13 septiembre 2022

EL TÓNICO FAMILIAR. (17)

  

  A medida que mi mente se despejaba y era consciente de lo que había hecho notaba una creciente 
presión en el pecho y un nudo en la garganta. Me senté en la cama y la vi de pie cerca de la ventana, en toda su espectacular desnudez, brillante por el sudor y con sus bonitos ojos verdes enrojecidos por el llanto. La forma en que me miró me partió el corazón. Una mirada de reproche y rabia, con un matiz de compasión que me desarmó. A pesar de todo, era incapaz de odiarme. Me levanté y caminé hacia ella. Extendí una mano para coger la suya e intenté parecer lo más arrepentido posible.
  —Abuela... Lo siento mucho... yo...
  Lo que ocurrió a continuación no me lo esperaba. En sus ojos apareció un destello que nunca antes había visto y me dio una bofetada tan fuerte que trastabillé hacia atrás y caí de culo, quedando sentado al borde de la cama. Sin añadir nada más, salió del dormitorio con pasos firmes y rápidos, recorrió el pasillo, entró en el cuarto de baño y cerró dando un portazo. Yo me quedé donde estaba, aturdido, con la mejilla ardiendo y la sensación de que la había cagado más que en toda mi vida. La colcha blanca, antes inmaculada, estaba arrugada y húmeda.
  Cuando conseguí reaccionar seguí las huellas que las rosadas y húmedas plantas de sus pies habían dejado en el suelo. Me planté junto a la puerta del baño y acerqué la oreja a la madera pintada de blanco. Durante unos largos segundos solo escuché los sonidos propios de un llanto suave y discreto, débiles gemidos y una nariz sorbiendo. Después todo quedó silenciado por el potente chorro de la ducha que limpiaba su cuerpo mancillado por mi absurda violencia.
  Como ya sabéis en aquella casa ninguna puerta tenía pestillo, así que moví la mano hacia el picaporte y lo agarré. No sabía qué decirle o qué hacer para que me perdonase, y puede que me llevase otra hostia fina, pero tenía que intentarlo. Al menos tenía que verla, comprobar que estaba bien. Pero mi mano se apartó sin girar el pomo. Pasado el febril arrebato de arrolladora masculinidad, la cobardía se apoderó de mí y me llevó hasta la cocina, donde recuperé mis gayumbos y me los puse, dejando el resto de mi ropa colgando en el respaldo de la silla. 
  Frasquito retozaba sobre los restos deshilachados del vestido de mi abuela, rebozándose en el agradable aroma de su dueña. Al notar mi presencia el animal se quedó quieto y clavó en mí sus ojos negros, diminutos y brillantes, en los que mi alterada percepción creyó vislumbrar un matiz de reproche, como si supiese que le había hecho daño a su querida “madre”. Por un segundo acudió a mi mente la mirada demoníaca de Pancho, el enorme verraco con el que practicaba el bestialismo la no menos enorme esposa del porquero. ¿Sería el adorable lechón parte de la progenie de semejante bestia? 
  De pronto me asaltó la idea de que en la finca de los Montillo había algo más que sordidez, mezquindad y depravación. Quizá en la mirada del porcino semental se manifestaba una fuerza oscura, maligna y primitiva, una presencia innombrable que acechaba en los montes y frondosos bosques que rodeaban el pueblo. Quizá el tónico no era un simple afrodisíaco y había atraído la atención, puede que incluso invocado, entidades que estaban más allá de la comprensión humana. Al fin y al cabo el brebaje era obra de gitanos, un pueblo famoso, entre otras cosas, por su brujería.
  Sacudí la cabeza y fui hasta el fregadero para beberme de un trago un vaso de agua. ¿Qué estupideces estaba pensando? Frasquito no era nada más que un cerdito normal, y enseguida dejó de mirarme para seguir revolcándose en los jirones de tela azul. Lo último que necesitaba era obsesionarme con fantasías sobre demonios y pociones mágicas. Me refresqué la cara bajo el grifo e intenté poner orden en mis caóticos pensamientos. El reloj de la cocina me indicó cual debía ser mi siguiente paso. Tenía que vestirme y salir lo antes posible o llegaría tarde para recoger a mi puntual jefa.
  ¿Iba a marcharme así, sin más? Regresé al dormitorio y me enfundé a toda prisa en el uniforme de chófer. En el pasillo, acerqué la cara a la puerta del baño y supe que había terminado de ducharse, más bien de purificarse después de mi rastrera profanación. La casa entera estaba en silencio. ¿Qué estaría haciendo ahí dentro? Me la imaginé sentada sobre la tapa del inodoro o en el borde de la bañera, con su hermoso cuerpo envuelto en una toalla, puede que aún derramando lágrimas y escondiéndose de mí, o simplemente reuniendo fuerzas para superar el mal trago. Lo peor de todo, lo que me hacía sentir una alimaña y me atenazaba la garganta, era la certeza de que, siendo como era, ella se sentiría más culpable por haberme abofeteado de lo que me sentía yo por haber forzado su puerta trasera. De nuevo, no fui capaz de abrir la puerta.
  —Abuela... eh... Me voy a trabajar —dije, dominando el temblor de mi voz.
  —Muy bien. Hasta luego —respondió la suya al otro lado de la madera.
  Nunca me había hablado en un tono tan frío y seco. Sus saludos y despedidas, dulces y musicales, siempre iban acompañados de un apelativo cariñoso. Cielo, tesoro, hijo, cariño... etc. Aquel simple y solitario “hasta luego” se me clavó en el pecho como una lanza. Incapaz de decir nada más, salí de la casa a toda prisa y me subí al Land-Rover.

14 julio 2022

EL TÓNICO FAMILIAR. (16)

  Mi mano no se movió y mi corazón amenazaba con salirse por mi boca. Si sacaba del bolsillo la prenda equivocada estaba bien jodido. Mi madre conocía la lencería de mi abuela, ya que muchas veces la ayudaba a hacer la colada durante sus visitas a la parcela. Podría fingir que era una broma, pero teniendo en cuenta que ya mantenía una relación incestuosa con ella si sacaba del bolsillo las bragas de mi atractiva abuela sin duda llegaría a la conclusión de que también me la empotraba, y de que el picante juego de esa mañana no tenía dos participantes sino tres.

   —Carlos, joder... Deja de hacer el tonto. Dámelas de una vez.

  Pensando a toda velocidad, intentando recordar, solo pude esbozar una sonrisa estúpida ante la mirada impaciente de mi madre, que ya había empezado a dar golpecitos con el pie en el suelo. Si me la jugaba y elegía el bolsillo incorrecto, la situación daría un giro que no podría manejar de ninguna forma.  

  Una gota de sudor resbaló despacio por mi frente. Mamá entornó sus bonitos ojos y pude intuir que comenzaba a sospechar que ocurría algo. Si fallaba en mi elección no volvería a probar esos  labios, ni a sentir sus maravillosas y suaves piernas alrededor de mi cintura, ni a acariciar aquellas nalgas de gimnasta, tan firmes y redonditas, y tan diferentes a las de su suegra, mullidas y excesivas... ¡Eso era! Ya tenía la clave para salir del atolladero en el que me había metido mi recalentado cerebro. Las braguitas de mi madre eran mucho más pequeñas que las de la abuela.

