09 junio 2023

EL TÓNICO FAMILIAR. (20)

 

 
  Lo primero que percibí al despertarme fue el hedor. Un conocido e intenso olor a mierda de cerdo. Abrí los ojos con dificultad, cegado por un tubo halógeno que colgaba de una viga de madera, cubierto de mugre e insectos muertos. El fuerte dolor en el cráneo me hizo recordar el golpe y al intentar moverme me di cuenta de que tenía las muñecas atadas a la espalda y sujetas a el respaldo de una silla metálica atornillada al sucio suelo de cemento.
  —Vaya, vaya... Mira quien se ha despertado por fin.
  Reconocí la voz de inmediato, y cuando conseguí enfocar la vista lo vi de pie frente a mí, a un par de metros. El pelo canoso peinado hacia atrás con gomina, el espeso bigote negro, la guayabera blanca a juego con los pantalones, el pesado reloj de oro en la muñeca y el cigarro habano humeando entre los dedos. Era Jose Luis Garrido, el alcalde del pueblo.
  Unos pasos detrás de él, con las manos en los bolsillos y una sonrisa torcida en su desagradable semblante me observaba otro hombre de edad similar, algo más de sesenta años, alto y fuerte, con pantalones de pana y una camisa de franela remangada, desaliñado, desaseado y con un brillo cruel en sus pequeños ojos. Como ya habréis imaginado no era otro que Ramón Montillo, el porquero.
  No era difícil deducir que estábamos en la propiedad del criador de cerdos, en una especie de nave abandonada con aspecto de haber servido de matadero años atrás. Las anticuadas instalaciones estaban cubiertas de suciedad y me costaba distinguir las paredes, ya que el halógeno era la única fuente de luz en el espacioso recinto. 
  —¿Pero qué... qué es lo que...? —conseguí decir, mientras forcejeaba con mis ataduras.
  —Tranquilo, chaval. No te esfuerces —dijo Garrido. Dio una calada a su puro y lo usó para señalar hacia un lado—. Ahora que estás más espabilado, quizá deberías mirar a tu derecha.
  Hice lo que me sugería, giré el cuello y lo que vi me heló la sangre. Solté un grito inarticulado y estoy seguro de que el corazón se me paró durante un instante. A poca distancia de mi silla había otra, también atornillada al suelo, y en ella estaba sentada mi abuela, completamente desnuda e inconsciente. Además de las muñecas, le habían atado los tobillos y las rodillas. Estaba un poco encorvada hacia adelante y tenía la barbilla pegada al pecho, con los ojos cerrados. Su rosado y voluptuoso cuerpo parecía tan indefenso como el de los cerdos que tiempo atrás habían sido sacrificados en aquel infame lugar.
  Me revolví en la silla, gimiendo de rabia, hasta hacerme daño en las muñecas y los hombros. Me giré hacia el alcalde y lo miré con más odio del que nunca había mirado a nadie.
  —¡¿Qué... coño le habéis hecho?! ¡Hijos de puta! —grité a pleno pulmón. 
  —Eeeh, no hace falta insultar, amigo. Tu abuelita está bien. Somos unos caballeros y a ella no le hemos arreado en la cabeza. Eso sí, le hemos metido en ese cuerpazo sedantes como para tumbar a una yegua. 
  —Si le habéis tocado un pelo... Os juro que...
  —Nadie se la ha follado, si es eso lo que te preocupa. Y no ha sido fácil evitarlo porque aquí mi compadre le tiene ganas desde que era moza —explicó Garrido, señalando a Montillo con el puro—. Y el subnormal de su hijo ni te cuento.
  Cuando hizo referencia a Monchito me di cuenta de que el susodicho retrasado estaba agazapado a unos metros de mi abuela, ocultando su considerable corpulencia en la espesa penumbra junto a una montaña de trastos tapados con lonas polvorientas. Apenas podía distinguir la expresión de su rostro, pero me dio la impresión de que no le agradaba estar allí ni lo que estaba ocurriendo.
  —Te confieso que, aunque prefiero a las jovencitas, a mí tampoco me importaría darle un buen meneo —continuó el alcalde, repasando con la mirada el hermoso cuerpo de su prisionera—. A ver, no te voy a mentir, mientras la atábamos le hemos sobado un poco las tetas. Pero, joder... ¿Quién se puede resistir a semejantes pechugas? Bueno, a ti que te voy a contar, ¿eh?
  Me guiñó un ojo y supe que estaba al tanto de la relación incestuosa con mi abuela. Apreté los dientes y bufé como un animal, aunque eso era lo que menos me preocupaba en aquel momento. Esos hombres, por llamarlos de alguna forma, nos habían secuestrado y llevado literalmente al matadero.
  —Aunque, ¿quienes somos nosotros para juzgarte? ¡Ja ja! Mi compadre se la mete a sus hijas un día si y otro también, el tonto pone a su madre mirando a Cuenca cuando le apetece y yo... Bueno, yo no he llegado a tanto, pero cuando era más joven a alguna que otra prima le metí el rabo. 
  Garrido era de esos tipos que adoran escucharse a sí mismos y pensé que no iba a callarse nunca. Su “compadre” se limitaba a reírle las gracias y a acomodarse el paquete sin disimulo, mirando a la anestesiada pelirroja y relamiéndose de anticipación. El muy bastardo daba por hecho que iba a cumplir su sueño de follársela, y la sola idea me revolvía el estómago.
  —¿Qué es lo que queréis? —escupí, más que dije. 

  Estaba temblando de pies a cabeza y un par de lágrimas resbalaron por mis mejillas. Lágrimas de impotencia y desesperación. Antes de que los captores dijesen nada, yo ya sabía que todo era culpa mía. Garrido dio un paso al frente, en mi dirección, y aunque sonreía su mirada no era amistosa en absoluto.
  —Para empezar, perdona por haberte engañado, ¡ja ja! No me fui de safari a África, como ya habrás deducido. Me he pasado la semana en un hotel, cerca de un laboratorio farmacéutico propiedad de un viejo amigo.
  —El miércoles... Estuviste en la mansión, ¿verdad? Pude olor tu asqueroso puro —dije, taladrándolo con la mirada.
