22 marzo 2023

EL TÓNICO FAMILIAR. (18)

  La mañana del martes pasó sin pena ni gloria. El único cambio en la rutina diaria fue que mi jefa me ordenó recogerla del club dos horas antes de lo habitual para llevarla a hacer algunos recados al centro, haciendo realidad sin saberlo la mentira que le había contado a mi madre el día anterior. Por supuesto, la esbelta y estricta alcaldesa me recordó que esa noche mi abuela y yo teníamos una cita con ella. Un evento social al que yo no le estaba dando demasiada importancia y que como contaré más adelante supuso un inesperado y casi surrealista plot twist, como se dice ahora.

  Por supuesto no dejaba de pensar en lo bien que lo habríamos pasado mamá y yo solos en el pinar y aún me dolía recordar la decepción mal disimulada en su voz cuando cancelé el plan. También pensaba, mientras conducía a Klaus en silencio, en nuestra onírica luna de miel y en la horrible pesadilla que la siguió, cuyas grotescas imágenes por suerte se desvanecían poco a poco en mi mente.

  Durante todo el día tuve que reprimir las ganas de llamarla, e incluso de ir a la ciudad y presentarme en casa con la esperanza de que estuviese sola, o repetir la hazaña de llevármela frente a las narices de mi padre, de nuevo al cine o directamente a un motel. Pero conseguí contenerme, ya que la seguía culpando de mi alterado estado mental. Hablando de eso, mi viejo amigo el hachís me estaba ayudando bastante y me encontraba más tranquilo y centrado (dentro de lo que cabe). Los efectos del tónico en mi organismo habían desaparecido por completo y ya pensaba que el portentoso brebaje era cosa del pasado (me equivocaba, para variar).

  Con mi abuela la situación había regresado a un engañoso remedo de normalidad. A simple vista cualquiera habría pensado que éramos una atractiva señora de pueblo y su nieto conviviendo sin más, con un trato afectuoso, sin ningún secreto bajo la alfombra, mostrando quizá una complicidad poco habitual entre una mujer de cincuenta y tantos (lo creáis o no, nunca he llegado a saber su edad exacta) y un joven de diecinueve, pero sin indicios de una relación inapropiada entre parientes de sangre. Obviamente, el secreto bajo la alfombra abultaba tanto que tarde o temprano tropezaríamos con él. Mi deseo hacia ella no había disminuido en absoluto y sospechaba que ella echaría de menos mis lúbricas atenciones antes de que se cumpliese la semana de castigo.

  Aquel caluroso martes volví a casa antes de lo habitual gracias a la inesperada benevolencia de la alcaldesa, quien me dio el resto del día libre después de llevarla a la mansión. Mi abuela se alegró al verme llegar horas antes de lo habitual y celebró con encantadoras sonrisas y besos en la mejilla el simple hecho de que pudiésemos comer juntos. Me había castigado sin fornicio durante una semana, pero no había regresado a sus antiguas costumbres en cuanto a indumentaria doméstica, sino que mantenía esa actitud más relajada y sensual que había adoptado gradualmente desde que comenzase nuestra relación secreta. Mi pelirroja anfitriona no llevaba sujetador bajo su ligera bata floreada y mientras cocinaba, canturreando y dando sorbitos a un vaso de vino blanco, moviéndose con despreocupada gracia sobre sus pies descalzos, las tetazas temblaban bajo la tela como dos enormes flanes y con cada leve cambio de postura la rotundez de sus nalgas adoptaba distintas formas, cada una más llamativa y deseable que la anterior.

  Sentado a la mesa y bebiendo cerveza, conseguí portarme bien y aceptar mi condena, conteniendo las ganas de acariciar y lamer todas y cada una de las pecas de su suave piel, saborear su lengua y sus pezones, enterrar mi verga entre los pálidos y robustos muslos y sentir la acogedora calidez de su coño. Pero me conformé con mirarla y charlar amistosamente, lo que bastó para alejar mi mente  los problemas con mamá y demás tribulaciones, cosa a la que también contribuyó el porro que me había fumado antes de entrar en la casa.


  El sencillo pero copioso banquete de ese día comenzó con una colorida ensalada en la que se mezclaban los frutos de su huerta. Como de costumbre, la hortelana no podía disimular su orgullo al contemplar y saborear el resultado de su esfuerzo diario, convenientemente aliñado, troceado con mimo y colocado en un engañoso desorden, donde el verde de la lechuga contrastaba con el intenso rojo del tomate o el blanco semitransparente de la cebolla. Cuando un trocito de calabacín crujió, triturado por su sana dentadura, me vino a la memoria esa mañana en la que la hice correrse como una loca en el suelo de la cocina después de masturbarla a conciencia con una de aquellas gruesas cucurbitáceas.

  El plato principal fue su famoso “revuelto campero”, un manjar que volvía locos a todos los hombres de la familia y que yo saboreaba con deleite desde mi infancia. Entre los dos dimos cuenta de una fuente de respetable tamaño, un festival de tiernas patatas, pimientos, chorizo ligeramente picante y por supuesto los huevos de sus bien alimentadas gallinas. En un momento dado una gota de grasa rojiza resbaló por el labio rosado de la rubicunda cocinera hasta su barbilla. Me habría encantado limpiársela de un lametón e iniciar una de nuestras largas sesiones de besos, mezclar su saliva especiada con la mía y sentir su lengua caliente en mi boca. Pero su mano se adelantó a mis deseos llevando la punta de la servilleta hasta la inoportuna mancha, un gesto casi refinado que contrastaba con la inusual avidez que empleaba contra la comida, fruto sin duda de la ansiedad que le provocaba la cita de esa noche. Me jodía mucho que una mujer como ella, a quien le sobraban motivos para estar orgullosa de sí misma, fuese a veces tan insegura.

  Tras el revuelto no nos quedaba sitio para nada más, así que en lugar de postre tomamos un café aún sentados a la mesa, frente a los platos sucios y el mantel salpicado de migas. Otro indicio de lo mucho que había cambiado mi abuela, ya que antes se habría levantado de inmediato para limpiar y fregar los platos. Tampoco era habitual que bebiese café, y estaba seguro de que lo hacía solo por acompañarme. Medio recostada en la silla, que acusó el cambio de postura con un leve crujido, no le importó que su bata se abriese un poco más tanto en el escote como a la altura de los muslos. A pesar de que mi organismo estaba centrado en digerir el festín, quedó algo de sangre para endurecer mi verga ante tan suculenta visión. Ajena a mi lúbrica mirada, o tan acostumbrada a ella que no le costaba ignorarla, dio un sorbito a su taza y soltó un largo suspiro.

  —¿Qué te pasa? ¿Estás nerviosa por lo de esta noche? —pregunté.

  —Ains... Un poco, tesoro —admitió. Bajó sus bonitos ojos verdes hacia el café y produjo un débil tintineo al removerlo con la cucharilla—. Imagínate... Cenar en casa de la alcaldesa, así de repente. Con la de años que hace que me conoce, ¿cómo es que le da ahora por invitarme? A ver... No es que me queje... Pero no sé, hijo. Se me hace raro.

  Entendía perfectamente las dudas de mi abuela. Doña Paz y ella se conocían desde hacía décadas, siempre hablaban los domingos antes y después de la misa y se caían bien, a pesar de ser tan diferentes. ¿Por qué había esperado tanto la alcaldesa para demostrarle su aprecio invitándola a la mansión? Por el momento mi teoría era que en el fondo, detrás de su altanería y petulancia, Doña Paz era tan tímida como Doña Felisa, y quizá el hecho de que yo trabajase para ella había servido de excusa para un acercamiento entre dos mujeres que, en otras circunstancias, habrían sido buenas amigas.

  —No te preocupes. En el fondo mi jefa es buena gente, te lo digo yo —aseguré. 

  Y en realidad lo pensaba. La esposa del alcalde era distante con sus empleados, tenía extraños hábitos sexuales y prácticamente me robó un frasco de tónico abusando de su autoridad, pero aún así no me parecía mala persona. Al menos no tanto como su despreciable marido.

  —Ya lo sé, cariño... No me hagas caso, anda. Siempre me pongo nerviosa por tonterías —dijo, dejando aflorar su dulce sonrisa mientras miraba su taza—. Y para colmo me pongo a beber café. Seré tonta...

  Dejó la estimulante bebida sobre la mesa y vi la oportunidad de saltarme el castigo sin socavar su autoridad. Le sonreí y me incliné un poco para acariciarle la rodilla y el comienzo del muslo, de forma afectuosa, como si solo quisiera reconfortarla. El sedoso tacto de su piel bastó para que mi erección se hiciera patente en el viejo pantalón de chándal que usaba para estar en casa, holgado y sin nada debajo. 

  —Si quieres, te puedo ayudar a relajarte un poco —le sugerí, deslizando despacio la mano muslo arriba.

  Sin perder la sonrisa, aunque con un leve destello de malicia en los ojos, agarró mi muñeca y me colocó la mano en la entrepierna, tapando con ella el delator bulto.

  —De eso nada, tunante. —Se levantó de la silla con su habitual energía, de forma que las enormes tetas se bambolearon un segundo frente a mi rostro, burlándose de mi fallida intentona—. Anda, ve a ver la tele o échate un rato mientras recojo la cocina.

  Dicho esto, se alejó hacia el fregadero cargada de platos sucios y dediqué una última y anhelante mirada a sus nalgas. No podía culparla por empeñarse en mantener el merecido castigo, pero a pesar del remordimiento que sentía al recordar lo que le había hecho me tomé como un desafío personal conseguir que me liberase de la condena antes de cumplirse la semana. Estaba claro que no sería esa tarde, así que le hice caso y salí de la cocina. No daban en la tele nada que me interesase, así que me fui a mi habitación, cerré la puerta y me fumé un porro sentado junto a la ventana para evitar que el intenso olor de la goma arábiga invadiese la pulcra vivienda de mis ancestros paternos.