  —¿Se puede saber qué te pasa? Deja de mirarme como un idiota y dame las putas bragas. Vas a hacer que me enfade de verdad, ¿eh?

  Llevé ambas manos a mis propias posaderas y con disimulo palpé el contenido de mis bolsillos traseros, notando el volumen de las prendas bajo la tela tejana. El derecho abultaba menos, así que introduje los dedos, agarré un trozo de fina tela y tiré. Casi me desmayo de puro alivio cuando levanté el brazo y las delicadas bragas moradas de mi madre se balancearon entre su rostro y el mío.

   —¿Qué haces? Trae acá —dijo, antes de arrebatármelas a toda prisa y meterse en la parte trasera del Land-Rover.

  Tras comprobar que no había nadie en los alrededores se las puso con un único y diestro movimiento que levantó durante un instante su falda hasta las caderas, regalándome una sensual estampa por última vez en ese día. Volvió a bajar, más relajada, y nos sentamos a esperar. Le cogí una mano, hizo un gesto más bien cómico de fingido enojo, pero no rechazó mi contacto. Al fin y al cabo, no tenía nada de malo que una madre y su hijo se cogiesen de la mano. Por lo demás, después del frenético polvo y devuelta a su lugar la prenda íntima, nuestro aspecto y actitud no revelaban nada inapropiado. 

  —¿Quieres que te lleve a casa? Podrías venirte a pasar el día en la parcela y por la noche te traigo de vuelta —propuse, pues no me agradaba la idea de separarme de ella.

  —No. Tengo muchas cosas que hacer —respondió. Por su tono y el matiz nostálgico de su mirada sospeché que en el fondo tampoco quería alejarse de mí—. Además, no quiero dejar a tu padre solo sin avisarle.

  —Seguro que ni se daría cuenta de que no estás.

  —Carlos, no empieces...

09 mayo 2022

EL TÓNICO FAMILIAR. (15)


  Me levanté de la silla, la agarré por la cintura y le di una buena ración de lengua cruda, con cuidado de no despeinarla o arrugarle el pulcro vestido. Me moría de ganas de pasear con ella por el centro comercial, notando como sus curvas atraían las miradas y sabiendo que era el único que iba a disfrutar esa noche del suculento gordibuenismo que no podía ocultar su casi puritana vestimenta. Con ella y con mi madre, claro. Entonces caí en la cuenta de que mi abuela aún no sabía que su nuera iba a acompañarnos, y mi morboso cerebro quiso subir la apuesta que suponía salir con las dos al mismo tiempo. 
  —Tengo una idea —dije, con una sonrisa pícara.
  —Ay, miedo me dan tu ideas... 
  —Quítate las bragas —le ordené, magreando una de sus nalgas.
  —Cielo, ahora no... Tenemos que ir a hacer la compra, que no hay de nada —se lamentó, aunque apretó su cuerpo contra el mío.
  —Nos vamos ahora mismo, pero quiero tus bragas. Dámelas —insistí.
  —¿Quieres que vaya por ahí sin ropa interior? ¿Pero qué disparate es ese? —preguntó, mirándome sorprendida por encima de sus gafas.
  —Vamos... Es solo un juego. Las llevaré en el bolsillo y te las devolveré después.
  —Pues vaya gracia, hacerme salir sin bragas. Y además ya sabes que fuera de casa te tienes que comportar. Nada de hacer el tonto en la calle o en las tiendas, ¿eh? Por favor te lo pido, Carlitos.
  —Tranquila, no voy a hacer nada raro, y nadie sabrá que vas en plan comando, solo lo sabré yo —afirmé, besándole el lóbulo de la oreja para ablandarla.
  —No sé... Nunca he hecho ese tipo de cosas... Me da reparo, hijo...
  —No pasa nada. Venga... Por favor. Con ese vestido que llevas nadie se va a dar cuenta. Porfa...
  —Ains... Si es que... Siempre te sales con las tuya, ¿eh? 
  Se apartó de mí y se levantó el vestido hasta la cintura, mostrando sus piernazas en todo su esplendor, se bajó las bragas y me las entregó, con una mueca entre la curiosidad morbosa y la desconfianza. No se fiaba de mí, y temía que pudiese hacer algo sospechoso donde pudiese vernos algún conocido, pero al igual que a mi madre, le pudieron las ganas de salir de la rutina y probar nuevas experiencias. 
  Eran unas sencillas bragas blancas, sin más adorno que una franja de encaje en la cintura. Las doblé y me las metí en el bolsillo posterior izquierdo de mis tejanos, sonriendo orgulloso por la sensación de haber hecho que una mujer como aquella acatase mi voluntad y accediese a participar en mis juegos. Ella se alisó el vestido y se miró las caderas, preocupada por que se notase, aunque la tela no transparentaba en absoluto.
  —Descuida. No se nota —la tranquilicé.
  —Qué locura... De verdad que no entiendo este jueguecito.
  —Con que lo entienda yo es suficiente.
  —Oye, no me trates como si fuese boba, ¿eh?
  Le respondí besándola de nuevo y dándole una palmada en el culo mientras le señalaba la puerta con un movimiento de cabeza. Ella sonrió y resopló, siguiéndome la corriente y un poco excitada por la situación. Ya me había dado cuenta en varias ocasiones de que le gustaba que la tratase con firmeza, ejerciendo de hombre de la casa y macho dominante. Tal vez era hora de averiguar si realmente tenía poder sobre ella o si me consentía como a un niño caprichoso, dejándome ser el jefe no solo para contentarme sino también para su propio placer.
  Una vez en el coche, se sentó con las rodillas muy juntas y la espalda recta, mirando al frente como una alumna aplicada en el colegio. El rubor de sus mejillas era más intenso de lo normal, aunque podía achacarse a la temperatura veraniega. Yo la miraba de reojo, pasándolo en grande cada vez que un bache del camino hacía rebotar las enormes mamellas que no hubiese podido disimular ni con una armadura medieval. Ella suspiraba de vez en cuando, mirando la carretera y estirando los bajos del vestido sobre sus rodillas, como si temiese que algo pudiese trepar por sus piernas e introducirse en su desprotegido coño.
  —Abuela, relájate un poco o todo el mundo va a darse cuenta de lo cachonda que estás —dije, burlón.
  —¿Qué... qué dices? Yo no estoy... eso —replicó, indignada. 
  Me hizo gracia que aún le costase decir palabras que ella consideraba obscenas. En la intimidad conseguía a veces que dijese guarradas, pero solo cuando estaba tan caliente que hacía lo que fuese por sentirme dentro de su cuerpo. Me reí y ella resopló, pero la leve curva ascendente en la comisura de sus labios la traicionaban. Estaba claro que mi madura compañera también iba a disfrutar con el juego, siempre y cuando no me pasase de la raya en público.