  —Buen olfato, chaval. Parece que esa nariz tan grande te sirve de algo —dijo. Dio una larga calada al habano y echó el humo en mi dirección, envolviéndome en su nauseabundo olor—. En efecto, hace un par de días vine a visitar a alguien... Pero no nos precipitemos, ya llegaremos a eso. Como iba diciendo, mi amigo tiene un laboratorio con los últimos adelantos tecnológicos y científicos de primera, y yo tenía algo con lo que hacerles trabajar... ¿Me sigues, Carlitos?
  Claro que le seguía. Cerré los ojos con fuerza, nuevas lágrimas cayeron al suelo y la culpa me golpeó como una maza cuando miré en dirección a mi abuela. Todo era culpa mía. Tendría que haber tirado por el desagüe el maldito brebaje en lugar de usarlo en beneficio propio, pero la lujuria y la avaricia habían sido más fuertes.
  —Has... Has mandado analizar el tónico, ¿es eso? —dije, pues esperaba mi respuesta para seguir hablando.
  —Así es —continuó el alcalde—. Confieso que pensaba jugártela. Forrarme con el tónico y dejarte al margen. Pero así es la vida, chaval. O comes o te comen. En fin... No les costó demasiado dar con la fórmula. Al parecer no es más que una mezcla de hierbas con licor barato. 
  —¿Y si ya tienes la puta fórmula a qué viene todo esto? ¡Suelta a mi abuela, cabrón! —grité, rojo de ira.
  —Tenemos la fórmula, en efecto, pero por algún motivo no funciona. Han reproducido el puñetero tónico más de diez veces y el resultado no es más que un licor asqueroso, sin ningún efecto. Lo cual nos lleva a pensar que hay algún ingrediente que no detectan los análisis. Así que, amigo mío, ya puedes empezar a cantar.
  Ramón Montillo, que no se había movido del sitio, caminó despacio hacia la silla donde estaba la indefensa mujer, la segunda mujer a la que más quería en el mundo. La rodeó y se detuvo detrás de la silla, colocando las manos en la suave piel de sus hombros pecosos. La sonrisa del porquero aumentó de tamaño, dejando a la vista sus dientes amarillentos. Entonces recordé lo que me había dicho durante nuestro último encuentro en el pueblo: “Cuando mi compadre vuelva de África ya hablaremos los tres de negocios, ¿eh?”.
  También recordé, fugazmente, la conversación con la Doctora Ágata Montoya, bisnieta del inventor del brebaje. El tónico no funcionaba cuando estaba recién hecho, sino que necesitaba macerar durante varios meses. El que yo había encontrado en el trastero de mi abuelo tenía una potencia extraordinaria porque había macerado más de cuarenta años. Ese era el secreto.
  —¡No la toques, hijo de puta! ¡Déjala! —aullé, luchando de nuevo sin éxito contra mis ataduras. Volví la cabeza hacia el alcalde— ¡Yo no se nada, joder! ¡Le compraba el tónico a unos tipos de la ciudad, ya te lo dije! ¡Ni siquiera los conozco en persona!
  Los dos secuestradores se echaron a reír ruidosamente.
  —¿Sigues con ese cuento? No te molestes —dijo Garrido, acercándose a mí un poco más—. Sabemos que a la ciudad solo vas a zumbarte a tu mamaíta. Menudo maníaco sexual estás hecho, por cierto, ¡ja ja! —Hizo una pausa para mirar a su socio, que también se carcajeó—. El tónico sale de la parcela, así que debes ser tú quien lo fabrica, porque no creo que la buena de Doña Felisa se dedique a destilar afrodisíacos cuando vuelve de misa.
  ¿También sabía lo de mi madre? ¿Qué coño estaba pasado? Que yo supiera, el único que me había estado espiando era el esbirro de Ágata, y era imposible que hubiese compartido su información con Garrido, quien vio la confusión reflejada en mi rostro y respondió a mi muda pregunta.
  —Mi sobrino te ha estado vigilando desde que te di el trabajo de chófer —explicó—. Bueno, sobrino segundo, mejor dicho. Es hijo de mi prima. Tú le conoces como Victoria.
  —¿Vi... Victoria? —farfullé, estupefacto.
  —Si, el mariconazo se empeña en que le llamemos así y en vestirse de chica. En fin, qué le vamos a hacer. En todas las familias hay una oveja negra, ¿no? Pero debo reconocer que ha hecho un buen trabajo. Por cierto, me contó que andabas tirándole los trastos, ¡ja ja! ¿Es que también te gustan los rabos?
  Ignoré sus burlas mientras mi aturdido cerebro intentaba atar cabos. ¡Victoria y su mellizo eran la misma persona! Por eso nunca se les veía juntos en el mismo lugar. Por eso la tímida doncella había comenzado a trabajar en la mansión el mismo día que yo. Recordé al motorista de casco rojo que a veces veía a lo lejos en la carretera. El casco rojo que llevaba Victoria cuando me la encontré en el centro comercial y su “hermano” cuando me crucé con él en la mansión. ¿Como era posible que no me hubiese dado cuenta antes? 
  Entonces ocurrió algo que me hizo olvidarme de la doncella travesti, del casco rojo y de su puta madre. Montillo quitó las manos de los hombros de mi abuela, se alejó unos pasos y regresó arrastrando un mugriento colchón que arrojó frente a la silla. Después, agarró a su víctima por la cintura, sin mucho esfuerzo, y la colocó bocabajo sobre el colchón. Estaba tan sedada que no reaccionó en absoluto. Era una gran muñeca de carne en manos del porquero, quien la colocó en la posición más vulnerable posible, aprovechando las ataduras de las rodillas, con el cuerpo doblado y el culo alzado. Lista para el sacrificio.
  —¡Nooo! ¡Hijo de la gran puta! ¡Déjala!
  En respuesta a mis gritos, Montillo se relamió, miró las grandes y hermosas nalgas de su presa y se bajó la bragueta muy despacio. 
  —La dejará si yo se lo mando, chaval —dijo el alcalde—. De ti depende. O empiezas a hablar o  tu abuelita va a recibir más pollazos esta noche que en toda su vida.
