Poco después de la puesta de sol, los potentes focos que iluminaban la arena de El Coliseum se encendieron, provocando gritos de júbilo e impaciencia en las miles de personas que miraban desde las gradas.
El enorme edificio circular, adornado con arcos y columnas de mármol y majestuosas esculturas, parecía llevar allí miles de años. En realidad tenía poco más de un siglo. Uno de los primeros alcaldes de la ciudad, un extravagante multimillonario, lo había mandado construir, pagándolo con su propia fortuna, y nadie sabía el motivo. Después de su muerte, el monumento quedó abandonado y las bandas se lo apropiaron para celebrar sus populares combates entre líderes.
En el palco principal, flanqueado por una colosal diosa desnuda con una lanza y un dios de falo erecto que empuñaba una maza, se sentaban los líderes y principales lugartenientes de las bandas, mezclados con personajes poderosos de la ciudad. Empresarios, banqueros, deportistas, modelos, jueces, e incluso el alcalde, conversaban animadamente, comían, bebían y flirteaban. Además de para ver el combate, muchos acudían para participar en el jolgorio que se extendía por las gradas, donde abundaba el alcohol, las drogas y los cuerpos con poca ropa.
Sentado cerca de un fiscal se encontraba el comisario Graywood, observando con el ceño fruncido cuanto le rodeaba y con una severa mirada en sus ojos grises. En teoría, los combates de El Coliseum eran ilegales, pero para la policía era más fácil hacer la vista gorda, e incluso acudir al evento, que intentar acabar con una tradición tan arraigada entre los criminales de la ciudad. Miró por enésima vez el asiento vacío entre el suyo y el de Tarsis Voregan.
—Parece que nuestra vaquita se retrasa —dijo el líder de los Toros de Hierro, mirando al comisario con su habitual sonrisa irónica.
Graywood detestaba a aquel presuntuoso delincuente de melena rubia, detestaba que fuese amante de su hija y detestaba que la llamase "vaquita".
—Nunca ha sido demasiado puntual —afirmó el comisario, sin mirar siquiera a Voregan.
—Me ha sorprendido verle aquí —dijo Tarsis—. Su hija dice que no le gustan estos combates.
—No pensaba venir, pero no me agradaba la idea de que Darla estuviese sola entre tanta gentuza.
—¡Ja, ja, ja! Así que está aquí por amor paterno, ¿eh?
El veterano policía clavó sus duros ojos en los del Toro. No le gustaba el tono malicioso en el que había pronunciado la última frase. ¿Acaso Darla le había hablado de los encuentros incestuosos que mantenían desde hacía años? Prefirió pensar que su hija era demasiado inteligente para eso, soltó un gruñido de asentimiento y apartó la vista del arrogante joven.
—No se preocupe, comisario. Nuestra vaquita sabe cuidarse sola.
Situados en amplios pasajes subterráneos , los vestuarios de El Coliseum eran sombríos y silenciosos. Allí apenas llegaba el alboroto del exterior, y Laszlo Montesoro lo agradecía. Estaba sentado en un banco de madera, realizando ejercicios de respiración para concentrarse. Estaba ansioso por combatir; deseaba la victoria más de lo que nunca había deseado nada. Y Kuokegaros, el dios primitivo cuyo poder le llenaba las venas con un calor sobrenatural, estaba impaciente.
En aquellas estancias de paredes rocosas solo se permitía la entrada a los líderes, a sus lugartenientes, y a uno de los numerosos árbitros que supervisaban la contienda, para comprobar que los luchadores no llevasen armas ocultas, algo improbable ya que combatían casi desnudos. A el líder de los Pumas Voladores no le había agradado en absoluto que aquel tipo con camiseta a rayas blancas y negras le metiese un dedo enfundado en látex por el culo, pero era parte de las normas. Se había adoptado esa medida quince años atrás, cuando la entonces líder de los Murciélagos Dorados había degollado a su adversario con una navaja automática que ocultaba dentro de su vagina. Desde ese día, la inspección de orificios corporales era obligatoria.
Koudou se encontraba a escasos metros de su líder, apoyado en el muro y fumando con expresión inescrutable. Loup Makoa, la cuarta persona en la estancia, miró a Laszlo con una sonrisa burlona mientras este se subía los cortos calzones que llevaría en la arena, mitad negros y mitad púrpura.
—¿No me digas que no te ha gustado aunque sea solo un poco, jefe?
—Cállate, Makoa —gruñó el líder.
—Todo en orden —dijo el árbitro en tono solemne. Se quitó el guante y lo arrojó a una papelera —. Dentro de diez minutos pronunciarán tu nombre por los altavoces y saldrás a la arena.
Laszlo miró al guerrero negro, quien asintió con gesto grave. Era la muestra de apoyo más efusiva que obtendría del siempre adusto Koudou. Loup Makoa, en cambio, le dio un largo abrazo y un beso en la mejilla.
—Suerte, jefe. Haz que esa enorme zorra pida clemencia.
Era lo único en lo que pensaba. Durante los dos días que había pasado en casa de Biluva, alternando sesiones de sexo salvaje para apaciguar su ánimo exaltado y ejercicios de meditación, no pensaba en otra cosa que en humillar a La Capitana delante de toda la ciudad. Casi no se acordaba de lo que supondría la victoria o la derrota, de la libertad de Ninette o del futuro de Los Pumas Voladores. Solo pensaba en ganar.
A varios kilómetros de El Coliseum, un potente deportivo de dos plazas, de color azul cobalto, se dirigía a toda velocidad a la urbanización más exclusiva de las afueras. Al volante iba Darla Graywood, con su corta melena negra recogida bajo un pañuelo y los ojos verdes mirando al frente sin pestañear.
Desde que Farada y Lethea, las dos desertoras de los Toros de Hierro, lo habían hecho huir en el aparcamiento de su hotel, no sabía nada de Black Manthis, y desde entonces apenas conseguía conciliar el sueño o concentrarse en sus negocios. Había llamado al número que le diese su padre para contactar con el asesino, pero la línea había sido dada de baja. Nunca se podía contactar con él dos veces de la misma forma, y por eso conducía hacia la mansión de sus padres.
