23 marzo 2022

EL TÓNICO FAMILIAR. (13)



 P
asados un par de minutos me sobresaltó un extraño ruido en la sala de estar, como si algo se moviese por el suelo. En una casa de campo, era habitual que de vez en cuando entrase algún animal, un ratón, un pájaro e incluso una ardilla, así que no me asusté. Fui a la sala de estar, encendí la luz y detrás del sofá encontré al causante del ruido. Era un lechón. Un cerdito diminuto, rosado y tembloroso, que me miró con sus ojillos negros y correteó torpemente por la habitación.

  Un trueno hizo temblar los cristales de las ventanas y comencé a inquietarme de verdad. ¿Dónde estaba mi abuela y por qué demonios había un cerdo en la casa?

  Regresé a la cocina, nervioso. Apagué el cigarrillo con fuerza en el cenicero e intenté calmarme con un largo trago de cerveza. El sonido de la lluvia atronaba en mis oídos y por primera vez la limpia y acogedora casa me resultó un lugar terrorífico, como le sucedía a mi madre cuando pasaba allí la noche. Miré de nuevo al cerdo, que olisqueaba el suelo de la sala de estar como si buscase algo. Recordé la última vez que había acariciado a un lechón, en la finca de Montillo, y un escalofrío me recorrió la espalda.

  Caminé por la cocina, encendí otro cigarro y me asomé a la ventana. Tras la cortina de agua que caía del cielo podía verse la verja de hierro y el camino de gravilla blanca y gris que llevaba hasta la casa. Un relámpago me deslumbró y el inevitable sonido del trueno retumbó a mi alrededor. Entonces escuché unos rápidos pasos en el exterior y vi una sombra moverse hasta el porche, quedando fuera de mi vista.

  Me asomé al recibidor y la puerta principal se abrió de golpe, dejando entrar a una figura encapuchada, alta y corpulenta, cubierta por un antiguo chubasquero verde oscuro. 

   —¡Santa Bárbara bendita! La que está cayendo, hijo.

  Casi suelto una carcajada de alivio cuando reconocí la voz de mi abuela. Colgó el capote empapado en el perchero de la entrada y se quitó las botas manchadas de barro mientras yo contemplaba las familiares curvas imposibles de disimular por su sencillo vestido de faena. Cuando entró en la cocina la abracé y el calor de su cuerpo, la mullida sensación de sus pechazos y su agradable olor a tierra húmeda me calmaron de inmediato. Su intuición maternal detectó mi inquietud y me acarició el pelo con ternura.

   —¿Estás bien, cariño? 

   —Sí... Estoy bien. Algo cansado —dije. La besé y cuando nuestras lenguas se encontraron no hizo gesto alguno de rechazo o alarma, por lo que deduje que esa noche estaríamos solos—. ¿Dónde estabas?

  —En el gallinero. La última vez que llovió salió una gotera y lo estaba revisando por si acaso.

  —¿Y mis tíos? ¿Se han ido?

  —Se fueron por la tarde. Dicen que vendrán el fin de semana que viene.

  Después de una breve sesión de morreos y caricias reparó en mi indumentaria y se apartó para verme de cuerpo entero. Caminó a mi alrededor y me observó con una dulce sonrisa en los labios y sus bonitos ojos verdes brillando de orgullo.

   —¡Pero qué guapo estás! Pareces un general —dijo, colocándome con cuidado la gorra, que se había torcido durante nuestro efusivo saludo.

  —Joder, no exageres —dije, riendo.

  —¿Sabes una cosa? Siempre me han encantado los hombres de uniforme —afirmó, con cierta picardía.

  Tomé nota mental del dato para sacarle partido más adelante, pero en ese momento había algo urgente que solicitaba mi atención. Ese algo entró trotando en la cocina y pasó entre las piernas de mi abuela, quien se agachó y lo levantó en brazos. Se sentó en una de las sillas junto a la mesa de la cocina y lo acunó contra su pecho como si fuese un bebé, sonriéndole con ternura y haciéndole carantoñas con un dedo.

  —¿Has visto a nuestro nuevo amiguito? ¿A que es para comérselo? —dijo. 

  —Oin... oin oin... —respondió el amiguito.

  “Para eso son los cerdos, para comérselos”, pensé, aunque no dije nada. La verdad es que el bicho era una monada, tan pequeño y rosado, rozando con su hocico la enorme teta que para él debía ser como una montaña. Me alegré de que mi abuela estuviese vestida ya que ver al animalillo chupándole el pezón habría sido perturbador. 

  —Si, ya lo he visto. ¿De dónde ha salido? —pregunté, intentando ocultar mi recelo.

  —Lo ha traído Monchito esta tarde. Dice que las cerdas han parido más crías de lo normal y que están regalando algunos a la gente del pueblo. O eso he entendido yo, ya sabes que el pobre no habla muy bien —explicó, aumentando mi preocupación.

  —¿No te parece raro? Montillo nunca ha sido muy generoso que digamos.

  Mi abuela se encogió de hombros, sin dejar de mirar al lechón, que parecía encantado con su nueva “madre”.


  —La verdad es que sí. —Se puso seria y desvió la vista hacia la ventana, cuyos cristales acababan de temblar debido a un nuevo trueno—. No me gusta recibir regalos de ese hombre, pero ¿qué iba a hacer? No quería disgustar a Monchito, con la ilusión que le ha hecho dármelo. 

  A mi tampoco me gustaba que recibiese obsequios de Don Ramón, un tipejo sórdido que se follaba a sus hijas, pegaba a su esposa y trataba a su hijo retrasado como a un animal. Supuse que ella no conocía todos los desagradables detalles de la vida del porquero, o los sabía y, tan bondadosa como era, los consideraba rumores malintencionados. Lo que dijo a continuación no contribuyó a tranquilizarme.

  —¿Sabías que de joven me pretendió?

  —¿Quien? ¿Don Ramón? —exclamé.

  —Si, hijo. Hasta cuando ya estaba de novia con tu abuelo andaba detrás de mi y me intentaba hacer regalos. Yo los rechazaba, claro. Un día vino a rondarme a casa... No a esta casa, a casa de mis padres. Tu abuelo andaba también por allí y casi se enganchan.

  —¿Se pelearon?

  —No, gracias a Dios, no llegó la sangre al río. Pero desde ese día no volvió a hablarnos. Claro que no se habla con casi nadie del pueblo... Aunque dicen que es muy amigo del alcalde.

  —Si, eso dicen —dije yo, que conocía muy bien el compadreo de esos dos pervertidos.

  —Pero bueno, no creo que tenga nada que ver. A estas alturas no me va a pretender, estando casado y todo. Además, este angelito no tiene culpa de nada... ¿Verdad que si? ¿Verdad que si, pequeñín? —dijo, hablándole al cerdo y acariciándole el hocico.

  —Mejor no le cojas demasiado cariño. Cuando crezca habrá que matarlo —dije, con la falta de tacto que solía tener cuando estaba nervioso o de mal humor.

  —¿Matarlo? ¿Pero qué dices? —exclamó ella, indignada—. No lo voy a matar. Hay mucha gente que tiene cerdos de mascota. Lo he visto en la tele.

  Caí en la cuenta de que, para ser una mujer de campo, mi abuela era muy compasiva con los animales. Además de las gallinas, que yo recordase en la parcela solo había tenido una cabra, que murió de vieja. Me enternecía verla acunar al cerdito pero por otra parte me escamaba que fuese un regalo de Montillo, más aún después de saber que había andado detrás de ella en su juventud.

  —Esos cerdos son de otra clase, abuela, de los que no crecen. Este se pondrá tan grande que no entrará por la puerta.

  —Bueno... Cuando crezca ya veremos que hacemos con él. Le he puesto una toalla vieja para que duerma y un comedero en el garaje. Ya le haremos un corralito al lado del gallinero. ¿Me ayudarás?