  Luché contra las ataduras, gruñendo y jadeando. ¿Qué podía hacer? Si le contaba a Garrido el secreto del tónico y lo comercializaba, Ágata Montoya iría a por mí y mi familia. Si no se lo contaba violarían a mi abuela y tal vez no saliésemos vivos de allí. Si le decía la verdad, que había encontrado el tónico en el trastero, los científicos llegarían fácilmente a la conclusión de que el ingrediente secreto era el tiempo.
  Y sin tiempo para decidirme me estaba quedando. Montillo se sacó la polla por la bragueta, larga, cabezona y curvada hacia un lado. Ya había tenido ocasión de verla en mi primera visita a su finca, cuando su hija le hizo una mamada delante de mis narices. Nunca imaginé que volvería a verla, y menos en esas circunstancias. El tipejo se escupió en la mano y la embadurnó en saliva, con un brillo lascivo en sus ojillos crueles.
  —¡No! ¡Te mato! ¡Os mato a los dos!
  Me detuve para coger aliento y vi a Monchito, que contemplaba la escena desde la penumbra. Era obvio que al retrasado no le gustaba que maltratasen a Doña Felisa, una de las pocas personas que le trataba bien. No me cabía duda de que lo habían obligado a participar en el secuestro. Me vino a la cabeza el cliché que había visto en varias películas: el esbirro simplón que en el fondo es bueno y al final ayuda al protagonista. De repente, mi única esperanza era un retrasado mental alcohólico y salido.
  —¡Monchito! ¡Ayúdala por favor! Ella... siempre ha sido buena contigo, ¿verdad? ¡Por favor! ¡No dejes que le hagan daño!
  Por un segundo pude ver el conflicto interior en los ojos de cordero degollado del tonto. Miró el cuerpo de su querida Doña Felisa, un espectáculo de voluptuosidad acrecentado por la postura en la que se encontraba. Después miró a su padre y a Garrido. Agachó la cabeza, acobardado.
  —¡Ja ja! ¿De verdad piensas que este tarado te va a ayudar? Si se le ocurre siquiera lo molemos a palos —graznó Montillo, cuyo torcido cipote ya estaba totalmente erecto.
  —Ya está bien de tonterías —dijo el alcalde, tras dar una rápida calada a su habano—. Vamos, compadre, fóllatela de una vez. Y bien fuerte, a ver si eso hace hablar a nuestro amigo.
  —¡Ni se te ocurra! ¡Te mato, joder! ¡Nooo!
  El criador de cerdos se colocó detrás de su víctima y dobló las rodillas, muy despacio, apoyándose en una de las carnosas nalgas, dejando la huella infame de su mano en la delicada piel. A la mierda. Le contaría la verdad. Si salía vivo de allí ya me preocuparía por el clan Montoya. Tal vez la Doctora Ágata fuese comprensiva. O tal vez terminaría colgando de las tripas en el pinar, como había prometido su esbirro. Me daba igual. Solo me importaba evitar que mi abuela sufriese daño por mi culpa. Cuando el grueso glande de Don Ramón estaba a escasos centímetros de su objetivo abrí la boca para hablar, pero no llegué a pronunciar una palabra. Entonces sucedió algo que ninguno de los presentes esperaba.
  Nadie vio abrirse lentamente una de las puertas del matadero. Nadie vio la silueta que se acercó, ágil y sigilosa, hacia la zona iluminada del recinto. Por el rabillo del ojo, vi el puro de Garrido caer al suelo, soltando chispas al rebotar contra el cemento. Escuché un gorgoteo y cuando miré al alcalde vi dos palmos de afilado metal surgiendo de su garganta. Tenía los ojos abiertos como platos y la sangre no tardó en manchar su impoluta camisa blanca. La hoja del sable, pues de eso se trataba, desapareció con rapidez cuando la diestra mano que la empuñaba tiró de ella. El chorro de sangre que brotó del cuello no debía ser muy distinto al de los cerdos que degollaban en ese lugar. Más muerto que vivo, Don Jose Luis Garrido trastabilló hacia un lado y cayó cuan largo era al suelo. Antes de perder el conocimiento miró hacia arriba y sus ojos casi se salen de las órbitas cuando reconoció a la persona que acababa de matarlo.
  Yo también la miré, boquiabierto. Como salida de una novela de piratas, con botas marrones de caña alta, ajustados pantalones negros de amazona y una holgada blusa blanca con encaje en los puños, Doña Paz se erguía frente a mí en todo su esplendor, altiva y elegante cual heroína de leyenda. Empuñaba un sable de caballería prusiano (eso lo supe después), de hoja ligeramente curvada, en ese momento manchada con la sangre de su difunto marido. Con la otra mano en la cintura, giró su largo cuello hacia Montillo, sin que se moviese un solo pelo en el sencillo moño rubio que coronaba su cabeza, y los gélidos ojos azules se clavaron en el frustrado violador, más afilados que la propia espada.
  —Aléjate de ella, puerco —dijo.
  Por primera vez vi miedo en el tosco semblante de Don Ramón. Alternando rápidas miradas hacia el sable y el cadáver de su amigo, levantó las manos despacio, como si le estuviesen apuntando con un arma de fuego, y se incorporó. Su polla se desinfló tan deprisa como si la hubiesen pinchado con un alfiler, y la devolvió al interior de los pantalones mientras daba un paso atrás.
  —Vamos a calmarnos, ¿eh? Todo esto ha sido idea de tu marido, y lo sabes. Se lo echamos a los cerdos y aquí no ha pasado nada, ¿vale? Fíjate... Felisa está intacta... Ni la hemos tocado. Y al chaval tampoco. No nos volvamos locos...
  —¡Ni puto caso, jefa! ¡Mata a ese pedazo de mierda! —grité, enardecido por el milagroso giro de los acontecimientos.
  Pero a la reciente viuda no le hacía falta que yo la animase. De hecho ni siquiera me miró, ni pronunció palabra. Solo esbozó una cruel sonrisa que no auguraba nada bueno para Montillo. Sin embargo, el abyecto porquero no estaba dispuesto a rendirse sin luchar. Más deprisa de lo que cabría esperar en un hombre de su tamaño y edad, corrió unos metros, hacia la penumbra, y regresó empuñando una sierra mecánica, posiblemente la que pensaban usar para descuartizarnos a mí y a mi abuela. Por cierto, la pelirroja seguía con el rostro pegado al colchón y el culo en pompa, durmiendo como una bendita. Juraría que incluso roncaba un poco, ajena, por suerte, a los sangrientos sucesos de esa noche.
