14 marzo 2022

EL TÓNICO FAMILIAR. (3)


  Como es lógico y normal, al día siguiente nos levantamos más tarde de lo habitual. Serían las diez de la mañana cuando entré en la cocina silbando una alegre melodía, algo cansado pero con el ánimo por las nubes. Mi abuela estaba preparando el desayuno, con su bata floreada cubriendo ese conjunto de mareantes curvas que yo ahora conocía tan bien. No se resistió cuando la agarré por la cintura y pegué mi cuerpo al suyo, aunque miró al techo y soltó un suspiro de contrariedad cuando le di un rápido beso en los labios. 

  —Carlitos, por favor.

  —¿Qué te pasa? ¿Estás enfadada conmigo? —pregunté.

  Suspiró de nuevo y me miró. Tenía un saludable rubor en las mejillas y sus ojos verdes brillaban. A pesar de su expresión seria estaba resplandeciente, y una sonrisa luchaba por aparecer en sus labios. No se podía negar que le había sentado bien terminar con esos años de autoimpuesto celibato. Ni siquiera acusaba la falta de sueño, y eso que había dormido aún menos que yo. Después de nuestro apasionado polvazo, había lavado a mano las sábanas para eliminar cualquier rastro de nuestros fluidos y se había dado una larga ducha. 

  —No, no estoy enfadada. Pero no hagas tonterías donde alguien nos pueda ver —dijo al fin.

  Preferí no discutir sobre lo exagerado de su cautela. Estábamos solos en la casa, y si aparecía alguna visita escucharíamos abrirse la pesada cancela de hierro, si era alguien de la familia, o el estridente timbre si era alguien del pueblo o un extraño. Me aparté de ella para complacerla y miré las tostadas casi con tanto deseo como miraba a la cocinera. Mi estómago rugía, reclamando repostar el combustible que había gastado horas en la cama de matrimonio. Lo que dijo mi abuela a continuación casi me provoca un infarto.

  —He hablado por teléfono con tu madre.

  —¡¿Qué?! ¿Cuando? —exclamé, tan alarmado que di un paso atrás.

  —Hace un rato, antes de que te despertases.

  —¿Le... Le has contado lo de anoche?

  —¡Pues claro que no! ¿Estás loco? De eso no se puede enterar nadie, ¿me oyes? —dijo, mientras me servía el café y nos sentábamos a la mesa.

  Asentí y le di un largo sorbo a mi taza. Cuando el corazón volvió a latirme de forma normal comencé a untar una tostada y miré a mi compañera de mesa. Desayunaba como si nada, más deprisa de lo habitual debido a la hora, y con una avidez sin duda causada también por el ejercicio nocturno. 

  —¿Y de qué habéis hablado? —pregunté.

  —Van a venir a mediodía. Me ha llamado para avisarme de que no preparase comida porque va a traer unos conejos que le ha regalado a tu padre un amigo suyo que es cazador.

  Recordé lo que me dijo mi viejo antes de marcharse en su taxi y dejarme allí. “Tu madre y yo vendremos este fin de semana o el siguiente”. Caí en la cuenta de que ya era sábado; llevaba en la casa solo seis días, y todo lo que había ocurrido hacía que me pareciese mucho más tiempo. Era habitual que durante el verano pasáramos algún fin de semana en la casa del pueblo, y mis queridos progenitores habían elegido precisamente aquel. Si quería repetir la hazaña de sustituir a mi abuelo en la solitaria cama de su viuda tendría que esperar a que se marchasen. Al menos podría ver a mi madre en bikini, cosa que añadiría material a las numerosas pajas que tendría que hacerme durante su estancia. Imaginar a mamá bronceada y con su piel brillante cuando salía del agua me hizo pensar en la piscina, y entonces mi abuela habló como si me leyese el pensamiento.


   —Hay que limpiar la piscina, que está hecha un asco —dijo—. Últimamente no tengo muchas ganas de bañarme y la tengo un poco abandonada.