  —Claro. Mañana no trabajo. Si no llueve se lo hacemos —dije, resignado.

  —Gracias, cielo. Ya verás como tu también le acabas cogiendo cariño a Frasquito.

  —¿Frasquito? ¿Le has puesto tu ese nombre? —pregunté. No pude disimular mi inquietud y ella la notó, a juzgar por su mirada.

  —No. Monchito me ha dicho que se llama así. Se lo habrá puesto él. 

  Podía ser casualidad, pero dudaba mucho que lo fuese. Frasquito, como los frasquitos de tónico. ¿Qué pretendía Montillo mandándome ese mensaje? Si quería comprar el brebaje solo tenía que llamarme por teléfono, o decírselo al alcalde. Si lo que buscaba era intimidarme no entendía el motivo. Que yo supiese el porquero no tenía motivos para estar enfadado conmigo. Miré al diminuto frasquito y no pude evitar acordarme de Pancho, el verraco de mirada demoníaca con el que la mujer de Montillo tenía relaciones antinaturales. 

  —Dime, ¿estabas sola cuando ha venido el tonto? —dije, en un tono que no le gustó nada a juzgar por cómo me miró por encima de sus gafas.

  Antes de responder, suspiró y soltó al cerdito en el suelo. Me cogió de la mano e hizo que me acercase más a ella.

  —Si, vino después de que se fuesen tus tíos, ¿y qué? —Tiró de mi y me hizo sentarme sobre sus muslos, rodeándome con sus brazos—. No hace falta que te preocupes tanto por mí, cielo. Llevo dos años viviendo aquí sola y se cuidarme. Además, Monchito es inofensivo.

  “No es el retrasado quien me preocupa”, pensé, aunque al recordar su pollón taladrando a la estanquera y a su propia madre me intranquilizaba saber que había estado allí, a solas con la viuda más deseada del pueblo. La viuda en cuestión me quitó la gorra, dejándola sobre la mesa, para acariciarme la cabeza mientras me consolaba con tiernos besos en la mejilla y el cuello, mezclando de una forma natural y arrebatadora sus facetas de abuela y de amante.

  —A tu abuelo también le afectaba el mal tiempo. Se ponía tristón y cascarrabias —dijo.

  —No es eso. Solo estoy cansado. Doña Paz me ha tenido todo el día de aquí para allá —expliqué. Recordé que debía decirle lo de la cena en la mansión pero preferí dejarlo para más tarde.

  —Anda, quítate el uniforme no se vaya a manchar, y ponte cómodo. Yo me voy a duchar y te hago la cena.

  Me dejó disfrutar unos minutos de sus labios y sus tetas y mi estado de ánimo mejoró considerablemente. Era muy estricta en cuanto a la higiene personal y cuando tenía que ducharse nada la hacía cambiar de opinión, así que tuve que dejar que se fuese, de mala gana, y seguir sus instrucciones. Fui a mi habitación y coloqué el uniforme con cuidado en una silla, quedándome en boxers. A pesar del mal tiempo hacía calor y pasé de ponerme una camiseta. Los arañazos de mi espalda ya no eran tan evidentes, y si mi abuela llegaba a verlos podía decirle que me había caído sobre unos rosales ayudando al jardinero de la mansión. Eso me llevó a pensar en mi primera noche allí, cuando me masturbé y eyaculé sobre un rosal después de la revelación erótica que supuso verla en camisón, dormida y ajena a los inapropiados deseos de su nieto. Solo habían pasado dos semanas, y me parecían meses.

  Lo del cansancio no era solo una excusa. El polvo con mi madre, unido a la larga y aburrida jornada, me habían dejado agotado, y mi abuela no se equivocaba del todo al sugerir que la tormenta afectaba a mi humor. Saqué de su escondite el frasquito de tónico y tomé una pequeña dosis. Podía arreglármelas sin la poción, pero no quería arriesgarme, ya que sin duda esa noche mi anfitriona esperaba que le diese matraca de la buena hasta altas horas de la madrugada, y por supuesto yo estaba deseando dársela. 

  Salí al pasillo y al pasar junto a la puerta blanca del baño escuché el sonido de la ducha. Como recordaréis, en aquella casa no había pestillos ni cerraduras en las puertas, por lo que no tuve problemas a la hora de girar el picaporte y abrir una rendija. Tal vez os parezca una tontería que la espiase en la ducha, teniendo en cuenta que la había visto desnuda más de una vez, y volvería a verla esa noche, pero el morbo de observarla sin ser visto era algo diferente. Además, espiar en el baño a la mujer deseada era un clásico de las relaciones intrafamiliares y yo me había saltado ese excitante paso, que tampoco había cumplido con mi madre ya que en el piso de la ciudad sí que teníamos pestillo en el baño.

  Asomé con cautela la cabeza y allí estaba, en todo su curvilíneo esplendor, de pie en el centro de la bañera bajo la alcachofa de la ducha. La cortina de plástico, azul y con dibujos de flores, no estaba echada del todo y apenas obstaculizaba mi visión. El agua caliente resbalaba sobre su piel rosada y pecosa, formando una maravillosa cascada en los enormes pechos. Tenía la cabeza un poco levantada y los ojos cerrados mientras dejaba que el agua le mojase el pelo, convirtiendo sus rizos en mechones ondulados de un rojo más oscuro. Si las ninfas de los ríos tenían madres, seguro que se parecían a ella en ese momento.

  Giró sobre si misma, dándome la espalda, y ofreciéndome el húmedo espectáculo de sus anchas nalgas, que se unían a los robustos muslos con un profundo pliegue que podría haber dibujado Rubens (no se mucho de arte pero creo que era Rubens el que pintaba gordibuenas con muslazos y buen culamen). No podía verle las pantorrillas desde mi posición pero conocía tan bien sus rotundos volúmenes que podía imaginármelas al milímetro. Cerró la llave para no desperdiciar agua mientras se enjabonaba y cogió un bote de gel del estante que había junto la bañera. Dejó caer un chorro de espeso jabón en la palma de su mano y comenzó a extenderlo por su cuerpo, despacio pero con energía.

  Verla masajear de esa forma sus carnes, generando espuma y volviendo su piel aún más sonrosada, fue más de lo que pude soportar. Mi polla estaba tan tiesa que la tela de los boxers no podía impedirle apuntar hacia adelante, colándose por la puerta. Me los quité, los colgué en el picaporte y me deslicé dentro del cuarto de baño de puntillas, con el sigilo de un ninja empalmado. La katana del amor que llevaba entre las piernas se balanceó hacia los lados cuando me metí en la bañera, y dejó de moverse al apretarse contra la enjabonada nalga de mi abuela, al mismo tiempo que la abrazaba desde atrás y mis manos intentaban agarrar los resbaladizos pechos.

  Sorprender a alguien en la ducha no es lo más prudente del mundo. El sobresalto podría haberla hecho resbalar, arrastrarme en su caída y en el peor de los casos llegar a rompernos la crisma contra el borde de la bañera. Era una bañera antigua, grande y maciza. Por suerte no se asustó en absoluto. Soltó una risita y echó un brazo hacia atrás para azotarme una nalga.

  —Te he visto hace un rato, granuja —dijo, mientras se daba la vuelta para mirarme a la cara.

  Al girarse mi verga resbaló por su piel, hasta quedar apretada esta vez contra la suave curva de su vientre, apuntando hacia arriba. El jabonoso roce me produjo un agradable hormigueo que se intensificó cuando sus tetazas se aplastaron contra mi pecho. Gracias a la diferencia de estatura me quedaban tan cerca de la boca que apenas tuve que esforzarme para saludar con los labios uno de esos pezones que tanto me gustaba chupar. Prefería su sabor natural, pero el olor afrutado y el amargor del jabón aportaron un toque exótico a la experiencia.