  Al ver el arma de su contrincante, Doña Paz enarcó una ceja y su sonrisa se volvió sarcástica. Sacó un pañuelo blanco de una de sus mangas y limpió el filo de su sable.
   —No quiero que nadie pueda decir que he luchado con ventaja, así que voy a permitirte arrancar ese artefacto —dijo.
  Montillo soltó una risotada. Tras un par de tirones y un petardeo la motosierra llenó el silencio de la noche con su característico rugido. El tiparraco no perdió un segundo. Levantó su vibrante arma y se abalanzó, gritando como un poseso. Doña Paz dio varios pasos rápidos hacia su izquierda, para esquivar la embestida y al mismo tiempo alejar la acción de mi silla y del colchón de su amiga. Gruñendo, Montillo trazó un amplio arco con la sierra en dirección al esbelto cuello de su adversaria, quien no solo lo esquivó sin dificultad, sino que aprovechó el desequilibrio causado por la pesada herramienta para atacar por sorpresa por el costado, girando sobre sí misma al tiempo que se agachaba y lanzaba un tajo al tobillo del porquero, quien aulló de dolor e hincó la rodilla en el suelo. 
  —¡Aaaagh! ¡Maldita zorra! —aulló el tipejo.
  Yo no perdía detalle desde mi silla, inclinado hacia adelante tanto como me lo permitían mis ataduras. Celebré el corte con un grito de ánimo y golpeé el suelo con el pie a modo de aplauso. Solo apartaba la vista para comprobar que mi abuela estaba bien, y lo estaba. El sedante debía ser muy potente porque no se había inmutado con el sonido de la motosierra ni con los gritos. También miré un par de veces hacia el exterior, a través de la puerta por la que había entrado nuestra salvadora, y pude distinguir la parte trasera de Klaus a poca distancia. 
  Don Ramón intentó ponerse en pie pero se arrodilló de nuevo, bufando de dolor. El certero tajo le había seccionado limpiamente el tendón de Aquiles. Aún arrodillado, intentó atacar, lanzando un nuevo mandoble hacia la espadachina, quien de nuevo lo esquivó y contraatacó, esta vez atravesando el codo de Montillo con una rápida estocada. Soltando toda clase de insultos y con el brazo inutilizado, se le cayó la motosierra, demasiado grande para manejarla con una sola mano, y Doña Paz la mandó a varios metros de distancia con una patada. Debía de tener algún sistema de seguridad pues en pocos segundos se apagó por sí sola. Regresó el silencio, roto por la jadeante respiración del porquero y los tacones de las botas cuando mi jefa se acercó a él. Le puso la punta del sable debajo de la barbilla, obligándole a mirarla a la cara.
  —¿Ultimas palabras, Montillo? 
  —¡Que te den por culo, puta!
  —Encantador... Como siempre.
  Se acabó, pensé. Ejecuta a ese bastardo y vámonos de aquí. Pero las sorpresas de aquella demencial noche no habían terminado. Otra puerta, más grande que la usada por mi jefa y situada en el otro extremo del matadero se abrió de golpe. Recortadas contra las tenues luces del exterior, distinguí tres siluetas, una de ellas mucho más grande que las otras dos y sosteniendo algo sobre la cabeza. Dio un par de pasos al frente y pude reconocer a la obesa mujer de Montillo, resoplando y roja de rabia. Iba descalza, vestida solamente con un churretoso camisón que ni por asomo disimulaba los sudorosos rollos de manteca que formaban su cuerpo. Lo que sujetaba encima de su cabeza era un bidón metálico.
  —¡Guarraaa! —gritó a pleno pulmón.
  —¡Cuidado, jefa! —grité yo.
  El bidón voló al menos doce metros a través del recinto e impactó contra el brazo derecho y el costado de Doña Paz, quien no había podido reaccionar a tiempo ante el inesperado ataque. ¡La gorda de los cojones le había lanzado un barril, como el puto Donkey Kong! Por muchos trofeos de esgrima y artes marciales que tuviese nuestra heroína, seguro que nunca había tenido que esquivar barriles durante un combate. El impacto la obligó a soltar el sable, que cayó al suelo, e hizo que perdiese el equilibrio, circunstancia que aprovechó Montillo para agarrarla por el tobillo con su brazo sano y hacerla caer de espaldas. 
  La esposa se acercó, bamboleándose cual elefanta, y ayudó a su marido a inmovilizar a la esgrimista, sujetándole las muñecas contra el cemento y aplastándola con su maloliente corpachón. Apretando los dientes, Doña Paz forcejeaba y pataleaba. Don Ramón se colocó sobre ella, con el rostro a pocos centímetros del suyo, salpicándolo con saliva al hablar.
  —¿Qué pasa, perra? Sin tu espadita no eres nadie, ¿verdad, bollera de mierda? 
  Estuve a punto de echarme a llorar. Si mataban a Doña Paz los siguientes seríamos mi abuela y yo, y a ella además la violarían durante horas, tal vez días. Una gentuza tan retorcida como aquella podía incluso retenerla durante años en un sucio sótano solo por diversión. Apreté los dientes cuando, con la mano que podía usar, Montillo desgarró la blusa de su nueva presa, dejando a la vista un par de bonitos pechos cubiertos por un sencillo sostén blanco. 
  —Suéltame, Ramón. Hagas lo que hagas, no hay forma de que esto termine bien para ti y tu familia. Deja... —dijo Doña Paz.
  La esposa del porquero la interrumpió golpeándola en la cara con el dorso de su gruesa mano. Un fuerte revés que casi la deja inconsciente. Escuché una risita aguda y miré de nuevo hacia la puerta. Las otras dos siluetas avanzaron y las reconocí: las hijas de Montillo. Una bastante alta, de unos 25 años, la otra unos cinco años más joven y bajita, ambas morenas, con cuerpos recios y curvilíneos de campesinas. Iban descalzas y sus vestidos veraniegos eran prácticamente harapos, aunque lo que llamó mi atención no fue su vestimenta sino lo que llevaban en las manos. La mayor empuñaba un largo cuchillo y la pequeña una hachuela de carnicero. Se acercaron y permanecieron de pie junto a sus padres, contemplando la escena con miradas maliciosas y sonrisas bobaliconas.