  —Pero hoy sí te bañarás, ¿no? —pregunté. Verla en bañador ocupó de pronto uno de los primeros puestos en mi lista de deseos.

  —Ya veremos. ¿Te encargas tú de limpiarla?

  —Claro. No hay problema.

  —Gracias, cielo —dijo. Engulló el resto de su desayuno y se puso en pie—. Voy a dar de comer a las gallinas, que hoy estarán muertas de hambre las pobrecitas.

  No quería que se fuese sin antes sondear sus pensamientos sobre lo ocurrido por la noche. Estaba claro que los efectos del tónico habían desaparecido, y su actitud no era tan negativa como yo había temido. Tampoco era especialmente positiva, y necesitaba más datos para no meter la pata cuando volviese a intentar meterle lo que ya sabéis.

  —Espera... ¿Puedo hacerte una pregunta? —dije, mirándola a los ojos.

  —Claro. Dime.

  —¿Te arrepientes de lo que pasó anoche?

  Cerró los ojos unos segundos y dejó escapar otro de sus dramáticos suspiros. 

  —Mira, hijo... No se qué me pasó anoche. No se si fue el vino, o el calor, o que llevo mucho tiempo... sola, pero no debimos hacer eso. No estuvo bien. 

  —¿No lo pasaste bien? —pregunté, aunque sabía muy bien la respuesta.

  —Yo no he dicho eso. Fue... en fin, fue... agradable —admitió, con una timidez encantadora.

  —¿Agradable? Te corriste como una bestia.

  —¡Carlitos!

  —¡Ja ja! Perdona. Pero no me has respondido. ¿Te arrepientes de haberlo hecho?

  La respuesta fue mejor de lo que esperaba. Me sonrió con ternura, posó una mano en mi hombro y se inclinó para darme un largo beso en la frente. 

  —No, tesoro. No me arrepiento —susurró, tan cerca que sentí su cálido aliento en la mejilla.

  Dicho esto salió de la cocina y fue a ponerse uno de sus desgastados vestidos de faena. Yo me quedé sentado con una gran sonrisa en la cara y un gran bulto en la entrepierna. Tenerla cerca había bastado para ponerme palote cual burro. No se arrepentía, eso había dicho, y además no había pronunciado frases como “No volverá a pasar” o algo parecido. Yo estaba decidido a que volviese a pasar, y a que ocurriese sin necesidad del milagroso tónico. 


  Limpiar la piscina no me llevó mucho tiempo. Como ya dije era muy pequeña, apenas tres metros de largo, y tan poco profunda que con mi metro sesenta y dos solo me cubría hasta los hombros. Quité las hojas y los bichos muertos con la red, la vacié, limpié los azulejos del interior y la puse a llenar. Repasé el césped que la rodeaba, limpié la sombrilla y los muebles de jardín: la vieja mesa de hierro forjado pintada de blanco, unas cuantas sillas de plástico de terraza de bar y un par de cómodas tumbonas de mimbre. Tras encender la bomba depuradora y comprobar que el agua, fresca y cristalina, ascendía a ritmo constante, fui a buscar a mi abuela.

  Estaba sacando los últimos trastos del garaje. Tras cinco días de trabajo al fin conseguimos dejarlo vacío, listo para una buena limpieza y una mano de pintura. Trabajamos como si nada fuera de lo común hubiera pasado, charlando y bromeando de vez en cuando. Solo una vez manifestó su inquietud por la inminente llegada de mis padres, y le juré que no diría ni haría nada que pudiese hacerles sospechar. Por lo demás, ni Sherlock Holmes, Hércules Poirot y el Teniente Colombo formando equipo podrían haber deducido que esa rubicunda y pechugona viuda había sucumbido a la lujuria con su joven nieto la noche anterior.

  Mis viejos llegaron pasadas las doce, en el taxi cuya blancura cegaba bajo el sol abrasador. La anfitriona los saludó con la habitual actitud cariñosa, sobre todo a mi madre, con la que se llevaba muy bien. Mi padre me obsequió con una colleja afectuosa y dejó su manaza en mi cogote mientras me interrogaba.