Su madre, la esposa del comisario, era hija de un multimillonario y difunto magnate de la prensa, y su dinero había pagado la inmensa villa, así como todos los lujos de los que disfrutaba la familia Graywood. En la verja de entrada había una garita donde un guardia de seguridad vigilaba las veinticuatro horas, pero esa noche no estaba, cosa que contribuyó a aumentar la inquietud de Darla. Abrió la verja automática ella misma, colocando la mano en un panel que identificó sus huellas, y condujo de nuevo hasta la puerta principal de la residencia.
Nadie contestó al timbre. Apenas eran las nueve, y el diligente mayordomo de las familia tendría que haberle abierto de inmediato. Sacó de su bolso las llaves, con manos temblorosas, y empuñó el pequeño revólver que solía llevar encima, plateado y con sus iniciales grabadas en la culata de marfil. Su padre se lo había regalado cuando se mudó a la ciudad, y le había resultado útil en más de una ocasión.
Caminó despacio por el ancho recibidor, iluminado pero desierto, y se quitó los zapatos de tacón alto al reparar en lo mucho que resonaban sus pasos entre las columnas, los grandes espejos y las carísimas obras de arte. Llegó hasta el espacioso comedor principal. Allí tampoco había nadie, y el sudor frío comenzó a recorrerle la espalda. Resistió la tentación de llamar a gritos a su padre. ¿Dónde demonios estaba? ¿En El Coliseum, con sus corruptos jefes y colegas? Ni hablar; papá nunca iba a los combates. ¿Y mamá? ¿Y los jodidos criados?
Entró en la cocina, en los salones y salas de estar, en la biblioteca y el estudio del comisario, en la sala de música y los aseos. Nadie. Con el dedo el el gatillo de su arma, Darla subió al segundo piso de la mansión.
Fue directamente a la alcoba principal, y cuando abrió la puerta se quedó paralizada en el sitio, con la boca abierta. Sobre la cama de matrimonio estaba su madre, completamente desnuda, con las muñecas atadas a la espalda con cintas de cuero negro, al igual que los tobillos y las rodillas. Se encontraba en una postura muy poco decorosa para una mujer de su clase, con las rodillas clavadas en la cama, las nalgas levantadas y el cuerpo doblado de tal forma que su cara se apoyaba en la colcha, sucia de lágrimas, maquillaje y semen.
En la habitación había ocho hombres, todos ellos también desnudos. Darla reconoció al mayordomo, a dos jardineros, cuatro de los guardias de seguridad y el chófer. Éste último, un tipo de mediana edad robusto y velludo, estaba arrodillado detrás de la señora, agarrado a sus caderas y penetrándola una y otra vez con embestidas rápidas. Los demás miraban, unos esperando su turno, otros masturbándose, rozando con sus miembros o sobando con las manos el cuerpo de su madura jefa.
A sus cincuenta y ocho años, la señora Graywood no se conservaba mal, aunque le sobraban unos cuantos quilos. Era más alta que su hija, de piernas largas y trasero llamativo, caderas anchas y grandes pechos naturales que en eso momento temblaban como flanes bajo los empujones de su amante. Pero lo que realmente llamó la atención de Darla fue el rostro de su madre. Tenía los ojos enrojecidos y las mejillas churretosas de quien lleva varias horas llorando, la mirada casi perdida, como ajena a cuanto la rodeaba, y una expresión de terror que contraía sus normalmente atractivas facciones.
Darla levantó el revólver, y en ese momento el chófer reparó en su presencia, dejó de sodomizar y levantó las manos. Parecía muy asustado, pero no solo del arma que le apuntaba. Los demás hombres dejaron de tocarse o tocar y la miraron de igual forma.
—¡Se... señorita Darla, no dispare! —exclamó el mayordomo, quien segundos antes estrujaba con una mano la teta de su señora—. No... nosotros no queríamos.
—¿Pero qué dices? ¿Qué le estáis haciendo a mi madre, hijos de perra? ¡Desatadla! —gritó Darla.
Estaba a punto de comenzar a disparar cuando el más joven de los jardineros, un negro con brazos como troncos, señaló al otro extremo de la habitación. Darla giró la cabeza para ver a una silueta oscura que la miraba desde lo alto de un antiguo armario, en cuclillas y con dos largos cuchillos de hoja curva apuntando hacia abajo, como la sombra de una enorme mantis religiosa.
—No se enfade, señorita Darla —dijo Black Manthis, con su voz meliflua—. Su madre tiene suerte de tener unos empleados tan afectuosos. Apenas tuve que insistir para que lo hicieran.
Darla retrocedió un paso. Su madre había comenzado a sollozar de nuevo, los hombres que la rodeaban parecían congelados, con gotas de sudor resbalando por sus cuerpos. Tenía que apretar el gatillo, pero los dedos no le respondían. Sabía que, si el primer disparo no terminaba con Black Manthis, ella y todos los presentes estaban sentenciados.
—A decir verdad —continuó el asesino—, lo que realmente les convenció fue esto.
Golpeó con un talón el armario, y las grandes puertas se abrieron de par en par. Dentro no había ropa, sino un amasijo de cuerpos descuartizados. A pesar del pánico, Darla distinguió una pierna de mujer, un seno pequeño de pezón oscuro, y la cabeza de Claudia, la cocinera. Las demás debían de ser el resto de personal femenino de la mansión: dos doncellas y una pinche. El chófer, situado todavía detrás de su gimoteante madre, comenzó a maldecir, derramando también gruesas lágrimas. Darla recordó que la rolliza cocinera era su esposa.
—¡Dispare, joder! ¡Mate a ese engendro!
—Hija... hija mía, por favor... ayúdame...
—¡Aprieta el puto gatillo, estúpida! —gritó uno de los guardias, olvidándose del respeto debido a la hija de su jefa.