  —Dale la vuelta —ordenó el cabeza de familia al tiempo que intentaba bajarse la bragueta.
  Su mujer obedeció. Sin miramiento alguno, volteó el cuerpo de Doña Paz, obligándola a apretar el rostro contra el cemento. Le agarró el moño con una mano y con la otra le bajó los ajustados pantalones y las bragas, dejando a la vista el tonificado trasero, mucho más bonito que los rostros de las tres mujeres que la rodeaban. 
  —A ti también te tengo ganas desde hace tiempo, rubia —dijo Montillo—. Te voy a romper el culo y después te voy a colgar de un gancho para que veas bien cómo me follo a tu amiga.
  —Qué pesado con La Felisa. No se que le ves a esa beata —masculló la esposa.
  —¡Tú a callar!
  Dicho esto, el porquero terminó de sacarse el rabo e intentó colocarse de rodillas detrás de su víctima para sodomizarla, pero las heridas le pasaron factura y gruñó con los dientes apretados. Mi jefa se recuperó un poco y comenzó a forcejear de nuevo, sin éxito. El violador empuño su verga con la única mano que podía usar y golpeó con ella las temblorosas nalgas. Había recuperado gran parte de su tamaño pero aún la tenía demasiado fláccida como para clavarla.
  —¿Qué? ¿No se te pone dura? ¡Ja ja! —se burló su esposa, lo cual hizo reír a sus hijas.
  —¡Callaos, estúpidas! —bramó el marido, rojo por el esfuerzo y el cabreo.
  Mientras contemplaba el sórdido espectáculo, sin ánimos ya para gritar, di un respingo al sentir que algo me tocaba las muñecas. Giré el cuello cuanto pude y vi, agachado detrás de la silla, a Monchito. El desgraciado no se atrevía a enfrentarse a su familia, pero al menos iba a ayudarme.
  —Date prisa... Por favor —susurré, mirando de reojo hacia sus parientes.
  —El nu-nudo está muy du-duro —dijo, con su voz ronca y gangosa.
  Por suerte Monchito era un bestia y a base de tirones y mordiscos consiguió desatarme. Una vez liberado, me froté las doloridas muñecas y me esforcé por hablar despacio para que me entendiese. 
  —Necesito... un arma. Consígueme algo, deprisa.
  El grandullón asintió y se escabulló, casi agachado, entre los montones de trastos que poblaban la sombría nave. Lo esperé sin moverme, con el corazón al borde de la taquicardia. Montillo se la estaba cascando furiosamente y ya casi la tenía dura. Las mujeres contemplaban el espectáculo y nadie se percató de mi liberación. Tras unos segundos que se me hicieron eternos Monchito regresó con una vieja maza de las que usaban antaño para matar a el ganado. El mango medía más de un metro y la pesada cabeza estaba cubierta de herrumbre. No era el arma más adecuada para alguien de mi complexión pero no había tiempo para buscar otra.
  —Escúchame atentamente, Monchito —dije, mirando a los ojillos atemorizados del hombre agachado junto a mí—. Cuando grite y estén distraídos coge a Doña Felisa y llévala al coche blanco que hay fuera, ¿me has entendido?
  En el ancho rostro de mi aliado apareció una mueca de concentración, acentuada por el trozo de lengua que asomaba entre sus labios. Miró hacia el colchón, donde la pelirroja continuaba inmóvil en su impúdica postura. Quizá no era la mejor idea del mundo confiarle mi indefensa abuela a un retrasado lujurioso, pero en ese momento solo pensaba en sacarla de allí cuanto antes.
  —Sí. Tú gritas... Yo la llevo al co-co-coche blanco —dijo al fin.
  Me puse en pie y empuñe con ambas manos la maza. Montillo, resoplando y empapado en sudor, había conseguido empalmarse y presionaba su grueso glande lubricado con saliva contra el estrecho ano de Doña Paz quien, con todos los músculos del cuerpo tensos y los dientes apretados conseguía a duras penas preservar su integridad anal. 
  —Vamos, joder... relájate, puta... que te va a gustar...
  —¡Aaaaaargh! —grité, embistiendo con mi arma levantada.
  El padre, la esposa y las dos hijas clavaron en mí cuatro pares de ojos, tan sorprendidos como si cargase contra ellos El Cid Campeador montado en un unicornio. Sin darles tiempo a reaccionar, estampé la maza en la cabeza de la obesa lanzadora de bidones, quien soltó un graznido y cayó hacia un lado, rodando su corpachón por el sucio cemento. Por el rabillo del ojo, pude vislumbrar una gran mancha rosada moviéndose deprisa en dirección a la puerta, a hombros de otra mancha con traje de pana. Monchito había cumplido con su parte.
  Al verse libre, Doña Paz tampoco perdió un segundo. Apoyó las palmas de las manos en el suelo y con un ágil movimiento sacó su cuerpo de entre los muslos del frustrado violador, a quien golpeó en el pecho con ambos tacones, dejándolo maltrecho a los pies de sus hijas. Gritando como endemoniadas, las dos chicas se lanzaron al ataque al mismo tiempo.
  La mayor fue a por mi jefa, quien demostró que podía defenderse sin su “espadita”, y que los trofeos de taekwondo que había visto en la mansión no se los habían regalado. Tras lanzar una serie de frenéticas cuchilladas que ni siquiera rozaron su ojetivo, la hija de los porqueros recibió una certera y potente combinación de patadas que la obligaron a retroceder, aturdida. Doña Paz aprovecho la ocasión para recuperar su sable y volvió a la carga.
  Yo, por mi parte, las pasaba putas con la pequeña. Tan enloquecida como su hermana, golpeaba una y otra vez con la hachuela, obligándome a retroceder mientras, a duras penas, conseguía detener los ataques con el mango de la maza, del cual saltaban astillas. Una de las cuchilladas me pasó rozando la oreja y cuando intenté darle una patada para alejarla de mí y poder usar mi arma la muy perra la esquivó y casi consigue pegarme un tajo en la rodilla. 