  Me tumbé un rato en la misma cama donde había tenido sexo con mi madre por primera vez, recordando aquella noche que parecía tan lejana y al mismo tiempo tan vívida en mi memoria. Gracias a los benéficos efectos de mi buen amigo el costo, pude apartar durante un rato de mi mente los pormenores de nuestra problemática relación y centrarme solo en evocar los buenos momentos que habíamos pasado, tanto el fornicio como los sencillos ratos de charla, complicidad y bromas entre madre e hijo. Por primera vez, la certeza de estar enamorado de ella hasta las trancas no me causó desazón ni ansiedad, sino un cálido sosiego y la feliz sospecha de que mi amor era correspondido, pues me negaba a creer que todo lo ocurrido entre nosotros se debiese solamente a su soledad y frustración sexual.

  Mecido por tan agradables emociones y con una respetable erección me quedé dormido. Esta vez, por suerte, no hubo pesadillas perturbadoras. Unas horas más tarde me despertaron unos golpes en la puerta de la habitación. Me hizo gracia el hecho de que mi abuela llamase a la puerta antes de entrar.

   —Adelante —dije, con voz somnolienta.

  La puerta se abrió unos palmos y asomó una mata de rizos pelirrojos seguidos de la adorable cabeza que coronaban. No llevaba gafas, y conocía tan bien los distintos tonos que adoptaban sus redondeadas mejillas que solo con verla supe que acababa de darse una ducha, cosa que confirmó cuando la puerta se abrió un poco más y pude ver que llevaba puesto un largo albornoz de un pálido azul celeste.

   —Vamos, cielo. Vístete que vamos a llegar tarde  —dijo. Me encantaba cuando intentaba ser autoritaria pero sin que su tono perdiese la habitual dulzura.          

  Me desperecé sonriendo, aún tumbado en la cama, y me di cuenta de que mi verga estaba aún más dura que antes de dormirme. Ella apretó un poco los labios al reparar en el bulto y mi sonrisa se volvió libidinosa por puro reflejo. 

  —¿Pero qué hora es? ¿Tanto he dormido?

  —Son las seis y media —respondió, apremiante, aunque la cita era a las ocho.

  Entró en la habitación, quedándose de pie junto a la puerta. A pesar del calor, llevaba el albornoz bien cerrado y solo eran visibles sus pies, el inicio de las robustas pantorrillas y las manos, una de las cuales cerraba la prenda a la altura del pecho, un gesto de recato que casi me hace soltar una carcajada. Conocía tan bien su cuerpo que podía imaginarlo con todo detalle bajo la gruesa tela.

  —Hay tiempo de sobra. 

  —Venga, hijo. No seas malo. Ya sabes que odio llegar tarde.

  —Está bien... Me doy una ducha rápida y me visto.

  Volví a estirarme cual felino, consciente de que bajo mi piel morena, reluciente por la fina capa de sudor bajo la luz que se filtraba por las cortinas, se marcaban los discretos pero bien formados músculos de mi cuerpo juvenil. Al separar las piernas el bulto entre mis muslos ganó verticalidad y la intranquila señora de la casa lo miró sin disimulo unos segundos.

  —Carlitos, prométeme que te vas a comportar en casa de la alcaldesa. Nada de jueguecitos de los tuyos, ¿me oyes? —dijo, con semblante serio, cerrando aún más el escote de la bata.

  —Te lo prometo. Aunque... Iría más relajado si me ayudases con esto —respondí, burlón. Me di un toque en la punta de la polla, que cabeceó bajo la tela del chándal, más tiesa que el brazo de un playmobil.

  —Ains... Qué pesadito eres —se lamentó, aunque una leve sonrisa apareció en sus labios—. No te vas a librar del castigo digas lo que digas, así que se bueno y hazte una paja en la ducha.

  —¡Abuela! —exclamé, fingiendo indignación por su lenguaje procaz.

  Girando la cabeza para que no viese su risa contenida, desapareció de la puerta y me dejó de nuevo solo. Si de verdad cumplía se amenaza, iba a ser duro aguantar una semana viviendo con ella bajo el mismo techo sin poder hacer nada más que mirarla o darle castos besos en las mejillas. Por un momento deseé tener algo de tónico, aunque la fantasía desapareció rápido de mi mente. Aquella tarde tampoco recordé que en la alacena quedaba un poco de vino tinto mezclado con el portentoso brebaje. Olvidada por mi calenturiento cerebro, esa botella tendría un inesperado protagonismo unos días más tarde. Pero no adelantemos acontecimientos.

  Seguí el consejo de la abuela y me hice un pajote rápido mientras me duchaba. No me costó mucho encontrar inspiración, teniendo en cuenta lo que ella y yo habíamos hecho en esa misma bañera. Mis soldaditos desaparecieron por el desagüe y mi erección perdió verticalidad, aunque como ya sabéis una simple gayola no mantenía mi libido a raya por mucho tiempo. De vuelta al dormitorio, me puse mis mejores galas: vaqueros negros y una camisa roja, holgada pero favorecedora, que incrementaba mi aire agitanado, a pesar de que peiné mis desordenadas greñas lo mejor que pude. Seguro que a estas alturas del relato os lo habéis preguntado muchas veces: ¿en el pueblo había peluquería? La había, y tendría que visitarla tarde o temprano, ya que ni a mi madre ni a su suegra les gustaba que me dejase el pelo demasiado largo.

  Maqueado para la ocasión, esperé sentado en la cocina fumando un cigarro. Mi acompañante no era de las que tardan en arreglarse, pero aquel día se tomó su tiempo, ansiosa por causar buena impresión. Me enderecé en la silla al escuchar el taconeo acercándose por el pasillo, y sin duda la espera mereció la pena. El nuevo vestido verde le quedaba aún mejor que en la tienda, resaltando sus curvas sin llegar a ser provocador, revelando el inicio del apretado canalillo mientras que la estudiada asimetría de la falda dejaba ver el comienzo del muslo derecho y cubría la pierna izquierda hasta la mitad de la pantorrilla, creando un efecto que me resultaba muy erótico, pues insinuaba más de lo que mostraba y mostraba lo necesario para no resultar recatado. Se paró bajo el marco de la puerta, con las manos unidas a la espalda y cambiando el peso de una pierna a otra, como una colegiala en su primer día de escuela esperando a que su papi le diga lo guapa que está con el uniforme.

  Mi reacción fue tan predecible como sincera. Mis ojos la repasaron con avidez de arriba a abajo mientras soltaba un largo silbido de admiración. Para colmo, se había puesto aquellos zapatos de tacón alto, de un verde más oscuro que el del vestido, sujetos por dos cintas cruzadas en el empeine y otra en los tobillos, un calzado que resaltaba los ya de por sí atrayentes volúmenes de sus pantorrillas. Eran los mismos que se había puesto cuando desfiló para mí con la lencería que le regalé, lo cual me hizo preguntarme si la llevaría puesta.  

  —¡Joder! Estás... ¡Uuff! —exclamé, con mi habitual elocuencia.

  —Bah... No será para tanto —dijo ella, tan sonrojada como era de esperar.

  A pesar de su actitud humilde, acorde a su personalidad, puede detectar en sus ojos y su forma de moverse cierto orgullo y coquetería. Puede que fuese modesta pero no era estúpida, y era consciente de su atractivo. Incluso me provocó, o eso me pareció, bamboleando sus anchas caderas más de lo necesario cuando pasó junto a mí, dejándome oler un sutil aroma floral que mi prominente napia nunca había detectado sobre su piel. Le preocupaba tanto causar buena impresión a la alcaldesa que incluso se había perfumado para la ocasión. Por otro lado, se mantuvo fiel a su costumbre y no llevaba ni pizca de maquillaje en el rostro, nada que ocultase el rosado natural de sus labios o las encantadoras pecas de sus mejillas. Eso sí, llevaba sus gafas “de salir”, más ligeras y elegantes que las que usaba a diario.

  —Vamos, cielo. Que no quiero llegar tarde. 

  Se colgó del hombro un sencillo bolso negro con una hebilla plateada en forma de herradura, un complemento que recordaba haber visto en un par de ocasiones, y me miró impaciente desde el recibidor. Estaba tan concentrado en no abalanzarme sobre ella y besarle el escote que tardé unos segundos en reaccionar. 

  —¿Llevas la ropa interior que te regalé? —pregunté mientras caminábamos hasta el Land-Rover.

  —¡Carlos! Nada de jueguecitos de los tuyos, ¿eh? —exclamó, intentando que sus dulces facciones mostrasen severidad.

  —Tranquila, solo era curiosidad.

  —Pues no seas tan curioso, tunante —dijo, relajando el tono y sonriendo un poco.

  Una vez dentro del vehículo, me puse al volante y antes de girar la llave me quedé de nuevo obnubilado por la estampa de la mujer que me acompañaba, ahora sentada junto a mí, con la espalda recta y el bolso sobre las rodillas. Soltó un agudo suspiro y dio unos golpecitos con el pie en el suelo del coche, un gesto que inevitablemente me recordó a mi madre.

   —Carlitos...

   —Ya voy, ya voy.

  Durante el trayecto no quise ponerla más nerviosa, así que mantuve a raya mi libido y la entretuve charlando sobre temas cotidianos, algo que le encantaba. A mitad del trayecto tuvo que sacar un pañuelo de su bolso para secarse el sudor que hacía brillar su frente y se enderezó aún más en el asiento.

  —Ains... Espero que no se me manche el vestido de sudor —se lamentó, dándose toquecitos con el pañuelo en el escote— ¡Qué calor hace!

  —Ya te digo. No entiendo por qué nos ha citado tan temprano. ¿Quién queda a las ocho de la tarde en pleno verano? —me quejé.

  —No se, hijo. Serán cosas de gente rica.

  Llegamos a la finca diez minutos antes de las ocho, tan puntuales como le gustaba a la señora del lugar. No volveré a describir la opulencia de los jardines ni la impresionante fachada de la mansión, pero sobra decir que mi abuela lo miraba todo con los ojos abiertos como platos, maravillada por tanto lujo y ornamento, haciendo comentarios en voz muy baja, como si temiese ser escuchada por alguien. 

  —Pero mira qué bonito... Uy, qué preciosidad de rosales... ¿Pero cuantos jardineros tendrán para todo esto? Mira, mira esa fuente... Y las vidrieras... pero si son más bonitas que las de la iglesia... Qué barbaridad.