31 marzo 2022

EL TÓNICO FAMILIAR. (14)


  Su voz era grave pero femenina, con una entonación extraña que no supe identificar, como una mezcla de varios acentos. A esas alturas, que supiese mi nombre no me sorprendió demasiado.

  —Eh... Sí, señora... —conseguí decir—. Si no es molestia... ¿Podría decirme quién es usted y qué... por qué estoy aquí?

  —Me llamo Ágata. Puedes tutearme, por cierto.

  —Ágata... Encantado. Pero sigo sin saber... eh... quién eres.

  —Doctora Ágata Montoya —dijo. Cruzó las piernas y sonrió de nuevo, sensual y amenazante a partes iguales— ¿Te suena?

  Me sonaba. Joder que si me sonaba. Me quedé sin habla, esperando a que la misteriosa mujer me diese más explicaciones, ya que no sabía qué preguntarle. No me había dado cuenta de que aún llevaba en la mano la bolsa del estanco, y al removerme inquieto en el asiento se me cayó al suelo y su contenido se desparramó en la alfombra. La tal Ágata se agachó frente a mí para coger la caja de caramelos y me llegó a las fosas nasales un embriagador perfume, una mezcla de especias y azahar. Volvió a su lugar, sentada con natural gracia en el borde de su escritorio, y observó la cajita de metal.

  —Mira qué monada... ¿Te importa? —dijo mientras la abría, sin esperar a que le diese permiso.

  Cogió entre dos dedos un caramelo de color violeta. Llevaba las uñas cortas y pintadas de amarillo, a juego con las flores que predominaban en su vestido. Separó sus sensuales labios y atrapó con ellos la golosina un segundo, antes de metérsela en la boca y saborearla.

  —Mmmm... Qué bueno. —Miró al suelo, hacia los paquetes de tabaco—. Puedes fumar si quieres. No me molesta.

  No era mala idea. Fumar no me calmaría pero al menos tendría las manos ocupadas. Encendí un cigarrillo y ella me tendió un cenicero de vidrio verde que coloqué en el reposabrazos de la butaca. Me miraba en silencio, moviendo el caramelo dentro de su boca, con una sonrisa pícara y asimétrica que debía resultar arrebatadora cuando uno no estaba cagado de miedo.

  —Ya que no dices nada, voy a explicarte lo que pasa. —Subió las redondeadas nalgas hasta quedar sentada en la mesa y cruzó de nuevo las piernas—. Soy la bisnieta de Arcadio Montoya, el creador de ese tónico que andas vendiendo. ¿Empiezas a entender por qué estás aquí?

  —Creo... Creo que si —dije, aunque no estaba seguro de entenderlo del todo.

  —Voy a contarte la historia, ya que te veo algo algo perdido. ¿Tienes prisa?

  —No. Ninguna prisa.

  —Bien. Como ya sospecharás, mi bisabuelo no era realmente doctor. Yo si lo soy, por cierto, pero ya hablaremos de mí más adelante. —Hizo una pausa y escuché crujidos dentro de su boca. Los fuertes dientes trituraron el caramelo y continuó hablando—. Era un charlatán, un estafador, contrabandista, ladrón de poca monta, proxeneta ocasional y jugador habitual, tramposo, por supuesto. Gracias a su madre y a su abuela, que eran brujas y comadronas, tenía ciertos conocimientos básicos de hierbas, pero ningún talento a la hora de mezclarlas, ni demasiado interés en aprender. Durante uno de sus viajes a la capital, vio en una barraca de feria a un tipo que vendía a voces un tónico milagroso, prometiendo toda clase de efectos positivos, incluso relacionados con la potencia sexual, y vio a muchos incautos soltar los cuartos por una botellita de ese brebaje. Todo era mentira, por supuesto. Arcadio, que era espabilado y calaba a un timador a la legua, se dio cuenta al instante. ¿Te estoy aburriendo, Carlos?

  —¡No! Claro que no —exclamé. 

23 marzo 2022

EL TÓNICO FAMILIAR. (13)



 P
asados un par de minutos me sobresaltó un extraño ruido en la sala de estar, como si algo se moviese por el suelo. En una casa de campo, era habitual que de vez en cuando entrase algún animal, un ratón, un pájaro e incluso una ardilla, así que no me asusté. Fui a la sala de estar, encendí la luz y detrás del sofá encontré al causante del ruido. Era un lechón. Un cerdito diminuto, rosado y tembloroso, que me miró con sus ojillos negros y correteó torpemente por la habitación.

  Un trueno hizo temblar los cristales de las ventanas y comencé a inquietarme de verdad. ¿Dónde estaba mi abuela y por qué demonios había un cerdo en la casa?

  Regresé a la cocina, nervioso. Apagué el cigarrillo con fuerza en el cenicero e intenté calmarme con un largo trago de cerveza. El sonido de la lluvia atronaba en mis oídos y por primera vez la limpia y acogedora casa me resultó un lugar terrorífico, como le sucedía a mi madre cuando pasaba allí la noche. Miré de nuevo al cerdo, que olisqueaba el suelo de la sala de estar como si buscase algo. Recordé la última vez que había acariciado a un lechón, en la finca de Montillo, y un escalofrío me recorrió la espalda.

  Caminé por la cocina, encendí otro cigarro y me asomé a la ventana. Tras la cortina de agua que caía del cielo podía verse la verja de hierro y el camino de gravilla blanca y gris que llevaba hasta la casa. Un relámpago me deslumbró y el inevitable sonido del trueno retumbó a mi alrededor. Entonces escuché unos rápidos pasos en el exterior y vi una sombra moverse hasta el porche, quedando fuera de mi vista.

  Me asomé al recibidor y la puerta principal se abrió de golpe, dejando entrar a una figura encapuchada, alta y corpulenta, cubierta por un antiguo chubasquero verde oscuro. 

   —¡Santa Bárbara bendita! La que está cayendo, hijo.

  Casi suelto una carcajada de alivio cuando reconocí la voz de mi abuela. Colgó el capote empapado en el perchero de la entrada y se quitó las botas manchadas de barro mientras yo contemplaba las familiares curvas imposibles de disimular por su sencillo vestido de faena. Cuando entró en la cocina la abracé y el calor de su cuerpo, la mullida sensación de sus pechazos y su agradable olor a tierra húmeda me calmaron de inmediato. Su intuición maternal detectó mi inquietud y me acarició el pelo con ternura.

   —¿Estás bien, cariño? 

   —Sí... Estoy bien. Algo cansado —dije. La besé y cuando nuestras lenguas se encontraron no hizo gesto alguno de rechazo o alarma, por lo que deduje que esa noche estaríamos solos—. ¿Dónde estabas?

  —En el gallinero. La última vez que llovió salió una gotera y lo estaba revisando por si acaso.

  —¿Y mis tíos? ¿Se han ido?

  —Se fueron por la tarde. Dicen que vendrán el fin de semana que viene.

  Después de una breve sesión de morreos y caricias reparó en mi indumentaria y se apartó para verme de cuerpo entero. Caminó a mi alrededor y me observó con una dulce sonrisa en los labios y sus bonitos ojos verdes brillando de orgullo.