  —¿Sabías que era yo desde el principio o has pensado que era mi tío David? —dije, malicioso.

  La broma sobre la confidencia que había compartido conmigo durante una de nuestras agradables charlas de desayuno le hizo fruncir el ceño y darme otro sonoro cachete. Después de haber pasado yo mismo por la experiencia de espiarla en la ducha, no entendía cómo mi tío había podido resistirse a intentar obtener de su hermosa madre algo más que material para pajas.

  —No se te puede contar nada, ¿eh? —se quejó, fingiendo enfado—. ¿Y qué es esto de meterte en la ducha así por las buenas? ¿Es que no puedes esperar a que acabe?

  —He pensado que deberíamos ducharnos juntos. Ya sabes, para ahorrar agua —dije.

  —Claro, claro... Para ahorrar agua. Como si no te conociera, tunante.

  Deslicé las manos por su espalda hasta que mis dedos se hundieron en la tierna abundancia de sus nalgas, un poco tensas debido a su postura, ya que había tenido la gentileza de doblar un poco las rodillas para que pudiéramos besarnos sin que yo tuviese que ponerme de puntillas. Tan hechizado estaba por la danza de nuestras lenguas que no vi su mano moverse hasta la llave del agua y girarla.

  —¡Aaah! ¡Joder, qué fría está! —exclamé cuando la alcachofa metálica descargó sobre mí su líquida munición.

  —¡Ja ja! ¿No querías ducharte? Pues te vas a duchar —se burló.

  Realmente el agua estaba templada, pero el contraste con mi piel caliente me cortó la respiración. Al cabo de unos segundos resultó tan agradable como la compañía. Cuando estuve totalmente mojado, volvió a cerrar la llave, seleccionó otro envase de la repisa, esta vez champú, y se echó un poco en la mano.

   —Anda, deja que te lave esas greñas de gitanito que tienes —dijo, hablándome como si fuese de nuevo un niño, cosa que lejos de cortarme el rollo me puso aún más caliente.

  Aplicó el champú a mi pelo mojado y lo extendió con un diestro masaje, frotando mi cráneo con la punta de los dedos. Me miraba con una sonrisa tierna en los labios y, al tener los brazos levantados, sus tetas se balanceaban un poco hacia los lados. El pezón que había chupado era visible pero el otro permanecía cubierto de espuma. A pesar de todo lo que habíamos hecho, ese acto tan sencillo y maternal, tan puro a pesar de la lujuria que flotaba entre ambos, me pareció lo más íntimo que habíamos compartido.

  Cuando terminó, cogí el bote de champú e hice lo mismo. Imitando sus movimientos, amasé con los dedos su pelo rojizo, suave como seda mojada. Ella se agachó un poco más para facilitarme la labor, ruborizada como si le diese un poco de vergüenza recibir tales atenciones de un hombre. Aparte de la peluquera a la que iba de vez en cuando, dudo que nadie le hubiese lavado el pelo nunca. Una vez cubiertas nuestras cabezas con espuma, cambió el envase por el de gel y se dispuso a ocuparse de mi cuerpo.

  Movía sus manos por mi piel con pausada energía, consciente de que aquello no era solo una simple ducha sino también los preliminares de un inminente ayuntamiento carnal. Frotó mis brazos y axilas, el torso y la espalda (no se percató de los arañazos, seguramente porque no llevaba sus gafas). Con cuidado de no resbalar, se arrodilló en la bañera. En esa postura, las formas de sus caderas me volvían loco, y mi erección ganó dureza, si es que eso era posible. Me restregó las piernas, me dio un breve y jabonoso masaje en los pies y nos reímos cuando metió la mano entre mis nalgas y la movió deprisa. Después pasó a las ingles, y de ahí a los huevos, manipulándolos con delicadeza.

  Solo quedaba una parte de mi anatomía sin frotar y no tardó mucho en recibir atención. Las manos de mi abuela se movieron a lo largo del tronco, muy despacio. Añadió más gel y las labores higiénicas se transformaron en una paja en toda regla. Me miró a los ojos, con esa encantadora expresión de “mira qué traviesa soy”. Aumentó un poco la presión y la velocidad, generando tanta espuma que caía formando nubes al fondo de la bañera. Mi respiración se aceleró y me olvidé por completo del lechón, de Montillo, de la tormenta y del mundo entero. De repente cerró un ojo con fuerza y chasqueó la lengua, molesta. Un poco de champú había resbalado por su frente hasta introducirse en uno de sus miopes pero preciosos ojos verdes.

  —Vamos a enjuagarnos, cielo. Que me quedo ciega.

  Se puso de pie, giró la llave y el agua cayó sobre nosotros con tanta fuerza como la lluvia caía fuera de la casa. Volvimos a frotarnos las cabezas para aclarar bien el champú y muy pronto desapareció toda la espuma, dejando nuestros cuerpos impolutos y listos para ensuciarse de nuevo de la forma más gozosa posible. Estábamos muy cerca y la punta de mi polla rozó de nuevo su muslo. Ella miró hacia abajo, sonrió y la acarició por debajo con la punta del dedo, levantándola y dejándola caer para que rebotase en el aire.

  —¡Pero mira qué hermosura! Parece un cirio pascual con un casco de romano —dijo.

  —¡Ja ja! Abuela, se te va la pinza.

  —¿Eh? ¿Qué pinza? —preguntó, confusa, mirando la cortina de la ducha.

  Volví a reírme y volvió a azotarme el trasero, pensando que me burlaba de ella. Después se giró hacia el borde de la bañera, como si fuese a salir, y la sujeté con cuidado por el brazo. 

  —¿Dónde te crees que vas? —dije, risueño pero con una pizca de viril autoridad.

  —Pues a secarme, hijo. 

  —De eso nada. Vamos a hacerlo aquí. —Pretendía ser una orden pero sonó más como una sugerencia.

  —¿En la bañera, mojados y todo? Qué ocurrencias tienes.

  —¿Nunca lo has hecho en la bañera? —pregunté, como si yo fuese un experimentado follador de bañera, lo cual no era cierto.

  —Pues no, tesoro. Tu abuelo era muy clásico para esas cosas... Bueno, y yo también. Alguna vez lo hicimos en el coche, de jóvenes. Y un verano que fuimos a la playa le dio la calentura y lo hicimos en el mar. ¡Imagínate! Allí rodeados de gente y con tu padre y tu tío haciendo castillitos de arena en la orilla. Yo no quería, pero a ver... le di el capricho, y después me picaba todo, tu ya me entiendes. Pero aquí en la bañera no, nunca.

  —Venga, vamos a hacerlo. Quiero follarte en todas las habitaciones de la casa —afirmé.

  —Ay, Carlitos... Cómo eres —dijo, medio riendo—. Pues creo yo que muchas ya no te quedan, ¿eh?

  Repasé mentalmente nuestros encuentros domésticos y la verdad es que tenía razón. Sin contar mi involuntario intento de forzarla, habíamos tenido un par de sesiones tórridas en la cocina. En la sala de estar me había mostrado por primera vez su extraordinaria habilidad oral, entre otras cosas. Por supuesto lo habíamos hecho en su dormitorio, como Dios manda. Y me hizo una paja en la piscina, así que la incluyo en la lista. Solo nos quedaba mi habitación, donde había tenido el primer “roce” con mi madre, el cuarto de invitados y el garaje. No me seducía la idea de hacerlo en el gallinero, y aunque hacerlo en la huerta tenía su morbo rural, dudaba mucho que ella quisiera chiscar al aire libre, arriesgándose a miradas inoportunas.