La joven sacudió la cabeza, intentando apartar la vista del grotesco espectáculo de los cadáveres desmembrados, y miró fijamente a Black Manthis. Apretó el gatillo, una, dos, tres veces, hasta agotar la munición. El asesino se movió a una velocidad inhumana, evitó las seis balas saltando y volando casi por toda la habitación, hasta caer justo enfrente de la pistolera. Se movía con la misma elegancia asexuada que Darla había visto en el aparcamiento. Aunque ya no era una amenaza, el ser enmascarado le arrebató la pistola de un fuerte golpe y la envió lejos. Darla gritó de dolor y se sujetó la muñeca herida.
—¿Por qué haces esto? Yo no tuve la culpa de lo que pasó... Esas mujeres te atacaron por su cuenta —dijo la hija del comisario, superando parte del intenso miedo para encararse con su adversario.
—Nunca he sido derrotado. Nunca. —La voz del asesino perdió dulzura a medida que hablaba, volviéndose más áspera.
—¿Es que tengo yo la culpa de que pudiesen contigo?
La osada pregunta provocó que Black Manthis agarrase el cuello de la mujer con una sola mano y la levantase del suelo. Darla golpeó el brazo largo y fibroso, y pataleó inútilmente mientras su rostro enrojecía.
—No me gustan las sorpresas, señorita Graywood. Y fuese o no fuese culpa tuya, vas a ser la primera en pagar las consecuencias. Así esas dos putas podrán hacerse una idea de lo que les espera cuando las encuentre.
Darla intentó gritar y se revolvió con fuerza. Se sentía de nuevo tan impotente e indefensa como cuando aquellos dos tarados la violaron en el callejón, e igual que durante el tiempo que pasó prisionera de Lazslo Montesoro, siendo utilizada como una muñeca hinchable una y otra vez. Ninguno de los ocho hombres de la habitación, la mayoría de ellos jóvenes y fuertes, movió un dedo para socorrerla, paralizados por el miedo.
Con la mano que tenía libre, Black Manthis le desgarró la blusa y se la arrancó, dejando al aire los pechos firmes y temblorosos. A continuación le despedazó la falda y las bragas a base de rápidas cuchilladas, tan precisas que no llegaron a tocar la suave piel, dejándola desnuda salvo por las medias blancas que envolvían en seda sus piernas. Sin esfuerzo alguno, la lanzó a través de la estancia, y aterrizó despatarrada en la cama, cerca de su madre, quien parecía haber entrado en un estado catatónico y ni siquiera la miró.
—Vamos, chicos —dijo el asesino. Su voz había cambiado de nuevo, y ahora era sensual, casi hipnótica—, dejad de demostrarle vuestro amor a la señora y disfrutad del segundo plato. Os apetece carne fresca, ¿verdad?
Como autómatas sometidos a la voluntad de su amo, los siete hombres y sus miembros erectos rodearon a Darla Graywood. Antes de que pudiese reaccionar, dos de ellos le sujetaron los brazos y otros dos las piernas, separándoselas para exponer su raja rasurada. La miraban con una mezcla demancial de deseo, miedo y resignación. El jardinero negro, con su enorme tranca palpitando en la mano, se arrodilló en la cama frente a ella y la penetró de forma tan salvaje que un agudo chillido se escuchó en toda la mansión. Gritó hasta que una mano le sujetó la cabeza y un cilindro de carne caliente entró en su boca hasta la garganta. Los demás miraban, sujetaban el hermoso cuerpo que se retorcía de dolor y frustración, la magreaban con sus manos encallecidas y esperaban su turno.
Ninette se removió inquieta en el banco del vestuario cuando Brenda, sentada junto a ella, se inclinó hacia Esther y le habló.
—¿Dónde se habrá metido Caimán? Ese hijo de perra no se perdería el combate por nada del mundo —preguntó la muchacha rubia, con sus carnosos labios curvados en una sonrisa malévola.
La otra chica se limitó a encojerse de hombros, y la lugarteniente cautiva de los Pumas Voladores, a quien ahora también llamaban Libélula, contuvo la respiración durante unos segundos. Ella había sido la última en ver a Caimán con vida, en los mugrientos aseos de un tugurio, antes de estrangularlo hasta la muerte con una cadena. Intentó convencerse a sí misma de que no tenía de qué preocuparse. Sherry, la joven llamazona, era la única que lo sabía, y tenía motivos de sobra para guardarle el secreto.
—¿Qué te pasa, rubita? ¿Estás nerviosa? —dijo Brenda.
—Eh... Un poco —contestó Ninette.
La Capitana estaba a poca distancia, realizando ejercicios de calentamiento que amenazaban con romper las costuras de su atuendo de combate. Era una especie de bikini de camuflaje, verde y blanco, que hubiese resultado pequeño para cualquier mujer y parecía diminuto en el cuerpo enorme, musculoso y exuberante de Fedra Luvski. Las tres jovencitas se miraron entre ellas cuando la árbitro se acercó a la giganta con el guante de látex cubriendo su mano. Llevaba la misma camisa a rayas, pero en lugar de pantalones vestía una falda negra y medias del mismo color. Era una chica de unos treinta años, de cabellera negra recogida en una larga coleta, delgada y bastante guapa.
—Se... Señora Luvski, ¿sería tan amable de bajarse la parte inferior de su... traje? Tengo que... —dijo la árbitro, visiblemente intimidada.
Ya se había quejado cuando vio a Ninette en el vestuario de los Balas Blancas, alegando que no podía estar allí dado que no era lugarteniente. La Capitana le explicó que debía estar allí, ya que era parte de la apuesta. La pequeña puma procuraba no pensar demasiado en esa parte del trato: si Laszlo ganaba volvería a su banda, y si perdía se quedaría con los Balas. Mientras Brenda reía por lo bajo observando a la temerosa árbitro explorar con los dedos el coño de su líder, coronado por un triángulo de brillante vello dorado, Esther se acercó un poco más a Ninette y le rodeó la cintura con un brazo.
—¿Sabes una cosa? Espero que La Capitana gane este combate.
—Pues claro. Es la líder de tu banda —dijo la puma, aunque al ver el brillo en los ojos de la preciosa adolescente de melena castaña sabía que no era tan sencillo.
—No solo por eso. Te echaría mucho de menos si te fueses, Libélula —dijo Esther.