  De repente se quedó paralizada, con la hachuela levantada y los ojos muy abiertos. La punta ensangrentada de un sable asomaba entre sus costillas. Intentó hablar, dos regueros de sangre resbalaron por la comisura de sus labios y cayó al suelo.
  —Gracias... jefa —dije.
  Doña Paz estaba a mi lado, recuperando el aliento. Su rostro aristocrático brillaba por el sudor, tenía la camisa abierta, manchada de mugre, y el moño casi desecho. Miré sobre su hombro y vi a la hija mayor de Montillo despatarrada cerca de su padre, los ojos fijos en el techo y una estocada en el pecho de la que manaba sangre en abundancia. El porquero consiguió incorporarse sobre su brazo sano y miró a la viuda de su amigo con los ojos inyectados en sangre, jadeando de pura rabia.
  —Eres... una...
  No terminó la frase. El sable silbó en el aire y le abrió un profundo tajo en el cuello, del cual brotó la sangre con tanta potencia que salpicó las botas de la ejecutora. Un hombre que se había enriquecido criando y sacrificando cerdos había encontrado la muerte en un matadero. Irónico, ¿verdad? En fin.
  —Vámonos de una vez —dijo mi jefa, y no podía estar más de acuerdo con ella.
  Cuando nos disponíamos a alejarnos nos llevamos otra sorpresa (y no sería la última de la noche). La mujer (ahora viuda) de Montillo, recuperó el conocimiento y consiguió mover sus abundantes reservas de grasa hasta ponerse de rodillas, mirándonos con una extraña sonrisa entre los enormes mofletes.
  —Perros... No saldreis... vivos de esta finca... —dijo, con una voz ronca y aguda. Di un respingo cuando echó la cabeza hacia atrás y comenzó a gritar— ¡Hijos! ¡Hijos míos! ¡Madre os llama! ¡Hijooos!
  —El único hijo que te queda vivo está de nuestra parte, así que no te molestes —dije. La voz me tembló más de lo que me habría gustado.
  Entonces la gruesa mujer comenzó a reír. Carcajadas propias de una bruja en una película de terror antigua. Goterones de saliva caían sobre su repugnante camisón y las carnes le temblaban como un gigantesco flan. A continuación llenó sus pulmones de aire y se puso a chillar como una cerda. Literalmente. Imitaba a la perfección el sonido agudo y chirriante que emiten los puercos, a una potencia tal que reverberaba en el alto techo del matadero y me obligó a taparme los oídos. Un escalofrío me recorrió la espalda y no sé lo que sentiría Doña Paz, pero su sable entró por la boca de la mujer y le atravesó el cráneo de tal forma que la punta apareció por la coronilla. La terrible estocada la mató al instante y se derrumbó en el suelo, sobre el charco rojo en el que se mezclaban la sangre de su marido y sus hijas.
  —Joder... Vámonos de una puta vez de este sitio.
  Doña Paz asintió, echó un último vistazo a la dantesca escena que dejábamos atrás y salimos a respirar el aire de la calurosa noche, espeso y cargado de olor a pocilga. Efectivamente, estábamos en la finca de los Montillo, rodeados por las fachadas blancas de grandes naves, a ambos lados de un camino de tierra apenas iluminado por algunos faroles que flanqueaban las puertas de los edificios. Corrimos hacia Klaus, cuya puerta trasera estaba abierta. Monchito estaba fuera, mirando al interior, con una mano apoyada en el techo del vehículo y la otra moviéndose entre sus piernas.
  Había desatado a mi abuela, aún inconsciente, y la había tumbado bocabajo en el amplio asiento trasero, ofreciendo una vista arrebatadora de sus nalgas y piernas. Estaba tan concentrado en devorarla con los ojos y hacerse un pajote a su salud que ni siquiera nos escuchó acercarnos. Al menos no había intentado violarla, como su difunto y repugnante padre. 
  —¡Monchito! Pero hombre... —le regañé, dándole una colleja no muy fuerte.
  —Pe-perdona —se disculpó, rojo de vergüenza, mientras se guardaba en los pantalones una tranca de cuyo impresionante tamaño ya os hablé hace tiempo.
  Antes de que tuviésemos tiempo de subirnos al Mercedes, una nueva sorpresa nos hizo detenernos en seco. De algún lugar cercano al viejo matadero surgieron dos siluetas humanoides que se acercaban pesadamente. 
  —¿Quién coño son esos? —dije, empuñando la maza con más fuerza. 
  —Mis her-hermanos —dijo el tonto del pueblo, que temblaba de pies a cabeza.
  —¿Tus hermanos? No sabía que tuv...
  No fui capaz de terminar la frase. Cuando se acercaron a una zona iluminada pude ver mejor a las criaturas. Medían más de dos metros y en sus cuerpos contrahechos se mezclaban grandes cantidades de grasa y músculo, cubiertos por una enfermiza piel rosácea salpicada de gruesas cerdas pardas, venas hinchadas y verrugas. Las robustas piernas terminaban en pezuñas amarillentas, al igual que los tres dedos de sus manos. Pero lo peor eran las cabezas, en las que se combinaban rasgos humanos y porcinos, ganando estos últimos. Uno de ellos incluso tenía largos colmillos de jabalí, de los que goteaba espesa saliva.
  De inmediato vino a mi mente el monstruo de mi pesadilla, el gigante con cabeza de cerdo. También recordé mi anterior visita a la finca, cuando al deambular entre las pocilgas vi a la mujer de Montillo a cuatro patas sobre el barro y la mierda, siendo follada primero por su hijo, y después...
  —Son hijos de ma-mamá y de Pancho —explicó Monchito, confirmando mis sospechas—. Pa-Pancho la monta... y a veces tiene ni-niños. 
  Recordaba muy bien al descomunal verraco y sus ojos demoníacos. Era sin duda el animal más aterrador que había visto nunca, y estaba seguro de que no era un animal corriente. Junto a mí, Doña Paz contemplaba a los engendros con una mezcla de asombro y fría curiosidad.
  —Híbridos de humano y cerdo, concebidos de forma natural... Eso es imposible desde el punto de vista científico —dijo. No supe si me lo decía a mí o pensaba en voz alta.
  —No creo que la ciencia tenga nada que ver con esto, jefa.