  Yo asentía y sonreía, divertido por las reacciones casi infantiles de mi madura acompañante. Aparqué frente a la puerta principal y por supuesto la ayudé a bajar del coche con exagerada ceremonia, haciéndole una reverencia que le arrancó una risita nerviosa mientras se alisaba el vestido y se secaba por última vez el sudor del rubicundo rostro.

  —Deja de hacer el tonto, ¿eh?

  —Como usted mande, señora.

  No fue necesario llamar al timbre o golpear con las macizas aldabas doradas que adornaban las puertas del palacete, pues se abrieron en cuanto nos acercamos, provocando un ligero respingo de sorpresa a mi abuela. No nos recibió la gruesa y antipática ama de llaves Francisca (Paqui para los amigos), ni algún otro de los muchos criados, sino la mismísima anfitriona, con una sonrisa amable y cálida que nunca había visto antes en su rostro de facciones duras y aristocráticas.

  —Tan puntual como esperaba —dijo, en un tono afectuoso y casi alegre que también me sorprendió.

  —Buenas tardes, Paz —respondió la invitada, después de soltar una risita nerviosa.

  Se saludaron con besos en las mejillas y yo recibí por parte de mi jefa una no demasiado condescendiente mirada de aprobación, la que le dedicaría a un repartidor que le hubiese entregado un bonito y caro jarrón en perfecto estado. Yo le dediqué un absurdo remedo de saludo militar (confieso que también estaba un poco nervioso) y cuando se giró le di un buen repaso a su indumentaria.

  La alcaldesa se había arreglado para la ocasión, evitando así que mi abuela hiciera el ridículo presentándose tan bien vestida. Llevaba unos pantalones blancos “de campana”, ceñidos a los muslos y a las firmes nalgas producto de su saludable estilo de vida, que se ensanchaban bajo la rodilla hasta casi tocar el suelo, dejando ver los cuidados pies, con las uñas pintadas de un discreto rosa pálido. Calzaba unas sandalias cuyas finas cintas también blancas contrataban sobre el bronceado empeine, con unos tacones cuya longitud quedaba oculta por los elefantinos bajos del pantalón. Un elegante chaleco sin mangas blanco y negro resaltaba la esbeltez de su torso y dejaba al aire los tonificados brazos, propios de una mujer mucho más joven, al igual que el resto de su cuerpo, esculpido por la esgrima, la natación, el tenis... por no olvidar la intensidad con que se entregaba a sus extrañas prácticas sexuales con ingenios mecánicos, al menos a la que yo había presenciado.

  En cuanto entramos en el monumental recibidor de la mansión el calor sofocante fue sustituido por un agradable frescor, fruto de la amplitud del lugar, pues no había aire acondicionado. Las mujeres caminaron hacia una de las escalinatas que conducían a la segunda planta, y yo me limité a seguirlas, admirando sus cuerpos maduros. La alcaldesa siempre me había parecido una mujer muy alta, pero comprobé que no lo era tanto al descubrir que sus tacones eran mucho más largos que los de su invitada y aún así la pelirroja le sacaba casi un palmo de estatura. 

  Andaban agarradas del brazo, algo típico de las señoras de pueblo que hoy en día se ve poco, charlando en tono amistoso. Me alegró ver que mi abuela se relajaba por momentos, alabando la belleza del lugar. También intercambiaron cumplidos sobre sus respectivas indumentarias y se quejaron del caluroso clima. Me sorprendió la confianza con que se trataban, y descubrí que eran más amigas de lo que yo pensaba. Una amistad surgida tras años de breves charlas en la plaza del pueblo, antes o después de las misas a las que una acudía por devoción y otra por obligación, y que esa noche se afianzaba delante de mis deleitados ojos.

  Atravesamos amplios pasillos que yo desconocía, un laberinto de ornamentadas puertas, obras de arte y vidrieras. No nos cruzamos con miembro alguno del servicio, cosa que no me extrañó pues la mayoría tenían vetada esa zona de la mansión, salvo las criadas que la limpiaban, y ese trabajo se realizaba por las mañanas. Solo se escuchaban las voces de las dos señoras y el taconeo sobre los limpios suelos de mármol, interrumpido de vez en cuando por la presencia de alfombras que, sospechaba, costaban más de lo que yo ganaría trabajando de chófer durante veinte años.

  Tras una caminata absurdamente larga comprobé que la puñetera mansión era mucho más grande de lo que aparentaba desde fuera, que ya es decir, y llegamos a un “pequeño” comedor cuya decoración primaveral y abigarrada fascinó a mi abuela, amante de las plantas y las flores. Era uno de esos lugares hecho para sobreestimular el sentido de la vista, en los que uno no sabe donde mirar y puede acabar mareado. Los numerosos cuadros representaban jardines, paisajes selváticos, prados, arboledas en flor e incluso cargados floreros muy parecidos a los floreros reales que también adornaban la estancia. Tanto las alfombras como el mantel mostraban motivos vegetales, sin escatimar colorido, y en el centro de la mesa un recargado centro de flores (obviamente) desprendía una suave fragancia.

  —Uy, pero qué preciosidad de comedor... —dijo mi abuela, flotando casi por la sala mientras sus ojos verdes intentaban abarcar el maremágnum de colores y formas.

  —Sabía que te gustaría, Feli. Lo llamamos la Salita de las Flores. Creo que no hace falta explicar el motivo —explicó Doña Paz, y por un momento apareció en sus labios la sonrisa altiva que yo conocía tan bien.

  Dentro de la “salita” hubiese cabido entero el piso en el que vivían mis padres, tenía forma rectangular y la pared del fondo la ocupaba casi por completo una espectacular vidriera (con motivos florales, por supuesto) con unas puertas que daban acceso a una terraza. Si describo este detalle es porque dicha terraza sería más tarde uno de los escenarios de los sorprendentes hechos acontecidos aquella peculiar noche de martes.

  Después de unos minutos de charla sobre la decoración la anfitriona nos invitó a sentarnos. La mesa tenía capacidad para al menos doce comensales pero solo había tres sillas: una en la presidencia, y las otras dos a izquierda y derecha, las cuales ocupamos mi abuela y yo, dejando a la alcaldesa el lugar de honor, detalle al que no puso objeciones. En cuanto nuestros proletarios culos se posaron en las sillas, muy cómodas y repletas, oh sorpresa, de ornamentación vegetal, la acaudalada rubia desapareció por una puerta que no había detectado antes entre tanto caos floral. Por cierto, aquel día llevaba sus cabellos recogidos en un sencillo moño adornado con una cinta blanca, y los habituales mechones ondulados que caían con gracia a ambos lados de su noble frente.

  En apenas un minuto reapareció empujando un carrito plateado, sobre el cual viajaban dos copas y un vaso alto, acompañando a una botella de vino blanco embutida en un cubilete con hielo y un botellín de cerveza de importación, tan frío que incluso desde la distancia pude ver las características gotas de condensación resbalando sobre la escarcha que cubría el ambarino vidrio, lo cual me hizo tragar saliva y relamerme, anticipando aquel regalo para mi paladar y mi sedienta garganta. 

  La reacción de Felisa, la servicial y entregada madre de mi padre, fue justo la que hubiese esperado cualquiera que la conociese. Se levantó de la silla como impulsada por un resorte, uno lo bastante potente como para alzar semejante cuerpo en una milésima de segundo.

  —Deja que te ayude, Paz —dijo.

  —De eso nada, querida. Vuelve a sentarte ahora mismo. Eres mi invitada y me gusta encargarme de todo en ocasiones como esta —afirmó Paz mientras acercaba el carro a la mesa.

  La susodicha invitada no insistió. Volvió a sentarse, sonriente y sumisa, una actitud que me recordó a su relación con mi madre, a quien siempre obedecía sin rechistar. En ese momento, me pareció un detalle por parte de Doña Paz que se encargara ella misma de servir, pues la presencia de criadas podría haber cohibido a mi impresionable abuela, quien por otra parte estaba llevando con sorprendente naturalidad la repentina inmersión en ese mundo de lujo y exceso.

  Durante casi una hora las señoras disfrutaron de una animada conversación sobre diversos temas, dando breves sorbos a sus copas de vino blanco. Una charla que no transcribiré porque creo que ya os he aburrido bastante describiendo la decoración. En un par de momentos se acordaron de que yo estaba allí y me incluyeron con algún comentario sobre mi trabajo de chófer o lo mucho que ayudaba con las tareas campestres, a lo que respondí con sonrisas y algún comentario inocuo, cuidándome de evitar dobles sentidos que pudiesen sobresaltar a mi abuela.

  Me limité a estar allí sentado, trasegando la excelente cerveza de importación, con un nombre alemán que soy incapaz de recordar. Llevando mis ojos de una de las atractivas maduras a la otra, no pude evitar una leve sonrisa malévola al ser consciente de que guardaba secretos de ambas mujeres: la insospechada relación incestuosa de una de ellas con su nieto y la afición de la otra a consumir estimulantes sexuales y copular con máquinas. 

  —Te sienta de maravilla ese vestido, Feli. Es de la última colección de Torera, ¿verdad?

  —Eh... gracias. Sí... Mi nuera me ayudó a elegirlo.

  —Pues tiene muy buen gusto. No me considero experta en moda, pero si una gran aficionada. Si quieres, después de la cena, te puedo enseñar algunas de mis últimas compras.

  —Uy, claro. Encantada. 

  Cuando el sol casi había desaparecido y nos rodeaba una cálida penumbra anaranjada la anfitriona se levantó y encendió la floreada lámpara del techo, bañándonos en una luz suave, entre verdosa y rosada, que por algún motivo favorecía mucho a mi abuela, quien en aquel escenario parecía una exuberante y tímida diosa de la primavera. La alcaldesa desapareció con el carrito y regresó en pocos minutos. El vino blanco fue sustituido por tinto y mi vaso por una copa. También sirvió los aperitivos, dejando claro con sus elegantes movimientos que no era una criada pero que, de serlo, sería la mejor.