Ninette sabía que la chica le había cogido cariño durante el mes que llevaba con los Balas. Quizá demasiado cariño. Al igual que su líder, Esther era lesbiana, y aunque no le había declarado abiertamente su atracción sabía que estaba ahí. Ninette, en cambio, echaba de menos la gruesa lanza negra de Koudou, sentirla invadiendo su garganta mientras el guerrero empujaba su cabeza contra el vientre.
Cuando La Capitana se subió de nuevo la parte de abajo, agarró por la coleta a la árbitro y la atrajo hacia sí, agachándose para acercar su rostro al de la atemorizada mujer.
—Tienes unas manos muy delicadas, ¿Sabes?
—Gr... gracias, señora Luvski.
—Después del combate necesitaré relajarme, y quiero que estés aquí esperándome, ¿entendido?
—Cómo desee... señora...
—Llámame Capitana.
—Capitana. Aquí estaré.
La liberó de la férrea presa y casi se cae de espaldas al tropezar cuando se apartó de ella y salió del vestuario. Brenda y Esther sonrieron al ver el poder de su líder, su forma de someter a alguien que ni siquiera pertenecía a la banda. La Capitana se volvió hacia las chicas y les indicó con un gesto que se acercasen.
—También necesito relajarme ahora. Venid.
Se acercaron obedientes, apretaron sus cuerpos esbeltos contra el de su líder y comenzaron a acariciar y dejarse acariciar. Esther se puso de rodillas y bajó de nuevo el bañador de Fedra, dispuesta a darle todo el placer que sabía dar su hábil lengua. Ninette se quedó sentada en el banco, contemplando la escena. Mientras sus subordinadas la conducían a un intenso orgasmo, Los ojos azules de La Capitana estaban clavados en los suyos.
Cuando anunciaron por megafonía la salida de los luchadores, las gradas estallaron en vítores. Todas las bandas de la ciudad estaban representadas en el colorista mosaico que formaba el público. Había cientos de Toros de Hierro, vestidos de rojo y amarillo; numerosos Murciélagos Dorados, cubriendo sus cabezas con pañuelos azules con lunares amarillos; Llamazonas con provocativas indumentarias rosa; Centauros de Vapor, con sus extravagantes ropajes decimonónicos; los siniestros Hijos de Thendar de negro y rojo, una peligrosa banda que en realidad era una peligrosa secta; e incluso monjas de La Hermandad, con hábitos grises cubriendo sus bien entrenados cuerpos. Y por supuesto, Balas Blancas y Pumas Voladores.
También había ciudadanos comunes, que animaban con banderas o pancartas a su líder favorito. Las millonarias apuestas estaban a favor de Fedra Luvski, pero eran muchos entre el gentío los que animaban a Laszlo Montesoro, y agitaron sus banderas negras y púrpura cuando el joven apareció en la arena, con expresión concentrada y su fibroso y moreno cuerpo brillando bajo los focos.
Segundos después apareció La Capitana, tan imponente como siempre, con ese cuerpo donde se mezclaba una femineidad exacerbada, de anchas caderas y pechos impresionantes, con la temible musculatura de un titán. Los combatientes se acercaron al centro de la arena, donde les esperaban dos árbitros. Los dos hombres, vestidos de blanco y negro, levantaron un brazo y lo bajaron al unísono.
El combate había comenzado.
Los luchadores caminaban en círculos, observándose el uno al otro. Ligeramente inclinada hacia adelante, como una depredadora a punto de saltar, Fedra Luvski abría y cerraba sus fuertes manos, ansiosa por agarrar a su contrincante. La poderosa musculatura de su cuerpo estaba tensa, y los grandes senos subían y bajaban al ritmo de su respiración. Dos triángulos de tela de camuflaje sujetos por tensas cintas de nylon tapaban poco más que los pezones, y la parte de abajo dejaba a la vista la totalidad de los tonificados glúteos. La piel clara de La Capitana relucía como el mármol de las esculturas bajo los focos de El Coliseum. Concentrada en la lucha, apenas escuchó algunos comentarios procaces que llegaban desde las gradas; obscenidades anónimas que nadie se hubiese atrevido a decirle en persona.
Laszlo no se dejaba intimidar por el físico de la giganta, quien le sacaba más de dos cabezas. Sus entrenados músculos estaban preparados para lo peor, y miraba con el ceño fruncido a los ojos azules, fríos y brillantes, de la mujer. Fue el primero en atacar. Se lanzó hacia adelante con un potente barrido y golpeó con el empeine la gruesa pantorrilla de la Bala Blanca. Semejante patada hubiese roto la pierna de cualquiera, pero La Capitana apenas se inmutó. El puma volador retrocedió a toda prisa, con el pie dolorido. Era como golpear una puñetera estatua.
Ella intentó aprovechar la proximidad del joven para sujetarlo, fallando por pocos centímetros. La técnica más letal de La Capitana era su "abrazo de osa", y Laszlo sabía que no debía dejarse agarrar por nada del mundo. Recordaba demasiado bien lo ocurrido frente a las puertas del Boogaloo, cuando lo humilló estrujándolo contra su pecho hasta casi matarlo. Laszlo recuperó la posición defensiva, y esta vez fue Fedra quien atacó.
A pesar de su tamaño era rápida, más rápida de lo que parecía físicamente posible. El puma intentó detener el tremendo puñetazo con el antebrazo, pero llevaba tanta fuerza que a pesar del bloqueo impactó en su mandíbula y le hizo retroceder varios pasos. Laszlo apenas sentía el dolor. Se recuperó al instante y saltó, dirigiendo esta vez la patada al rostro de su adversaria. La Capitana no solo detuvo el golpe, sino que agarró el tobillo del puma y lo lanzó contra la arena. El impacto dejó a su rival sin respiración, y evitó por los pelos un potente puñetazo, que impactó en el suelo levantando una nube de polvo.
—Te mueves deprisa, Montesoro —dijo Fedra Luvski, de nuevo en guardia —. Pero tus golpes son apenas caricias, y no podrás encajar los míos durante mucho más tiempo. No seas estúpido y ríndete ahora que puedes.