  —¿Y tú que? Estarás currando, ¿no? —preguntó.

  Iba a responder de forma ingeniosa pero la abuela, que estaba cerca y tenía un oído excelente, se me adelantó.

  —¿Pero cómo puedes decir que tu hijo es perezoso? —exclamó, tras darle a su hijo una palmada en el brazo—. Lleva toda la semana trabajando como un mulo. Y no se ha quejado ni una sola vez.

  —Bueno... Eso tendría yo que verlo para creerlo —dijo mi padre, mirándome con gesto socarrón.

  “Lo que no te creerías es la cantidad de lefa que le metí a tu madre en el cuerpo anoche, papi”, pensé, con una sonrisa beatífica. Por algún motivo, seguramente relacionado con la testosterona y alguna primitiva dinámica de poder masculina, mi padre ya no me intimidaba tanto como antes. Puede que él se follase a mi madre, pero yo me había follado a la suya. Eso era al menos un empate.

  Hablando de madres, la mía me saludó con un abrazo y un largo beso en la mejilla. Me sentí un poco culpable porque apenas la había echado de menos, y no había pensado en ella ni una sola vez mientras me la cascaba, obnubilado por los encantos de su suegra. Se lo hice saber devolviéndole el abrazo con más entusiasmo del habitual. Era agradable abrazar a alguien de mi estatura, para variar. La proximidad de su cuerpo amenazó con ponérmela dura de nuevo así que intenté pensar en otra cosa mientras entrábamos en la casa.

   Poco después las mujeres de la casa trabajaban codo con codo en la cocina, preparando los conejos que habían llegado en el taxi y charlando animadamente de esto y de aquello. Mi padre veía un programa deportivo en la sala de estar y yo alternaba mi presencia entre ambos escenarios, cerveza en mano. Me gustaban los deportes, pero me gustaban más las cocineras. Me quedé un buen rato sentado en la mesa de la cocina, contemplándolas. Ellas se afanaban frente a la encimera, dándome la espalda y ajenas a mi libidinoso escrutinio.

  Las dos hembras no podían ser más diferentes. Felisa, algo más de metro setenta de curvas pronunciadas por una favorecedora madurez y el sano aire del monte, ubres como cántaros, caderas de yegua y piernazas a las que daban ganas de agarrarse como un koala al tronco de un eucalipto. A su lado Rocío, su nuera, poco más de metro cincuenta, cuerpo engañosamente juvenil de pecho casi plano, nalgas compactas de gimnasta y piernas bien torneadas, con la pátina del bronceado de clase obrera que desaparecería cuando llegase el otoño. A una ya la había poseído y la otra era una inconfesable fantasía de pajero adolescente que quizá nunca llegaría a cumplirse. Aunque si algo había aprendido la noche anterior es que hasta los anhelos más disparatados y prohibidos podían cumplirse.

  Ese día mamá llevaba un adecuado atuendo veraniego-campestre. Unos shorts tejanos que dejaban los muslos al aire y resaltaban sus bien formadas nalgas, unas sencillas deportivas blancas sin calcetines y una camiseta blanca de mangas muy cortas que se ceñía a su torso, tanto que podían percibirse debajo los tirantes de su bikini. Sin duda estaba deseando tomar el sol y darse un baño, y me alegré de haber dejado la piscina tan limpia.

  En un momento dado, mientras daba breves sorbos a mi botellín, reparé en que mi abuela estaba cortando unas zanahorias. Los recuerdos de la noche anterior acudieron a mi mente en tromba (de hecho, aún a día de hoy no puedo ver una zanahoria sin empalmarme), y a pesar de mis promesas no pude resistirme a lanzarle una broma privada.

  —Abuela, ¿quieres que te ayude a pelar las zanahorias? —dije. Puse un ligero énfasis en la palabra “pelar” que solo ella entendería.  

  Volvió la cabeza y me fulminó con la mirada por encima de sus gafas. De inmediato recordó que teníamos público y su rostro recuperó la dulzura habitual en un parpadeo.

