09 julio 2023

EL TÓNICO FAMILIAR. (23)



  Una vez en el cuarto piso, caminé hacia la puerta marcada con la letra B. Me crucé con una vecina, pero por desgracia no era la “madurita follable” de la que habían hablado mis tíos la tarde anterior sino una veinteañera anodina a la que saludé inclinando la cabeza. Una vez frente a mi destino, llamé al timbre y esperé. 
  Pasaron unos treinta segundos y volví a llamar, temiendo ya que no hubiese nadie en casa. Escuché una voz estridente, barriobajera e inconfundible que gritaba “¡Ya va!¡Ya va!”. La puerta al fin se abrió y mi tía Bárbara me miró de arriba a abajo con una mueca donde se mezclaban sin disimulo alguno la sorpresa, la repulsión y el enojo. No pude evitar que mi sonrisa se ensanchase cuando vi su ojo morado y la nariz un poco hinchada (buen golpe, mami).
  —¿Y tú que coño haces aquí?
  —Lo primero, buenos días —saludé, socarrón.
  Entré al recibidor, colándome sin esfuerzo entre su cuerpo y la pared, ya que era de las que abren la puerta de par en par sin ni siquiera echar un vistazo por la mirilla. Una falta de prudencia que podía traerle problemas. Y ese día el problema era yo. 
  —Pasa, hombre. No te cortes —dijo, desabrida, antes de cerrar la puerta.
  Conocía bien el piso de anteriores visitas, así que fui directo a la cocina y dejé la bolsa del supermercado sobre la encimera de mármol. Era una cocina a la última, muy distinta a la de mi abuela, con microondas y una nevera enorme de esas que hacen cubitos de hielo. Olía a café recién hecho y había una bolsa de magdalenas abierta cerca de los fogones. Al parecer, mi malhumorada anfitriona se disponía a desayunar y era evidente que se había levantado poco antes, a eso de las nueve. Su suegra y su cuñada llevaban despiertas desde el amanecer, pero bueno, no era una competición, ¿verdad? 
  Me giré cuando la escuché resoplar detrás de mí. Me miraba con los brazos cruzados bajo el abundante busto y las piernas separadas, desafiante pero desde una distancia prudencial. Iba descalza, con las uñas aún pintadas de verde lima, el pelo recogido en una coleta con una goma rosa y vestida, por llamarlo de alguna forma, solo con unas bragas amarillas al menos una talla más pequeñas de lo que correspondía y una camiseta ajustada de tirantes, también amarilla, que dejaba a la vista el ombligo y evidenciaba la ausencia de sujetador en la parte pectoral. Estaba buena, sin duda, pero solo porque de momento la genética respetaba sus 32 años. Si no comenzaba a cuidarse, muy pronto la celulitis adornaría las tersas redondeces de sus caderas, el vientre que ahora mostraba con orgullo se hincharía y el exceso de bronceado convertiría su bonita piel morena en cuero arrugado.
  —¿Siempre abres la puerta en bragas sin saber quien es? —ataqué, sin dejarme distraer por su apabullante sensualidad— ¿Y si hubiera sido un extraño?
  —Me da igual que me vean en bragas. Estoy en mi casa y abro la puerta como me sale del coño —me espetó, levantando la barbilla, como si el exhibicionismo fuese motivo de orgullo.
  —Estás muy chulita, amiga, teniendo en cuenta lo que hiciste ayer. 
  Bufó y puso los ojos en blanco, como si le estuviera haciendo perder su valioso tiempo. Se acercó y me miró a los ojos, sacando pecho.
  —Mira, si has venido a darme la charla olvídate. Tu tío y yo hemos pasado la noche hablando... —Tuvo un momento de debilidad. Giró la cara e hizo una pausa dramática, como si tuviese un nudo en la garganta—. Me ha dado otra oportunidad, y eso es lo que cuenta. Lo que penséis los demás me importa una mierda, ¿estamos?
  Está vez fui yo quien resopló y negó con la cabeza. No me podía creer que el blandengue de su marido la hubiese perdonado después de pillarla in fraganti follándose a su propio hermano en la casa familiar. O estaba muy enamorado o era un calzonazos de primera categoría. O a lo mejor era de esos a los que les gusta que se empotren a su mujer, vete a saber.
  —Yo te habría echado a la calle como a una perra, que es lo que eres —dije.