—Ni hablar, Luvski —dijo Laszlo, intentando que no le temblase la voz. El impacto contra la arena le había dejado un agudo dolor en el costado—. Esto no terminará hasta que uno de los dos muerda el polvo.
—Quizá no has pensado lo suficiente en cuánto te beneficiaría la derrota. Juntos barreríamos a los Toros de Hierro del mapa, y tu territorio crecería más de lo que puedes imaginar en apenas días.
—No soy tan idiota como piensas —respondió Montesoro, aprovechando la conversación para recuperarse—. Pretendes usar a mi banda como carne de cañón. Lo mismo que planeaba Voregan.
La mujer soltó un gruñido. Odiaba a Tarsis Voregan, y que la comparasen con él la enfurecía. Sin embargo se contuvo, y no se lanzó aún al ataque.
—Además, tienes algo que me pertenece —dijo Laszlo. Retrocedió un paso, buscando algo parecido a un punto débil en el cuerpo de Luvski.
—¿Te refieres a la rubita? No deberías preocuparte por ella. Ha mejorado mucho su técnica desde que está bajo mi tutela, y ha hecho buenas amigas. Quizá no esté tan ansiosa por volver con vosotros como piensas.
Esta vez fue el puma quien gruñó. Sabía que La Capitana intentaba hacer que perdiese la concentración, enfurecerlo para que se lanzase a un ataque imprudente. Pero su intuición le dijo que podía haber algo de verdad en las palabras de la enorme mujer, y eso fue lo que realmente inflamó sus ánimos.
—¡Ninette nunca será uno de tus ridículos soldados! Ella es una Puma Voladora, y lo será siempre.
Tras decir esto, Laszlo atacó con una serie de rápidos golpes. Fedra detuvo la mayoría, y los que impactaron en sus costillas o en los muslos no le causaron daño. Aprovechó de nuevo la cercanía de su rival para intentar una presa, y de nuevo el puma se libró por poco. Pero esta vez la mano de La Capitana aferró sus calzones y se los arrancó, destrozándolos. En aquellos combates era usual, prácticamente parte de la tradición, que los luchadores perdiesen en la refriega sus escasas prendas hasta quedar desnudos. Eran muchos quienes esperaban contemplar en todo su esplendor los legendarios pechos de Fedra Luvski, pero el primero en mostrar sus partes íntimas fue Laszlo. Muchas voces, sobre todo entre la parte femenina del público, aplaudió y gritó con entusiasmo cuando las prietas nalgas y el miembro viril del joven quedaron a la vista. Debido a la excitación de la pelea, el susodicho cipote estaba casi erecto, y se bamboleaba hacia los lados con cada movimiento de su propietario.
Montesoro no le dio mayor importancia. Desnudo o vestido, debía conseguir la victoria. La voz perversa de Kuokegaros comenzó entonces a murmurar dentro de su cabeza, y la energía incandescente del dios fluyó por su cuerpo con mayor intensidad. Laszlo esbozó una sonrisa malévola, y caminó en círculos en torno a su adversaria mientras su verga seguía aumentando de tamaño y desafiaba a la gravedad, apuntando casi a los focos de El Coliseum. La Capitana, a quien repugnaban los penes, lo miró con una mueca de asco.
—¿Qué pasa, marimacho? ¿Quieres probarlo? —dijo Laszlo, con la voz burlona de Kuokegaros.
La gigantona no respondió, sino que se lanzó de nuevo al ataque. El puma se movió más deprisa que antes, esquivando unos golpes y encajando otros, sin contraatacar. Su objetivo era otro, y aunque terminó con un pómulo sangrante y varios moratones en el cuerpo, lo consiguió: despojó a Fedra Luvski de su bikini militar, dando rápidos y fuertes tirones en los lugares adecuados, y el público estalló en vítores al contemplar el dorado vello púbico de La Capitana, y sobre todo las tetas, enormes, redondeadas, firmes y perfectas, con dos pezones pequeños y rosados.
Ahora estaban en igualdad de condiciones, al menos en lo referente a su indumentaria. La líder de los Balas Blancas resoplaba, con la cólera dibujada en cada línea de su ancho rostro. Laszlo sonreía, con una extraña calma a pesar de sus heridas.
En el palco principal, el comisario Graywood se sentía cada vez más asqueado por cuanto le rodeaba. Muchos seguían el combate sin perder detalle, como Tarsis Voregan, que estaba sentado en el borde de su butaca y exclamaba o gesticulaba con cada golpe mientras bebía a morro de una carísima botella de vino. Otros, en cambio, excitados por la violencia, la desnudez de los luchadores y el ambiente reinante, ya se habían entregado a otros placeres y apenas miraban la arena.
A su derecha, pudo ver a una modelo de alta costura, a la que recordaba haber visto en la portada de alguna revista, arrodillada frente al fiscal, con sus largas piernas flexionadas mientras le chupaba la polla con avidez y masturbaba con ambas manos a sus fornidos guardaespaldas. No muy lejos, una de las atractivas camareras que atendían a los espectadores de los palcos estaba sentada en el regazo del director de un periódico local, dejándose toquetear y recibiendo lametones en el cuello y el escote. También pudo ver, en la zona más alejada, a una respetada empresaria de unos cincuenta años, con su caro vestido de diseño remangado hasta la cintura, jadeando de placer mientras varios desconocidos se turnaban para follársela. Y en las localidades más baratas el espectáculo era aún peor, sobre todo en las partes más alejadas de la arena, donde ya habían dado comienzo auténticas orgías con docenas de cuerpos de ambos sexos entrelazándose y revolcándose entre los asientos.
El comisario intentó concentrarse en la pelea. Cogió la bebida que le sirvió una camarera, una jovencita rubia de generosas curvas, y dio un largo sorbo.
—¿Necesita algo más, comisario? —preguntó la chica. Se había inclinado hacia él, poniéndole casi frente al rostro los apetitosos pechos que asomaban sobre un corsé blanco y negro.
—Nada más. Gracias.