  No entraré en detalles sobre la comida, en parte porque muchas de las refinadas viandas que viajaron del carrito a la mesa no las había visto en mi vida. Eso sí, estaban presentadas y decoradas de forma que hicieran juego con la decoración de la Salita de las Flores, cosa que por supuesto fascinó a mi abuela, casi tanto como los sabores que asaltaban su experta boca. Alabó todos y cada uno de los manjares y también el tinto. Yo no entiendo de vinos pero puedo decir que aquel morapio estaba de puta madre, y vacié mi copa mucho más rápido que ellas.

  —Gracias por tus palabras, Feli. Pero es a la cocinera a quien deberías felicitar. Mi única hazaña ha sido elegir los vinos y empujar ese carrito.

  —¡Ja ja! Bueno... Pues muy bien elegidos. 

  Ya era de noche cuando la cena tomó un giro inesperado que no hubiese previsto ni en mis más locas elucubraciones. Doña Paz hizo un tercer viaje con el carrito, trayendo esta vez el plato principal, una sofisticada ensalada de pescado con frutas exóticas. Estaba claro que a la fibrosa maestra de esgrima le gustaban las cenas ligeras. También trajo otra botella del mismo vino para sustituir a la primera, vacía en gran parte gracias a mí. Siempre había escuchado que con el pescado se bebía vino blanco, pero desde luego no cuestioné la elección de la alcaldesa. Ella era la experta y además el tintorro aquel estaba cojonudo.

  Tampoco me preocupaba la cantidad de alcohol que estaba circulando desde que nos habíamos sentado a la mesa. Yo tenía mucho aguante a pesar de mi tamaño, y aunque le brillaban un poco los ojos y sus mejillas ya mostraban un leve rubor, hacía falta algo más que unas cuantas copitas de vino para emborrachar a mi robusta abuela. Además, me encantaba ver lo bien que se lo estaba pasando.

  Los tres nos pusimos manos a la obra con la cena, yo en silencio y ellas sin dejar de charlar entre bocado y bocado. Entonces, con una naturalidad que no me hizo sospechar nada, Doña Paz extendió una mano y señaló al fondo de la sala, haciendo, claro está, que su invitada mirase en esa dirección. 

  —¿Qué te parecen las vidrieras, Feli? 

  —Uy... Preciosas. Más bonitas que las de la iglesia.

  —Las encargué a un artesano alemán. Ha trabajado para casi toda la realeza europea.

  —No me digas...

  —Fíjate en lo finas que son las varillas de plomo. Apenas se ven los ensambles. Y la delicadeza del veteado en las piezas que representan hojas de árboles.

  —Uy, sí... Qué finura. 

  Mientras se desarrollaba tan curiosa conversación mi abuela tenía la cabeza girada hacia la izquierda. Yo también miraba a la vidriera, aunque no me interesaban un carajo los ensambles o los veteados, pero quizá debido a mi posición en la mesa o a mi falta de interés capté un movimiento extraño por el rabillo del ojo y miré hacia nuestra anfitriona, quien llevó su otra mano hacia uno de los bolsillos de su chaleco. Casi se me sale el corazón por la boca cuando vi aparecer un objeto que conocía a la perfección: uno de los pequeños frascos de tónico que me había dedicado a vender durante mi breve aventura comercial. El mismo que me había obligado a entregarle durante mi primer día de trabajo.

  Doña Paz me miró durante un instante con sus penetrantes ojos azules, en los que relucía una inquietante chispa de malicia. No le importaba en absoluto que viese lo que iba a hacer. Es más, me dio la impresión de que quería que lo viese. Sin dejar de hablar con su distraída invitada, desenroscó el tapón y con un fluido movimiento, sin prisa ni brusquedad, vació la pipeta entera en la copa de mi abuela. Los largos y ágiles dedos de pianista (era más que probable que la hija de puta también supiese tocar el piano) cerraron el frasco y lo devolvieron al bolsillo, continuando la conversación y la cena como si nada hubiese pasado.

  Yo la taladré con la mirada, apretando los dientes y los puños, en uno de los cuales sostenía el tenedor. ¿Qué pretendía? ¿Cual era el sentido de excitar la libido de mi abuela durante una cena en la que yo también estaba? No nos había invitado a la opulenta mansión para burlarse de nuestra condición inferior, como yo había temido en un principio, o para alimentar su ego impresionando a dos humildes pueblerinos. Éramos conejillos de indias en alguna clase de retorcido juego o experimento. ¿Cómo había podido confiar en una mujer que diseñaba monstruosos ingenios mecánicos para consumar demenciales fantasías? 

  —¿Te encuentras bien, cielo?

  Mi acompañante había dejado de escudriñar la puta vidriera y me miraba preocupada por encima de sus gafas, con toda la dulzura habitual en sus ojos verdes. En ese momento, no sabría decir si mi rostro moreno había empalidecido o si estaba rojo de ira. Me aclaré la garganta y relajé la postura tanto como pude.

  —Eh... Si. Estoy bien —afirmé, forzando una sonrisa tranquilizadora.

  —Puede que no le haya sentado bien la cerveza —tuvo la desfachatez de soltar la alcaldesa—. Es de mayor graduación que las que suele beber.

  Mi sonrisa se ensanchó cuando Doña Paz y yo nos miramos en silencio durante un par de segundos, desafiantes pero fingiendo cordialidad. 

  —¿Estás mareado, tesoro?

  —No. Estoy bien.

  Conseguí relajarme (o aparentarlo) lo suficiente como para que la preocupación desapareciese casi por completo del rostro de mi abuela. La anfitriona continuó cenando, mirándome de reojo, con un sutil sesgo de superioridad en sus labios de escultura clásica. 

  —Puede que sea la Salita de las Flores. Algunas personas llegan a sufrir algo parecido al vértigo, mareos o ansiedad por la sobrecarga sensorial que produce la decoración —explicó la pedante rubia.

  —¿Ah si? Vaya... Con lo bonita que es —dijo la invitada, francamente sorprendida.

  —Por supuesto, no estás obligado a permanecer en esta estancia. Puedes pasear a tu antojo por la mansión y la finca. 

  —No se preocupe, jefa. Puedo soportar una habitación hortera el tiempo que haga falta.

  —¡Carlitos!

  —¡Ja ja! No pasa nada, Feli. Si hay algo que valoro en tu nieto es su franqueza y sentido del humor.

  Tras un breve intercambio de miradas desafiantes todo volvió a una aparente normalidad. Mi abuela se relajó de nuevo, continuó la conversación y el soniquete de los cubiertos. A mi me costó horrores seguir comiendo, atento a cada movimiento de la anfitriona y sin quitar ojo a la copa de vino adulterado. Cuando mi abuela la agarró e inició el trayecto hacia sus labios no pude contenerme. 

  —¡Espera! —exclamé.

  —¿Qué pasa, cielo? —preguntó ella, desconcertada por mi vehemencia. La copa y su rojizo contenido quietos a un palmo de su boca.

  La alcaldesa también se quedó mirándome, una ceja enarcada en señal de sorpresa, expectante y ocultando lo divertida que le resultaba la situación. Yo me quedé mudo, boqueando como un pez. ¿Qué cojones podía decir? Revelarle a mi abuela la existencia del tónico era impensable, y tampoco quería romperle el corazón contándole que su “amiga” la había invitado esa noche para drogarla y divertirse a su costa. La única opción que encontró mi atribulado cerebro fue dejar que bebiese e intentar llevármela cuanto antes de la mansión.

  —Eh... Nada... Me pareció que había una mosca en tu vino —dije al fin.

  Miró dentro de la copa, bajándose las gafas y bizqueando un poco.

  —No hay nada, hijo. No te preocupes.

  Y dicho esto le pegó un trago que a mis alterados ojos resultó más abundante de lo normal. El tónico ya estaba en su organismo, en una cantidad poco recomendable que podía llevarla a perder el control como había ocurrido con Monchito y con el cura del pueblo, o como me había ocurrido a mí la primera vez que lo tomé. 

  La cena continuó. La charla entre ambas mujeres era cada vez más animada y me habían excluido totalmente, aunque mi abuela me dedicaba de vez en cuando una sonrisa tierna y mi duelo de miradas con la alcaldesa era cada vez más intenso. También escrutaba el rostro de mi acompañante, procurando que no lo notase, en busca de indicios que delatasen los efectos del brebaje. Por supuesto tenía las mejillas arreboladas y le brillaban los ojos, pero ambas cosas podían achacarse al alcohol y a lo alegre que estaba. Me sorprendió reparar en que Doña Paz estaba bastante achispada (o fingía estarlo), hablando en un tono más elevado de lo normal, bromeando y riendo con carcajadas muy poco refinadas. 

  El postre consistió en un pretencioso pastel de frutas tropicales que yo apenas toqué y que ellas devoraron con delectación. Terminada la cena, la anfitriona recogió la lujosa vajilla y en lugar de sentarse permaneció de pie junto a su invitada, posando una mano en su pecoso hombro. 

  —¿Qué me dices, Feli? ¿Una copita para hacer la digestión? —sugirió, lanzándome una breve mirada cargada de malicia.

  —Claro que sí —respondió la intoxicada pelirroja sin dudarlo un segundo.

  —Se está haciendo tarde —dije. Ambas mujeres me miraron fijamente—. ¿No deberíamos volver a casa?

  —Bah, no seas aguafiestas, Carlos. Si apenas son las diez —replicó la alcaldesa, señalando un reloj de pared que pasaba desapercibido entre la decoración.

  En efecto, aún no eran las diez. Apenas llevábamos dos horas en la mansión, aunque a mí se me estaban haciendo eternas. Tenía que sacar de allí a mi abuela y la pobre se estaba divirtiendo tanto que ni se le pasaba por la cabeza dar por finalizada la velada.

  —No me gusta conducir de noche por estas carreteras. —Hice una pausa y clavé los ojos en los de la anfitriona con toda la intención— Pueden ser muy traicioneras. 

  La alcaldesa aceptó el desafío, por supuesto. Entornó ligeramente sus astutos ojos azules y no le costó desmontar mi argumento.