27 junio 2023

EL TÓNICO FAMILIAR. (22)

 

Mi padre se acercó a la mesa, quitó el corcho de la botella y lo olfateó. Asintió complacido. Después la levantó para ver mejor a través del vidrio verde y la agitó un poco en el aire.
   —Está bueno, pero solo queda para un par de copas.
  Sentí al sudor frío bajando por mi espalda. Dos de las personas sentadas a la mesa iban a beber el tónico y no podía hacer nada por evitarlo. Pero... ¿Quiénes serían esas dos personas?
  Mi tío Pablo fue el primero en rechazarlo, cosa que no me sorprendió. Era deportista y bebía con mucha moderación, solo en ocasiones concretas como aquellas comidas familiares. Negó con la cabeza e hizo un gesto con la mano sobre su copa.
   —Yo no quiero, hijo. Que entre lo que ya he bebido y el calor que hace... —intervino mi abuela, abanicándose con la mano. 
  No estaba borracha en absoluto, a pesar del delator rubor en sus mejillas de manzana. Después de la cena en casa de la alcaldesa, yo sabía muy bien el aguante que tenía la buena de Doña Felisa, y probablemente podría tumbar bebiendo a cualquiera de los presentes. Si rechazó otra copa fue por pudor, por generosidad, o porque no le apetecía.
  —Yo tampoco. A ver si al final me voy a caer de verdad de la silla —dijo mi madre, sarcástica, mirando a mi padre casi de reojo, dándole a entender que seguía molesta con él.
  Fue un alivio que ella en concreto lo rechazase. Si ya había hecho algo tan temerario como masturbarme con el pie bajo la mesa, bajo los efectos del tónico podría perder el control por completo, y no estaba seguro de poder manejarla. 
  —A ti ni te pregunto, ¿no? No te gusta el vino —afirmó mi padre, mirándome.
  Me quedé paralizado, pensando a toda velocidad. Por una parte yo conocía los efectos del brebaje y tal vez podría lidiar con ellos, matándome a pajas en el baño. Por otra parte estaba mi libido hiperactiva, lo insensato que me volvía cuando estaba muy caliente y el hecho de estar en la misma casa que tres mujeres muy deseables, dos de las cuales ya eran mis amantes.
  —Eh... Bueno, no es que no me guste. Una copa de vez en cuando me tomo —conseguí decir, con cinco pares de ojos observándome.
  Sentí de nuevo el sudor resbalando por mi rostro. Tenía que tomar una decisión. El dilema era lidiar con el tónico dentro de mi propio organismo o dejar que lo tomase otra persona. Los segundos pasaban y todos comenzaban a impacientarse. 
  —A ver, ¿quieres o no quieres? —dijo mi padre.
  —No... Mejor no.
  La suerte estaba echada. El taxista agitó un poco la botella frente a su rostro y se giró hacia Bárbara, quien lucía una amplia sonrisa de beoda en sus carnosos labios con carmín rosa oscuro. 
  —Pues nada, cuñada. Parece que nos ha tocado.
  —Qué le vamos a hacer, ¡ja ja! —cacareó Barbi, alzando su copa vacía.
  El vino tinto mezclado con el potente afrodisíaco gitano fue escanciado en ambas copas, llenándolas hasta casi la mitad. No pasa nada, me dije. Tampoco era la peor de las situaciones posibles. Ambos tenían pareja, sus parejas estaban allí y en la casa había habitaciones de sobra. Era poco probable que mi tío Pablo rechazase un polvo con su fogosa mujer, y en cuanto a mis padres, puede que mamá se sorprendiese tanto de que su apático marido le hiciese caso que no se negase a cumplir sus deberes conyugales. Teniendo en cuenta su extraño e inestable estado de ánimo, incluso puede que follase con su marido para darme celos o vengarse por la brusca interrupción de su footjob. 