  Estaba convencido, más que nunca, de que en aquella finca y los montes que la rodeaban habitaba alguna clase de fuerza maligna, primigenia y olvidada. Una presencia oscura que ya había intuido varias veces, sin darle mucha importancia, pensando que era producto de mi imaginación o de mi afición al hachís. El brillo en los ojos porcinos de esas criaturas cuando nos miraron era cualquier cosa menos natural.
  Una vez detectadas sus presas, los híbridos cargaron hacia delante, levantando polvo en el seco camino y lanzando potentes gruñidos. Observé que iban desnudos, y los miembros semierectos que se balanceaban entre sus muslos eran casi humanos y tan largos como mi brazo. Algo me dijo que si no nos íbamos de inmediato mis compañeras y yo moriríamos empalados por aquellos ciclópeos cipotes.
  —¡Subid al coche! ¡Rápido! —gritó mi jefa, para hacerse oír sobre el escándalo que formaban los monstruos.
  Ella se lanzó al asiento del conductor y cerró la puerta de golpe. Yo me senté atrás, junto a las piernas de mi abuela inconsciente, las doblé y me apreté contra sus mullidas nalgas para dejarle espacio a Monchito, quien estaba de pie junto a la puerta, mirando cómo se acercaban sus medio hermanos.
  —¡Sube, joder! ¿A qué esperas? —le grité.
  No dijo nada. Su ancha mandíbula se apretó y entrecerró los ojos, en los que por un instante vi una fugaz chispa de inteligencia. Se inclinó hacia mí, me arrancó la maza de las manos y cerró la puerta del coche, quedándose fuera.
  —¿Pero qué haces, imbécil?
  —Iros. Yo me en-encargo de ellos.
  No me agradaba la idea de abandonarlo allí después de que nos hubiese salvado, pero no tenía tiempo para convencerlo. Doña Paz pisó a fondo, el motor de Klaus rugió y los neumáticos levantaron una nube de polvo a nuestro alrededor. Miré por el cristal trasero y a través de la polvareda pude ver a Monchito golpeando con todas sus fuerzas, que no eran pocas, a uno de los engendros, que chilló y retrocedió.
  Pero eran dos. El otro flanqueó al retrasado y le arrebató el arma con un golpe de revés que le alcanzó también en el pecho, lanzándolo varios metros hacia atrás. El corpachón cubierto de pana rodó por el polvo hasta quedar inmóvil.
  —Mierda... ¿No puedes ir más rápido? —apremié a la conductora. Estaba tan alterado que olvidé tratarla de usted.
  —No hasta que lleguemos a la carretera —respondió ella.
   La calzada de tierra que discurría entre las naves la obligaba a reducir la velocidad para virar en las numerosas curvas. Si iba más deprisa se arriesgaba a perder el control del vehículo o a chocar contra un muro. El camino se estrechó, dejando apenas un par de metros entre el coche y las altas paredes. Doña Paz redujo aún más la velocidad para encarar una curva especialmente cerrada y en ese momento algo nos golpeó, poniendo a Klaus a dos ruedas durante varios segundos. Una segunda masa de carne deforme saltó sobre el capó, y pude ver dos hileras de colmillos sanguinolentos cuando rugió contra el parabrisas.
  —¡Hostia puta! —grité. 
  El choque hizo rodar el cuerpo de mi abuela en el asiento, dejándola bocarriba. Los enormes senos  se menearon como sacos de gelatina coronados por dos guindas rosadas. Si iba a morir, al menos lo haría contemplando las mejores tetas creadas por la madre naturaleza. Me agarré a sus piernas y miré hacia la ventanilla, acojonado. Otro tremendo golpe zarandeó el vehículo.
  —Tranquilo, tanto la carrocería como los cristales de Klaus son blindados —afirmó mi jefa.
  Como si la hubiese escuchado y quisiera burlarse de sus palabras, el hombre cerdo que estaba sobre el capó aporreó con todas sus fuerzas el parabrisas e hizo aparecer una pequeña grieta con forma de estrella. Demostrando una inteligencia que no aparentaba, se percató de ello y golpeó una y otra vez en el mismo lugar, aumentando el tamaño de la fisura.
  —¡Písale! ¡Acelera, joder! —chillé, fuera de mis casillas.
  —Eso intento.
  Las ruedas del Mercedes giraban a toda velocidad, levantando polvo y lanzando pequeñas piedras hacia atrás, pero no nos movíamos del sitio. Las bestias debían pesar más de doscientos kilos cada una y habían conseguido inmovilizarnos. Casi la mitad del parabrisas era un mosaico de grietas. Un par de golpes más y el antinatural mestizo conseguiría meter el brazo en el vehículo.
  —Carlos, cierra los ojos —dijo Doña Paz.
  —¿Eh?
  Sin dar más explicaciones, la conductora abrió un pequeño panel situado cerca del retrovisor, compuesto de varios botones y algo similar a un altavoz. Era igual al que había abierto en el asiento trasero el día en que me mostró los peculiares “extras” de su amado coche. ¿Qué se proponía? Miré la caja situada entre los asientos, temiendo que el falo mecánico apareciese y asegurándome de que la entrepierna de mi abuela no estaba en su trayectoria. Un nuevo golpe, acompañado de un rugido porcino, hizo caer trocitos de cristal sobre el salpicadero. Doña Paz pulsó un botón y con voz potente y clara exclamó:
  —¡Klaus¡ !Sturm und Drang!
  La carrocería, los cristales y los asientos comenzaron a vibrar, y no solo por los golpes de nuestros atacantes. Un zumbido agudo aumentó de intensidad gradualmente, desconcertándolos por un instante. Al estar inclinado, en actitud protectora, sobre las caderas de mi abuela, su pubis quedaba cerca de mi cara, y de repente vi el rizado vello pelirrojo enderezarse de forma extraña. Reparé en que tenía erizado el vello de mis brazos y de la nuca. No hacía falta ser científico para deducir que Klaus se estaba llenado de electricidad estática.