—¿Seguro? Puedo quedarme con usted un rato, si lo desea. —La camarera se acercó más y le acarició el muslo, llevando la mano hasta la altura de la ingle.
La agarró por la muñeca, sin hacerle daño pero con firmeza, y le indicó con un severo gesto que fuese a ofrecerle a otro sus sensuales encantos. La joven se encogió de hombros y se alejó meneando las caderas, pero no llegó muy lejos. Un trajeado concejal, gordo y sudoroso, la obligó a sentarse en sus rodillas, le bajó el corsé y comenzó a chuparle los pezones gruñendo como un cerdo. Ella rio a carcajadas, rodeó el cuello del tipo con el brazo y lamió su reluciente calva.
—Relájese un poco, comisario. Lo veo muy tenso —dijo Tarsis Voregan, quien había presenciado la escena de reojo, sin dejar de seguir el combate—. A estas zorras les pagan una buena suma para que nos den gusto, y debería aprovechar la ocasión, ya que su hija, al parecer, ha decidido no venir.
Graywood reprimió las ganas de estampar el atractivo rostro del Toro de Hierro contra la marmórea balaustrada del palco. Era el segundo comentario acerca de Darla que sonaba, al menos a sus oídos, malintencionado y cargado de doble sentido. El comisario prefirió ignorar a Voregan y se concentró en la arena, donde las fuerzas de los combatientes parecían haberse equilibrado. Los cuerpos desnudos se movían con velocidad y precisión, lanzando, esquivando y bloqueando golpes. Montesoro estaba cada vez más magullado, pero no perdía un ápice de entusiasmo. La Capitana parecía ilesa, quizá un poco más cansada, lo cual volvía más espaciadas sus acometidas y más lentos sus golpes.
Después de encajar una patada lateral del puma en su duro abdomen, Fedra Luvski se giró con los brazos abiertos y consiguió aquello que había intentado desde que empezase la pelea.
—¿Pero qué hace ese idiota? —exclamó Tarsis Voregan, escupiendo rojos goterones de vino.
El comisario se incorporó para ver mejor. El joven líder de los Pumas Voladores tenía los pies a varios palmos del suelo, los brazos apretados contra el tronco y el torso apretado contra los titánicos pechos de la mujer. Había caído en el implacable cepo de La Capitana, en el abrazo brutal capaz de partir el espinazo de cualquier hombre- Y sin embargo Laszlo Montesoro sonreía.
—¿Ha visto eso? Podría haberse apartado pero se ha dejado atrapar... ¿Es que pretende suicidarse? —dijo Voregan, cada vez más exaltado.
—Tal vez sea una artimaña —opinó Graywood, a quien también desconcertaba la actitud del puma.
—¿Una artimaña? Ya lo derrotó una vez de esa forma, y esta vez tampoco se va a librar. Esos brazos son como una prensa hidráulica...
En la alcoba principal de la mansión Graywood, Darla había dejado de forcejear y gritar, dejando que aquellos ocho hombres la utilizasen a su antojo. En cuanto una de las duras e incansables vergas abandonaba alguno de sus orificios, otra la reemplazaba de inmediato, y tres de ellos ya se habían corrido una vez, manchando su rostro y sus muslos con viscoso semen proletario.
Lo peor no era la humillación que estaba sufriendo, o ver junto a ella a su madre, atada y en estado de shock después de haber sufrido el mismo trato durante horas, sino la incertidumbre. No sabía qué planeaba hacerle Black Manthis cuando los empleados de la familia Graywood cayesen agotados, sin una gota de leche en los huevos, o cuando les ordenase detenerse. Tan vez las descuartizase a las dos, como había hecho con la cocinera y las doncellas, o las empalase en las patas de una mesa como había hecho con las hijas de aquel desgraciado contable. Lo único que sabía es que el asesino no perdía detalle de cuanto ocurría en la cama, mirando con los óvalos de vidrio negro que formaban parte de su máscara, encaramado al armario y totalmente inmóvil. Si el espectáculo excitaba a aquel ser, no daba muestras de ello.
Darla no opuso resistencia cuando el mayordomo, quien había resultado ser una máquina sexual a pesar de rondar los setenta años, la colocó bocabajo, le separó las piernas y se dejó caer sobre ella con un gruñido. La tranca del anciano, de tamaño medio pero dura como un garrote, entró en su culo de tal forma que las pelotas canosas le golpearon las nalgas. El chófer, en apariencia recuperado después de haber visto a su esposa decapitada en el armario, la sujetó del pelo y se la metió en la boca hasta la campanilla, provocándole arcadas. Otra verga, no sabía de quien, se acercó a su rostro, sujeta por una mano que se movía sin parar. Poco después una abundante corrida goteaba por sus mejillas y otra le inundaba la boca. Las fuertes manos del chófer no le permitieron liberarse, y tuvo que tragarse la espesa lefa, respirando ruidosamente por la nariz.
La joven comenzó a perder la noción del tiempo y de su propio cuerpo. La cambiaban de postura como a una muñeca articulada, la sujetaban, la penetraban de uno en uno o de dos en dos. En un momento dado, llegó a tener dos pollas dentro del culo y otras dos en la boca. El semen llovía sobre su cuerpo, llenaba sus orificios o le bajaba por el gaznate, caliente y salado como sus propias lágrimas. Mantuvo la cordura imaginando lo que le haría a Black Manthis si salía viva de allí, lo que le harían su padre o Tarsis a ese engendro cuando se enterasen de lo ocurrido.
Pasado un tiempo, puede que una hora o puede que seis, Darla vio como los ocho hombres, jadeantes y demacrados, se apartaban de la cama cumpliendo las órdenes de su amo. El asesino solo tuvo que chasquear los dedos para que obedeciesen. Saltó del armario, cayendo frente al lecho con una gracia que hubiese envidiado cualquier gimnasta, e inclinó la cabeza hacia la agotada hija del comisario.
—Son unos tipos increíbles, ¿verdad? —le dijo, con su inquietante y dulce voz—. Pensé que no les quedaría leche después de toda la que le dieron a tu madre, pero al parecer tenían mucha más guardada para su hijita.