  Intenté convencerme a mí mismo de que no pasaría nada inusual. Lo más probable es que mi abuela y yo tuviésemos que escuchar algún gemido o rechinar de muelles mientras veíamos la tele en el salón. Sería incómodo, pero nadie podía reprocharle a dos parejas casadas que tuviesen un calentón en una tórrida tarde de verano y se aliviasen. Tal vez incluso haríamos bromas sobre el tema en próximas reuniones familiares. 
  Bárbara ya había terminado de comer, pero liquidó el vino con dos largos sorbos mientras se comía el postre: una tajada de la enorme sandía que trajo la cocinera desde la nevera, fresca y dulce.
  —¡Mmmm! Qué buena está, suegra, ¿es de tu huerto? —dijo Barbi. Con la boca llena, por supuesto.
  —Uy, qué va, hija. Yo nunca he tenido buena mano con las sandías. Es del huerto del Macario. Se las vende a un frutero de la ciudad pero siempre nos regala alguna a los vecinos.
  —El Macario, ¡ja ja! ¡Como el de Jose Luis Moreno! —exclamó mi tía, haciendo referencia a un conocido ventrílocuo y a uno de sus muñecos, que representaba al típico cateto de pueblo.
  Su marido soltó un discreto suspiro, mi padre le rió la gracia, mi abuela soltó una risita de compromiso y mi madre la ignoró, concentrada en devorar una cantidad de sandía asombrosa teniendo en cuenta su pequeño cuerpo. Caí en la cuenta de que ese domingo estaba comiendo mucho más de lo habitual. 
  Después del postre las tres mujeres se levantaron de la mesa y comenzaron a recoger los platos sucios. Vi alejarse la botella y las dos copas vacías, esperando que aquel fuese mi último encuentro con el puto tónico del Dr. Arcadio Montoya. Los hombres nos quedamos un rato en la mesa, tomando café (las mujeres lo tomaban en la cocina, como debe ser. ¡Jaja! Es broma), charlando con desgana y soltando algún bostezo, amodorrados por la comilona y el bebercio. 
  Una vez limpia la cocina y la mesa del salón tocaba entregarse a la española y saludable costumbre de la siesta. Un lapso de total inactividad en el que digerir el copioso banquete y dejar pasar las horas más calurosas del día antes de salir a la piscina.
  Mi abuela ocupó su sillón favorito, junto al sofá, y en pocos minutos ya estaba dando cabezadas, esforzándose por prestar atención a la película que daban esa tarde, creo que “Mira quien habla” o alguna chorrada parecida. En el sofá se sentaba mi tío, concentrado en el televisor con expresión seria, y junto a él su esposa, apoyada contra su hombro y con las piernas dobladas de lado sobre el asiento. Mi padre, entre sonoros bostezos, fue a acostarse al dormitorio de invitados, seguido por mi madre, quien hizo un último comentario mordaz sobre “dormir la mona”.
  Yo estaba sentado en otro sillón cercano al sofá, en el lado opuesto al de mi abuela, y clavé las uñas en el reposabrazos debido a la punzada de celos y envidia que me provocó escuchar sus pasos alejarse por el pasillo y la puerta del dormitorio cerrarse tras ellos. Ya os dije que nunca he odiado a mi padre pero en ese momento habría hecho cualquier cosa por ocupar su lugar. Respiré hondo y me encendí un cigarro. Tenía que aceptarlo y soportar lo que quedaba de tarde. En un rato, mi progenitor estaría más cachondo de lo que había estado nunca y el mejor lugar donde podía estar era en una cama con su mujer. Por esa parte, no tenía que preocuparme de que el tónico causara problemas.