  —Bueno, venga... Pero con cuidado, no vayamos a resbalar y tengamos un disgusto —accedió al fin, tras pensarlo (o fingir que lo pensaba) unos segundos.

  —Tranquila, que yo te agarro.

  Y en efecto la agarré. Enganché las manos a las dos formidables mitades de su culazo mientras me lanzaba hambriento sobre el primer plato, que como de costumbre eran sus tetas. Chupé uno de sus pezones con tanta fuerza que se le escapó un gemido y una de sus manos se aferró a mis “greñas de gitanito”, aunque no llegó a tirar para apartarme. Su otra mano bajó por mi torso mojado hasta que sus dedos rodearon mi verga y me masturbó despacio, acercando cada vez más la punta a su entrepierna. Estaba deseando que se la metiera, y no pensaba tardar mucho en darle el gusto. 

  Mis labios y mi lengua ascendieron por el extenso volumen de su pecho hasta el cuello, viajando despacio hasta el lóbulo de su oreja, para darle esos mordisquitos que tanto le gustaban y que la hicieron suspirar. No se si lo he mencionado antes pero mi abuela no tenía las orejas perforadas. Las escasas ocasiones en que usaba pendientes eran de esos que se sujetan con una pequeña pinza. Nunca le pregunté el motivo, pero teniendo en cuenta lo sensible que tenía esa parte del cuerpo la idea de atravesarla con una aguja no debía de resultarle agradable. Por mi parte, aproveché esa sensibilidad para llevarla al siguiente nivel de calentura, y cuando exploré con los dedos su carnoso coño no era el agua lo único que los humedecía.

  —Ay... qué manos tienes, hijo... —susurró.

  Animado por su cumplido, le metí mano un buen rato, introduciendo los dedos o frotando su abultado sexo con la palma de la mano, desde el pubis cubierto de vello anaranjado y espuma hasta donde me permitía la longitud de mi brazo. Ella separó las piernas, con los pies apoyados con firmeza en las paredes de la bañera. Notaba en mi mano la calidez de sus fluidos, pero estábamos mojados y el agua no se lleva bien con la lubricación natural del cuerpo humano, así que antes de penetrarla señalé a los botes de la repisa.

  —Pásame eso de ahí —le indiqué.

  —¿El aceite de bebés? —preguntó, mientras me daba el bote de plástico transparente.

  —Si, pero no lo llames así que me da mal rollo —dije.

  —¿Y como quieres que lo llame? —replicó, riendo y mirando el bote—. Lo compro por tu madre y tu tía, que lo usan cuando vienen. A mi no me gusta untarme con aceites.

  —Ni falta que te hace. Tienes la piel muy suave.

  —Ay, gracias, cariño. Tú también. Estás tan suavecito como cuando eras un bebé.

  —Joder, no hables de bebés.

  —¡Ja ja! Perdona, cielo.

  En otras circunstancias me habría distraído imaginando a mi madre o a mi tía desnudas, acariciando su bronceada piel hasta dejarla resbaladiza y brillante, pero en ese momento solo podía concentrarme en el cuerpo maduro que tenía delante. Volví a acariciar su coño, esta vez untándolo con el improvisado lubricante, que también extendí por toda la longitud de mi verga, lo cual me produjo una agradable y cálida sensación. Con las manos en sus caderas, doblé un poco las rodillas hasta que el capullo tocó la rosada raja. Ella puso los brazos en mis hombros, contuvo la respiración un momento y dejó salir el aire despacio a medida que la penetraba lentamente. Gracias al aceite y a sus propios fluidos mi tranca se hundió con facilidad, entrando centímetro a centímetro hasta que nuestros vientres se tocaron.

  —Uhmm... Así, mi vida... así... Cuidado no resbales.

  —Tranquila —dije, cerca de su oreja—. Dime una cosa... Anoche, cuando te dejé sola en tu dormitorio... ¿Qué hiciste?

  —¿Que... qué hice?

  Mientras hablábamos le administraba estocadas lentas y profundas, sobándole el culo y besando su cuello, con sus grandes ubres apretadas contra mi pecho. Cada acometida le arrancaba un suspiro o un tímido gemido.

  —¿Te tocaste después de que me fuese? —insistí—. ¿Te... tocaste oyendo follar a tu hijo con su mujer?

  —Sí... Me toqué. Me dejaste... —dijo ella, tras una pausa.

  —Te dejé muy cachonda... ¿a que si?

  —Sí, cariño... mucho. Me dejaste caliente y... llenita...de...

  —Llenita de leche, ¿verdad? Me corrí dentro de ti... y te llené de leche.

  —Uhmm... eso es... Tanta que salía fuera... cuando me metí los dedos...

  —¿Ah si? Dime... ¿te chupaste los dedos, eh? ¿Probaste... mi leche?

  —Si... Ay, Dios... Carlitos... me vas a... volver... loca...

  A medida que manteníamos tan interesante conversación había acelerado la velocidad y fuerza de mis empujones hasta el punto de impedirle seguir hablando. Se abrazaba a mí, jadeando, hasta que soltó un agudo grito de sorpresa cuando uno de sus pies resbaló debido al aceite que había caído al fondo de la bañera. Por suerte no llegó a caerse. Se agarró al borde y se quedó medio agachada, con cara de susto. Mi polla salió disparada de su caliente refugio y cabeceó en el aire, brillante y goteando.

  —¡Jesús Bendito! ¿Ves lo que... te decía? Casi nos caemos —se lamentó.

  —No pasa nada —dije, conteniendo la risa—Mira, ponte a cuatro patas, así no te caes.

  —¿Y no sería mejor seguir en otra parte? Mira que si nos hacemos daño y tenemos que ir a urgencias... A ver cómo explicamos lo que estábamos haciendo.

  —Joder, no te pongas en lo peor, que no va a pasar nada. Venga, a cuatro patitas, que yo te vea.

  —Ains... es que siempre tienes que salirte con la tuya, ¿eh?

  Con mucho cuidado se arrodilló frente a mí. Tenía encendidas sus redondeadas mejillas y el rubor se extendía por su pecho y los pecosos hombros.

  —Date la vuelta —le ordené.

  —¿Que me de la vuelta?

  —Si, date la vuelta. Quiero ver bien ese culazo que tienes.

  Intentó fingir, sin mucho éxito, que no le apetecía obedecerme, y giró despacio sobre las rodillas. Después dobló el cuerpo, apoyando los codos en el fondo de la bañera.

  —Junta las rodillas. Eso es... Levanta bien el culo —le indiqué.

  —¿Así está bien? Ni que me fueras a hacer un retrato —bromeó. Cuando mi abuela decía “retrato” se refería a una fotografía.

  —Si tuviese una cámara te lo haría.

  —¡Si, hombre! Solo faltaba eso.

  Sobra decir que su cuerpo en esa postura era digno de todas las fotografías del mundo. Si aquello hubiese sucedido hoy en día sin duda habría llenado la memoria de mi smartphone con cientos de imágenes de aquella impresionante madurita que se ofrecía sin pudor a su joven amante. Contemplé unos segundos el espectacular corazón de carne pálida que formaban sus nalgas en esa postura, acariciándome la aceitosa polla. Me agaché y metí la mano entre sus muslos, invadiendo de nuevo con los dedos la apretada raja, y le separé un poco los cachetes con la otra mano. El vello rojizo que adornaba su coño subía hasta formar una cobriza corona alrededor del ojete, apretado en un asterisco de color rosa oscuro.