—Pa... pagarás por esto, hijo de puta —dijo Darla, con voz ronca y débil, mientras se esforzaba por levantar la cabeza.
—Todo es posible. Pero no pienses aún en el castigo adecuado porque no hemos terminado, señorita. Todavía quedan un par de empleados de la mansión Graywood que no han disfrutado los cuerpos de sus amas.
Darla consiguió incorporarse apoyándose en los codos, preguntándose a quienes podría referirse. Creía conocer a todos los trabajadores de la finca, pero tal vez sus padres habían contratado a nuevo personal y ella no lo sabía, ya que no los visitaba demasiado a menudo. Un escalofrío sacudió su cuerpo cuando Black Manthis emitió un penetrante silbido y dos animales entraron trotando en el dormitorio. Eran los dos perros que custodiaban la residencia, dos bestias de pelaje negro que puestos en pie alcanzaban casi los dos metros, un cruce de doberman y dogo alemán creado en laboratorio, tan caros como un caballo de carreras, fieros y letales con los extraños y dóciles con sus amos. Al ver como obedecían de buena gana al asesino, acudiendo a su lado con alegres movimientos de cola y la lengua fuera, Darla se reafirmó en la idea de que Black Manthis no era un ser humano normal.
La joven Graywood creyó estar inmersa en una pesadilla cuando, obedeciendo las silenciosas órdenes de su nuevo amo, uno de los perros saltó a la cama y se situó detrás de su madre, olisqueando y lamiendo las expuestas nalgas. Gruñendo suavemente y relamiéndose, el animal se colocó sobre la señora y flexionó las patas traseras, con las garras delanteras sobre los hombros de la indefensa mujer. En ese momento la esposa del comisario salió de su estado catatónico, y al ver sobre ella a la bestia comenzó a chillar y a sollozar de nuevo. Todavía tenía el ano dilatado y húmedo de saliva y semen, debido a las atenciones de sus empleados, y el perro no tuvo que esforzarse mucho para taladrarla, introduciendo su miembro rojo y puntiagudo, tan largo y grueso como el de cualquiera de los hombres presentes.
Su hija no tardó en comprobar lo dolorosas que eran las rápidas y enérgicas embestidas de los cuadrúpedos guardianes. El otro perro la cubrió de un salto, impidiéndole moverse con su peso, hizo chasquear las terribles mandíbulas frente a su rostro y se movió contras sus temblorosas nalgas, hasta que encontró la maltratada raja de Darla y la invadió con un potente y triunfal ladrido. Los gritos de la joven se unieron a los de su madre, y el olor penetrante de los animales, sus bocas babeantes plagadas de dientes afilados y los alientos ardientes y espesos en la nuca llevaron a ambas a un nuevo nivel de horror, sufrimiento y humillación.
Tras apenas unos minutos de frenética cópula, los perros descargaron su semilla en los orificios de las humanas. Al mismo tiempo que sentía el nuevo fluído, tan caliente y abundante como el de los hombres, llenando sus entrañas, unos afilados colmillos de clavaron en su hombro, cerca del cuello. Darla Graywood gritó con todas las fuerzas que le quedaban y perdió el conocimiento.
Fedra Luvski apretaba con todas sus fuerzas. Los músculos de los brazos hinchados al máximo de su capacidad, e incluso los de la espalda y las piernas. Estaba concentrando toda la energía de su soberbio cuerpo en aquel abrazo, pero Laszlo Montesoro parecía estar hecho de caucho macizo. A esas alturas debería gritar, luchar por respirar: sus costillas deberían crujir al romperse y su columna estaría apunto de partirse como una rama seca. Pero el joven puma la miraba con esa extraña sonrisa burlona en los labios. Para colmo, la enorme mujer podía sentir la verga erecta de su rival apretada contra el vientre.
—Parece que has entrenado mucho desde nuestro último encuentro, Montesoro —dijo La Capitana. Intentaba mostrarse confiada, pero la inusitada resistencia de Laszlo y el hecho de que se hubiese dejado atrapar con tanta facilidad la tenían escamada.
—He hecho algo más que entrenar, Capitana.
El líder de los Pumas Voladores no mentía. Gracias a Biluva, la sacerdotisa de Kuokegaros, había recibido el poder del primitivo dios, y durante los dos últimos días había aprendido a contenerlo, ocultarlo y liberarlo en el momento adecuado. Laszlo sentía el calor sobrenatural extendiéndose desde el interior de sus músculos hasta la piel, tan intenso que un tenue vapor comenzó a envolver su cuerpo febril. Kuokegaros le estaba protegiendo de la terrible presión ejercida por su rival, y preparándose para un contraataque brutal. Incluso se permitió el lujo de inclinar la cabeza hacia las tetazas de la giganta, hinchadas como globos por el abrazo, meter la cara entre ambas y hacer una sonora pedorreta con la boca.
El público contemplaba el duelo con expectación creciente. Incluso los que ya estaban entregados al frenesí sexual que reinaba en las gradas hicieron un alto para mirar al círculo de combate. Algunos esperaban escuchar de un momento a otro el chasquido de las vértebras al romperse, otros esperaban que el puma consiguiese liberarse del cepo. Casi todos estallaron en carcajadas cuando escucharon la pedorreta.
Cada vez más furiosa, Fedra Luvski aumentó la fuerza de su presa hasta que gruesas venas azuladas aparecieron por todo su cuerpo. El calor emanado por Laszlo se volvía insoportable. A La Capitana comenzaba a costarle respirar, y auténticos riachuelos de sudor resbalaban por su piel, formando un oscuro charco en la arena.
—Cuando estés tirada en el suelo, voy a meter la polla entre estas dos monadas hasta correrme —dijo el puma. Pero no era su voz la que hablaba, sino la de Kuokegaros, malévola y vibrante.
—¿Qué... que significa esto, Montesoro? Ya... deberías estar muerto —respondió Fedra, cuya inquietud comenzaba a dibujarse en su rostro.
—¿Nunca has probado el semen, verdad? Pues hoy lo probarás. Me correré en tu boquita mientras todos aplauden.