   —¡Pero qué guapo estás! Pareces un general —dijo, colocándome con cuidado la gorra, que se había torcido durante nuestro efusivo saludo.

  —Joder, no exageres —dije, riendo.

  —¿Sabes una cosa? Siempre me han encantado los hombres de uniforme —afirmó, con cierta picardía.

  Tomé nota mental del dato para sacarle partido más adelante, pero en ese momento había algo urgente que solicitaba mi atención. Ese algo entró trotando en la cocina y pasó entre las piernas de mi abuela, quien se agachó y lo levantó en brazos. Se sentó en una de las sillas junto a la mesa de la cocina y lo acunó contra su pecho como si fuese un bebé, sonriéndole con ternura y haciéndole carantoñas con un dedo.

  —¿Has visto a nuestro nuevo amiguito? ¿A que es para comérselo? —dijo. 

  —Oin... oin oin... —respondió el amiguito.

  “Para eso son los cerdos, para comérselos”, pensé, aunque no dije nada. La verdad es que el bicho era una monada, tan pequeño y rosado, rozando con su hocico la enorme teta que para él debía ser como una montaña. Me alegré de que mi abuela estuviese vestida ya que ver al animalillo chupándole el pezón habría sido perturbador. 

  —Si, ya lo he visto. ¿De dónde ha salido? —pregunté, intentando ocultar mi recelo.

  —Lo ha traído Monchito esta tarde. Dice que las cerdas han parido más crías de lo normal y que están regalando algunos a la gente del pueblo. O eso he entendido yo, ya sabes que el pobre no habla muy bien —explicó, aumentando mi preocupación.

  —¿No te parece raro? Montillo nunca ha sido muy generoso que digamos.

  Mi abuela se encogió de hombros, sin dejar de mirar al lechón, que parecía encantado con su nueva “madre”.

20 marzo 2022

RICITOS.

  Dentro de la cabaña el calor era sofocante, pero eso no molestaba demasiado a los tres hermanos Bearson, acostumbrados al clima extremo de aquella región boscosa.

   —¿Le queda mucho al estofado?— preguntó Klaus.

   —Ya casi está — respondió Paul, quien removía la enorme olla con un enorme cucharón de madera.

   —Abriré el barril — dijo Jansen.

   Los tres hermanos Bearson eran idénticos, come corresponde a unos trillizos. Los tres medían casi dos metros, los tres eran extraordinariamente robustos, con brazos como troncos y cuellos de toro, los tres llevaban la cabeza rapada y lucían espesas barbas negras como el carbón, los tres vestían pantalones de camuflaje y botas militares.

   —Ya está... ¡Joder, como nos vamos a poner!

   —Huele que alimenta.

   —Traed las jarras.

   Mientras Paul llenaba los platos hasta el borde con un sustancioso estofado de ciervo, Jansen llenaba hasta el borde tres grandes jarras. Después de una mañana poco provechosa, en la que un astuto jabalí se les había escapado por los pelos, los tres cazadores se disponían a consolarse con un almuerzo contundente y bien remojado con espumosa cerveza.

   —¡Joder, que buena pinta tiene, Paul!— exclamó Klaus.

   — Así es como lo hacía Madre, en paz descanse.

   Los trillizos se santiguaron al unísono, recordando a su oronda progenitora, y se dispusieron a dar cuenta del guiso, cuando sus aguzados oídos de cazador captaron un ruido que los hizo levantarse y correr hacia la ventana.

   A escasos cincuenta metros de la cabaña el sotobosque se removía, y los aguzados ojos de cazador de los trillizos Bearson vislumbraron el pelaje parduzco de un jabalí bastante grande.

   —¡Hijo de puta! Desde luego tiene cojones el bicho — gruñó Klaus.

   —El estofado lleva patatas. Las habrá olido el muy verraco — susurró Paul.

   —Ya comeremos luego, ¡a por él!— ordenó Jansen.

   Con movimientos enérgicos y expertos, los tres hermanos cruzaron sobre sus anchos torsos, desnudos y sudorosos, tres cinturones repletos de cartuchos. Agarraron sus respectivas escopetas y salieron de la cabaña a paso ligero pero sigiloso, adentrándose en el bosque desde tres direcciones distintas para rodear a la esquiva bestia.

   Pero el jabalí, después de haber huido de ellos durante toda la mañana, conocía a los hermanos Bearson mejor de lo que ellos lo conocían a él. Les obligó a perseguirle por la espesura durante dos horas, hasta que los cazadores, agotados y con los estómagos rugiendo por el hambre, desistieron de su empeño.

   —¡Maldito hijo de una cerda! Nos la ha vuelto a jugar.

   —Mañana le daremos lo suyo.

   —Sí, mañana será otro día. Vamos a comer y a pegarnos una buena siesta.

   Lo primero que los hermanos Bearson hacían cuando entraban en su cabaña era soltar las armas, pero aquella vez no lo hicieron. La puerta estaba entreabierta y, a pesar de las prisas, estaban seguros de haberla dejado cerrada.

   —Aquí ha entrado alguien, cuidado.

   —¿Habrá sido el hijoputa del marrano?

   —Calla, coño ¿desde cuando los jabalíes saben abrir puertas?

   La sorpresa de los cazadores aumentó cuando vieron, sobre la mesa, sus tres platos rebañados, y las tres jarras igualmente vacías. Se rascaron al unísono el vello negro y rizado que tapizaba sus pechos.

   —¡Se han puesto las botas!

   —Ssshh, calla Klaus, puede que sigan aquí.

   —Miremos en el dormitorio.

17 marzo 2022

EL TÓNICO FAMILIAR. (12)

 

 El sábado amaneció nublado, con el típico bochorno que precede a las tormentas de verano. Gracias a la radio despertador que tan previsoramente (algo poco común en mí) había rescatado de mi dormitorio en la ciudad me levanté a tiempo para mi segunda jornada de trabajo. Había dormido menos de lo recomendable y estaba cansado. Como ya sabéis, la jornada anterior había sido agotadora en todos los sentidos, aunque al final todo había salido más o menos bien.

  Repasando los acontecimientos mientras trataba de espabilarme sentado en la cama, no tenía remordimientos pero enturbiaron mi ánimo un par de cosas que podría haber mejorado. Me cabreaba no haberle plantado cara a la alcaldesa cuando decidió no pagarme el tónico, algo impropio del astuto comerciante que yo pensaba que era. Me disgustaba el hecho de haber llevado a mi madre a un motel sórdido frecuentado por fulanas y puteros, cuando ella se merecía mucho más. Me arrepentía de no haber aprovechado la ocasión de empotrarme a mi tía Bárbara, una oportunidad que quizá no volvería a presentarse, aunque me consolaba pensar que lo había hecho por el bien de la familia. Y sobre todo me reconcomía la forma en que había tratado a mi abuela la noche anterior, usando su cuerpo para desfogar sin preocuparme de que ella disfrutase. Por suerte, era demasiado generosa como para echármelo en cara, y yo disfrutaría mucho compensándola cuando tuviese ocasión.