  Cogí el bote de aceite y dejé caer un buen chorro sobre las nalgas, moviéndolo hacia los lados como quien deja caer miel en una enorme tostada. Lo extendí por la piel y me recreé en un untuoso magreo, moviendo las manos en círculos, bajando por los muslos para volver a subir y recorrer toda la amplia extensión de los glúteos hasta acariciar la parte baja de su espalda. Cuando apretaba la abundante carne de una nalga se formaban leves hoyuelos en la piel, y cuando la soltaba recuperaba su tersura. Resultaba curiosamente relajante, como esas pelotas antiestrés, y al mismo tiempo me excitaba muchísimo. Añadí más aceite, esta vez directamente sobre su esfínter, e introduje con cuidado el dedo corazón.

  —¡Ay! ¿Ya estás otra vez con eso? —se quejó, mirándome por encima de su hombro.

  —¿Qué pasa? En otro día te gustó. Cuando te metí la zanahoria.

  —Eh... No, no me gustó —dijo, sin mucha convicción.

  —Pero si te corriste como una loca. Hasta se te pusieron los ojos en blanco.

  —Si... bueno... pero...

  —Relájate, que no te voy a hacer daño.

  Antes de que pudiese decir nada más le metí el dedo entero, casi hasta el nudillo, y lo moví despacio para vencer la resistencia del musculoso anillo. La vi cerrar los ojos y respirar con fuerza, apretando los dientes. Saqué y metí el dedo varias veces, sin mucho esfuerzo gracias al aceite, aunque el ojete se cerraba con fuerza y palpitaba.

  —Tranquila... Si te duele dímelo. 

  Me lo tomé con calma, pues estaba decidido a no salir de esa bañera sin desvirgarle el culo a mi abuela, pero no quería hacerle daño. Mientras trabajaba sin descanso en la reticente puerta trasera, con la otra mano me ocupaba de su coño, introduciendo los dedos entre los también resbaladizos muslos. Ella no hablaba, solo respiraba profundamente y soltaba algún débil quejido, llevándose a la boca el dorso de la mano. La cosa marchaba bien, el círculo se ensanchaba y me atreví a introducir tres dedos, lo cual provocó en mi compañera un característico “¡uyuyuyuy!” 

  —¿Te duele? —pregunté, dejando los dedos dentro.

  —Un poquito... Más despacio, cariño... Por favor.

  Lo hice más despacio. Se le escapaba algún que otro “uy”, o hacía el típico siseo de cuando te golpeas el dedo de un pie contra la pata de una mesa, pero no me dijo que parase. Mis tres dedos encontraban cada vez menos resistencia por parte del esfínter y los hundía en el caliente túnel casi hasta los nudillos. Su postura era muy fotogénica pero debía resultarle incómoda, porque separó las rodillas, deslizándolas por el resbaladizo suelo de la bañera, lo cual facilitó el acceso vaginal de mi otra mano, donde el aceite se mezclaba con sus fluidos.

  —¿Te gusta? —pregunté.

  —Duele... un poco —dijo, con voz entrecortada y más aguda de lo normal.

  —¿Quieres que pare? 

  —No... Sigue, pero con cuidado... ¿eh?

  Seguí con cuidado. Gimió un poco cuando el meñique se unió a los otros tres dedos y al cabo de un rato también lo recibió sin problemas. Decidí que había llegado el momento de la verdad. Cuando saqué los cuatro dedos el ojete volvió a cerrarse casi del todo, le apliqué un buen chorro de aceite y me embadurné la polla, sobre todo la punta, antes de acercarla a las relucientes nalgas.

  —Te la voy a meter —anuncié.

  —Despacio, ¿eh? No seas bruto.

  —Descuida.

  Mi glande (el casco romano, como lo había llamado antes) era más grueso que la unión de mis cuatro dedos, lo cual hizo que encontrase resistencia al principio, sobre todo porque ella estaba nerviosa y apretaba, impidiéndome la entrada en dos ocasiones. A la tercera fue la vencida, y el ariete flanqueó muy despacio el estrecho anillo, hasta desaparecer dentro. Apoyé las manos en sus nalgas y empujé, muy despacio, embutiendo también el tronco. La sensación de victoria, y la placentera estrechez que rodeaba mi verga, me hicieron soltar un largo gruñido de triunfo. 

  La dejé dentro y me incliné un poco hacia adelante para ver mejor la cara de mi abuela. Tenía las mejillas rojas como manzanas, los ojos húmedos y los labios tensos. De estar en la cama, sin duda estaría mordiendo la almohada. Alargué el brazo para acariciarle el pelo y se sobresaltó un poco, como si estuviese concentrada en tolerar el dolor que le producía mi invasión. 

  —Hijo de mi vida... Eso es bastante más gordo que la zanahoria —dijo, intentando bromear.

  —¿Estás bien? ¿Quieres que pare?

  —No... Sigue. Pero despacito... ¿eh?

  Despacito, la saqué poco a poco, dejando dentro el capullo, y volví a meterla, agarrado a sus caderas. Repetí la operación durante un buen rato, sopesando la intensidad de sus gemidos, suspiros y siseos. Me daba un poco de miedo estar haciéndole daño de verdad y que no me lo dijese, solo por complacerme. A simple vista no había ningún problema, ni sangre ni nada parecido. Siempre había escuchado decir que la primera vez por detrás duele, y supuse que sus quejidos entraban dentro de lo normal. 

  Aumenté la velocidad con precaución, parando de vez en cuando para acariciarle las nalgas, las piernas o la espalda. Cuando mis embestidas sonaron como húmedas palmadas supe que no había ningún problema. Ella gemía y ahogaba pequeños gritos, pero no eran los propios de alguien que está sufriendo. En un momento dado, se apoyó solo sobre uno de sus codos y movió el otro brazo bajo su cuerpo. Se estaba masturbando, y eso me animó a darle todavía más caña.

  Si lavarnos mutuamente el pelo me había parecido algo íntimo y significativo, al compartir nuestra primera experiencia anal sentí una unión mucho más intensa, casi tanto como la que experimentaba al penetrar a mi madre. En el exterior la tormenta continuaba, torrencial y eléctrica. Le follé el culo sin piedad, gruñendo y hundiendo los dedos en las suculentas carnes de sus caderas, y muy pronto al rumor de la lluvia y los truenos se unieron sus exclamaciones de placer, invocaciones a Dios, la Virgen y todos los santos entrecortadas por fuertes gemidos y gritos. Su mano se movía a toda velocidad, produciendo un sonido de chapoteo en su chorreante coño, y todo su cuerpo temblaba. Sin duda aquel largo e intenso orgasmo compensaba el haberla dejado a medias la noche anterior.

  Por supuesto no tardé mucho en correrme, bramando cual venado en época de celo. Si taladrar un ojete era siempre tan placentero no me extrañaba que hubiese tantos homosexuales. Apretando la pelvis contra sus grandes nalgas descargué tal cantidad de semen que cuando saqué el cipote el blanco fluido rezumó fuera del palpitante ojete, resbalando por el perineo hasta el comienzo de la vulva. Estábamos empapados de pies a cabeza por una mezcla de agua, sudor y aceite, y era evidente que necesitábamos otra ducha.

  Descansamos unos minutos en la bañera, yo sentado en un extremo y ella tumbada en el fondo, con una pierna asomando por el borde y la otra sobre mi, despatarrada, impúdica, sorprendida y satisfecha por la nueva experiencia. 

  —Virgen Santa... Qué locura, hijo... —suspiró.

  —¿Te ha gustado? —pregunté, aunque sus recientes alaridos de placer eran respuesta suficiente.

  —Si, mucho... Pero esto no lo podemos hacer todos los días, ¿eh? Me arde el ojalillo como si me hubiesen metido guindillas... Ufff. —Movió un poco las caderas e hizo una mueca de incomodidad.

  —Ya te acostumbrarás.

  —Ay, tunante... —dijo, sonriendo y acariciándome el pecho con un pie.

