tomar a la ligera. Sin objetar nada más conduje con cuidado entre los árboles, hasta que me mandó detenerme bajo el tupido ramaje de un pino enorme. Mi primer pensamiento fue el más obvio: la señora alcaldesa quería que su nuevo chófer le metiese el rabo en un lugar discreto y apartado, y el susodicho rabo no tardó en comenzar a endurecerse entre mis piernas. Si Doña Paz quería guerra estaba más que dispuesto a dársela. 

  —¿Esto es el club de campo? Veo mucho campo pero poco club —bromeé.

  —No te hagas el gracioso —dijo ella, confirmando lo que me habían advertido—. Date la vuelta. Vamos a hablar tu y yo.

  Me giré hacia atrás, asomando la cabeza y parte del torso por el amplio espacio entre los dos asientos delanteros. Ella estaba justo en el centro de los asientos traseros, anchos y cómodos como un sofá de lujo, con las piernas cruzadas, la espalda recta y las manos apoyadas cerca de la rodilla. Tenía en el rostro una expresión astuta, con los ojos ligeramente entornados y la sonrisa cruel de una madrastra de cuento. Más que una madura infiel dispuesta a seducir a un jovencito parecía una institutriz a punto de hacerme un examen.

  —Dígame, señora. ¿De qué quiere hablar?

  —De ese tónico milagroso que le vendes a mi marido.

  Eso si que no me lo esperaba. Me quedé mudo durante unos segundos y me removí incómodo en el asiento.

  —¿Eh? No se de que me habla, señora.

  —No pierdas el tiempo intentando engañarme, querido —dijo. Me miró a los ojos y al instante supe que engañarla estaba por encima de mis posibilidades—. Le he escuchado hablar con su repugnante amigo, el criador de cerdos. Y últimamente anda más salido de lo habitual. Hasta las criadas menos atractivas de la casa procuran no cruzarse con él en los pasillos. Dime, ¿qué lleva ese tónico? Conozco muchos afrodisíacos y nunca había oído hablar de uno tan efectivo.

  —No... No se lo que lleva. Es una fórmula secreta —respondí, titubeante.

  —¿Funciona también con mujeres o solo con hombres? —preguntó, sin darme un respiro.

  —Bueno... Por lo que he oído, también hace efecto en las mujeres. 

  Podría haberle dado muchos detalles sobre lo efectivo que resultaba el brebaje en el organismo femenino, pero obviamente no iba a hablarle de mis relaciones familiares. Sus dedos volvieron a tamborilear, esta vez en su rodilla, y levantó el mentón en un gesto entre desafiante y vanidoso.

  —Quiero probarlo.

  —¿Quiere probarlo?

  —Quiero probarlo —repitió, y no era una petición sino una orden—. Supongo que llevas algo encima, por si mi marido lo necesita, ¿me equivoco?

  —No... No se equivoca —admití—. ¿está segura de que lo quiere probar?

  —No tengo por qué darte explicaciones, pero probablemente ya sabrás que mi marido y yo somos independientes en lo que respecta a nuestra vida sexual. No es ningún secreto que seguimos casados para mantener las apariencias. El alcalde tiene a sus amantes y sus putas, y yo tengo... mis aficiones. Y por supuesto, no voy a permitir que solo él disfrute de ese estimulante. 

  Asentí varias veces a la parrafada de la alcaldesa, sin saber muy bien qué decir. De nuevo, alguien interesado en el tónico me hablaba de su vida sexual, cosa que aún me incomodaba un poco. Me intrigó el misterio con que Doña Paz se refería a sus “aficiones”, e intenté imaginar cuales serían. Mi limitada imaginación ni siquiera se acercó a lo que ocurriría poco después.

  Pasada la sorpresa inicial, me alegró la idea de tener una nueva clienta, sobre todo una asquerosamente rica. No solo aumentarían mis ingresos sino que tendría una amante madura también en horario laboral, si es que los efectos del tónico la llevaban a desear el trozo de carne que ya palpitaba ansioso bajo mi bragueta. Saqué del bolsillo un frasquito y se lo tendí, al tiempo que le decía el precio de la mercancía. Soltó una armoniosa carcajada mientras lo manipulaba cuidadosamente con sus elegantes dedos de pianista, como si fuese un caro perfume.

  —¿De verdad piensas que te voy a pagar? —dijo, con despectiva hilaridad—. Aunque quisiera, nunca llevo dinero encima, querido. Eso es de pobres.

  —Su marido lo paga —protesté.

  —Mi marido es un cateto hijo de labriegos venidos a más. Tiene tanta clase como un asno con corbata. 

  Dicho esto desenroscó el tapón del frasco y observó la pipeta, de la que goteaba el oscuro liquido. Lo olisqueó y arrugó la nariz. Me molestó que no quisiera pagarme, pero no insistí más y me limité a mirarla con una sonrisa maliciosa. Si no quería darme dinero me lo cobraría de otra forma. Pensaba follármela tan duro que no podría montar a caballo en una semana.

  —¿Cuánta cantidad hay que tomar? —preguntó.

  —Con lo que hay dentro de la pipeta vale. No conviene tomar demasiado.

  —¿Cuánto tarda en hacer efecto?

