Por supuesto no dejaba de pensar en lo bien que lo habríamos pasado mamá y yo solos en el pinar y aún me dolía recordar la decepción mal disimulada en su voz cuando cancelé el plan. También pensaba, mientras conducía a Klaus en silencio, en nuestra onírica luna de miel y en la horrible pesadilla que la siguió, cuyas grotescas imágenes por suerte se desvanecían poco a poco en mi mente.
Durante todo el día tuve que reprimir las ganas de llamarla, e incluso de ir a la ciudad y presentarme en casa con la esperanza de que estuviese sola, o repetir la hazaña de llevármela frente a las narices de mi padre, de nuevo al cine o directamente a un motel. Pero conseguí contenerme, ya que la seguía culpando de mi alterado estado mental. Hablando de eso, mi viejo amigo el hachís me estaba ayudando bastante y me encontraba más tranquilo y centrado (dentro de lo que cabe). Los efectos del tónico en mi organismo habían desaparecido por completo y ya pensaba que el portentoso brebaje era cosa del pasado (me equivocaba, para variar).
Con mi abuela la situación había regresado a un engañoso remedo de normalidad. A simple vista cualquiera habría pensado que éramos una atractiva señora de pueblo y su nieto conviviendo sin más, con un trato afectuoso, sin ningún secreto bajo la alfombra, mostrando quizá una complicidad poco habitual entre una mujer de cincuenta y tantos (lo creáis o no, nunca he llegado a saber su edad exacta) y un joven de diecinueve, pero sin indicios de una relación inapropiada entre parientes de sangre. Obviamente, el secreto bajo la alfombra abultaba tanto que tarde o temprano tropezaríamos con él. Mi deseo hacia ella no había disminuido en absoluto y sospechaba que ella echaría de menos mis lúbricas atenciones antes de que se cumpliese la semana de castigo.
Aquel caluroso martes volví a casa antes de lo habitual gracias a la inesperada benevolencia de la alcaldesa, quien me dio el resto del día libre después de llevarla a la mansión. Mi abuela se alegró al verme llegar horas antes de lo habitual y celebró con encantadoras sonrisas y besos en la mejilla el simple hecho de que pudiésemos comer juntos. Me había castigado sin fornicio durante una semana, pero no había regresado a sus antiguas costumbres en cuanto a indumentaria doméstica, sino que mantenía esa actitud más relajada y sensual que había adoptado gradualmente desde que comenzase nuestra relación secreta. Mi pelirroja anfitriona no llevaba sujetador bajo su ligera bata floreada y mientras cocinaba, canturreando y dando sorbitos a un vaso de vino blanco, moviéndose con despreocupada gracia sobre sus pies descalzos, las tetazas temblaban bajo la tela como dos enormes flanes y con cada leve cambio de postura la rotundez de sus nalgas adoptaba distintas formas, cada una más llamativa y deseable que la anterior.
Sentado a la mesa y bebiendo cerveza, conseguí portarme bien y aceptar mi condena, conteniendo las ganas de acariciar y lamer todas y cada una de las pecas de su suave piel, saborear su lengua y sus pezones, enterrar mi verga entre los pálidos y robustos muslos y sentir la acogedora calidez de su coño. Pero me conformé con mirarla y charlar amistosamente, lo que bastó para alejar mi mente los problemas con mamá y demás tribulaciones, cosa a la que también contribuyó el porro que me había fumado antes de entrar en la casa.