  Pero por desgracia no sería esa mañana. Antes de vestirme, saqué el frasquito vacío que tenía en el bolsillo de mi chándal, lo rellené con la botella de tónico que aún guardaba en mi maleta, debajo de la cama, y tomé unas cuantas gotas. La noche anterior había descubierto que una dosis tan pequeña me permitía gozar de los efectos vigorizantes del brebaje y mantener a raya los lúbricos efectos secundarios. Guardé el frasco junto a la botella, para mi uso personal, y me vestí.

  En la cocina encontré a mi abuela bregando frente a la encimera, cortando pan, haciendo café y triturando para las tostadas algunos de los suculentos tomates de su huerta. Debía llevar levantada un rato, pues ya se había calzado las botas y cubría su no menos suculento cuerpo con uno de sus desgastados vestidos de faena, esta vez uno azul con diminutos lunares blancos. Aún no se había puesto el pañuelo en la cabeza y sus rizos pelirrojos salpicados por los brillantes hilos de plata que eran sus canas lucían tan lustrosos como siempre.

  Me acerqué por detrás y le di un relativamente casto abrazo acompañado de un largo beso en la mejilla, quizá más cerca del lóbulo de la oreja de lo necesario, cosa que la hizo apartarme con un gracioso golpe de cadera antes de devolverme el beso.

  —¿Has dormido bien, tesoro?

  —Muy bien, pero no tanto como me habría gustado —me quejé, bostezando.

  —Eso te pasa por quedarte jugando hasta tan tarde, tunante —dijo ella, bajando la voz y con una sonrisa pícara.

  —Mira quién habla.

  Intenté abrazarla de nuevo pero me contuvo con un codo, mientras llevaba a la mesa un plato con tostadas. No dejó de sonreír pero lanzó una mirada de advertencia hacia la puerta que daba al pasillo.

  —Bah, no creo que esos dos se levanten antes del mediodía, después del tute que se pegaron anoche —dije, refiriéndome a mis tíos, que debían estar durmiendo como ceporros.

  —Y que lo digas, hijo. Estuvieron dale que te pego hasta las tantas.

  —Ya verás como hoy no discuten —predije.

  —No creo que tengan fuerzas ni para levantar la voz. Sobre todo tu tía... ¡Qué manera de chillar, Virgen Santísima! Parecía una gorrina en el matadero.

  —¡Ja ja ja!

  Podría haberle contado un par de cosas sobre lo “cerda” que era su nuera, pero obviamente no iba a hablarle de lo ocurrido en el bar de Pedro. Reímos, disfrutamos del desayuno y de la mutua compañía hasta que llegó la hora de irme. Cuando me levanté de la mesa, mi abuela abrió mucho los ojos, como si acabase de recordar algo, y también se levantó.

  —Efpera un momenfto, fariño —dijo, con la boca llena de tostada.

  Fue hasta la alacena y regresó sujetando entre las manos un frasco de mermelada anaranjada, de melocotón o puede que de albaricoque. El cristal relucía y había puesto sobre la tapa, con una cinta amarilla, una de esas fundas de tela a cuadritos rojos y blancos. 

  —Ya se que es una tontería, pero quería tener un detalle con Doña Paz... Para agradecerle lo del trabajo —dijo, un poco avergonzada, y me tendió el encantador obsequio—. ¿Te importa dárselo? Como aún no han mandado un cura nuevo al pueblo no se si mañana habrá misa y no creo que la vea.

  —Claro, yo se lo doy, no te preocupes —prometí, cogiendo el frasco.

  —Ya se que es poca cosa... Y más para una mujer así, que tendrá de todo.

  —¿Poca cosa? Tu mermelada es la mejor del mundo. Seguro que no ha probado nada igual —dije, para que volviese a sonreír, cosa que conseguí—. Además, estos ricachones ya están hartos de lujos, aprecian más las cosas sencillas y hechas a mano.

  Me despedí robándole un breve beso en los labios al que respondió con un cariñoso azote y salí de la casa. Las oscuras nubes que encapotaban el cielo no consiguieron ensombrecer el buen humor que me había dejado el agradable desayuno. Me subí al Land-Rover y antes de nada salté a la parte trasera para ocuparme de mi negocio. Esta vez llené y guardé en mis bolsillos cuatro frasquitos, por lo que pudiera pasar, ya que ahora tenía una nueva clienta (una que no pagaba, pero ya arreglaría eso). Reparé en que había varias botellas vacías en la caja, entre el serrín seco. Aún quedaban llenas más de la mitad, pero tenía que ir pensando en qué le diría a mis clientes cuando se terminase la mercancía. Casi me arrepentí de haber gastado un frasquito entero la noche anterior, aunque el espectáculo ofrecido por mi tía y sus consecuencias habían merecido la pena.

  

HASTA QUE LA LUNA NOS SEPARE.


  En cuanto salí de la joyería con el anillo de compromiso en el bolsillo supe que no podía seguir ocultándoselo. No a Debra.

   Nuestra historia de amor no podría haber sido más clásica; prácticamente un cliché. Nos habíamos conocido en la universidad, siendo yo el quarterback del equipo de football y ella una de las animadoras. Una preciosidad de melena castaña y grandes ojos color miel de la que me enamoré casi a primera vista.

Éramos la pareja más envidiada del campus. No había chico que no quisiese estar en mi lugar ni chica que no la odiase al verla pasear colgada de mi musculoso brazo. Cualquiera hubiese vendido su alma al diablo por pasar un rato junto a ella en el asiento trasero de mi Camaro, acariciando su sedosa piel bajo la ropa, o besando los muslos que dejaba casi al descubierto la escueta falda de su uniforme.

  Al principio me manifestó su determinación de llegar virgen al matrimonio, pero al cabo de unos meses se reveló su naturaleza voluptuosa y se entregó a mí, ocultos entre los árboles de un bosque a las afueras de nuestra pequeña ciudad. Yo ya había estado con otras chicas (era el quarterback, ya sabéis) y mi experiencia hizo que todo resultase más sencillo para ambos. Fue dulce al principio. Un pausado intercambio de besos, caricias y susurros entre los asientos de cuero. Poco más tarde estaba tumbada sobre el capó, prácticamente desnuda, gimiendo de placer con cada una de mis acometidas.

   Cuando nos graduamos yo encontré un buen empleo, a pesar de mi mediocre expediente académico, lo que me permitió alquilar una casa en las afueras, cerca del bosque. Debra, mucho mejor estudiante que yo, comenzó a trabajar en un jardín de infancia hasta poder cumplir su sueño de ser profesora.

   Las cosas no podían irnos mejor, y antes de que toda la ciudad comenzase a preguntarse por qué nuestro noviazgo se prolongaba tanto entré en la joyería y escogí un anillo, pensando que debía sentirme el hombre más feliz del mundo. Sin embargo no era así.