  —Depende de la persona. Quince minutos, media hora... Puede que más.

  —Bueno, no tenemos prisa.

  Echó la cabeza hacia atrás y dejó caer la dosis en su lengua, gota a gota. Tragó e hizo una mueca de desagrado, como esperaba. Después apoyó la espalda en el asiento, relajando su postura, con las manos cruzadas sobre el regazo y los ojos cerrados. Yo me quedé asomado entre los asientos, observándola. Me acomodé la polla para que se marcase bien en la pernera de mi pantalón y esperé, anticipándome en mi mente a lo que, suponía, pasaría después. Estaba decidido a borrarle de la cara esa sonrisa presuntuosa, a humillarla hasta donde me permitiese la situación, a derribarla de su pedestal y convertirla en la perra sumisa de un semental de clase obrera. Y cuando estuviese sometida, con las nalgas rojas debido a mis azotes, su cara cubierta por mi proletario semen, se arrodillaría suplicando, pidiéndome más.

  Los minutos pasaron lentamente en el silencioso pinar, y en apenas un cuarto de hora comencé a notar los cambios. Su pecho subía y bajaba más deprisa, las aletas de la nariz aguileña se ensancharon y dejó escapar varios suspiros largos y profundos. Separó las piernas y deslizó una mano bajo sus pantalones. Bajo la tela se marcaban a la perfección los volúmenes de sus dedos moviéndose sobre el coño, masajeándolo con calma. Arqueó un poco la espalda, lo cual hizo que las tetas se apretasen contra la tela de la camisa, respiró hondo y abrió los ojos. La frialdad penetrante de su mirada no había desaparecido, pero estaba acompañada por el brillo lúbrico que conocía tan bien.

  —¿Ya lo nota? —pregunté.

  —Mmmm... Ya lo creo. Es increíble —dijo. Por el movimiento de su mano deduje que se estaba metiendo los dedos—. Hacía años que no me mojaba tanto.

  Para demostrar su afirmación, sacó la mano de los pantalones y la levantó frente su rostro. Separó el índice y el anular, brillantes y empapados, y los fluidos formaron finas hebras transparentes entre los dedos. Sonriendo satisfecha, se los limpió con varios lametones, los chupó a conciencia, saboreando su propia miel, mientras con la otra mano se desabrochaba los botones de la camisa y del pantalón. La hija de puta me estaba poniendo tan cachondo que tuve que cambiar de postura varias veces, incómodo por la presión de mi tranca hinchada.

  —Ya le dije que era efectivo.

  —Es magnífico. No solo activa la libido, aumenta el deseo sexual y eleva la temperatura en el área genital; también estimula la lubricación y aumenta la sensibilidad en las zonas erógenas —dijo la alcaldesa, en un tono casi científico.

  —Y ya verá cuando se corrra. Los orgasmos son la hostia —aseguré, basándome en experiencias propias y ajenas.

  —Una consecuencia lógica de todo lo anterior, obviamente —dijo, sin dejar de lado su pedantería a pesar del creciente calentón.

  Se quitó la camisa y el fino sujetador blanco que llevaba debajo, sin duda mucho más caro que el que yo le había regalado a mi abuela. Sus pechos eran un poco más grandes de lo que me había parecido, y aunque se mantenían firmes no detecté la artificialidad de la cirugía. El hecho de que Doña Paz no tuviese hijos, unido a su saludable vida y a la buena genética habían bastado para mantenerlos en su sitio, coronados por unos pezones pequeños y rosados que se endurecieron al contacto con el aire acondicionado. Cuando su postura hacía que se apretasen uno contra otro, aparecían en su escote esas arrugas alargadas que tanto apreciamos los amantes de los cuerpos maduros. Aparecieron cuando se inclinó para bajar la cremallera de una de sus altas botas de montar, estiró la pierna y puso la suela a dos palmos de mi cara.

  —Tira —ordenó.

  Le saqué la bota sin esfuerzo y repetimos la operación con la otra. Debajo llevaba unos calcetines blancos hasta la rodilla, muy ceñidos a sus largas y atléticas pantorrillas. Calcetines que fueron su única vestimenta cuando se quitó también los pantalones de montar y las bragas, revelando un pubis totalmente rasurado, al igual que el resto de su genitalia. Hasta ese momento, solo había visto coños afeitados en las pelis porno, y no tardó en notar mi asombro.

  —¿Algún problema, querido?

  —Eh... No, señora. Es solo que nunca había visto uno así... Todo afeitado.

  —¿No te gusta? —preguntó, entornando los ojos con malicia.

  —Al contrario, joder. Me encanta —respondí, consciente de que la calentura me estaba haciendo perder las buenas maneras.