  Volvimos a ducharnos, esta vez más rápido y sin lavarnos el pelo, y salimos de la bañera. Nos secamos con la misma toalla y bromeamos sobre lo ocurrido, comparando mi miembro viril con distintas verduras. Ella tenía preparado el atuendo nocturno habitual junto al lavabo, pero solo se puso unas inmaculadas bragas blancas y se cubrió con la bata floreada, sin poner mucho empeño en ocultar su profundo canalillo.

  —Anda, ve a tomarte una cervecita, cielo. Voy a secarme el pelo y hago la cena.

  Nos dimos un largo beso y fui a mi habitación a ponerme unos boxers limpios, acompañado por el sonido del secador. Sentado en la cocina, me fumé un cigarro y me bebí una bien merecida birra. El lechoncito, del que ya ni me acordaba, apareció con su trote cochinero y jugué un rato con él. La verdad es que el bicho era una monada.



  Al día siguiente, domingo, me desperté más temprano de lo que esperaba, teniendo en cuenta lo cansado que me había dejado el largo sábado. Eran las nueve y el sol brillaba tras las cortinas de la ventana, como si la tormenta de la noche anterior no hubiese existido. Estaba en la amplia cama de matrimonio y mi abuela, fiel a sus costumbres, debía llevar un rato levantada. Me desperecé y sonreí al oler su aroma en las sábanas, arrugadas y revueltas debido a nuestra actividad nocturna.

  El resbaladizo polvo en la bañera solo fue el primer acto de una impúdica obra que se prolongó hasta mucho después de la medianoche. Cuando nos acostamos quise compensarla por el escozor anal y puse en práctica las enseñanzas de mi madre, obsequiándola con una larga y entusiasta comida de coño. Retozamos durante horas, hasta caer agotados. No se cuantos orgasmos llegó a tener ella, pero yo me corrí dos veces, una dentro de su voraz boca y otra sobre sus tetazas. No dejaba de sorprenderme la creciente lujuria de mi madura anfitriona, cada vez más descarada y desinhibida (siempre que estuviésemos solo, claro). Ya no solo accedía a mis deseos, también me provocaba y tomaba a veces la iniciativa, algo sin duda nuevo y excitante para una mujer que siempre había sido recatada y sumisa con los hombres.

  Al rememorar lo sucedido mi erección mañanera cobró verticalidad y me di cuenta de que estaba completamente desnudo. Me levanté y busqué mis boxers, que encontré sobre una silla. No eran los mismos de la noche anterior sino unos limpios, doblados y colocados a mi alcance por las amorosas manos de mi abuela. Me los puse antes de salir al pasillo, pues aunque su actitud era más relajada no llegaba hasta el punto de permitirme andar por la casa desnudo y empalmado.

  La encontré frente a la encimera preparando el desayuno, como si hubiese adivinado a qué hora iba a levantarme. Había puesto en el transistor una emisora de copla y canturreaba, alegre y radiante como una recién casada disfrutando de los primeros y apasionados días de su matrimonio. Iba descalza y su bata floreada dejaba a la vista un generoso escote en el que enterré la nariz después de darle un húmedo beso de buenos días.

  —¿Has dormido bien, cielo? —preguntó, sonriente pero intentando que no le quitase la bata.

  —Muy bien.

  En el amistoso forcejeo que tuvimos junto al fregadero descubrí que no llevaba sujetador y ella reparó en el tamaño y dureza de mi madrugador misil.

  —Hijo de mi vida... ¿Es que no te cansas nunca?

  —Mira quién habla. Anoche casi me matas a polvos —dije, besando las pecas que adornaban la suave piel de su pecho.

  —Anda, vamos a desayunar y a trabajar un poco, que no podemos estar todo el día dale que te pego como conejitos, ¿eh?

  Se escabulló con coquetería de mis brazos y terminó de preparar el desayuno. Un polvete mañanero en la cocina habría estado bien, aunque el olor de las tostadas me hizo darme cuenta de lo hambriento que estaba y me senté a la mesa. Durante el desayuno, los botes de mermelada me hicieron recordar algo.

  —¿Tienes planes para el martes por la noche? —le pregunté.

  —Pues no, cariño. ¿Qué planes voy yo a tener? 

  —Estamos invitados a cenar en la mansión de Doña Paz. ¿Qué te parece?

  La noticia hizo que abriese mucho los ojos, dejó de untar su tostada y las gafas le resbalaron un poco hacia la punta de la nariz.

  —¿En serio? 

  —Claro. Le gustó mucho la mermelada, y dice que le caes bien —dije.

  —Bueno... A mí ella también me cae bien. Es una señora muy educada y agradable, digan lo que digan —afirmó mi abuela, mientras se subía las gafas y retomaba el untamiento tostadil.

  —Deberíais haceros amigas. Tenéis más o menos la misma edad y no es como esas viejas amargadas del pueblo. Además, siempre viene bien tener una amiga millonaria.

  —¿Qué más dará el dinero? No me seas pesetero, hijo —me regañó. 

  —Y no te preocupes, no va a estar el rijoso del alcalde. Se va de viaje.

  —¿Por qué llamas rijoso a Don Jose Luis? —preguntó, extrañada.

  —Eh... No se, tiene pinta —dije. “Ah, si yo te contara”, pensé.

  Continuamos desayunando con tranquilidad. Yo ataqué la segunda tostada y a mi abuela se la veía distraída. La noticia la había dejado pensativa y masticaba lentamente, dando pequeños sorbos a su café con leche.

  —Ains... ¿Y qué me voy a poner? —exclamó de repente, preocupada. 

  —Lo que quieras. Tu estás guapa con cualquier cosa.

  —Gracias, tesoro. Pero... Doña Paz es tan elegante... Y seguro que su casa es preciosa.

  —Vas a flipar cuando la veas. Es un puto palacio.

  —Ay, no me pongas más nerviosa, Carlitos —se lamentó.

  —No tienes por qué preocuparte. Doña Paz sabe que no somos ricos y no creo que le importe cómo vayamos vestidos. Pero si quieres, mañana podemos ir de tiendas. 

  —Pues no es mala idea —dijo ella, sonriendo de nuevo—.Además, hay que hacer la compra, que no hay de nada. Me suele llevar tu tío David o Bárbara, pero ahora que estás aquí, si no te importa...

  —¿Qué me va a importar? Yo te llevo a dónde haga falta. Si quieres hasta me pongo el uniforme de chófer y te llamo señora.

  —¡Ay, si es que eres un sol! —Se inclinó hacia mí, de forma que sus tetas se balancearon sobre la mesa y casi vuelca los botes y tazas en el mantel, y me dio una serie de sonoros besos en la mejilla agarrándome de la nuca— ¡Te comería enterito!

  —Bueno, ya sabes por dónde puedes empezar.

  —Ay, tunante...

  Después del desayuno me puse mi habitual outfit, como se dice ahora, consistente en unos pantalones de chándal negros con franjas blancas a los lados, todo un clásico que me aportaba la comodidad y elegancia del táctel, y una camiseta descolorida con el logotipo de una banda de rock. Mientras mi abuela se ocupaba de alimentar a las gallinas yo cumplí mi promesa de construirle un corralito al lechón.

  Elegí un espacio despejado cerca del huerto y clavé varias estacas en el suelo, a las que sujeté unos cuantos metros de esa malla metálica de alambre cuyos huecos tienen forma de rombo. Mi fuerte nunca han sido los trabajos manuales, pero el corral no quedó mal del todo, teniendo en cuenta que lo había improvisado con los escasos materiales que encontré en el cobertizo junto al gallinero. Metimos dentro a Frasquito y el diminuto puerco no tardó en revolcarse por el barro, cosa que nos hizo reír.

  —Míralo que contento está —dijo mi abuela, mirando al lechón con una ternura que me puso un poco celoso.

  —De noche será mejor no dejarlo aquí, o cualquier bicho que pase se lo merienda.