   Durante toda mi vida había conseguido ocultarle mi secreto a  quienes me conocían, incluso a mi familia y a mis mejores amigos. Incluso a Debra. Pero si iba a compartir mi vida con ella debía compartirlo todo: la deslumbrante luz del hombre atractivo, encantador y honrado al que amaba, y también las más oscuras de mis sombras.

   Lo preparé todo cuidadosamente. Sería en la misma solitaria arboleda donde fue mía por primera vez. Un picnic bajo la luz de las estrellas, con algunas velas, una botella de buen vino... y escarbando en mi pecho como una familia de ratas la maldita incertidumbre. No por la proposición: estaba seguro de que Debra deseaba ser mi esposa más que nada en el mundo, sino por la revelación que, necesariamente, acompañaría a la propuesta. Si ella no aceptaba la única parte de mí que aún no conocía todo mi mundo se vendría abajo.

   La recogí en casa de sus padres, como de costumbre. Llevaba unos pantalones blancos, ajustados a las elegantes curvas de sus caderas y muslos, una camisa a cuadros abotonada con recato (tanto como permitía la silueta de unos prominentes pechos dibujándose en la tela) y el pelo recogido con un pañuelo amarillo.

—¿Voy bien para un picnic nocturno? —preguntó, juguetona, después de besarme.

—Estás preciosa.

   A lo largo de los años, había aprendido a dominar mis nervios. A ocultar mis emociones, o fingir otras, incluso en la más delicada de las situaciones. Pero aquella noche estaba demasiado agitado y Debra me conocía demasiado bien.

—¿Te ocurre algo, cariño? Estás muy callado.

—Nada, preciosa.

   Ella se recostó en el asiento, y pude ver de soslayo cierta sonrisa traviesa que se esforzó por disimular. Sin duda sabía, o tenía firmes sospechas, sobre el motivo (al menos uno de ellos) de la inusual cena campestre. Vivíamos en una ciudad pequeña, yo era alguien bastante conocido en la comunidad y el día anterior había comprado un anillo de compromiso. Las noticias vuelan.

   Detuve el coche al borde de un claro, abrí el maletero y comencé a disponerlo todo, bajo la luz anaranjada del crepúsculo, bromeando con Debra, quien insistía en ayudarme mientras la apartaba con amorosos forcejeos. Extendí la manta sobre la hojarasca, preparé las velas, los platos y las copas.

   Cuando nos sentamos, mirándonos a los ojos, ya era de noche. Algunas nubes ocultaban la luna, y los jugosos labios de Debra jugueteaban con el borde de su copa. No podía esperar mucho más. Mi corazón, un corazón de atleta que rara vez se aceleraba, estaba al borde de la taquicardia.

BITCH MAMA.

 






14 marzo 2022

EL TÓNICO FAMILIAR. (11)

 

 Me equivocaba. Cuando entré en la casa la luz de la cocina estaba encendida y desde la sala de estar llegaba al pasillo el resplandor azulado del televisor. Me asomé y vi a mi tío, mirando la pantalla con semblante serio, su corpachón pecoso hundido en el sofá y los pies sobre la mesita. No se percató de mi presencia así que fui a la cocina. Allí estaba su madre, sentada a la mesa con una taza humeante en la mano. Llevaba su bata floreada ceñida a las abundantes curvas que yo no podría disfrutar esa noche. 

  —Ah... Hola, cielo —me saludó, con afecto pero sin su habitual alegría.

  Estaba triste, alicaída, y cuando me acerqué para darle un beso en la mejilla pude comprobar que sus bonitos ojos verdes estaban algo enrojecidos, como si hubiese llorado un rato antes. Además, por el olor de su taza supe que estaba bebiendo manzanilla, una infusión que se preparaba cuando le costaba conciliar el sueño.

  —¿Qué ha pasado? —pregunté.

  Soltó un largo y trémulo suspiro antes de responder, mirando el contenido de su taza. La bata floreada estaba lo bastante abierta en la zona del escote como para que pudiese atisbar lo que había debajo: uno de sus ligeros camisones de dormir, sin sujetador, lo cual significaba que se había levantado de la cama después de acostarse.

  —Tu tío y Bárbara han discutido —dijo. Miró con cautela hacia la sala de estar, pues no quería que su hijo la oyese hablar mal de su nuera—. Por una tontería, como siempre. Ha pegado cuatro gritos, se ha vestido... por llamarlo de alguna forma, y se ha ido en el coche.

  Esta vez fui yo quien dejó escapar un suspiro, o más bien un resoplido de enojo y cansancio. Había sido un día muy largo y agotador, física y mentalmente. Mi primer día como chófer, la demencial experiencia con Klaus y la alcaldesa, la inoportuna visita de mis tíos y la peculiar cita con mi madre, todo ello en menos de veinticuatro horas. Podría haberme desentendido sin más de los conflictos matrimoniales de David y Bárbara, pero no podía irme a la cama y dejar a mi abuela desvelada e intranquila. Le acaricié el brazo y contuve el impulso de acurrucarme entre sus maternales tetazas y dormir durante tres días.

  —No te preocupes. Ya sabes que tienen broncas cada dos por tres pero siempre se reconcilian. Volverá dentro de un rato, cuando se le pase el cabreo —intenté tranquilizarla, sin mucho éxito.

  —Ya lo se, hijo. Lo que me preocupa es... ya sabes. —Bajó la voz y miró de reojo hacia la sala de estar—. Seguramente estará bebiendo, y estas carreteras de noche son un peligro.

  Tenía razón. Esa borracha descerebrada era lo bastante estúpida como para estampar el potente coche de su marido contra un árbol. Reconozco que a mí también me preocupó esa posibilidad. Aunque me sacase de quicio, Bárbara era de la familia y le tenía cariño, por no hablar de lo mucho que sufriría la sensible pelirroja que sorbía manzanilla sentada frente a mí. Además, ser el hombre de la casa implicaba algo más que meterle el rabo o conducir el coche de su difunto marido. No podía limitarme a esperar que la situación se arreglase sola, como haría mi padre o el huevón de su hermano.

   —Cálmate. Voy a hablar con mi tío e iremos a buscarla. Tu acuéstate y descansa, ¿vale? —dije, en tono afectuoso pero firme, El tono de un hombre que se hace cargo de la situación.

   —Ay... gracias, tesoro —suspiró, un tanto aliviada, aunque sabía que no estaría del todo tranquila hasta que su nuera volviese—. No se que haría sin ti.

EL TÓNICO FAMILIAR. (10)

 

  Subí las escaleras del bloque mientras sacaba mis llaves del bolsillo, como de costumbre, pero cuando llegué a la puerta dudé entre abrir o llamar al timbre. Mi madre me había advertido que llamase por teléfono antes de ir, cosa que en ese momento me pareció absurda. ¿Por qué tenía que avisar para ir a mi propia casa? ¿Acaso temía que entrase derribando la puerta, polla en mano, y me la follase delante de mi padre? Si pensaba que no era capaz de comportarme le iba a demostrar que se equivocaba.