  Y no mentía. Era un coño estrecho en el que apenas se notaban los estragos de la edad, cuyo sutil abultamiento resaltaba en el delgado cuerpo. Las aletas sobresalían, tiernas y húmedas, y cuando los dedos volvieron a tocarlo pude ver el clítoris asomando en su carnoso capuchón. La alcaldesa se colocó justo en el centro de los asientos traseros, con las piernas muy abiertas y las nalgas en el borde. Su cuerpo tenía el bronceado uniforme propio de los rayos UVA, sin marcas de bikini que rompiesen la uniformidad de la suave piel. Estaba en una forma física excelente, desde las piernas largas y fibrosas, pasando por el vientre plano, los glúteos duros y los hombros bien torneados que enmarcaban un cuello largo y elegante. Era el cuerpo de una atleta al que los cincuentaiún años de su propietaria solo habían añadido leves volúmenes que lejos de afearlo lo volvían más sensual. En conclusión, la zorra estaba muy buena y me moría por meterle el rabo, pero ella se limitaba a tocarse con calma y no hacía ningún gesto que pudiese interpretar como una señal para saltar al asiento trasero y darle matraca.

  —Eh... Señora. ¿Quiere usted...? Ya sabe... —me atreví a decir por fin. Estaba al borde de la taquicardia y acalorado a pesar de la fresca temperatura en el interior del coche.

  —¿Qué intentas decir? Habla claro —dijo. Su voz grave era irónica e insinuante, como un ronroneo.

  —¿Quiere que... la ayude?

  —¿Me quieres follar, querido? ¿Es eso?

  —No me importaría. Es decir... si usted quiere... Señora.

  Soltó una carcajada cruel, sin dejar de masajearse el coño con la palma de la mano, ocultándolo a mi ávida mirada, y me miró con una mezcla de condescendencia y malicia.

  —No hace falta, encanto. Klaus se encargará de eso —dijo, acariciando con la mano libre la tapicería del asiento.

  —¿Cómo que... Klaus? —balbucí, confuso.

  La respuesta a mis dudas no tardaría en llegar. Doña Paz levantó una mano y abrió un pequeño panel oculto en el techo del coche. Desde mi posición advertí varios botones de distintas formas y tamaños y algo parecido a un altavoz. Los largos dedos teclearon unos segundos y lo que pasó a continuación me hizo saltar hacia atrás, dejándome casi sentado sobre el volante.

  Entre los dos asientos delanteros, detrás del freno de mano, había una de esas cajas que tienen muchos coches, y que suele usarse como guantera, para guardar lo que cada cual quiera guardar en su interior. La del Mercedes de la alcaldesa era más grande de lo habitual, hecho en el que no había reparado, y del mismo color beige que la tapicería. Lo que provocó mi sobresalto fue que esta caja comenzó a zumbar de forma extraña y se abrió como la boca de un hipopótamo robótico. De la abertura surgió poco a poco una barra de acero, rematada por un objeto cuya finalidad era incuestionable. Se trataba de una verga de metal cromado, de unos veinticinco centímetros de largo y al menos cinco o seis de diámetro. La parte del glande tenía formas redondeadas y el recto tronco estaba cubierto por un diseño de estrías y protuberancias que le daban un aspecto entre reptiliano y alienígena.  

  —Hostia... puta —dije, con los ojos abiertos como platos.

  Hoy en día es habitual ver en vídeos porno o en sex-shops toda clase de máquinas folladoras, pero os recuerdo que esta historia transcurre en el verano de 1991. Nunca había visto nada parecido y tuve la sensación de estar en una película de ciencia ficción de serie B mezclada con algún tipo de vídeo sadomasoquista de dudosa procedencia. Entonces entendí lo que había dicho la alcaldesa sobre participar en el diseño del vehículo. No es que fuese experta en ingeniería automovilística; simplemente había pedido que añadiesen lo necesario para que su querido coche pudiese penetrarla. Y desde luego también entendí que le hubiese puesto nombre y se refiriese a él como a una persona.

  Pasado el susto inicial, me incliné hacia adelante, de rodillas sobre el asiento delantero, para ver mejor lo que ocurría en la parte de atrás. El ariete cromado avanzaba, sin prisa pero sin pausa. Gracias a la precisión de sus fabricantes alemanes, el ángulo y la distancia estaban calculados al milímetro. Doña Paz no tuvo que corregir su postura para que el grueso glande entrase en la raja, poco a poco, desapareciendo dentro mientras ella suspiraba y se mordía el labio, con las piernas tensas y el pecho agitado. Cuando el capullo metálico se introdujo por completo, la barra de acero dejó de empujar.  

  —Eso es Klaus... Un poco más... —dijo la alcaldesa. Le hablaba al coche en tono afectuoso y casi suplicante, como una amante entregada.

  El dispositivo debía tener algún sistema que reconocía comandos de voz, porque ante mi mirada atónita Klaus obedeció. La barra avanzó, embutiendo al menos quince centímetros de brillante y macizo metal en el cuerpo de la señora, quien gimió y comenzó a pellizcarse un pezón mientras con la otra mano se acariciaba las ingles, extendiendo por ellas la abundante lubricación que producía su sexo.

  —Fóllame, Klaus... Despacio, por favor...

  De la caja brotaron nuevos zumbidos, más potentes y graves, y un ligero chasquido cada vez que el émbolo hacia avanzar y retroceder el dildo, muy despacio, obediente ante las órdenes de su ama, quien se sobaba las tetas sin parar y se estiraba los pezones sujetándolos con fuerza entre el pulgar y el anular. Yo seguía asomado sobre el respaldo del conductor, de rodillas en el asiento, disfrutando de la insólita unión entre ser humano y máquina, tanto que me bajé los pantalones e inicié los movimientos de la que sería la paja más extraña de mi vida, siguiendo de forma inconsciente el ritmo del manubrio mecánico, cada vez más brillante por la humedad de la voraz vagina.

