22 marzo 2023

EL TÓNICO FAMILIAR. (18)

  La mañana del martes pasó sin pena ni gloria. El único cambio en la rutina diaria fue que mi jefa me ordenó recogerla del club dos horas antes de lo habitual para llevarla a hacer algunos recados al centro, haciendo realidad sin saberlo la mentira que le había contado a mi madre el día anterior. Por supuesto, la esbelta y estricta alcaldesa me recordó que esa noche mi abuela y yo teníamos una cita con ella. Un evento social al que yo no le estaba dando demasiada importancia y que como contaré más adelante supuso un inesperado y casi surrealista plot twist, como se dice ahora.

  Por supuesto no dejaba de pensar en lo bien que lo habríamos pasado mamá y yo solos en el pinar y aún me dolía recordar la decepción mal disimulada en su voz cuando cancelé el plan. También pensaba, mientras conducía a Klaus en silencio, en nuestra onírica luna de miel y en la horrible pesadilla que la siguió, cuyas grotescas imágenes por suerte se desvanecían poco a poco en mi mente.

  Durante todo el día tuve que reprimir las ganas de llamarla, e incluso de ir a la ciudad y presentarme en casa con la esperanza de que estuviese sola, o repetir la hazaña de llevármela frente a las narices de mi padre, de nuevo al cine o directamente a un motel. Pero conseguí contenerme, ya que la seguía culpando de mi alterado estado mental. Hablando de eso, mi viejo amigo el hachís me estaba ayudando bastante y me encontraba más tranquilo y centrado (dentro de lo que cabe). Los efectos del tónico en mi organismo habían desaparecido por completo y ya pensaba que el portentoso brebaje era cosa del pasado (me equivocaba, para variar).

  Con mi abuela la situación había regresado a un engañoso remedo de normalidad. A simple vista cualquiera habría pensado que éramos una atractiva señora de pueblo y su nieto conviviendo sin más, con un trato afectuoso, sin ningún secreto bajo la alfombra, mostrando quizá una complicidad poco habitual entre una mujer de cincuenta y tantos (lo creáis o no, nunca he llegado a saber su edad exacta) y un joven de diecinueve, pero sin indicios de una relación inapropiada entre parientes de sangre. Obviamente, el secreto bajo la alfombra abultaba tanto que tarde o temprano tropezaríamos con él. Mi deseo hacia ella no había disminuido en absoluto y sospechaba que ella echaría de menos mis lúbricas atenciones antes de que se cumpliese la semana de castigo.

  Aquel caluroso martes volví a casa antes de lo habitual gracias a la inesperada benevolencia de la alcaldesa, quien me dio el resto del día libre después de llevarla a la mansión. Mi abuela se alegró al verme llegar horas antes de lo habitual y celebró con encantadoras sonrisas y besos en la mejilla el simple hecho de que pudiésemos comer juntos. Me había castigado sin fornicio durante una semana, pero no había regresado a sus antiguas costumbres en cuanto a indumentaria doméstica, sino que mantenía esa actitud más relajada y sensual que había adoptado gradualmente desde que comenzase nuestra relación secreta. Mi pelirroja anfitriona no llevaba sujetador bajo su ligera bata floreada y mientras cocinaba, canturreando y dando sorbitos a un vaso de vino blanco, moviéndose con despreocupada gracia sobre sus pies descalzos, las tetazas temblaban bajo la tela como dos enormes flanes y con cada leve cambio de postura la rotundez de sus nalgas adoptaba distintas formas, cada una más llamativa y deseable que la anterior.

  Sentado a la mesa y bebiendo cerveza, conseguí portarme bien y aceptar mi condena, conteniendo las ganas de acariciar y lamer todas y cada una de las pecas de su suave piel, saborear su lengua y sus pezones, enterrar mi verga entre los pálidos y robustos muslos y sentir la acogedora calidez de su coño. Pero me conformé con mirarla y charlar amistosamente, lo que bastó para alejar mi mente  los problemas con mamá y demás tribulaciones, cosa a la que también contribuyó el porro que me había fumado antes de entrar en la casa.