  —No hace falta, cielo. Ya me apaño yo sola —respondió. Puso un ligero énfasis en la última frase que solo yo entendí, y me produjo una traviesa alegría que respondiese a mi chanza con tanto ingenio.

  Mi madre también me miró, con una ceja levantada y una sonrisa irónica en sus finos labios. 

  —¿Pero es que te ayuda en la cocina? —preguntó a su suegra, aunque me miraba a mí— ¿Seguro que éste es mi hijo?

  Ambas rieron y yo también. Cuando la comida estuvo lista y los cuatro nos sentamos a la mesa, recibí una noticia que cambió mi forma de enfocar el fin de semana. Mi viejo no se quedaba a dormir. Se marchaba por la tarde y no volvería hasta la tarde del día siguiente.

  —Pero hijo, ¿de verdad no te vas a quedar? Trabajas demasiado —dijo mi abuela, sinceramente apenada por la noticia.

  —Ya me gustaría, pero esta noche hay un festival de música importante en la ciudad y el centro va a estar muy animado. Va a haber trabajo para aburrir —explicó, antes de dejar en el hueso de un solo mordisco un muslo de conejo.

  Como buen taxista, mi padre era muy pesetero. No le importaba trabajar el fin de semana, de día o de noche, siempre pendiente de los eventos urbanos, a la caza de clientes que le reportasen buenas carreras. Por una parte me fastidiaba que se fuese, ya que teníamos la costumbre de pasar la tarde jugando al Stratego cuando nos quedábamos en la casa del pueblo, una de las pocas aficiones que compartíamos. Por otra parte, la idea de quedarme solo con las dos mujeres resultaba estimulante. Por si os lo estáis preguntando, y adelantándome a los acontecimientos, ya os aviso de que no hubo menage a trois. Pero, como veréis más adelante, os aseguro que no desperdicié la tarde y noche de aquel sábado estival.

  Después de comer mi padre se echó una breve siesta en el dormitorio de invitados y se marchó a eso de las cinco. Los demás estábamos en la sala de estar, viendo una almibarada película familiar. A decir verdad solo yo la veía. Mi madre se había dormido en el sofá y la abuela daba graciosas cabezadas en el sillón, intentando mantener la atención en la pantalla. Cuando acabó la peli, mamá se desperezó y se puso de pie.

  —Bueno, yo me voy a dar un bañito. ¿Os apuntáis? —dijo, aún somnolienta. 

  Su pelo corto y rubio se había alborotado durante la siesta y el rebelde flequillo le tapaba un ojo. Por supuesto yo me apunté, y miré a mi abuela esperanzado. Tras una breve pausa, asintió y fue a su dormitorio a cambiarse. Yo hice lo mismo. Saqué de mi maleta mi bañador tipo bermudas, de llamativos colores y largo hasta las rodillas, muy de los noventa. Me lo puse sin nada debajo. Si mi erección se hacía demasiado evidente me metería en el agua o me tumbaría bocabajo en la toalla. O simplemente las señoras tendrían que lidiar con la visión de mi vigorosa masculinidad. Cogí el transistor a pilas, el tabaco y el mechero antes de salir.

  Ya en el exterior, bajo el aún sofocante sol de la tarde, encontré a mi madre sentada en una de las tumbonas, junto a su bolso de piscina. Mientras me acercaba le eché un buen vistazo a su familiar y al mismo tiempo excitante figura. Llevaba un sencillo bikini blanco con diminutos lunares rojos, que combinaba muy bien con el color de su piel y se adaptaba a su menudo cuerpo, dejando poco a la imaginación pero sin resultar escandaloso. Se protegía los ojos con unas grandes gafas de sol y aún así noté su mirada mientras extendía mi toalla en el césped.

  —Te está sentando bien el campo, hijo. Hasta se te ve más fuerte —comentó.