  —Así, así, cariño... Más deprisa... Más rápido Klaus —gimió Doña Paz, totalmente entregada.

  De nuevo Klaus obedeció, aumentando la velocidad del mete-saca, y ocurrió algo que de nuevo me hizo dar un respingo. El coche entero comenzó a vibrar, con un ruido grave y pulsante que resonaba contra los cristales y tremolaba en mis tímpanos. Eso hizo que los suspiros y jadeos de la alcaldesa sonasen de una forma casi cómica, como si estuviese subida a una lavadora en pleno centrifugado. Dejó de estimularse los pezones y echó los brazos hacia atrás, agarrándose al cuero del respaldo. La postura resaltaba la forma de sus tetas, que temblaban y rebotaban. Levantó los pies del suelo y los apoyó con fuerza en los asientos delanteros, como si temiese caerse. Muy pronto entendí el motivo de su postura.

  Una sacudida me lanzó hacia adelante, con tanto ímpetu que casi me golpeo la cara contra el reposacabezas. Inmediatamente después pude ver la parte trasera del coche levantarse en el aire más de un metro para volver a bajar, rebotando entre temblores y toda clase de ruidos mecánicos. El puto coche tenía suspensión hidráulica, como esos lowriders tuneados que los cholos hacen bailar al ritmo de la música. No me quedó más remedio que dejar de cascármela y abrazarme al asiento para no salir despedido. 

  —¡Siii joder! ¡Más fuerte, Klaus! ¡Fóllame más fuerte! —exclamaba la señora, a grito pelado para hacerse oír sobre la vorágine de ruidos.

  A esas alturas, el pollón cromado la taladraba como un martillo neumático. Las sacudidas hidráulicas que agitaban su esbelto cuerpo contribuían a hacer más profunda la penetración, y la enorme herramienta llegó a desaparecer por completo dentro de su coño en más de una ocasión. Yo continuaba abrazado al asiento, con mi polla cien por cien biológica apretada contra el cuero del respaldo. La vibración y los zarandeos me estaban estimulando de tal forma que no iba a necesitar las manos para correrme. Puede que Klaus me hubiese fastidiado el polvo con la señora, pero al menos se molestaba en hacerme una paja mientras los miraba. Me levanté la camisa hasta el pecho para no mancharla y contribuí moviendo las caderas contra el asiento, con la verga apretada entre mi vientre y el suave cuero.

  —¡Más fuerte... más! ¡Fóllame, Kalus! ¡Fóllame... Jodeeer! —gritaba Doña Paz, fuera de sí.

  La escena había alcanzado una intensidad en la que un espectador menos implicado que yo habría temido dos cosas: que el coche explotase o se cayese a trozos debido a sus demenciales movimientos o que su dueña muriese empalada por la implacable estaca de metal. Por suerte no pasó nada de eso. El cuerpo de la alcaldesa tembló y se sacudió de pies a cabeza, poseído por un orgasmo brutal. Gritaba tan fuerte que se le marcaban los tendones y las venas del cuello, y el frenético bombeo de Klaus en su coño hacía salpicar sus fluidos. Llegó a poner los ojos en blanco, a dar patadas en los respaldos y a retorcerse a un lado y a otro, siempre de forma que el cipote cromado no llegase a salir de su cuerpo.

  Yo, por mi parte, eyaculé entre mi vientre y el respaldo, resoplando y sin apartar la vista de mi extasiada jefa, que no paraba de gemir y añadir más líquido al charco que se estaba formando bajo sus nalgas. No se si tuvo un orgasmo muy largo o varios seguidos, porque hizo varias jadeantes pausas entre estallidos de placer descontrolado. Cuando por fin estuvo satisfecha, dio una breve orden y todo cesó de golpe. El coche se quedó totalmente quieto y el silencio después de la barahúnda resultó un alivio para mis oídos. La barra de acero hizo retroceder el dildo lentamente, aunque no regresó dentro de la caja sino que permaneció a medio camino, brillante y goteando. El coño de la alcaldesa estaba tan dilatado que si se la hubiese metido en ese momento ni lo habría notado. Me miró mientras recuperaba el aliento, sonriente y con un matiz de sincero asombro en sus ojos azules.

  —Uff... Tenías razón, querido. No me corría así desde... Ni siquiera me acuerdo —admitió.

  —Se lo dije.

  Sin moverme del sitio, me preguntaba como iba a limpiar la enorme mancha de semen del asiento sin que ella se diese cuenta. Por suerte, Doña Paz lo tenía todo previsto. De un compartimento en la puerta trasera sacó un paquete de toallitas húmedas, limpió con esmero la polla de Klaus y le sacó brillo con un trapo. Después le dio un cariñoso beso en la punta y pulsó un botón en el panel de control antes de volver  a ocultarlo. La verga cromada retrocedió y desapareció dentro de la caja, que se cerró con un chasquido, como si nada hubiese ocurrido. Me tendió las toalitas y el trapo y comenzó a vestirse.

  —Límpialo todo bien. Voy a tomar el aire.