  —Si te da miedo conducir en la oscuridad podéis quedaros hasta mañana Si algo sobra en esta casa son habitaciones.

  —Uy, no queremos molestar, Paz —dijo la invitada. A pesar de sus palabras, intuí que no le desagradaba la idea de pasar la noche en la mansión.

  —Tu no molestas, querida.

  Al tiempo que pronunciaba aquel afectuoso “querida” acarició con los dedos el querubinesco rostro de su amiga, quien la miraba embelesada. Quizá solo se trataba de eso, pensé. Puede que la intención de la alcaldesa solo fuese seducir a mi abuela y el tónico fuese era una ayuda para vencer su resistencia, ya que la madura pueblerina no era lesbiana. Sobre la orientación sexual de Doña Paz tenía mis dudas. Ella misma me había confesado que su marido y ella no tenían relaciones maritales. “El alcalde tiene a sus amantes y sus putas, y yo tengo... mis aficiones”, había dicho. Una de esas aficiones eran las máquinas, y no era descabellado pensar que otra fuesen las mujeres. 

  —Vamos, Feli. Te va a encantar la terraza.

  Cuando Feli se levantó la condujo hasta las puertas que se abrían en el centro de la vidriera y salieron al exterior, seguidas de cerca por un servidor. En efecto, a mi abuela le encantó la terraza, casi tan grande como la Sala de Las Flores y rodeada por una maciza balaustrada de mármol. Una gran variedad de plantas tropicales brotaban de maceteros con relieves o del mismo suelo, ya que en algunas zonas las baldosas habían sido sustituidas por parterres cubiertos de césped. En una de aquellas parcelas verdes había diversos muebles de jardín, a cual más lujoso y ornamentado, rodeando una mesa de hierro forjado y cristal en la que alguien había dispuesto vasos, botellas variadas y un cubilete con hielo. 

  Caminamos hacia la mesa y al llegar a la frontera entre las baldosas y el césped la alcaldesa se detuvo y se descalzó, invitándonos a imitarla. Sin vacilar, mi abuela se quitó sus zapatos verdes y los dejó junto a las sandalias de la anfitriona. De mala gana, yo también me quité los “castellanos” que me había puesto para la ocasión, un calzado mucho menos cómodo que mis habituales deportivas y que solo usaba en bodas, bautizos y eventos parecidos.

  —Esta no es una hierba cualquiera. Solo crece en unas pocas islas de La Polinesia y es muy delicada. También es suave como el terciopelo, ya veréis —explicó la “condesa descalza”, aprovechando de nuevo la oportunidad para ostentar.

  —¡Uy, es verdad! Qué agradable... —confirmó la invitada cuando hundió en la verde alfombra sus pies pálidos, con algunas marcas rosadas debido a los zapatos.

  Las mujeres se sentaron en dos cómodos sillones, tan cerca que solo tenían que inclinarse un poco para que sus cabezas se tocasen, cosa que ocurría a menudo mientras charlaban sin parar, bromeando y dando sorbos a sus copas, dos gin tonics  cuya elaboración había observado con detalle, temiendo que la alcaldesa volviese a usar el tónico.

  Yo estaba sentado frente a ellas, sin perder detalle de sus palabras y movimientos. Mi abuela había adoptado una postura relajada, con la espalda bien apoyada en el respaldo del sillón y la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, mostrando mucho más de la mitad del muslo, con un pie balanceándose en el aire y el otro casi oculto por la hierba polinésica. La anfitriona había adoptado la misma postura, pero con un codo apoyado en el reposabrazos y el cuerpo inclinado hacia su presa, posición que le permitía acercar los labios a su oído para susurrarle o rozar su espectacular pierna con un cuidado y elegante pie, cuyas uñas pintadas de rosa pálido parecían de nácar a la luz de la luna.

  Tenso y desconcertado por la situación, yo calentaba en las manos un refresco, pues no quería que una inoportuna borrachera me impidiese ayudar a mi acompañante si en algún momento me necesitaba. Sobra decir que me ignoraban por completo, y por supuesto sobra muchísimo decir que a pesar de todo mi verga estaba tan dura que también me vi obligado a cruzar las piernas para ocultar el alargado bulto en la pernera de mi pantalón. La idea de que aquellas dos bellezas maduras tuviesen sexo lésbico me horrorizaba y me excitaba a partes casi iguales. No llegué a fantasear siquiera con un trío, pues eso habría supuesto revelar el secreto que mi abuela y yo ocultábamos a una mujer excéntrica cuyas intenciones no estaban claras.

  Me puse en guardia cuando Doña Paz susurró algo al oído de la deseada pelirroja, quien soltó una risita tapándose la mano con la boca mientras el pie desnudo de la alcaldesa acariciaba sin disimulo su carnosa pantorrilla. ¿Era consciente de que su acaudalada amiga intentaba seducirla o era aún más ingenua de lo que yo pensaba? De nuevo escruté su rostro redondeado y pecoso, las mejillas cada vez más encendidas y el brillo en los ojos verdes, y de nuevo no supe discernir si el tónico comenzaba a hacer de las suyas o simplemente estaba achispada y disfrutando de la velada. Ni se me pasó por la cabeza que la indiscutiblemente heterosexual madre de mi padre correspondiese a los deseos sáficos de la alcaldesa.

  A pesar de que me encontraba a escasa distancia no entendí lo que mi abuela respondió con su voz suave y aguda, acercando también la boca al oído de mi jefa. Debió ser algo gracioso porque ambas estallaron en sonoras carcajadas, momento que aprovechó Doña Paz para dar una cariñosa palmada en el turgente muslo de su invitada, apretando durante un instante y acariciándolo hasta la rodilla, donde dejó posada la mano mientras me dedicaba una breve mirada de soslayo. Eso fue la gota que colmó el vaso. Me aclaré la garganta ruidosamente, lo cual sobresaltó un poco a mi abuela, quien me miró por encima de sus gafas con los ojos muy abiertos, como si ya no recordase que estaba allí.

  —Ains, Carlitos, hijo... Nosotras aquí charla que te charla y tu ahí aburrido. Perdona, tesoro.

  —No pasa nada. Aunque si habláseis un poco más alto a lo mejor podría meter baza —dije, imitando sin darme cuenta el tono irónico que usaba mi madre cuando estaba molesta.

  —Estamos tratando asuntos femeninos en los que dudo que pudieses aportar mucho, querido —dijo la alcaldesa. Su tono era amistoso, casi melifluo, pero el desafío seguía presente en sus ojos azules. Incluso apretó un poco los dedos en torno a la rodilla ajena antes de seguir hablando—. Es una pena que mi marido esté de viaje. De estar aquí tendrías a alguien con quien conversar.

  —Desde luego. Seguro que su marido y yo podríamos hablar de muchas cosas.

  La amenaza implícita en mi frase no afectó a mi contrincante, y al segundo de pronunciarla me di cuenta de que era absurda. Sin duda Don Jose Luis estaba al tanto de los escarceos de su esposa, tanto mecánicos como lésbicos, y tampoco le importaría un carajo que ella también tomase el tónico. Es más, si comenzaban a revelarse secretos, era yo quien saldría malparado. Mi abuela nos observaba con una sonrisa beatífica, pensando que manteníamos una conversación amistosa y ajena a la tensión que crepitaba entre ambos. 

  Tras una pausa que estuvo a punto de provocar un silencio incómodo, Doña Paz se giró hacia su invitada, movió la mano desde su rodilla hasta la mitad del expuesto muslazo y volvió a palmearlo un par de veces.

  —Casi lo olvido, Feli. Prometí enseñarte el botín de mi última incursión en el mundo del prêt-à-porter.  

  —Eh... ¿Qué?

  —Algunos vestidos nuevos.

  —¡Ah, sí! Me encantaría.

  Ambas mujeres se levantaron, soltaron sus copas y caminaron descalzas de regreso al interior de la laberíntica mansión, ignorando de nuevo mi presencia. Durante unos segundos no supe qué hacer. Estaba claro que enseñarle sus trapos de alta costura era una burda excusa para estar a solas con ella en una habitación. A esas alturas el brebaje del “doctor” Montoya debía estar a punto de convertir a mi desprevenida abuela en una perra en celo, y no podía permitir que aquella degenerada se aprovechase de ella, por mucho que fuese mi jefa, la alcaldesa, una influyente millonaria y vete a saber qué más.

  Me levanté y las seguí, sin detenerme a ponerme los zapatos. La noche era tan calurosa como correspondía a la época y noté la humedad del sudor en mi espalda y en la entrepierna, donde a duras penas mantenía a raya la erección que se negaba a desaparecer. Atravesé la Sala de las Putas Flores y guiado por el sonido de sus voces, pues no paraban de cotorrear, las encontré en un largo pasillo alfombrado e iluminado por lámparas de pared que imitaban candelabros antiguos, con alargadas bombillas en lugar de velas. Después de tres pasillos idénticos y docenas de puertas, se detuvieron frente a una de ellas y la alcaldesa la abrió. Antes de entrar en la misteriosa estancia repararon en mi presencia y se quedaron mirándome hasta que me planté junto a ellas, echando un vistazo al interior de la habitación. Para mi sorpresa no era un dormitorio sino un amplio vestidor, una de esas habitaciones que los ricachos y ricachas usan solo para guardar sus trapos. En mi breve inspección pude ver numerosas puertas de armario, blancas y con dorada ornamentación barroca, varios espejos de cuerpo entero, percheros, cajas para sombreros, estantes con joyeros, un maniquí de modista y un zapatero con una cantidad absurda de cajones. Ah, y un par de sofás de dos plazas, de esos que llaman “confidentes”, antiguos pero de aspecto cómodo y más que apropiados para echar un polvo.

   —Lo siento, Carlos. Me temo que este es un desfile privado —dijo la alcaldesa, de forma amable con un matiz sarcástico, al tiempo que me cortaba el paso apoyándose en el marco de la puerta—. Si continuas por este pasillo, al fondo encontrarás una de las salas de juegos de mi marido. Mesa de billar, dardos... En fin, esos pasatiempos que tanto os gustan a los hombres. Lo pasarás mejor allí que oyéndonos hablar de moda. Además... Puede que nos probemos alguna prenda, y no sería apropiado que nos vieses en paños menores, ¿verdad?