09 junio 2023

EL TÓNICO FAMILIAR. (20)

 

 
  Lo primero que percibí al despertarme fue el hedor. Un conocido e intenso olor a mierda de cerdo. Abrí los ojos con dificultad, cegado por un tubo halógeno que colgaba de una viga de madera, cubierto de mugre e insectos muertos. El fuerte dolor en el cráneo me hizo recordar el golpe y al intentar moverme me di cuenta de que tenía las muñecas atadas a la espalda y sujetas a el respaldo de una silla metálica atornillada al sucio suelo de cemento.
  —Vaya, vaya... Mira quien se ha despertado por fin.
  Reconocí la voz de inmediato, y cuando conseguí enfocar la vista lo vi de pie frente a mí, a un par de metros. El pelo canoso peinado hacia atrás con gomina, el espeso bigote negro, la guayabera blanca a juego con los pantalones, el pesado reloj de oro en la muñeca y el cigarro habano humeando entre los dedos. Era Jose Luis Garrido, el alcalde del pueblo.
  Unos pasos detrás de él, con las manos en los bolsillos y una sonrisa torcida en su desagradable semblante me observaba otro hombre de edad similar, algo más de sesenta años, alto y fuerte, con pantalones de pana y una camisa de franela remangada, desaliñado, desaseado y con un brillo cruel en sus pequeños ojos. Como ya habréis imaginado no era otro que Ramón Montillo, el porquero.
  No era difícil deducir que estábamos en la propiedad del criador de cerdos, en una especie de nave abandonada con aspecto de haber servido de matadero años atrás. Las anticuadas instalaciones estaban cubiertas de suciedad y me costaba distinguir las paredes, ya que el halógeno era la única fuente de luz en el espacioso recinto. 
  —¿Pero qué... qué es lo que...? —conseguí decir, mientras forcejeaba con mis ataduras.
  —Tranquilo, chaval. No te esfuerces —dijo Garrido. Dio una calada a su puro y lo usó para señalar hacia un lado—. Ahora que estás más espabilado, quizá deberías mirar a tu derecha.
  Hice lo que me sugería, giré el cuello y lo que vi me heló la sangre. Solté un grito inarticulado y estoy seguro de que el corazón se me paró durante un instante. A poca distancia de mi silla había otra, también atornillada al suelo, y en ella estaba sentada mi abuela, completamente desnuda e inconsciente. Además de las muñecas, le habían atado los tobillos y las rodillas. Estaba un poco encorvada hacia adelante y tenía la barbilla pegada al pecho, con los ojos cerrados. Su rosado y voluptuoso cuerpo parecía tan indefenso como el de los cerdos que tiempo atrás habían sido sacrificados en aquel infame lugar.
  Me revolví en la silla, gimiendo de rabia, hasta hacerme daño en las muñecas y los hombros. Me giré hacia el alcalde y lo miré con más odio del que nunca había mirado a nadie.
  —¡¿Qué... coño le habéis hecho?! ¡Hijos de puta! —grité a pleno pulmón. 
  —Eeeh, no hace falta insultar, amigo. Tu abuelita está bien. Somos unos caballeros y a ella no le hemos arreado en la cabeza. Eso sí, le hemos metido en ese cuerpazo sedantes como para tumbar a una yegua. 
  —Si le habéis tocado un pelo... Os juro que...
  —Nadie se la ha follado, si es eso lo que te preocupa. Y no ha sido fácil evitarlo porque aquí mi compadre le tiene ganas desde que era moza —explicó Garrido, señalando a Montillo con el puro—. Y el subnormal de su hijo ni te cuento.
  Cuando hizo referencia a Monchito me di cuenta de que el susodicho retrasado estaba agazapado a unos metros de mi abuela, ocultando su considerable corpulencia en la espesa penumbra junto a una montaña de trastos tapados con lonas polvorientas. Apenas podía distinguir la expresión de su rostro, pero me dio la impresión de que no le agradaba estar allí ni lo que estaba ocurriendo.
  —Te confieso que, aunque prefiero a las jovencitas, a mí tampoco me importaría darle un buen meneo —continuó el alcalde, repasando con la mirada el hermoso cuerpo de su prisionera—. A ver, no te voy a mentir, mientras la atábamos le hemos sobado un poco las tetas. Pero, joder... ¿Quién se puede resistir a semejantes pechugas? Bueno, a ti que te voy a contar, ¿eh?
  Me guiñó un ojo y supe que estaba al tanto de la relación incestuosa con mi abuela. Apreté los dientes y bufé como un animal, aunque eso era lo que menos me preocupaba en aquel momento. Esos hombres, por llamarlos de alguna forma, nos habían secuestrado y llevado literalmente al matadero.
  —Aunque, ¿quienes somos nosotros para juzgarte? ¡Ja ja! Mi compadre se la mete a sus hijas un día si y otro también, el tonto pone a su madre mirando a Cuenca cuando le apetece y yo... Bueno, yo no he llegado a tanto, pero cuando era más joven a alguna que otra prima le metí el rabo. 
  Garrido era de esos tipos que adoran escucharse a sí mismos y pensé que no iba a callarse nunca. Su “compadre” se limitaba a reírle las gracias y a acomodarse el paquete sin disimulo, mirando a la anestesiada pelirroja y relamiéndose de anticipación. El muy bastardo daba por hecho que iba a cumplir su sueño de follársela, y la sola idea me revolvía el estómago.
  —¿Qué es lo que queréis? —escupí, más que dije. 