  Dicho esto, salió al sombrío pinar y yo obedecí sus órdenes, comenzando por mi espesa lefa. En diez minutos terminé la limpieza y ella regresó al coche, sentándose en la misma postura que cuando habíamos salido de la mansión. Salvo la chispa de lujuria satisfecha en los ojos y el leve brillo en su piel bronceada nada en su aspecto delataba que hubiese ocurrido algo fuera de lo normal. Incluso su peinado seguía intacto. No se podía negar que era una mujer con clase.

  —Supongo que no hace falta que lo diga, querido, pero si le cuantas a alguien lo que has visto te haré la vida imposible. A ti y tu familia. ¿entendido? —dijo. Su tono era casi amable y había una sonrisa en sus labios, pero sus ojos me decían claramente que podía cumplir su amenaza y que no dudaría en hacerlo.

  —Descuide, señora. Se me da bien guardar secretos.

  —Más te vale. —Hizo un pausa para que la amenaza calase y volvió a su papel de jefa—. Sal a la carretera y vamos al club de campo. No está lejos de aquí.


  El resto de la mañana fue más bien aburrido. Esperé a la señora en el club de ricachones, dando paseos por los extensos jardines o charlando con otros chóferes que me encontraba. Puede parecer ridículo, pero me inquietaba estar solo dentro de Klaus después de lo que había ocurrido. Me pregunté si esa era la única “afición” extraña de la alcaldesa o si tenía más fetiches relacionados con máquinas, y sobre todo si alguna vez se abría de piernas para varones humanos. Tras ver en acción su magnífico cuerpo, quería follármela más que nunca, y confié en que el tónico o la extravagante libido de la señora me diesen otra oportunidad.

  De vuelta en la mansión, me aseguré de que la carrocería del Mercedes estaba impoluta y llené mi rugiente estómago en el comedor de personal, dónde conocí a la mayoría del servicio doméstico de la alcaldesa. Quitando a los jardineros, a Matías el mecánico y algún otro, la mayoría eran mujeres, casi todas con uniforme de criada negro, delantal blanco y cofia. Desde luego el sátiro de Don Jose Luis tenía donde elegir: desde jovencitas de cuerpos prietos y ágiles a maduras de caderas anchas y busto generoso. Hablando de tetazas, la antipática ama de llaves no estaba en el comedor, cosa que me alegró. Por desgracia tampoco vi a la guapa doncella del cuarto de costura, con la que me hubiese gustado intercambiar unas palabras. En el pasillo me crucé con un chico que se parecía mucho a ella, y deduje que sería su hermano o tal vez un primo, pero parecía tener prisa y no quise importunarle preguntándole por su pariente.

  Por la tarde me informaron de que la señora no iba a necesitarme hasta la mañana siguiente y me subí a mi querido Land-Rover. Puede que no fuese tan bonito y elegante como Klaus pero al menos no temía que me pudiese petar el ojete en un descuido. Encendí un cigarro y conduje bajo el sofocante sol veraniego, planeando una agradable noche con mi cariñosa abuela. Después de la perturbadora experiencia en el Mercedes me apetecía más que nunca una larga sesión de folleteo tradicional con una mujer de carne (sobre todo carne) y hueso. 

  Cuando llegué a la parcela mis expectativas se vieron subvertidas por la inoportuna presencia de un vehículo aparcado frente al garaje. Al principio me alarmé, ya que la abuela estaba sola y cada vez me inquietaba más la lascivia mal disimulada con la que se referían a ella algunos hombres del pueblo. Era un temor absurdo, ya que si alguno de esos catetos quisiera abusar de Doña Felisa lo podría haber hecho durante los más de dos años en que vivió completamente sola, y no durante la larga visita de su nieto. A pesar de todo, el resquemor persistía y respiré aliviado cuando reconocí el flamante Audi de color rojo. Después de aparcar y guardar en el alijo el frasco de tónico que aún llevaba en el bolsillo, rodeé la casa y fui hasta la piscina. 

  Como esperaba, sentado bajo la sombrilla estaba mi tío David, un hombretón pecoso y rubicundo de treinta y tres años, alto y en buena forma gracias a su afición al deporte. Muchas mujeres lo encontraban atractivo, aunque a mi siempre me había parecido una especie de niño gigante. Claro que, aunque soy capaz de juzgar objetivamente la belleza masculina, el hecho de que no me atrajesen los hombres me impedía apreciar su atractivo sexual. Disquisiciones homoeróticas aparte, me llevaba muy bien con él y lo consideraba casi un hermano mayor.

  También bajo la sombrilla, recostada en una tumbona, estaba su madre, una mujer cuyo atractivo sexual no solo apreciaba sino que disfrutaba como un tigre disfruta de la jugosa carne de su presa. Al verla junto a su hijo se apreciaba mejor el parecido que compartían, al margen del pelirrojismo, sobre todo la sonrisa amable y los expresivos ojos verdes. A medida que me acercaba a la tumbona percibí en los de mi abuela un matiz de alerta, una leve inquietud por que mis gestos o miradas pudiesen revelar el secreto que compartíamos. La tranquilicé con una breve sonrisa y solo dediqué un fugaz y en apariencia casual vistazo a su cuerpo, ese tentador compendio de feminidad que se apretaba bajo su bañador azul.