  Me limité a asentir y sonreír, realmente alagado por su observación, aunque yo no había notado cambios en mi delgado cuerpo, tal vez sí que tras esos días de duro trabajo estaba más fibroso. Entonces abrió su bolso de plástico transparente con motivos marinos y sacó un bote de bronceador. Extendió la blanca crema por sus brazos y piernas y su ya bronceada piel adquirió ese brillo que tanto me gustaba. Después extendió el bote hacia mí e hizo un gesto que entendí al instante. 

  La escena de un hijo con fantasías inmorales poniéndole bronceador a su deseable madre ha sido tan repetida y explotada en relatos y películas que no me detendré demasiado a describirla. Solo diré que cuando mis manos resbaladizas se movían por la parte trasera de sus muslos me dejé llevar y toqué una de sus nalgas. Me dio una suave patada y me regañó en un tono más jocoso que malhumorado.

  —Esas manos, guarro.

  No era la primera vez que pasaba, y ella se lo tomaba como una broma algo subida de tono pero admisible entre una madre y su hijo. Por supuesto, el masaje me la puso dura cual garrota de pastor y me senté en la toalla para disimular. No tuve ni un minuto para intentar rebajar el calentón, pues en ese momento llegó mi abuela, y en cuanto puse los ojos en ella la sangre me hirvió y el bulto en mis bermudas amenazó con rasgar la tela.

  Llevaba un traje de baño de una sola pieza, de un verde turquesa que combinaba a la perfección con su maduro pelirrojismo, sin más adorno que una pequeña estrella de mar blanca en el escote. Y qué escote... La ajustada prenda solo cubría la mitad de sus demenciales pechos, que vibraban ligeramente al ritmo de sus rápidos pasos. Estaba seguro de que cualquier movimiento brusco los habría hecho saltar fuera de su endeble prisión de lycra. En torno a sus anchas caderas ondeaba un pareo floreado, resaltando el volumen de las abultadas nalgas y dejando a la vista solo uno de sus muslazos. Se había quitado las gafas y remataba el conjunto piscinero con un coqueto sombrero de paja redondo, adornado con una cinta azul.

  Consciente de que no le quitaba ojo, caminó por el césped hasta la tumbona que quedaba bajo la sombrilla. Sonreía con timidez y la noté algo incómoda, como si en lugar de su nieto la estuviesen contemplando miles de personas en un estadio. 

  —Tengo que comprarme un bañador. Éste se me ha quedado pequeño —dijo, hablándole a su nuera.

  Mi madre se bajó las gafas de sol y le echó un vistazo.

  —Te queda bien, mujer. Y te sienta muy bien ese color —dijo mamá.

  —Te digo yo que me queda pequeño. He engordado mucho desde el verano pasado.

  —¡Qué va! Estás estupenda, Feli. Te veo hasta más joven que la última vez que vinimos.

  Los parientes y amigos cercanos llamaban a mi abuela “Feli”, diminutivo de Felisa. Yo las escuchaba hablar en silencio y no pude evitar sentirme henchido de orgullo, pues sin duda el desahogo de la noche anterior le había quitado a la solitaria viuda varios años de encima. Tuve que contenerme para no dedicarle el centenar de cumplidos y piropos que me vinieron a la mente, todos ellos inapropiados en presencia de mi madre. Cuando se puso de pie y se quitó el pareo pude ver que el bañador tenía serios problemas para cubrir la totalidad de sus redondeces traseras. Era cierto que le quedaba pequeño, cosa que no podía alegrarme más. 

  —Bueno, voy a refrescarme que menudo calor hace —dijo la maciza sirena de bañador verde.

  Se metió en el agua y mi madre se quedó acostada bocabajo en la tumbona, con la cabeza apoyada en los brazos. Sabía que aún tomaría el sol un buen rato antes de bañarse, así que no desaproveché la ocasión y me lancé al agua. 

  —¡Ay! Pero qué bruto eres —se quejó mi abuela, salpicada por el impacto de mi menudo cuerpo.