  Los nervios y lo absurdo de la situación casi me hacen soltar una carcajada. A ella la había visto totalmente desnuda y espatarrada mientras el cipote metálico de Klaus la hacía gritar de placer, y en cuanto a mi abuela... en fin, ya sabéis. 

  —Es verdad, cielo. Ve a jugar un rato —me sugirió la madura pelirroja, en el tono dulce y un poco condescendiente que usaría con un niño que anda molestando, sin dar indicios de sospechar nada sobre las intenciones de su amiga.

  Sin darme tiempo a reaccionar, Doña Paz agarró a su presa por la cintura y con la sutileza de una bailarina la metió en la habitación casi al mismo tiempo que se giraba para cerrar la puerta, dedicándome una última mirada entre burlona y triunfante. La puerta se cerró y escuché un leve chasquido cerca del picaporte, señal de que había echado un pestillo o algo parecido. Delante de mis narices, la muy zorra se había encerrado con mi abuela.

  Me quedé quieto en el silencioso pasillo donde solo se escuchaba mi fuerte respiración y las voces amortiguadas de las dos mujeres, con los puños apretados y sin saber qué hacer. Ni en mis más absurdas fantasías opiáceas habría imaginado el rumbo que iba a tomar la puñetera cena. Descarté de inmediato la idea de intentar derribar la puerta. No era lo bastante fuerte como para imponerme a la gruesa hoja de madera, y además, si me comportaba de forma tan violenta asustaría a mi abuela y tendría que darle explicaciones. Por otra parte, aunque no habíamos visto a nadie más en la mansión, estaba seguro de que nuestra artera anfitriona solo tenía que gritar o pulsar un botón oculto para que aparecieran varios guardias de seguridad y me diesen tremenda golpiza.

  Frustrado y con goterones de sudor recorriendo mi frente, lo único que pude hacer fue pegar la oreja a la puerta e intentar deducir lo que ocurría dentro, ya que no había cerradura por la que mirar. Reparé en lo distintas que sonaban las voces de ambas mujeres respecto al inicio de la velada. La ingesta de alcohol había hecho mella en la perfecta dicción de la alcaldesa, llevándola a pronunciar mal alguna que otra consonante, pero con tal disimulo y elegancia que por momentos parecía hablar con acento francés. En cuanto a mi querida abuelita ya se podía afirmar que estaba borracha. Su voz era más aguda y estridente de lo habitual, tartamudeaba y se echaba a reír por cualquier cosa. O bien mezclar vino con ginebra había precipitado su embriaguez o el tónico estaba potenciando los efectos del alcohol, cosa que también ocurría a la inversa. Con tanta bebida y la elevada dosis de pócima afrodisíaca era un milagro que no estuviese frotándose contra las esquinas.

  Escuché puertas de armario que se abrían y traqueteo de perchas.

  —Mira, este es de la última colección de Valentino.

  —Uy, es precioso...

  —No me suele gustar su estilo, pero me encanta el corte de las mangas y estos cuadros de inspiración escocesa.

  —Sí, es muy bonito. Seguro... que te queda divino. Debes parecer... no se... una estrella de cine.

  —¡Ja ja! Bah, no exageres, querida. 

  Volví  escuchar ruido de perchas. Otro vestido. Otra breve conversación sobre patrones, colores de nombres estúpidos (¿”Blanco roto”? ¿Qué coño es eso?) y tejidos. Pretenciosas explicaciones por parte de Doña Paz y sinceras exclamaciones de asombro o admiración por parte de Doña Felisa. Yo respiraba tan despacio como me permitían la tensión, el cabreo y la excitación. No quería que advirtiesen mi presencia al otro lado de la madera, aunque no me cabía duda de que la alcaldesa sabía que estaba escuchando cada palabra. Los minutos fluían como espesa melaza. Otro armario se abrió, otra percha se descolgó.

  —Mira, Feli... ¿Qué te parece?

  —Ains... Una maravilla. Me encanta ese color moradito.

  —Es violeta. Pero sí, es un tono muy interesante. Éste es de un diseñador holandés poco conocido pero muy prometedor. Deberías probártelo.

  —¡Ay, no seas mala, Paz! ¿Cómo voy a meterme en un vestido tuyo con lo gorda que estoy?

  —¿Gorda? No digas sandeces. Tienes un cuerpo precioso, exuberante y natural, como el de una diosa nórdica. Seguro que tienes ascendencia celta o vikinga.

  —Pues... No sabría decirte, hija... Pero gracias.

  No podía ver el rubor de sus mejillas, que debían estar como tomates maduros, pero era evidente que la “diosa” estaba abrumada con tanto cumplido. Así que esa era la estrategia de la alcaldesa para que se quitase la ropa, pensé. Dejar que se probase uno de sus caros vestiditos. A pesar de lo poco que me interesaba la moda me jodía sobremanera no poder ver el vestido. Tras una breve pausa, volví a escuchar la voz de mi abuela.

  —Tu si que tienes buen tipo, Paz. Se nota que te cuidas mucho.

  —Ah, y que lo digas. Si dejase de hacer ejercicio una semana me verías hecha una piltrafa.

  —Bah, no será para tanto.

  —Bueno, ¿qué me dices? ¿Te lo pruebas? No te preocupes por la talla. Precisamente éste me lo tienen que arreglar porque me queda grande. Puede que te apriete en el pecho, pero supongo que estarás acostumbrada.

  —¡Ja ja! Qué te voy a contar. A veces hasta me cuesta encontrar sostenes de mi talla.

  —Y seguro que además de grandes son bonitas.

  —Eh... Bueno... Mi marido, en paz descanse, decía que sí.

  —Un hombre con buen gusto, sin duda. Y con mucha suerte.

  El flirteo de la alcaldesa se volvía más evidente por momentos y mi abuela no parecía tan incómoda como era de esperar. ¿Grandes y bonitas? No. Eran enormes y preciosas, y me enfurecía la idea de que esa noche no fuese yo quien disfrutase de ellas sino mi perversa jefa. Eso si finalmente la pelirroja accedía a sus deseos, pues por el momento la notaba reacia incluso a cambiarse de ropa delante de su supuesta amiga. 

  —¿Y si... lo estropeo?

  —Ya te he dicho que tengo que mandarlo arreglar de todas formas. No te preocupes. ¿Quieres que te ayude?

  —No... No hace falta.

  Se produjo un tenso silencio en el que solo escuché un leve roce de tejidos. ¡Se estaba desnudando! Lo único más grande que mi erección era mi rabia. Mi principal misión esa noche era proteger a mi acompañante de los vicios de la alta sociedad y había fracasado estrepitosamente. A pesar del notable bulto que se marcaba en mis pantalones me sentía menos hombre que nunca. Había dejado que esa pérfida lesbiana, o lo que carajo fuese, me arrebatase a mi hembra delante de mis narices. No era más que un pusilánime sometido por una poderosa “hembra alfa”. ¿Cómo podía rescatar a la ingenua víctima sin revelarle la existencia del tónico ni formar un escándalo? Una exclamación admirativa por parte de la alcaldesa me hizo concentrarme de nuevo en lo que ocurría dentro del vestidor.

  —Pero bueno, Feli... Esto si que no me lo esperaba. No te ofendas, pero siempre había imaginado que usabas una ropa interior más... conservadora. No te ofendas, querida.

  —Bu-bueno... la verdad es que... No suelo llevar este tipo de... len-lencería.

  —Pues es una pena porque te sienta de maravilla. Ese tono de verde te favorece aún más que el del vestido.

  —Ah... Gracias.

  Lo que faltaba. Para colmo mi abuela se había puesto el conjunto de lencería que yo le había regalado, aunque cuando se lo pregunté había evitado responderme. En mi mente pude ver con claridad el sostén que apenas abarcaba la mitad de sus pechos, dejando ver los pezones apretados contra la tela semitransparente, los encajes y finos bordados de caracolas, la forma en que las braguitas verde mar, poco más grandes que un tanga, resaltaban sus excesivas y pálidas nalgas. Me pregunté por qué se lo habría puesto. Si quería sentirse sexy durante la cena o si me tenía reservada una sorpresa al volver a casa, a pesar del vigente castigo. Me hirvió la sangre por más de un motivo al imaginarla allí de pie, sonrojada hasta la raíz del cabello y sin saber a dónde mirar mientras la rubia anfitriona la devoraba con la mirada. Una voraz loba acorralando a una indefensa vaquita mientras su perro guardián no podía hacer nada por ayudarla.

  —Quítate el sostén, anda.

  —¿Eh? 

  —Así te apretará menos el escote. Además, este vestido está hecho para llevarlo sin nada debajo.

  —Pe-pero...

  —¿Es que te da vergüenza? No seas tonta, Feli, que estamos entre amigas.

  —Ya, hija, ya, pero... Siempre he sido tímida con eso de... desnudarme.

  —No me dirás que el único que te ha visto desnuda es tu difunto marido, ¿verdad?

  —Pues... la verdad... —Por un momento temí que el tónico hiciera confesar a mi abuela nuestra relación incestuosa, pero por suerte no ocurrió.

  —¡Ja ja! No pasa nada, querida. Mira, si te hace sentir más cómoda puedo desnudarme yo primero.

  Sin dar tiempo a responder a su invitada, Doña Paz se quitó la ropa y la dejó caer con despreocupación sobre uno de los sofás. Al menos eso fue lo que deduje por los sonidos que me llegaban a través de la gruesa hoja de madera. 

  —¿Mejor así? 

  —Vaya... Si que estás en buena forma, Paz. Qué envidia.

  —Bah, no es para tanto. Si hay aquí una anatomía envidiable es la tuya. 

  Tampoco me costó visualizar el cuerpo desnudo de la alcaldesa, los pechos firmes de tamaño idóneo para abarcar con una sola mano y con interesantes arrugas en el escote cuando se apretaban uno contra otro, las piernas largas y atléticas, el vientre plano, las nalgas firmes de una atleta y el bronceado uniforme se salón de belleza. Y por supuesto su adinerado coño totalmente rasurado, algo que también debió sorprender a mi tradicional abuela, quien en ese momento se despojaba de mi inapropiado regalo. Ambas estaban desnudas, frente a frente, y yo comenzaba a notar la humedad del presemen en mi entrepierna, mucho menos abundante que los ríos de sudor que surcaban mi rostro y espalda.