  Por último, torrándose al sol en otra de las tumbonas, estaba mi tía Bárbara, la esposa de David, con la que llevaba casi cuatro años de tormentoso matrimonio. Creo haber mencionado que a veces le dedicaba alguna paja, y aunque debido a la vorágine de sexo intrafamiliar en la que me encontraba hacía mucho que no pensaba en ella, al verla en bikini y con la piel brillante por el bronceador cualquiera hubiese entendido que fuese una actriz recurrente en mis películas masturbatorias. Tenía un año menos que su marido y era un poco más alta que yo, alrededor de metro sesenta y cinco, casi siempre aumentado varios centímetros por tacones o plataformas. Su piel era más oscura que la mía, incluso cuando no estaba bronceada, algo que, unido a sus ojos oscuros y ligeramente rasgados llevaba a mucha gente a pensar que era sudamericana, aunque era más española que el jamón ibérico. Y tenía un buen par de jamones, dicho sea de paso. Fiel a su carácter vocinglero fue la primera en saludarme, como de costumbre levantando la voz más de lo necesario.

  —¡Carlitos! ¡Ya era hora, hombre! —exclamó, mirándome por encima de sus enormes gafas de sol.

  Ya he dicho que solo permitía a mi abuela llamarme “Carlitos”, pero a Bárbara le gustaba tocar los huevos (y lamerlos, al menos en mis fantasías) y yo ya había desistido de que dejase de usar el molesto diminutivo. Le devolví el saludo con una burlesca reverencia y aproveché para repasar con disimulo su cuerpo, cubierto solo por un bikini de tamaño poco apropiado para una tarde en familia. La parte de arriba consistía en los típicos triángulos de tela sujetos por finos tirantes, de un estridente amarillo, que apenas cubrían la mitad de sus grandes tetas, bonitas de una forma natural y descarada, el tipo de mamellas que están hechas para ser exhibidas en una playa nudista, en el Mardi Gras o en una comedia sexual de los ochenta. Unos suculentos melones que no desentonaban con la redondez de las caderas y un culazo al que el color de su piel le daba un aire caribeño, incrementado esa tarde por el atrevido tanga amarillo. 

  —¿Qué tal tu primer día, cielo? —preguntó mi abuela, mientras le daba un casto y nada sospechoso beso en la mejilla.

  —No ha estado mal —respondí.

 Mi tío y yo nos saludamos con un viril apretón de manos y se movió en la tumbona para hacerme sitio, acercándose más a su sonriente madre. Encontrarme con la inesperada visita de mis tíos me había fastidiado, frustrando mis lujuriosos planes, y me sentí un poco culpable al ver lo contenta que estaba mi abuela por la visita de su hijo. Puede que le encantase follar conmigo pero no era lo único en lo que pensaba, y estar con su familia quizá la hacía más feliz que los numerosos orgasmos que compartíamos. 

  —¿Te ha dado mucha guerra la alcaldesa? Dicen que es de armas tomar —dijo David.

  —No es para tanto. Es seria pero yo diría que, a su manera, hasta es simpática —afirmé, exagerando un poco.

  —¿A que sí? —exclamó mi abuela—. No entiendo por qué Doña Paz tiene tan mala fama. Cuando hablamos siempre es muy agradable conmigo.

  —Pero eso es porque tu le caes bien a todo el mundo, mamá —dijo mi tío.

  —Anda ya... —dijo ella, agradeciendo el cumplido con un cariñoso cachete en el fornido brazo de su hijo.

  El inocente gesto me obligó a disimular una sonrisa maliciosa, pues me recordó al tipo de halagos, medio en broma medio en serio, que yo le hacía antes o después de fornicar. Me provocó una mezcla de celos y morbo, sobre todo sabiendo que mi tío la había espiado en la ducha y se había pajeado a su salud años atrás. No sería descabellado que aún la desease, que soñase con cumplir con su madre la fantasía que yo ya había cumplido con la mía. Teniendo en cuenta lo mucho que se parecían, sería excitante y perturbador a partes iguales contemplar cómo se entregaban a ese placer prohibido. Me sorprendí a mí mismo notando una repentina erección mientras me los imaginaba revolcándose desnudos por el césped. 

  Fue el propio David quien me sacó de la febril ensoñación preguntándome por el vehículo de la alcaldesa. A él también le encantaban los coches, y dediqué un buen rato a describirle con detalle a Klaus, omitiendo, claro está, lo relacionado con el pollón cromado y la suspensión hidráulica, y que se llamaba Klaus. La abuela nos miraba satisfecha y Bárbara, que siempre tenía la antena puesta en cualquier conversación ajena, no se privaba de hacer comentarios con su estridente voz de barriobajera.

  —Mi anterior jefe, el de la cafetería, tenía un pedazo de Mercedes. ¿Te acuerdas, cari? —dijo mi tía, alzando la voz para interrumpir a cualquiera que estuviese hablando.

  —Sí, pero no era como el que dice Carlos —respondió “cari”, que obviamente era mi tío.

  —Bueno, pero era un Mercedes ¿no? —espetó ella, siempre dispuesta a iniciar una discusión.