03 junio 2023

EL TÓNICO FAMILIAR. (19)



  La mañana del miércoles desperté con resaca y aún algo colocado, confuso, hambriento y por supuesto empalmado. Me quedé unos minutos tumbado mirando al techo, al igual que mi polla, escuchando el canto de los pajarillos campestres y haciéndome a la idea de que lo ocurrido la noche anterior no había sido un sueño. Me gustase o no, había ocurrido y tenía que manejar la situación con sentido común y prudencia (dos virtudes de las que no ando sobrado, como ya sabéis).
  Desde la cocina me llegó la característica mezcla de sonidos de una mujer cocinando acompañada de un suave canturreo. Mi anfitriona estaba preparando el desayuno, al parecer de buen humor, cosa que me hizo sentir una punzada de celos. En mi cabeza escuchaba con claridad sus gemidos y suspiros dentro del vestidor, volví a sentir la frustración de no poder ver lo que ocurría y la confusión al descubrir que, sin la ayuda del tónico, a mi jefa le había resultado muy fácil arrastrar a mi abuela al barro de los placeres lésbicos. 
  Decidí despejarme con una ducha antes de enfrentarme a lo que me esperaba en la cocina y al entrar en el baño me sobresalté al ver algo pequeño y rosado moviéndose en el suelo. Frasquito. Ya ni me acordaba del puto cochinillo. El muy cerdo había volcado el cesto de la ropa sucia y había prendas esturreadas por el suelo, tanto mías como de la señora de la casa, y era con estas últimas con las que el animal se divertía, frotándolas con el hocico y revolcándose sobre ellas. Estaba obsesionado con el olor de su ama, y no podía culparlo. Lo levanté del suelo con cuidado y el excitado lechón se revolvió como un pez recién pescado, soltando graciosos gruñidos.
  —Largo de aquí, puerco —dije, antes de dejarlo en el pasillo y cerrar la puerta.
  Volví a colocar el cesto de mimbre en su lugar y comencé a recoger las prendas esparcidas sobre las limpias baldosas. Me detuve al encontrar las braguitas verdes con transparencias y encajes, las mismas que yo había comprado y que la noche anterior se habían sin duda humedecido mientras la alcaldesa acariciaba y besaba los abundantes encantos de su propietaria. Nunca he sido muy aficionado a olisquear ropa interior, pero no pude evitar llevarme esas bragas al rostro, cubrir con ellas mi prominente napia y aspirar el familiar aroma, cosa que contribuyó a reafirmar la erección, que había perdido fuerza por la aparición del cerdo.
  Estuve tentado de acercarme al lavabo y descargar el contenido de mis huevos en el sumidero con la arrugada prenda apretada contra el rostro, o envolver con ella mi verga y darle al manubrio hasta que el semen rezumase por los finos encajes. No lo hice. Recordemos que mi abuela me había castigado una semana sin sexo, y no quería darle otro motivo para enfadarse. Además, me interesaba mantener el empalme en todo su esplendor para estudiar su reacción al verlo e intentar deducir si aún le interesaban los miembros viriles o si su acaudalada amiga la había convertido en bollera irremediablemente. Sí, reconozco que en aquella época era algo ignorante y pensaba que la homosexualidad funcionaba de forma parecida al vampirismo.