  Entré y en primer lugar eché un vistazo a la cocina. Eran alrededor de las siete de la tarde, por lo que era poco probable que mamá estuviese allí, y de hecho no estaba. En el salón encontré a mi viejo sentado en un sillón, medio dormido frente a la tele y el ventilador. Llevaba unos viejos pantalones de baloncesto (había jugado un poco de joven) y una camiseta azul de tirantes que estaba a dos siestas de quedarle pequeña. No se sorprendió demasiado al verme, y bajo su bigote apareció una sonrisa somnolienta.

  —¡Hombre, el chófer! ¿Qué? ¿Cómo te ha ido? —preguntó.

  —Bastante bien. La alcaldesa no es tan fiera como la pintan.

  —Si, eso dice siempre tu abuela, pero con estas señoronas ricas es mejor andarse con pies de plomo. He llevado yo a cada una en el taxi que... —Pensaba que iba a deleitarme con alguna de sus batallitas de taxista, pero por suerte cambió de tema— ¿Y qué coche llevas? ¿El Mercedes blanco ese que aparca a veces cerca del ayuntamiento?

  —Si, ese. Menudo carro.

  Dediqué unos minutos a hablarle de Klaus, como había hecho con mi tío, e intercambiamos opiniones sobre las virtudes y defectos de los coches alemanes. Al cabo de un rato se dio cuenta de que yo estaba de pie, a un par de pasos del sillón y el televisor.

  —Pero siéntate, hombre. No te quedes ahí de pie —dijo.

  —Eh... no. No voy a quedarme mucho. Solo he venido a saludar y a coger unas cosas de mi cuarto. —Eso me recordó que realmente necesitaba coger unas cosas de mi cuarto—. ¿Dónde está mamá? —pregunté, como si no me importase mucho.

  —No se. Estará en el baño —respondió mi padre, demostrando la poca atención que le prestaba a su sexualmente frustrada esposa.

  Fui a mi habitación y en el pasillo comprobé que, en efecto, la puerta del baño estaba cerrada y se escuchaba el rumor acuoso de la ducha. Saqué de mi armario una mochila vacía y embutí dentro sin mucho esmero unas cuantas mudas de ropa interior, un par de camisas y la radio despertador de la mesita de noche. Metí también una de las revistas guarras que escondía bajo el colchón. Con mi abuela fuera de mi alcance y Bárbara paseándose en tanga iba a ser un fin de semana muy largo plagado de erecciones inoportunas, y tenía que aliviarme de alguna forma. No es que necesitase la revista, pero nunca venía mal una ayuda.

  De vuelta al salón, encontré a mi madre en el sofá, recostada en el reposabrazos y con las rodillas flexionadas sobre el cojín. La postura podía parecer casual, pero las mujeres que tienen las piernas bonitas y pocos reparos a la hora de mostrarlas tienden a colocarlas por instinto de la forma más atractiva posible. Vestía una de sus camisetas holgadas que dejaba al descubierto uno de sus hombros y casi toda la breve longitud de las susodichas piernas. Se había lavado el pelo y llevaba el flequillo rubio repeinado hacia un lado. Me miró con una ceja ligeramente arqueada, con un brillo en sus ojos que oscilaba entre la alegría y la desconfianza y su sonrisa asimétrica curvada en esa combinación de ternura e ironía que tanto me gustaba.

EL TÓNICO FAMILIAR. (9)

 

  La mañana del viernes me subí al Land-Rover silbando una alegre melodía, nervioso por mi primer día de trabajo pero contento por el rumbo que estaba tomando mi destierro rural. Mi abuela me había despedido en el porche, con un discreto beso en la mejilla, después de pasarme revista como la más adorable de las sargentas, para asegurarse de que iba bien vestido, limpio y peinado. Antes de prepararme un abundante desayuno, se había resistido a disfrutar de mi vistosa erección mañanera, preocupada porque pudiese llegar tarde. Me conformé con susurrarle al oído todo lo que pensaba hacerle cuando volviese, cosa que la hizo sonrojarse y regañarme entre risas y suspiros de lúbrica anticipación.

  Me lancé a las sinuosas carreteras de la zona mientras el sol asomaba detrás de las montañas, prometiendo otro día de sofocante calor. Llevaba un par de frasquitos de tónico en el bolsillo, por si acaso, y había dejado el hachís en la casa para no caer en la tentación de emporrarme y fastidiar la primera jornada de lo que podría ser un empleo estable. La finca del alcalde estaba a una media hora del pueblo, y llegué veinte minutos antes de la hora acordada. Pensé en lo orgullosa que estaría mi madre por mi inusitada puntualidad, y eso me llevó a una fantasía en la que me recompensaba usando partes de su cuerpo de las que un hijo no suele disfrutar. No quería presentarme ante mi nueva jefa distraído y empalmado, así que sacudí la cabeza e intenté concentrarme.

  Siempre había escuchado decir a la gente del pueblo que la familia de la alcaldesa era una de las más acaudaladas de la provincia, pero no me esperaba lo que encontré al traspasar la gran verja blanca de la entrada, después de identificarme ante un robusto guardia de seguridad que me miró con indiferencia desde su garita. La residencia era una mansión en toda regla, de las que yo solo había visto en películas o revistas, con un pórtico flanqueado por columnas, balaustradas de piedra en los balcones y altos ventanales con vidrieras. Estaba rodeada por una enorme extensión de jardines, cuidados hasta el más mínimo detalle, con fuentes y esculturas por doquier, y hasta un “pequeño” pabellón para conciertos cubierto por una impresionante cúpula de cristal. Más tarde sabría que en la propiedad también había una piscina de tamaño olímpico, dos pistas de tenis y un lago artificial. Entonces entendí que Don Jose Luis no quisiera dejar a su esposa, a pesar de lo mucho que la detestaba. El hijoputa había pegado el braguetazo del siglo.

  Detuve el coche frente a la entrada principal y caminé hasta el pórtico, erguido y con paso firme. No iba a permitir que tanta opulencia me intimidase, ni quería parecer un cateto que nunca ha salido de su barrio o del pueblucho de sus abuelos. La puerta se abrió antes de que tuviese tiempo de tocar el timbre. Apareció en el umbral una mujer se unos sesenta años, un poco más alta que yo y vestida con un sencillo uniforme de criada negro, sin más adornos que un anticuado cuello de encaje blanco. Tenía la constitución de una gallina de dibujos animados, pechugona, culona y regordeta. Se peinaba el cabello gris con un apretado moño y en su rostro mofletudo no había una pizca de simpatía cuando me miró de arriba a abajo.

  —Tu debes ser el nuevo chófer —dijo. Tenía una voz grave y profunda, casi masculina, con el deje autoritario de quien está acostumbrado a dar órdenes—. Pasa por aquí.

EL TÓNICO FAMILIAR. (8)

   

  En ese momento sucedió algo que casi nos mata a ambos de un puto infarto. Alguien golpeó las puertas traseras del Land-Rover. Mi madre saltó como una conejita asustada y se cubrió el cuerpo con la manta. Yo maldije en voz baja y me tapé la genitalia con lo primero que pudo agarrar mi mano del asiento delantero, y que resultó ser mi camisa. La potente luz de una linterna nos alumbró a través del cristal y tras ella distinguí una silueta.