  Por si no lo habéis notado, Bárbara me la ponía dura pero no me caía demasiado bien, ni tampoco a su suegra ni a mi madre. Además de maleducada, dominante y vanidosa, era el tipo de persona que siempre intenta hacer girar el mundo en torno a sí misma. Por si fuera poco, le gustaba beber más de la cuenta y cuando estaba borracha pasaba de ser molesta a totalmente insoportable. Las broncas con su marido eran frecuentes, y todos pensábamos que podría haber encontrado una esposa mejor, más acorde a su benévolo carácter, pero nos cuidábamos de no comentar nada en su presencia, porque el pobre huevón estaba enamorado hasta las trancas de la voluptuosa morena. 

  Al cabo de un rato, el calor, los inusitados estímulos del día y mi ya de por sí hiperactiva libido comenzaron a resultar un problema. Me esforzaba por mantener una conversación normal, pero los ojos se me iban cada vez con más frecuencia hacia el apretado escote o las robustas piernas de mi abuela. Para colmo, si apartaba la vista me encontraba con las curvas aceitadas de Bárbara, quien se había dado la vuelta para tostarse por detrás y exhibía sin pudor dos imponentes nalgas separadas por un hilo amarillo que se perdía en la turgencia de sus carnes. Mi empalme amenazaba con resultar demasiado evidente y el sudor me caía por las sienes en gruesos goterones. Por supuesto, mi atenta abuela percibió mi estado, y a pesar de lo bien que me conocía fue tan ingenua como para achacarlo a la temperatura veraniega, o tal vez fingió que lo hacía ya que no podía aliviar la verdadera causa con mis tíos en casa.

  —Estás sudando como un pollo, tesoro. ¿Por qué no te cambias y te das un bañito? —sugirió, señalando a la piscina con la cabeza.

  —Venga, hombre. Te estarás asando con esa ropa —añadió mi tío, ante mi actitud vacilante.

  Estuve a punto de aceptar la sugerencia. Sin duda remojarme me aliviaría un poco, pero de pronto recordé que aún tenía en la espalda los arañazos de mi madre. La próxima vez que la viese, me dije, la obligaría a limarse las uñas o le pondría unas putas manoplas de cocina.

  —Eh... No, estoy algo cansado. No tengo ganas de nadar —dije.

  —¿Nadar? Pero si ahí no se pueden dar ni dos brazadas. Es como una bañera —bromeó David.

  —Deja al chaval, hombre. Si no se quiere bañar que no se bañe —terció Bárbara, como era de esperar.

  —Bueno, voy a traer algo de beber, y así nos refrescamos todos, que vaya calor hace hoy —dijo mi abuela, mientras se levantaba de la tumbona.

  —Espera. Te ayudo —me ofrecí.

  —Anda, mira que apañado es tu sobrino. A ver si aprendes —graznó mi tía, aumentando mis ganas de quitarle las gafas de sol de un bofetón, una fantasía casi más placentera que las sexuales.

  No se si mi tío pensó lo mismo o era demasiado buenazo para imaginar siquiera que le pegaba a su mujer. Se limitó a recostarse en la tumbona mientras su madre y yo nos alejábamos hacia la casa. Una vez dentro, en la penumbra anaranjada del pasillo, la agarré por la cintura e intenté saborear su añorada lengua. Dio un respingo y me empujó con tanta fuerza que me estampó contra la pared. Cuando escuchó el golpe sordo de mi espalda contra el muro abrió mucho los ojos y se llevó una mano a la boca.

  —¡Ay, lo siento, cielo! ¿Te he hecho daño?

  —Joder... Qué bruta —me quejé, frotándome los lumbares. 

  Tras comprobar que no me había hecho daño de verdad se puso seria, me cogió del brazo y me guió por el pasillo hasta la cocina, como si en lugar de estar cachondo estuviese ciego.

  —No hagas tonterías, Carlitos. Con tus tíos aquí no, ¿estamos? —susurró cerca de mi oído, en un tono autoritario que muy rara vez usaba.

  —¿Cómo es que han venido sin avisar? —pregunté, mientras me sentaba en una de las sillas de la cocina.

  —Han llamado esta mañana, cuando estabas trabajando —explicó—. Además, tu tío puede venir cuando quiera. Esta también es su casa.

  —Ya lo sé. No es que me moleste que estén aquí. Al contrario —dije, en tono conciliador—. Pero tenía muchas ganas de verte. De verte y de...

  —¡Sshhh! —me chistó, mirando alrededor—. No hables de eso, haz el favor. Ya sabes que Bárbara siempre anda con la oreja puesta. 

  —Tranquila, esa zorra está ocupada intentando ponerse negra como un conguito.

  —¡Carlitos! No la llames eso. Es tu tía —me regañó.

  —Vamos, abuela... A ti tampoco te cae bien. Reconócelo, ahora que no te escucha —la pinché, intentando sacar a relucir su faceta maliciosa.

  —Nos guste o no, es de la familia, y la tienes que respetar, ¿entendido?

  —Está bien. No te enfades.

  —No estoy enfadada, cariño —dijo. Sus suaves facciones recuperaron la dulzura habitual—. Pero compórtate mientras estén aquí, por favor.