  Tras ducharme me puse solamente unos boxers, holgados y cómodos, y fui a la cocina luciendo sin recato mi juvenil y fibroso cuerpo de metro sesenta y dos. La fornida cocinera revoloteaba de la encimera a la mesa, sirviendo el habitual y copioso desayuno campero, vestida con menos recato del que nunca había visto en ella. Llevaba puesto solamente una de sus finas batas floreadas, la más corta que tenía, dejando al aire la mitad de sus muslazos y una buena ración de canalillo, cerrada con tal descuido que se la podría haber arrebatado con un par de tirones. La sonrisa perenne, el rubor en las mejillas y el brillo en los ojos verdes indicaban que la noche anterior había disfrutado de uno o varios orgasmos. Y aquella vez yo no era quien se los había proporcionado. Los celos volvieron a patearme el estómago, sobre todo al ser consciente de que en un rato tendría que ver el altivo rostro de la alcaldesa. 
  —¡Buenos días, cielo! ¿Has dormido bien? —saludó mi abuela. Sus enormes ubres se bambolearon y rozaron mi torso cuando se inclinó para besarme en la cara.
  Verme en ropa interior y empalmado era algo a lo que estaba acostumbrada, así que apenas dedicó una mirada de reojo al llamativo bulto en mis boxers. Me senté a la mesa como si nada, con las piernas separadas para que la tienda de campaña fuese bien visible. No ocupé el asiento situado frente al suyo al otro lado de la mesa, como de costumbre, sino que me acomodé en la silla más próxima a la suya, hecho que no le llamó la atención. 
  —Si, he dormido como un tronco. No se a ti, pero a mi la cenita de anoche me dejó agotado —dije, con un leve tono malicioso.
  —¡Uy! Y a mí también, hijo. No estoy acostumbrada a acostarme tan tarde —dijo ella, sin dar muestras de haberlo percibido.
  Aposentó sus mullidas nalgas en la silla y atacó una enorme tostada, dándole un mordisco que dejó brillantes rastros de mermelada en sus labios, ya de por sí apetecibles. Con la otra mano removía un tazón de café con leche y estaba tan inclinada hacia adelante que las desmesuradas tetas se apoyaban en el mantel, recibiendo una lluvia de diminutas migas de pan. De nuevo, su forma de comer, más ansiosa de lo habitual, delataba cierto nerviosismo. Para una mujer como ella, desayunar con su nieto la mañana siguiente a su primera vivencia lésbica debía ser una experiencia extraña. Otra más de las situaciones inusuales que perturbaban su hasta entonces tranquila vida rural desde que me había mudado con ella.
  —Pero lo pasaste bien, ¿verdad? —pregunté, untando con maquiavélica parsimonia mi tostada.
  —Mmmf... Umff. —Trago de café con leche—. Muy bien, tesoro. Por cierto, perdona si te ignoré un poco. Seguro que te aburriste como una ostra. Pobrecito...
  Acompañó la disculpa con una breve caricia en la mejilla. Sonriendo, le devolví el reconfortante gesto llevando la mano hasta su rodilla y moviéndola hasta la mitad del muslo, al descubierto gracias a su despreocupado atuendo de aquella mañana. 
  —No pasa nada. Lo importante es que tú te divirtieses.