—Cállate... Cierra tu puta... boca.
—Pero no te preocupes... Ese coño tan prieto lo dejaré para tus amigas. Prefiero probar tu culo. Sí... te daré por el culo delante de todos tus soldados y de media ciudad... y gritarás pidiéndome más.
—¡Callaaaaa!
La Capitana llegó al límite de sus fuerzas, físicas y psíquicas. Abrió los brazos de golpe, liberó a su presa y se apartó tambaleándose, con la parte delantera del cuerpo enrojecida como si hubiese tomado el sol más de la cuenta, jadeando y chorreando sudor. Laszlo cayó de pie, sin dejar de sonreír, con el falo palpitando en una tremenda erección y la piel humeante. Con un grito inarticulado, un aullido demencial de odio, Fedra se lanzó al ataque, pero ahora sus movimientos resultaban lentos y torpes.
El puma esquivó sin problema un directo a la mandíbula, se agachó y volvió a elevarse, añadiendo el ímpetu del salto al de un potente gancho que envió a la enorme mujer a varios metros de distancia, caminado hacia atrás mientras su boca comenzaba a sangrar. Laszlo no le dio oportunidad de recuperación. Se abalanzó con la rodilla por delante y la dejó sin aire encajándosela en la boca del estómago. Cuando cayó de rodillas, la dejó fuera de combate con una soberbia patada en la cabeza.
El Coliseum parecía a punto de venirse abajo. Muchos coreaban el nombre de Laszlo, agitaban banderas o simplemente aullaban de júbilo. Quienes habían interrumpido su frenesí sexual lo reanudaron en ese momento, para correrse justo en el momento en que terminase el combate. El aire nocturno olía a alcohol, sudor y sexo. Solo los integrantes de los Balas Blancas permanecían en un tenso silencio, o animaban a su líder, negando la evidencia.
Fedra Luvski estaba tumbada bocabajo, con la cara ensangrentada pegada a la arena, emitiendo casi inaudibles quejidos. Según las normas, se podía ganar el combate si el contrincante se rendía, si perdía la consciencia, si moría o si era sometido por su rival. Los árbitros se acercaron al cuerpo caído de La Capitana, y al comprobar que seguía consciente miraron a Laszlo con seriedad. Ahora tenía la oportunidad de ganar el combate por sumisión, inmovilizando a la gigantona con una llave que le impidiese moverse durante la cuenta atrás de los árbitros.
El puma se acercó a su rival, y la sonrisa triunfal se volvió lasciva al ver la indefensa anatomía de Fedra, mucho más atrayente ahora que los músculos se habían relajado y sus formas eran femeninas, exuberantes y privadas de esa dureza pétrea que habían mostrado durante el combate. Se sentó a horcajadas sobre las voluminosas nalgas, agarró las muñecas de la mujer y las sujetó juntas contra su espalda, con una sola mano. Se escupió en la otra mano y la introdujo entre los dos montes de carne tersa y pálida, buscando el tan deseado orificio. La Capitana intentó levantar la cabeza de la arena al sentir los dedos de su odiado rival entrando en su cuerpo, dilatando con rápidos movimientos circulares el prieto esfínter, pero estaba débil incluso para girar el cuello hacia atrás, y volvió a apoyar la mejilla en el suelo con un golpe sordo.
Los Balas Blancas de las gradas protestaron indignados por lo que estaba a punto de pasar, pero no podían hacer nada por evitarlo. No iba en contra de las normas penetrar a un rival, y de hecho más de un combate había terminado de esa forma, sobre todo aquellos en los que la derrotada era una mujer y el vencedor un hombre. Cuando el árbitro pronunció el número diez, el primero de la cuenta atrás, Laszlo introdujo su verga, lubricada con saliva, entre las nalgas. Empujó, inclinándose hacia adelante, impulsándose con los pies en la arena, y antes de escuchar el número ocho estaba dentro de La Capitana.
Con cada número de la cuenta, el puma daba una fuerte embestida, profundizando más y más, con el poder perverso de Kuokegaros abandonando poco a poco sus músculos. Ya no necesitaba al dios, así que lo dejó ocultarse de nuevo, y disfrutó por sí mismo del premio: sodomizar a una mujer que nunca había tenido una polla dentro del cuerpo. Tan concentrado estaba en el placer que sentía, ebrio de triunfo y lujuria, que no reparó en que La Capitana comenzaba a espabilarse. Con el numero cinco de la cuenta soltó un profundo gemido, con el cuatro gruñó y jadeó, con el tres sus músculos comenzaron a hincharse de nuevo... Laszlo notó como el recién profanado esfínter se apretaba en torno a su miembro, pero el placer que le produjo la presión le distrajo de lo realmente importante. Los golpes habían sido terribles, pero a una mujer como Fedra Luvski no se la deja fuera de combate así como así.
El árbitro pronunció el dos. Laszlo entró a fondo, azotando además la grupa de su rival con la mano que tenía libre. Cuando estaba a punto de escuchar el final de la cuenta y de ser proclamado vencedor, los brazos de Fedra de liberaron. La Capitana apoyó las manos abiertas en la arena y se impulsó hacia arriba, doblando también las piernas. La súbita elevación pilló por sorpresa a Laszlo, quien solo pudo agarrarse a la cintura de la mujer para evitar caer, con la polla todavía encajada en el estrecho ano.
Una vez en pie, Fedra Luvski sacudió con fuerza sus anchas caderas, y el joven puma salió despedido, cayó de culo en la arena, mirando a La Capitana con la boca abierta y la verga cabeceando arriba y abajo. Cubierta de tierra amarillenta, sudor y sangre, ahora sí que parecía una auténtica giganta surgida de lo más profundo de la tierra. Apretó los puños hasta que se le pusieron los nudillos blancos y se acercó a Laszlo. El público contenía la respiración. Ya nadie gritaba, bebía ni follaba. Incluso los árbitros no salían de su asombro.
—Esto no se ha acabado, Montesoro. Por desgracia para ti —dijo La Capitana, tras escupir saliva mezclada con sangre y arena.
CONTINUARÁ...
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