  Asentí en silencio, resignado a cumplir sus deseos y comportarme como un nieto normal mientras durase la visita. Eso si, no aparté mis ávidos ojos de sus bamboleantes curvas mientras se movía por la cocina, descalza, sonrojada por el inclemente sol y vestida solo con el bañador de una pieza que pretendía ser recatado pero no lo conseguía en absoluto. Puso en una bandeja cuatro vasos y una jarra con hielo, que llenó con la limonada que ella misma hacía, gracias a los dos limoneros que había en la parcela desde que yo tenía memoria. Me serví un vaso y sentí en el paladar la fresca acidez, suavizada por una buena cantidad de azúcar. El hogareño sabor me retrotrajo a la infancia, a la inocencia de los días en que las mujeres de mi familia no eran objeto de mis más inconfesables deseos, a la época en que sentir la piel cálida de mi madre cuando jugábamos en la piscina me ponía tiesa la colita pero no sabía por qué ni para qué.

  Más relajado, di otro largo trago a la limonada y tomé una decisión. Si volvía a sentarme fuera el calentón regresaría, y además no se me ocurría ninguna excusa para justificar el no querer quitarme la camisa con semejante bochorno. Cuando mi abuela ya se disponía a salir de la cocina con la bandeja le comuniqué mis intenciones.  

  —Voy a ducharme y a salir un rato. Necesito algunas cosas del centro comercial.

  No era del todo mentira. Tenía que comprar más frasquitos para el tónico, y no me vendría mal algo de ropa decente ahora que me codeaba con la alta sociedad. También podría ir a los multicines y distraerme un par de horas en una sala oscura con aire acondicionado.

  —Como quieras, cielo. Pero al tío David le va a extrañar que te vayas. Ya sabes que le gusta pasar el rato contigo —dijo la abuela, algo apenada.

  —No volveré tarde. Y tenemos todo el fin de semana para pasar el rato —dije. Solté el vaso vacío en la mesa y me acerqué a ella—. ¿Quieres que te traiga algo?

  Tardó un par de segundos en captar el sutil tono burlón de mi pregunta. Miró en todas direcciones y estiró el cuello sobre la bandeja para hablarme, de nuevo con el autoritario susurro que por algún motivo me resultaba excitante.

  —Ni se te ocurra traerme un regalito de los tuyos, ¿eh? Haz el favor —dijo.

  Le respondí dándole un rápido beso en los labios, tan inesperado que dio un paso atrás y los cubitos de hielo tintinearon dentro de la jarra. Me alejé por el pasillo caminado hacia atrás, riendo ante su encantador desconcierto. 

  —Ya verás cuando nos quedemos solos, sinvergüenza —amenazó. Tenía el ceño fruncido pero en sus labios asomaba la sonrisa pícara que tan bien conocía.

  Eché un último vistazo a sus nalgas cuando caminó hasta la puerta trasera de la casa y suspiré. Tendría que esperar para atiborrarme con los manjares de ese cuerpo pero estaba claro que merecería la pena ser paciente. Paladeando la anticipación, me hice una paja rápida en la ducha, durante la cual también acudieron al teatro de mis ensoñaciones imágenes del extraño trío con la adinerada cincuentona y su coche, las insolentes curvas de Bárbara o los músculos de mi tío David tensándose mientras penetraba salvajemente a su madre, quien gemía sin pudor a cuatro patas sobre el húmedo césped.

  Una vez limpio y relativamente relajado, me puse unos pantalones de chándal rojos y una de mis camisetas favoritas, negra y con el desgastado logotipo de una banda de rock. Metí en mis bolsillos la cartera, las llaves, el tabaco y el poco hachís que me quedaba y me subí al Land-Rover.


  En el centro comercial, adquirí todos los frascos que quedaban en la farmacia, unos quince, seguro de que mi negocio seguiría dándome pingües beneficios al menos durante el resto del verano. Como cualquier viernes por la tarde, el lugar estaba bastante animado, y me di un paseo entre el gentío por los anchos pasillos flanqueados por tiendas, cafeterías y restaurantes de comida rápida. Pasé frente a la tienda de lencería, y aunque obedecí la advertencia de mi abuela sobre regalos indiscretos, le eché el ojo a un sugerente picardías rojo con encajes negros que había en el escaparate. 

  Frente a la entrada de los multicines, pasé un rato contemplando los carteles de las películas. El 91 fue un gran año en lo tocante a cine comercial, y nos trajo obras maestras como Terminator 2 o El Silencio de los Corderos, cursiladas insufribles como la Bella y la Bestia o simpáticos divertimentos como Hook, esa en la que Julia Roberts daba vida a una Campanilla bastante follable. Pero pasados diez minutos era incapaz de decidirme por una sala u otra. Ni siquiera pensaba en las películas, pues mi agitada mente se perdía por otros derroteros.

  A paso ligero, volví al aparcamiento, me subí al Land-Rover y arranqué. Conduje del extrarradio a la ciudad, entré en las familiares calles de mi barrio y terminé aparcando frente al bloque de pisos en el que había vivido toda mi vida, el anodino edificio en el que mis padres se dejaban llevar por la rutina de un infeliz matrimonio que se mantenía vivo por pura inercia. Miré el portal unos minutos, fumando un cigarro. Lo apagué y me bajé del coche.


CONTINUARÁ...



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