  Se vengó lanzándome agua con la mano y se dedicó a moverse por el agua despacio, moviendo los brazos y con las piernas flexionadas para que le cubriese hasta el cuello. Tras comprobar que mi madre no miraba, me acerqué a ella y le hablé cerca de la oreja. Las tumbonas estaban lo bastante lejos de la piscina como para que pudiésemos hablar en susurros sin preocuparnos, y además la música del transistor se imponía a los demás sonidos en la tranquila tarde veraniega.

  —Estás tremenda con ese bañador.

  —¡Sssh! Cuidado con lo que dices que nos puede oír tu madre —susurró ella, mirando nerviosa sobre el borde de la piscina.

  —Tranquila, no nos oye. 

  Dejé que el agua me cubriese también hasta el cuello, cosa que en mi caso resultó mucho más fácil, y la seguí cuando se alejó un poco. En un espacio tan pequeño no tenía escapatoria. 

  —Yo también pienso que estás mejor que el verano pasado —le dije. 

  —Anda ya. ¿No me ves más gorda? 

  —Gorda me la pones.

  —¡Carlitos! —me regañó. Miró de nuevo a mi inmóvil madre y de nuevo trató de apartarse de mí.

  Como si quisiera demostrar mi afirmación, me bajé el bañador hasta los huevos, dejando a mi hambrienta serpiente de mar balancearse a su antojo bajo el agua. Me acerqué a mi presa por detrás y la agarré por la cintura, apretando el glande contra la tela mojada que cubría sus nalgas. Ella lo notó, intentó zafarse sin éxito y giró la cabeza para mirarme. Sus mejillas ya estaban muy rojas y los ojos refulgían a la sombra de su sombrero. En otras circunstancias me habría gritado, pero tuvo que conformarse con un enérgico susurro, entre furioso y suplicante.

  —Estate quieto. Me prometiste que no harías nada raro con tus padres aquí.

  —Lo que pasa debajo del agua no cuenta —afirmé, burlón—. No te preocupes por mi madre. Seguro que ha vuelto a quedarse dormida.

  Empujé un poco más y mi verga se introdujo en la apretada raja de su culo, arrastrando la tela del bañador. Ella se revolvió un poco, temerosa de llamar la atención. No solo no consiguió librarse de mí sino que cambié el punto de agarre de su cintura a la parte inferior de sus tetazas. Contuvo un profundo suspiro e intentó evitarlo, de nuevo sin éxito. La situación y el forcejeo me estaban calentando hasta límites insospechados, pero me esforcé para no pasarme de la raya.

  —Carlitos, por Dios... Para.

  —Tranquila, que no te la voy a meter por el culo.

  —¡Hombre, ya solo faltaría eso! 

  Bajé una de mis manos por su vientre hasta la ingle y la introduje bajo la tela, pegada como una segunda piel a su carnoso coño. Dio un respingo que agitó la superficie del agua cuando mis dedos hurgaron bajo el vello pelirrojo. Respiraba como si hubiese hecho varios largos en una piscina olímpica y se estremeció cuando sintió mis labios en la ardiente piel de su cuello y su hombro.

  —Para de una vez... Por favor —suplicó, con menos convicción que antes.

  —Ve al baño y espérame allí. Yo voy en cinco minutos.

  —¿Estás loco? Ni hablar. 

  —Mi madre no se va a dar cuenta. 

  —¿Y si nos echa en falta y va a buscarnos? ¿Eh? ¿Y si entra en la casa a beber agua o lo que sea? Deja de decir disparates, por el amor de Dios.

  No iba a convencerla de echar un polvo rápido en el baño, pero al menos se planteaba la situación y ya no forcejeaba. La estaba poniendo cachonda sin necesidad del tónico, y eso era suficiente triunfo. O casi. No podía salir de la piscina con semejante empalme y tenía que aliviarme como fuese sin llamar la atención de mi madre, que continuaba tumbada bocabajo, torrándose al sol y sin dar muestras de actividad. 

  —Ven aquí.

  Apoyé la espalda en la pared de la piscina, en una posición desde la cual podía vigilar las tumbonas. Arrastré a mi abuela con suavidad, sujetándola por la muñeca, y la hice colocarse a mi lado. Llevé su mano a mi entrepierna y me miró alarmada, con sus ojos verdes muy abiertos.