  —Lo que yo decía... Tus pechos son un enorme y hermoso monumento a la feminidad. 

  —¿Eh? Ah... Gra-gracias. Tu también los tienes... muy bonitos. ¿Me das el vestido?

  —Espera, querida. Déjame admirar un poco más tu telúrica belleza.

  —¿Telu... qué? 

  De nuevo el silencio se hizo intenso y espeso y de nuevo maldije mi cobardía. La culpa era mía, después de todo, pues mi fueron mi avaricia y mi desatado apetito carnal los que habían introducido el maldito tónico en la vida de aquellas dos mujeres. Casi araño la puerta de pura impotencia cuando escuché una mezcla de suspiro y exclamación de sorpresa, seguido por leves chasquidos húmedos que sin duda eran besos o sonidos de succión. 

  —Paz... ¿Qué... qué haces?

  —Mmm... Tranquila, querida... Déjate llevar.

  —Ay, Dios... Paz, por favor... Yo nu-nunca... nunca he...

  —¿Nunca has estado con otra mujer? 

  —Pues claro que no. ¡Qué cosas tienes! 

  La voz de mi abuela ganó un poco de firmeza, pero no consiguió rebelarse contra el asalto lésbico de la anfitriona, quien debía estar usando su boca y sus manos con maestría para vencer la resistencia de su víctima y potenciar los efectos del brebaje. Ni por un momento dudé de que la viuda de mi difunto abuelo decía la verdad. Su bondad natural le impedía ser homófoba, pero las relaciones entre personas del mismo sexo siempre le había parecido algo extraño y lejano, como si fuesen costumbres de una cultura excéntrica y remota. No podía imaginar qué pasaba por su cabeza cubierta de rizos pelirrojos mientras otra mujer la toqueteaba y chupaba sus deliciosos pezones.

  —Ven... Vamos al sofá —dijo la otra mujer. Por el tono y el bajo volumen deduje que le estaba hablando al oído.

  —Pero Paz... 

  Escuché los característicos crujidos de un sofá cuando dos mujeres se sientan en él, una de ellas bastante corpulenta. Los suspiros, besos y (imaginaba) caricias no cesaron ni un segundo. Mi abuela intentó hablar de nuevo, y por la forma en que su voz se cortó no me cupo duda de que se estaban besando. 

  —Vi-virgen santísima... Qué locura...

  —No sabes la de veces que he fantaseado con gozar de tu cuerpo y de tu dulce boca, Feli... Mmmm... 

  —Ay, Paz... por favor...

  —Muchas veces, en misa, mi entrepierna se humedecía cuando te observaba... sentada junto a mi marido... 

  —¿En... en misa? 

  —No te preocupes por ir al infierno, querida mía. Aquí la única pecadora soy yo... y arderé con gusto en las llamas eternas... Mmmm... Espera, túmbate... Así, muy bien...

  —Paz, por Dios... ¿qué... qué haces?

  —Relájate... No pasa nada. Separa un poco más los muslos, cielo... Eso es... Déjame probar tu miel... 

  Lo que escuché a continuación no dejaba lugar a dudas. Un concierto de suspiros que poco a poco se transformaban en gemidos de placer. Esos gemidos agudos que yo tan bien conocía. De vez en cuando incluso llegaban a mis oídos los sonidos propios de una boca ávida comiéndose un carnoso y húmedo coño. Era evidente que mi abuela estaba disfrutando mucho de su primera experiencia lésbica, y eso me enfureció aún más. Tanto el hecho de que mi jefa se hubiese salido con la suya tan fácilmente como el no poder verlo, pues a pesar de toda mi cólera y frustración estaba cachondo como un mono con sobredosis de viagra.

  —Ay, Dios... ¡Aaaah! ¡Ay, Paz... uhmmm!

  De repente sonaron nuevos crujidos, señal de un cambio de postura sobre el pequeño sofá, y a las exclamaciones de la pelirroja se unieron los gemidos y la fuerte respiración de la rubia, acompañados por un traqueteo y más sonidos que no supe identificar. ¿Estaban haciendo la tijera? Era lo más probable.

  Ya no pude soportarlo más. Aparté el rostro de la puerta, dejando una mancha de sudor en la oscura madera, y caminé con furiosas zancadas por el pasillo. Más allá de drogarla para someterla a sus deseos, no me dio la impresión de que la alcaldesa quisiera causarle ningún daño a mi abuela. Cabreado y empalmado, regresé a la terraza para tomar el aire y me puse los zapatos, sin importarme estropear el puto césped polinesio. Me bebí de un trago uno de los gin tonics que las mujeres habían dejado a la mitad sobre la mesa y regresé al laberinto de pasillos. Me detuve un segundo junto a la puerta del vestidor y comprobé que los gemidos y jadeos no cesaban, así como las invocaciones a Dios y la Virgen de mi devota abuela. ¿Cuanto duraba un polvo entre dos mujeres? Cuando me ponía una peli porno en el vídeo de casa siempre me saltaba las escenas lésbicas o solo veía fragmentos, así que no estaba seguro.

  Volvía a alejarme, esta vez en dirección contraria, y no tardé en encontrar la sala de juegos de la que me había hablado la dueña de la mansión. Mesa de billar, barra con grifo de birra, diana de dardos, mesa de póquer y hasta una colorida máquina de pinball. Sin duda era lo que los americanos llaman una “man cave”, pero con más lujo y espacio de las que suelen aparecer en las películas. No estaba de humor para juegos y no quería arriesgarme a una borrachera monumental, así que volví al pasillo y exploré un poco, incapaz de relajarme y luchando contra la culpa por haber abandonado a mi abuela a sus suerte. Pero, ¿qué podía hacer? 

  Tras breves incursiones en cuartos de baño, habitaciones de invitados y una biblioteca encontré una estancia que me resultó interesante. Era una sala de decoración sencilla, paredes cubiertas de madera y suelo enmoquetado. Casi todo el mobiliario consistía en estanterías y vitrinas, algunas iluminadas desde dentro, por lo que no me costó encontrar el interruptor principal y encender las lámparas del techo. Al momento supe que estaba en la famosa sala de trofeos de Doña Paz, y no exageraba cuando presumía de sus logros. Debía de haber más de cien galardones y condecoraciones de todo tipo, en forma de copas, estatuillas o medallas enmarcadas, y docenas de diplomas y placas cubrían las paredes.

  En otras circunstancias, mi admiración por mi jefa habría aumentado mucho, y de nuevo me pregunté por qué una mujer tan sobresaliente seguía casada con el repugnante alcalde de un pueblucho. Al margen de varios títulos académicos que no me detuve a mirar demasiado, todos los trofeos premiaban su dominio de diversas disciplinas deportivas, tales como tenis, atletismo, equitación, golf e incluso taekwondo (sí, para colmo la hija de puta podía patearme la jeta). Pero donde de verdad destacaba era en la esgrima. Me topé con una enorme vitrina repleta de trofeos con pequeños espadachines de metal en diversas posturas, algunas medallas y otros premios. También había fotos tomadas durante torneos o entrenamientos, en las que a pesar de la vestimenta blanca y el protector facial no era difícil reconocer la elegante y atractiva figura de la alcaldesa.

  Una foto en blanco y negro llamó mi atención por encima de todas, y como la vitrina no estaba cerrada con llave la saqué para verla mejor. Estaba claro que era una foto artística, seguramente hecha por algún fotógrafo famoso, y en ella aparecía Doña Paz con poco más de veinte años, lanzando una estocada al frente en un gimnasio desierto. No estaba cubierta por el uniforme de esgrima, sino que vestía una sencilla camisa anudada por encima del ombligo, dejando a la vista el terso vientre. De cintura para abajo solo se cubría con unas bragas negras de encaje, las largas piernas enfundadas en pantys del mismo color y zapatos de tacón. Lucía un peinado propio de la época (no sabría decir si de los 60 o los 70), y sus facciones no eran tan angulosas como lo serían treinta años después. Se podía decir que la joven Paz era un pibón, y aunque la señora había madurado muy bien me habría encantado conocer a aquella sexy mosquetera. 

  Después de mirar la foto un buen rato hice algo que, lo reconozco, fue bastante inmaduro por mi parte, pero como supondréis en ese momento no pensaba con demasiada claridad. Comprobé que la puerta de la estancia estuviese cerrada, sujeté el marco de la foto con una mano y con la otra me bajé la bragueta. Mi verga estaba tan dura que me costó sacarla por la abertura, y cuando lo conseguí cabeceaba en el aire al ritmo de mi acelerado pulso, con las venas marcadas y la cabeza húmeda. 

  Comencé golpeando con ella la foto, centrándome en la entrepierna y el rostro de la mujer que en ese momento estaba frotando su cuerpo sudoroso contra el de mi querida abuela. Cuando el presemen manchó el impoluto cristal del marco me escupí en la mano y comencé a darle al manubrio, con el capullo tan cerca del retrato en blanco y negro que cada pocos segundos la tocaba, o me detenía un instante para frotarla o golpearla de nuevo, volcando mi enfado y mi culposa calentura en la artística imagen, elegante pero a un paso del erotismo más frívolo. Sin molestarme en reprimir mis fuertes gruñidos de placer y de rabia me corrí con tanta abundancia que prácticamente cubrí de la cabeza a los pies la figura de la joven Paz, aportando una buena cantidad de blanco viscoso a los tonos grises de la foto.

  Me limpié la mano y el rabo con una bandera que había junto a la vitrina (no diré de qué país, para no ofender a nadie), me subí la cremallera y volví a dejar la foto donde estaba, cubierta de lefa. No me paré a pensar en aquel momento que el estropicio tendría que limpiarlo una pobre criada, y que la alcaldesa quizá ni llegaría a enterarse, pero mi pequeña y patética venganza me hizo esbozar una sonrisa torcida mientras volvía al laberinto de pasillos. 