  —Tienes razón, cielo. De noche lo meteremos en el garaje.

  Nos quedamos allí un rato mirando al cochino, y caí en la cuenta de que era domingo, el día en que mi abuela realizaba su ineludible visita a la iglesia. Desde que lo metieron en el talego por violar al monaguillo no habíamos vuelto a tener noticias de Don Basilio, lo cual era lógico. Si se le ocurría volver al pueblo como mínimo lo colgarían del campanario.

  —¿Vas a ir hoy a misa? —pregunté.

  —No, hijo. Aún no han mandado a un cura nuevo.

  Dos semanas antes aquello habría sido una tragedia, pero en ese momento no parecía importarle demasiado pasar un domingo sin comulgar y confesarse. Otro síntoma de lo mucho que estaba cambiando la devota viuda.

  —Yo voy a bajar al pueblo. Tengo que ir al estanco. ¿Quieres venirte y damos una vuelta? —dije.

  —Gracias, pero mejor que no. La tormenta lo ha dejado todo hecho un asco y tengo mucho que hacer.

  —Vale. No tardaré mucho.

  Le di un beso de despedida, en la mejilla pues estábamos en el exterior, fui a por la cartera y me subí al Land-Rover. No me entusiasmaba la idea de dejarla sola, pero como ella misma me había dicho sabía cuidarse, y solo iba a ser un rato. Todavía me escamaba el regalo de Montillo, e incluso barajé la idea de conseguir un arma. Quizá estaba exagerando. El caso es que apenas me quedaba tabaco, y además quería comprarle algún detalle a mi abuela para agradecerle la formidable noche que habíamos pasado.

  

  De camino al pueblo vi que la tormenta había hecho estragos en los alrededores. Encontré a mi paso algunos árboles caídos, ramas partidas y grandes charcos en los profundos baches de la carretera. Conduje con cautela hasta entrar en las calles empedradas del villorrio y aparqué junto a la iglesia, como de costumbre. En la plaza vi un par de corrillos formados principalmente por mujeres mayores, entre las que reconocí a algunas de las beatas amigas de mi abuela. Sin duda se lamentaban por la falta de sacerdote, lo mismo que estaría haciendo Doña Felisa si su devoción hacia mi pene erecto no le hubiese ganado terreno a su devoción cristiana.

  En el estanco encontré a Sandra tras el mostrador, con su pinta de choni y el rictus desabrido en su rostro vulgar. En mi última visita le había hecho un comentario malicioso sobre Monchito, su amante retrasado y superdotado (curiosa paradoja), y el odio en sus ojos era más intenso que de costumbre. Los carnosos labios pintados de rojo se estrecharon en una fina línea cuando me acerqué. Llevaba el pelo recogido con una diadema verde fluorescente y un escotado top rosa.

  —¿Cómo va eso, guapa? —saludé, aumentando su nivel de hostilidad.

  —No empieces con tus tonterías, retaco, que no tengo el coño para farolillos. ¿Qué quieres? —dijo.

  Sonreí y me apoyé en el mostrador, como si fuese la barra de un bar. Miré alrededor y hacia la puerta de la trastienda, para asegurarme de que estábamos solos.

  —Mira, bonita... Voy a venir por aquí a menudo, y estaría bien que dejases las borderías o me voy a tener que enfadar. Y si me enfado a lo mejor tengo que hablar con mi amigo Manolo, tu ya me entiendes.

  Mis aires de matón no la impresionaron mucho, pero cuando mencioné a su marido vi un destello de miedo aparecer en sus ojos maquillados. 

  —Puedes hablar con mi marido todo lo que quieras. No se va a creer nada de lo que le digas —dijo ella. Intentaba sonar dura pero le tembló un poco la voz.

  —¿Seguro? Yo creo que sí. Ya anda con la mosca detrás de la oreja por ciertos rumores que escucha. Sabes de qué te hablo, ¿no?

  —Eso... Solo son rumores... Inventos de la gentuza del pueblucho este... 

  —Para mí no son rumores. Te vi gozando como una perra cuando el tonto te empotró en el escritorio de la trastienda.

  Mi revelación tuvo un efecto que no esperaba. La agresividad desapareció del todo del rostro de la estanquera. Sus ojos se humedecieron y le tembló el labio inferior. Estaba tan asustada que casi me dio pena.

  —No... No le digas nada, por favor... ¿Qué... qué es lo que quieres? —dijo, con voz suplicante y gangosa, al borde del llanto.

  —Podría hacer que me la chupes, pero ya voy bien servido. Además, te sabría a poco después de haber probado el pollón de Monchito —respondí, socarrón.

  —Te la chupo... Vamos ahí detrás y te como la polla... Hasta me puedes follar si quieres... Pero no le digas nada a mi marido... ¡Me mata! Tú no le conoces... Si se entera me mata...

  La cosa comenzaba a ponerse demasiado patética y se me quitaron las ganas de seguir bromeando. A Sandra se le había corrido el maquillaje y sus lágrimas dejaban un rastro negruzco en sus mejillas. Sorbió los mocos y sollozó un par de veces. 

  —No te voy a follar. Solo quiero que a partir de ahora me trates bien, ¿entendido? Seguro que puedes ser simpática si lo intentas.

  —Si... Lo haré. Te lo juro —dijo, asintiendo deprisa una y otra vez.

  Sacó un pañuelo, se sonó la nariz y se secó las lágrimas. La verdad es que era bastante guapa, dentro de su estilo barriobajero, sobre todo en ese momento, con los ojos enrojecidos e intentando sonreírme. 

  —¿Has visto a Monchito últimamente? —pregunté.

  —No... Desde hace días. Creo que el cabrón de su padre lo tiene encerrado —dijo.

  Por su expresión era evidente que echaba de menos a su amante. ¿Echaba de menos el placer que le proporcionaba su enorme cipote o realmente se había enamorado del hijo de Montillo? 

  —No está encerrado. Ayer estuvo en mi casa —dije, tratando de consolarla.

  —¿Ah si? ¿Y está... está bien?

  —Si, no te preocupes. Está bien.

  Sorbió de nuevo por la nariz y sonrió, cosa que le favorecía bastante. Su cambio de actitud, unido al sugerente escote, casi me hacen cambiar de idea sobre lo de follármela en la trastienda, pero no quería formar parte de aquel drama rural con maridos celosos y retrasados. Un drama que, para colmo, yo había iniciado durante mis primeros experimentos con el tónico. Le pedí dos paquetes de Lucky y elegí para mi abuela una de esas cajitas metálicas de caramelos, decorada con abigarrados relieves florales.

  —¿Qué te debo? —pregunté al tiempo que sacaba mi cartera.

  —Nada... Invita la casa.

  —No hace falta. No te quiero buscar problemas con tu suegro por no cobrarme.

  —Invito yo. No te preocupes.

  Me sonrió y metió las cosas en una bolsa. Era una pena que fuese tan antipática teniendo una sonrisa tan bonita. Al menos había conseguido que dejase de serlo conmigo. Aunque fuese por miedo a que contase su secreto, sería simpática a partir de entonces. Cuando me disponía a irme dejó de sonreír y me habló.

  —Oye... si vuelves a ver a Monchito...

  —¿Si?

  —No... Nada. No importa —dijo, a punto de llorar otra vez.

  Salí del estanco, satisfecho por haber resuelto el asunto y un poco triste por Sandra. Unas semanas más tarde me enteraría de que estaba embarazada, y al cabo de unos meses dio a luz a un rollizo y saludable niño. No era retrasado pero, por lo que decían, su parecido con la familia Montillo era innegable. En fin, cosas de los pueblos.