  —Venga... Hazme una paja y te dejo en paz, te lo juro.

  —¿Pero qué dices? —exclamó, cerca de mi oído. Miró a mi madre y después de nuevo a mí—. No puedes... soltar eso aquí en el agua. ¿Y si tu madre se queda embarazada?

  Casi suelto una carcajada ante el argumento de mi ingenua compañera. 

  —No me seas de pueblo, abuela. Eso no son más que leyendas. Los espermatozoides se mueren en el agua, sobre todo si tiene cloro —expliqué, dándomelas de experto en biología.

  —¿Estás seguro? 

  —Pues claro que sí. Era mal estudiante pero algo aprendí en el instituto.

  Tras unos segundos de duda, al fin conseguí que sus dedos envolviesen mi polla, como los amorosos tentáculos de un pulpo. Sin dejar de mirar hacia mi madre, comenzó a masturbarme bajo el agua. Su mano se movía más deprisa de lo que me hubiese gustado, pero admití que era buena idea terminar cuanto antes, por muchas ganas que tuviese de pasarme horas jugueteando con ella en la piscina. El agua estaba tan clara que si miraba hacia abajo podía ver la blanca mano estimulando el moreno tronco.

  —¡Pero no mires! Disimula, por Dios —dijo ella, y aceleró el ritmo de forma que el agua se agitaba alrededor de su pecho.

  Pasé el brazo por encima de sus hombros y le agarré una teta. Metí la mano bajo la tela del bañador hasta dar con el pezón, endurecido por el agua fresca, y lo pellizqué hasta que la escuché contener un débil gemido. 

  —Carlitos...

  —Solo un poco... Así termino antes.

  Y no me equivocaba. Sobar esa monumental teta y el diestro movimiento de su mano me llevaron al éxtasis en pocos minutos. Apreté los labios para no rugir de placer y todo mi cuerpo tembló mientras mis repletos huevos se vaciaban con varias e intensas descargas submarinas. Cuando mi abuela vio el semen suspendido frente a mí, formando en el agua algo parecido a el humo de un cigarrillo, susurró una nueva invocación a su dios y manoteó bajo el agua para hacer desaparecer cuanto antes las pruebas del delito. Antes de que se alejase de mí, le dí un rápido beso en los labios.

  Apenas cinco minutos después mi madre se dio la vuelta y se incorporó, mirando hacia la piscina con su característica sonrisa irónica. No había nada que delatase la lujuria desatada poco antes. Yo flotaba bocarriba, relajado bajo el sol, y mi abuela nadaba muy despacio de un extremo a otro de la pequeña pileta. Ambos nos quedamos mirándola, expectantes. Si había notado algo raro mientras se bronceaba no daba muestras de ello.

  —Parece que os habéis hecho muy amiguitos vosotros dos, ¿eh? No paráis de cuchichear —dijo al fin, en tono burlón pero sin indicios de sospechas.

  Mi abuela sonrió, y a pesar de sus esfuerzos por disimular pude ver que el comentario la había puesto nerviosa. No tenía por que estarlo. Mi madre se había percatado de los susurros pero era obvio que no tenía ni idea de su contenido.

  —Estábamos hablando de lo mal que cocinas. Deberías dejar que la abuela te diese unas clases antes de volver a casa —dije, antes de que el silencio se volviese incómodo.

  —¿Ah sí? Ahora verás.

  Dicho esto se quitó las gafas de sol y se lanzó al agua. Se me echó encima para intentar sumergir mi cabeza, y a pesar de que acababa de correrme el roce de su cuerpo volvió a endurecer mi ávido tentáculo del amor. Reímos y disfrutamos del resto de la tarde, hasta que el sol comenzó a desaparecer tras las montañas. Fue una buena tarde, no cabe duda, una agradable tarde en familia aderezada con actos de pecaminosa naturaleza, tórridos y submarinos. Pero el día no había acabado. Aún quedaba la noche de aquel interesante sábado de junio.


CONTINUARÁ...




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