  Tras perderme un par de veces conseguí encontrar la puerta del vestidor. La paja había hecho desaparecer mi erección pero mi estado de ánimo no era muy distinto, y me asusté un poco cuando encontré la puerta abierta, la luz apagada y ni rastro de las dos mujeres ni de sus ropas. Fui a toda prisa hasta la terraza y las encontré allí, sentadas y trasegando dos nuevos gin tonics como si nada hubiera pasado.

  Antes de nada le eché un buen vistazo a mi abuela. Por supuesto sus mejillas estaban encendidas, como si acabase de correr alrededor de la mansión antes de sentarse, le brillaban los ojos y tenía una fina película de sudor sobre la piel sonrosada. Me miró con una sonrisa cariñosa, como era habitual, en la que pude detectar cierto nerviosismo. Caí en la cuenta de que ella no sabía que yo sabía lo ocurrido en el vestidor, por lo que pensaba que me estaba ocultando un tremendo secreto. Al margen de todo eso, me alivió comprobar que estaba bien, ilesa y sin indicios de estar afectada por lo ocurrido, aunque eso podía deberse al efecto del tónico.

  Doña Paz, también sudorosa y resplandeciente bajo la luz de la luna, me dedicó una mirada triunfante que me hizo apretar los dientes. Ella si sabía que yo sabía lo ocurrido en el vestidor, y la sonrisa en sus finos labios decía: “Así es, pequeño. Me la he follado y no has podido hacer nada para evitarlo.”

  —¿Qué tal, Carlos? ¿Lo has pasado bien en la sala de juegos? —preguntó. El matiz malicioso era tan sutil que solo yo pude apreciarlo.

  —Muy bien. ¿Y vosotras? ¿Lo habéis pasado bien? —contraataqué.

  —Oh, ya lo creo, querido. Ya lo creo —respondió la alcaldesa, antes de dar una palmadita en el muslo de su invitada, quien dio un pequeño respingo.

  —Pe-perdona por dejarte solo, cielo. Pero... ya sabes como somos las mujeres cuando nos ponemos a hablar de trapos —se disculpó la propietaria del voluminoso muslo, con solo un leve temblor en su voz que habría pasado desapercibido a alguien que no la conociera tan bien como yo.

  —No importa.

  Me acerqué a ella, ignorando la breve mueca de desagrado de Doña Paz cuando mis zapatos aplastaron la delicada hierba, y posé una mano en su hombro pecoso. Un gesto territorial que a esas alturas no tenía ningún sentido, pues la astuta loba de otra manada ya había hundido su hocico hasta el fondo entre las piernas de mi hembra. 

  —Creo que deberíamos irnos ya a casa, ¿no te parece? Se está haciendo tarde —le dije, acariciándole el hombro con cariño pero sin que resultase sospechoso.

  —Ay, sí. Seguro que ya es tardísimo, tesoro. 

  Fue una suerte que mi abuela estuviese de acuerdo en marcharse, porque a esas alturas estaba tan agotado que no me sentía con fuerzas para discutir o intentar convencerla. La alcaldesa reaccionó curvando su espala felina para inclinarse hacia ella y le acarició la rodilla mientras me miraba a los ojos, desafiándome a expresar el colosal cabreo que intentaba ocultar a toda costa.

  —No es tan tarde, querida. Ni siquiera es medianoche.

  —Eh... Bueno, ya sabes como somos la gente de campo.

  —¿Encantadora?

  —¿Eh? Ah... ¡Jaja! Cómo eres, Paz... Lo que digo es que nos levantamos muy temprano.

  —Como dije antes si algo sobra en esta casa son habitaciones de invitados —insistió la anfitriona, reacia a dejar marchar a su presa.

  —Ay, no, de verdad. No quiero molestar.

  Dicho esto, mi acompañante se puso en pie, se alisó el vestido verde sobre sus mareantes curvas y se puso los zapatos. Doña Paz hizo lo mismo y nos acompañó de regreso a la entrada de la mansión, llevando a mi abuela del brazo, con el cuerpo casi pegado al suyo.

  —Ha sido una velada muy agradable, Feli. Espero que lo repitamos pronto.

  —Uy, desde luego. Yo también lo he pasado... muy bien, Paz.

  —Y no esperes a que vuelva a invitarte. Mis puertas están abiertas siempre que quieras.

  —Yo también estoy abi... Eh... digo... También estás invitada a mi casa cuando quieras.

  Reconozco que estuve a punto de echarme a reír al escuchar el desliz de la ebria pelirroja y al ver lo roja que se puso. ¿Había sido un simple lapsus lingüístico o realmente quería repetir los recién descubiertos placeres del sexo lésbico? Tendría que esperar para averiguar si aquella era una nueva faceta del resurgir sexual de la viuda. Un resurgir que yo mismo había iniciado.

  Al fin llegamos a la entrada y tuve que presenciar un estrecho y sospechosamente largo abrazo entre ambas, seguido por dos efusivos besos en las mejillas.

  —Buenas noches, Feli. Espero verte pronto.

  —Buenas noches, Paz. Lo mismo digo.

  La puerta de la mansión estaba abierta y desde el recibidor podía ver el Land Rover aparcado a unos metros de la entrada. Miré a mi abuela y le señalé el vehículo con la expresión más despreocupada que pude fingir.

  —¿Me esperas en el coche? Tengo que hablar con mi jefa de un asunto de trabajo.

  —Oh, claro, tesoro. Eh... lo dicho, Paz. Hasta otro día.

  —Hasta pronto, querida.

  La exuberante madura se alejó sobre sus tacones verdes, y no pudimos evitar contemplar el hipnótico bamboleo de sus nalgas hasta que llegó al coche y se acomodó en el asiento del copiloto. En ese momento empujé la puerta hasta casi cerrarla por completo y me encaré con la alcaldesa, lanzando chispas por los ojos y soltando con fuerza aire por la nariz, sin saber muy bien qué hacer. Con gusto hubiese abofeteado su aristocrático rostro, pero después de ver sus trofeos no solo me daba miedo que llamase a sus guardias sino lo que ella misma pudiese hacerme. Curvando los labios en una sonrisa condescendiente fue ella quien tomó la iniciativa.

  —Antes de que digas o hagas algo de lo que puedas arrepentirte, deja que te muestre algo —dijo, en tono calmado, mientras llevaba sus dedos de pianista al bolsillo de su chaleco.

  Sacó el frasquito de tónico y me lo tendió, esperando a que lo cogiese. Confuso y cada vez más furioso, me contuvo para no darle un manotazo y estrellarlo contra la pared.

  —Ya lo he visto, joder... Cuando lo has sacado en la cena, hija de...

  —Shhh. Antes de seguir, cógelo y ábrelo.

  Deseoso de acabar con aquello cuanto antes y llevarme a mi abuela a casa, obedecí, agarré el frasco y desenrosqué la tapa, sacando la pipeta llena del oscuro brebaje. Aunque bajo la intensa luz del recibidor no parecía tan oscuro como antes. Lo llevé bajo mi prominente napia y aspiré su olor con fuerza. La sonrisa de Doña Paz se ensanchó al ver mi expresión de desconcierto.

  —Esto... Esto es vino —conseguí decir.

  —El mismo vino que hemos tomado con la cena. Ni más ni menos. El tónico lo gasté hace días.

  La revelación me dejó sin palabras. Solo pude volver a cerrar el frasco y devolvérselo a su propietaria, quien lo guardó de nuevo en si bolsillo. ¿Qué clase de juego retorcido era aquel? Saber que la alcaldesa no había drogado a mi abuela no hizo desaparecer mi enfado. Si su intención era simplemente seducirla, ¿por qué había hecho aquella pantomima, arriesgándose a que frustrase sus planes? ¿Era una especie de prueba?

  —No... No entiendo nada.

  Por toda respuesta, mi jefa abrió de nuevo la puerta que daba al exterior y me dio una palmadita en el hombro.

  —Hasta mañana, Carlos. 

  ¿Eso era todo? Aturdido y sintiéndome más estúpido que en toda mi vida, caminé hasta el Land Rover y me senté frente al volante. Mi acompañante me miró, y su dulce sonrisa me hizo sentir un poco mejor de inmediato. En aquella época (recordad que estamos en 1991) la bisexualidad no estaba tan de moda como ahora, y al mirar de arriba a abajo el deseable cuerpo de mi querida abuela no podía dejar de preguntarme si la pérfida Doña Paz la habría “convertido” en lesbiana.

  —¿Estás bien, hijo? Llevas toda la noche muy raro.

  —Sí... estoy bien. Solo algo cansado —dije, antes de arrancar el vehículo y poner rumbo a la entrada de la enorme finca.

  —Es que se nos ha hecho muy tarde. Conduce con cuidadito, ¿eh?

  —Descuida.

  Una vez en la sinuosa carretera que nos llevaría de vuelta a nuestro humilde hogar, sin césped polinésico, Salitas de las Flores, vidrieras alemanas ni hostias en vinagre. Aparté durante unos segundos mi mano derecha del volante para dar un afectuoso y breve apretón al muslazo que mi jefa había manoseado a gusto poco antes.

  —¿Lo has pasado bien? —pregunté, sin asomo de malicia o segundas intenciones.

  —Oh... De maravilla, cielo. Doña Paz es un encanto, ¿verdad?

  —Lo es. Ya lo creo.

  Durante el resto del camino hablamos poco. Solo algo de charla trivial sobre la mansión, los jardines o la sofisticada cena. Los dos estábamos cansados, por motivos distintos, y un poco borrachos. Al llegar a casa, mi abuela se dio una ducha rápida y se acostó, mientras yo me calmaba fumándome un buen porro sentado junto a la ventana de mi habitación. Sí, me había castigado una semana sin sexo, pero lo ocurrido esa noche lo cambiaba todo, y una sola idea me rondaba la cabeza mientras el humo arábigo se perdía en la tibia brisa nocturna. No podía esperar seis días para averiguar si a la “telúrica belleza” con la que compartía techo seguían gustándole los hombres.

  

CONTINUARÁ...



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