  La mano volvió a golpear, esta vez con más fuerza.

  —A ver, tortolitos. ¿Vais a abrir o no? —dijo una voz masculina, grave y socarrona.

  Mamá estaba sentada y encogida contra un asiento, intentando ponerse las bragas sin soltar la manta, que solo dejaba al descubierto sus hombros y parte de una pierna. Me tranquilicé, aunque no mucho, cuando pude distinguir una gorra de policía sobre la cabeza del desconocido. Busqué mis pantalones y me los puse a toda velocidad, revolcándome de forma bastante ridícula en el suelo.

  —Un... Un segundo, agente. Ya abro —dije, con voz temblorosa. 

  No es que me diese miedo la pasma, ni temía que nos detuviesen por echar un polvo ni por la minúscula piedra de hachís que llevaba escondida en la cajetilla de tabaco, pero me aterraba que me hicieran preguntas sobre el frasquito de tónico. Y si encontraban el alijo oculto bajo el asiento trasero podría quedarme sin negocio y sin los buenos momentos que me proporcionaba el brebaje.

  —¡No abras! —exclamó mi madre. No parecía tan asustada como furiosa, y eso me preocupó.

  —¿Cómo no le voy a abrir a la poli?

  En cuanto conseguí subirme la bragueta quité el seguro de las puertas traseras y el policía las abrió de par en par. Nos enchufó con la linterna, primero a mí y después a mi acompañante, que soltó un bufido de fastidio.

  —Vamos a ver... Aquí no se puede estar, amigo —dijo, hablándome a mí—. Para eso están los descampados.

  Era el típico poli cincuentón, grande y pasado de kilos. Tenía una papada sudorosa que le temblaba al hablar y una sonrisa sardónica en los labios. La verdad es que tenía razón; podría haber buscado un lugar más apartado, pero el calentón y la prisa por aprovechar el efecto del tónico cuanto antes no me dejaron pensar con claridad. Asentí a las palabras del agente y comencé a ponerme la camisa. Él miraba a mi madre, que se había quedado quieta y lanzaba chispas por los ojos. 

  —¿Y usted, señora? ¿No es ya mayorcita para andar follando en callejones? 

  —No hace falta ser impertinente, ¿eh? —dijo ella, en voz demasiado alta y en un tono poco adecuado para dirigirse a la autoridad.

  El madero soltó una risita que hizo temblar su papada y movió la linterna hacia abajo, enfocando la pantorrilla y el pie de mi madre, quien se apresuró a esconderlo. La luz subió de nuevo hasta la mano que mantenía apretada contra el pecho para sujetar la manta. La sonrisa del tipo se volvió más burlona y lasciva cuando vio la alianza de casada en el dedo.

EL TÓNICO FAMILIAR. (7)

   

Al día siguiente, una soleada mañana de miércoles, estábamos de tan buen humor que desayunamos en el porche, colocando una mesita junto a los sillones de mimbre. Si un vehículo pasaba por la carretera de tierra al otro lado de la verja y miraba en dirección a la casa podría vernos, así que tuvimos que reprimir muestras de afecto demasiado efusivas. Aun así pasamos un rato muy agradable, charlando y bromeando, en voz muy baja cuando comentábamos algo relacionado con nuestra relación secreta.

  Aunque nadie más que yo hubiese podido reparar en ello observándola, la actitud de mi abuela cambiaba de forma gradual y sutil. Cuando se sentaba, cruzaba las piernas y no se preocupaba de taparse si el comienzo de su muslo asomaba, y si el prieto canalillo quedaba a la vista no se apresuraba a cerrarse la bata como hacía antes. Se la veía más relajada, su humor era más mordaz y picante, sin llegar nunca a la crueldad o la obscenidad, e incluso su forma de andar era más insinuante, dentro de los límites de su ineludible discreción y el recato implantado por la sociedad puritana de la dictadura en la que creció.

  Nuestra relación no solo se hacía más estrecha en lo carnal, sino que cada vez teníamos más confianza y nos conocíamos mejor. Me hablaba de aspectos y épocas de su vida que desconocía, me confesaba anhelos secretos, sueños incumplidos y decisiones de las que se arrepentía. Descubrí que su aparente sencillez ocultaba una complejidad y profundidad insospechadas. Quizá no era una mujer brillante, pero sí lo bastante inteligente como para haber aspirado a algo más que ser madre y ama de casa, algo de lo que por otra parte no se arrepentía en absoluto. Hablaba de sus años de matrimonio con nostalgia y cariño, y quería a sus hijos (y a su nieto) más que  nada en el mundo.

  A pesar de algunos momentos de duda en los que salía a relucir su adoctrinamiento católico o el miedo a ser descubierta y juzgada por propios y extraños, tampoco se arrepentía de la impúdica intimidad que compartíamos de puertas adentro. La noche anterior, después del salvaje polvo en la sala de estar, me atiborró de huevos fritos, patatas y fruta, y tuvimos en el dormitorio un segundo asalto más largo y pausado, sin lencería fina ni tacones, solo nuestros cuerpos a la luz de la luna, pues por primera vez se atrevió a hacerlo con la ventana abierta.

  Después del desayuno y los quehaceres campestres de cada día comenzamos a pintar el garaje. El sofocante calor de días atrás estaba dando una tregua y el trabajo me resultaba incluso agradable. Mi compañera canturreaba y yo silbaba al ritmo de la música del transistor, moviendo el rodillo o la brocha con brío.

  A mediodía sonó el teléfono. Por suerte no era ninguno de mis desagradables clientes, ni ninguna de las cotillas amigas de mi abuela que podrían haber enturbiado su buen humor con noticias sobre el infame padre Basilio. Era mi madre, quien llamaba solo para charlar un rato con su suegra, cosa que hacía cada varios días. Aproveché la pausa para beberme un refresco y fumarme un cigarro en la mesa de la cocina, desde donde podía ver parte de la sala de estar, incluido el sillón en el que mi anfitriona hablaba por teléfono con las piernas cruzadas, balanceando un pie en el aire y jugueteando con el cable rizado del auricular como hacían las secretarias macizas en las películas, cosa que me hizo sonreír pues era consciente de que la estaba mirando.

  Tras una media hora de conversación, se levantó y me miró desde el quicio de la puerta, en una postura que resaltaba la curva de sus caderas. El desgastado vestido de faena que llevaba ese día se cerraba por delante, con una hilera de botones que iba desde el cuello hasta las rodillas, y en la parte del escote había más botones desabrochados que cuando habíamos entrado en la casa. El pañuelo azul que protegía su pelo de las salpicaduras de pintura solo dejaba a la vista los rebeldes rizos de su nuca, y en el rostro redondeado lucía una expresión traviesa. Me excitaba y me desconcertaba a partes iguales que se mostrase tan juguetona estando mi madre al teléfono, pues no había colgado. El auricular estaba cuidadosamente colocado en el reposabrazos del sillón. 

    —Tu madre quiere hablar contigo —me dijo.