  Cuando llegué al Land-Rover me esperaba una desagradable sorpresa. Apoyados en el vehículo, uno sobre la puerta del conductor y otro medio sentado en el capó, me esperaban dos tipos a los que no había visto en mi vida. El del capó era un gigantón entrado en kilos, de brazos fuertes y cabeza afeitada, con un grueso aro de oro en cada oreja. El otro era menudo y fibroso, con una larga melena negra y ondulada, mirada astuta y sonrisa ladina. Saltaba a la vista que ambos eran de etnia gitana, tanto por el color de su piel y sus rasgos como por la llamativa forma de vestir y la abundancia de cadenas y anillos de oro. 

  Me detuve a un par de pasos con las llaves en la mano, haciendo ver que era mi coche y que quería subirme. Los saludé con la cabeza, disimulando mi miedo con una amplia sonrisa, y no hicieron ademán de moverse. En la ciudad no solía tener problemas con los gitanos, en gran parte porque físicamente me parecía mucho a ellos, y en el pueblo rara vez me había cruzado con alguno, mucho menos con aquellos dos ejemplares arquetípicos que me miraban como dos linces a un conejo indefenso.

  —¿Puedo ayudaros en algo? —pregunté.

  —Sube al coche. Vamos a dar una vuelta —dijo el bajito, apartándose de la puerta.

  No me amenazaron con ningún arma, y su actitud no era agresiva, pero estaba claro que si no obedecía no saldría de una pieza de aquel callejón junto a la iglesia. Los tipos exudaban peligro y lo sabían. El grandullón se acercó a mí despacio, con los enormes brazos cruzados sobre el pecho.

  —A ver... No nos pongamos nerviosos —dije, visiblemente nervioso—. Si queréis dinero, os lo doy y punto.

  —¿Tenemos pinta de que nos haga falta tu calderilla? —dijo el alto, con el peculiar acento de su gente.

  A juzgar por la cantidad de oro que llevaba encima, era obvio que no necesitaban mi escaso capital. El bajo miró a su compañero, indicándole con un sutil gesto que no fuese violento conmigo, y a continuación señaló la puerta del coche, mirándome.

  —Sube y no hagas el tonto, hermano, que no te vamos a hacer nada. Nuestra jefa quiere hablar contigo. Andando.

  —¿Quién... es vuestra jefa? —pregunté, cada vez más acojonado.

  —Qué cansino el payo. Al final lo meto yo en el coche de una mascá —se quejó el gigante, menos paciente que su compinche.

  —Tranquilo, primo —dijo el otro, antes de dirigirse de nuevo a mí—. Sube, hermano, que por las malas va a ser peor.

  No quería que fuese peor, así que obedecí. Con mano temblorosa, abrí la puerta y me senté al volante. Los escasos lugareños que había en la plaza estaban a lo suyo y no vieron lo que ocurría. El bajito se subió al asiento del copiloto y el grande se acomodó en la parte de atrás.

  —Muy guapo este carro, hermano —dijo el melenudo.

  —Era de mi abuelo. No vale mucho, la verdad... 

  —¡Que no te queremos robar, copón! Qué cansino... —me interrumpió el calvo.

  —Tranquilo, primo. Y tú arranca, que yo te voy indicando.

  Arranqué y comenzaron los treinta minutos más largos de mi vida. Salimos del pueblo y nos internamos en el laberinto de carreteras secundarias de la comarca, entre bosques y pronunciadas cuestas. El gitano delgado solo hablaba para indicarme el camino y el corpulento cantaba muy bajito, con voz ronca. No me atreví a preguntar nada y por más que me devanaba los sesos no imaginaba quién podría ser la jefa de esos dos matones.

  En un momento dado me indicaron que girase a la derecha, saliendo de la carretera para adentrarme en un camino de tierra que atravesaba un espeso pinar. Me sorprendió que en la rudimentaria carretera no hubiese baches ni piedras. Estaba totalmente lisa, como si la cuidasen a diario, y los pinos formaban un túnel de ramas que me habría resultado bonito en otras circunstancias. Tras unos minutos, el camino desembocó junto a una alta tapia cubierta de enredaderas. No eran fruto del abandono, sino una meticulosa obra de jardinería que cubría el muro sin dejar un palmo a la vista. Me detuve junto a una enorme verja de hierro pintada de verde y mi copiloto hizo un gesto en dirección a una cámara de vigilancia. En pocos segundos la verja se abrió.

  Entré en los cuidados jardines de una finca de buen tamaño, aunque ni por asomo tan grande como la de la alcaldesa. Aparcamos frente a una casa de estilo colonial, de dos plantas y con una cuidada fachada blanca. Nos bajamos del coche y mis captores me indicaron que los siguiese hasta el interior de la vivienda.

  Me encontré en un amplio vestíbulo cuya decoración podría definirse como una mezcla entre un burdel de los años veinte y un tablao flamenco. En las paredes colgaban abanicos, mantones de Manila y sugerentes cuadros de mujeres morenas con claveles en el pelo en distintos grados de desnudez. Todas las ventanas estaban cubiertas por gruesos cortinajes rojos y todo estaba envuelto en una leve penumbra encarnada.

  A unos metros de la puerta principal había otra puerta más grande, de caoba tallada con figuras que no llegué a distinguir, custodiada por otro fornido representante del pueblo romaní, aunque este no se adornaba con joyas y vestía un traje blanco con camisa roja. Mis guías me indicaron otra puerta más pequeña que daba a un pasillo, y tras atravesar muchos metros de corredores decorados de forma parecida al recibidor llegamos a un amplio despacho.

  Allí la decoración era ligeramente más sobria. El suelo estaba cubierto por una enorme alfombra, había numerosas plantas adornando las paredes, tanto plantas vivas como pintadas, varias estanterías con libros y un robusto escritorio de madera. Me indicaron que me sentase en una de las cómodas butacas que había frente al escritorio y salieron del despacho, dejándome solo y más confuso que antes. 

  No estuve solo mucho tiempo. En una de las paredes se abrió una puerta lisa que no había visto hasta entonces, dando paso a una figura femenina. Debía de ser la jefa, y efectivamente no la había visto en mi vida. Se cercó al escritorio con andares enérgicos y elegantes, sentándose en el borde, a poca distancia de mi desconcertada persona. A pesar del miedo, no pude evitar apreciar la belleza de la mujer.

  También era gitana, de entre treinta y cinco y cuarenta años, pero no se parecía en nada a sus matones. Debía rondar el metro setenta y tenía silueta de guitarra, cintura estrecha, caderas redondeadas y un buen par de tetas. Llevaba un vestido veraniego, floreado y ceñido al cuerpo, que dejaba a la vista unas pantorrillas cuyos atrayentes volúmenes sugerían que hacía ejercicio a menudo, o que tenía buena genética, o ambas cosas. Una espesa melena negra y rizada enmarcaba su rostro moreno, de boca ancha, nariz ligeramente aguileña y unos espectaculares ojos de un profundo verde oscuro. Sin decir nada, me miró sonriendo, mostrando una reluciente funda de oro entre sus perfectos dientes. Fuera quien fuese, estaba seguro de que era la mujer más atractiva que había visto en mi vida.

  —¿Te han tratado bien mis chicos, Carlos? —preguntó.

  Su voz era grave pero femenina, con una entonación extraña que no supe identificar, como una mezcla de varios acentos. A esas alturas, que supiese mi nombre no me sorprendió demasiado.

  —Eh... Sí, señora... —conseguí decir—. Si no es molestia... ¿Podría decirme quién es usted y qué... por qué estoy aquí?

  —Me llamo Ágata. Puedes tutearme, por cierto.

  —Ágata... Encantado. Pero sigo sin saber... eh... quién eres.

  —Doctora Ágata Montoya —dijo. Cruzó las piernas y sonrió de nuevo, sensual y amenazante a partes iguales— ¿Te suena?

  


CONTINUARÁ...



  

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