  Un segundo después entendí el consejo de cerrar los ojos. El resplandor azulado que rodeó el vehículo fue tan intenso que me hizo apretar los párpados y ver manchitas de colores durante un rato. El relámpago vino acompañado de un sonido que podría describirse como el chasquido de un látigo multiplicado por mil. La vibración cesó, sustituida por el familiar ronroneo del motor. Miré a través de los cristales y pude distinguir los cuerpos inertes de los engendros a varios metros del vehículo, desmadejados y humeantes. Doña Paz me dedicó una sonrisa triunfal a través del retrovisor.
  —¡Joder! Los ha dejado fritos —exclamé, sorprendido una vez más por la peculiar tecnología de Klaus.
  —Es la primera vez que uso este dispositivo. Me alegra que haya funcionado.
  —Eh... jefa.
  —¿Sí, Carlos?
  —¿Qué tal si nos vamos?
  —Oh, por supuesto.

  Hasta que no estuvimos en la carretera y dejamos atrás la finca no respiré tranquilo. Bajé las ventanillas para dejar entrar el aire nocturno, cargado ahora de olor a pinos y no de mierda de cerdo. Examiné con detalle el cuerpo de mi abuela, que continuaba inconsciente. Por suerte, después de sedarla a conciencia, sus captores no habían considerado necesario apretar mucho sus ataduras, por lo que solo tenía unas leves marcas rosadas en la delicada piel de sus muñecas. En los tobillos y rodillas apenas se notaban, y por lo demás estaba ilesa. Solo me preocupaba que la potente droga la hubiese dejado en coma o algo parecido.
  Inclinado sobre ella, acaricié con suavidad uno de sus muslos, le di un beso en el hombro y otro en la pecosa mejilla, caliente pero desprovista de su habitual rubor. La conductora podía vernos por el retrovisor, y caí en la cuenta de que mis muestras de cariño podían resultar sospechosas. Aparté la mano del muslo y me limité a acariciarle el pelo. 
  —Tranquilo. Mientras esperaba el momento propicio para entrar en escena, escuché la zafia perorata de mi difunto esposo y estoy al corriente de vuestra relación. Así como de la aventura edípica que mantienes con tu madre. 
  Las palabras de Doña Paz me dejaron con la boca abierta durante unos segundos, sin saber qué decir. Ante mi silencio, ella continuó hablando.
  —No debe preocuparte que se lo cuente a nadie. No soy aficionada a juzgar o entrometerme en la vida privada de nadie. Además, siempre he apreciado el encanto de esa clase de moral decadente —dijo, tan calmada como si regresáramos de un picnic y no acabase de matar a cinco personas y dos mutantes semihumanos—. Confieso que sospeché ligeramente durante vuestra cena en la mansión. Tu actitud oscilaba entre la de un nieto protector y un amante celoso. Pero encontré improbable que una mujer tan religiosa como Felisa practicase un pecado tan grave. Por otro lado, demostró ser fogosa, abierta de mente y sexualmente curiosa durante nuestro episodio sáfico. 
  —Eh... bueno... Sí. No es tan puritana como muchos piensan —dije—. Eh... Gracias por todo, Doña Paz. Nos ha salvado la vida.
  —No hay de qué, Carlos. Y por cierto, cuando estemos solos puedes tutearme. Después de la experiencia que hemos compartido, me parece adecuado.
  —Claro que sí... Paz. Pero, dime, ¿cómo sabías lo que estaba pasando? Y no me digas que también tenías a alguien espiándome, por favor.
  —¡Ja ja! En absoluto. A quien espiaba es a mi marido, algo que hago desde que nos casamos, para evitar que comprometiese nuestra reputación embarcándose en negocios demasiado turbios. Sabía lo que planeaba esta noche, y decidí ocuparme del asunto personalmente.
  —Pues... Gracias otra vez.
  —Tengo gente que se ocupará de hacer desaparecer los cadáveres y cualquier prueba de lo ocurrido. No tienes que preocuparte por eso.
  Asentí, y me pregunté qué haría esa gente con los híbridos y con Pancho, el verraco infernal. También me inquietó un poco que mi jefa tuviese “gente” para ocuparse de ese tipo de cosas. ¿Es que no era la primera vez? Era mejor no darle muchas vueltas. Yo tenía mis secretos y aquella peculiar y fascinante mujer tenía los suyos. 
  Apoyé la cabeza en el respaldo, con las carnosas pantorrillas de mi abuela apoyadas sobre mis muslos, e intenté relajarme. Cerré os ojos y volví a abrirlos al escuchar de nuevo la voz de la conductora.
  —¿Sabes qué, Carlos? Creo que eres un chico carismático y con dotes de liderazgo. ¿No has pensado en dedicarte a la política?
  —¿Eh? ¿Yo?
  —¿Por qué no? Creo que el puesto de alcalde está vacante.
  Al ver la sonrisa sardónica de Paz en el retrovisor entendí que estaba bromeando. Comencé a reírme a carcajadas, liberando parte de la tensión acumulada durante aquella espantosa noche.


  Poco antes del amanecer, estábamos sentados en la cocina de casa, en la parcela. Mi jefa, salvadora y por lo visto ahora también amiga, bebía café y yo opté por una cerveza para calmar los nervios. Ambos nos habíamos duchado (por separado), ansiosos por librarnos de hasta la más insignificante partícula de la finca Montillo adherida a nuestros cuerpos. Después lavamos con cuidado a la “bella durmiente” y le pusimos uno de sus camisones.
  Doña Paz metió toda su ropa, botas incluidas, en una bolsa de basura. Yo hice lo mismo con la mía, aunque no estaba especialmente sucia. En poco más de media hora llegó el médico personal de mi jefa, a quien había llamado en cuanto llegamos, y nos sentamos a esperar mientras examinaba a la paciente.
  Era curioso ver a la sofisticada millonaria vestida solo con una de las batas floreadas de mi abuela, descalza y con la rubia melena todavía húmeda cayéndole sobre los hombros. A pesar de ello, no perdía un ápice de su elegancia natural, y su atractivo resultaba magnético, sobre todo después de lo ocurrido. Un par de veces me sorprendió mirándola embobado, como si fuese una estrella de Hollywood y yo su mayor fan. 
  Al fin escuchamos pasos y el médico entró en la cocina. Era un tipo de mediana edad, canoso y medio calvo, con un gran bigote de puntas curvadas hacia arriba. A pesar del calor, vestía camisa de manga larga y chaleco, en el que podía verse la cadena de un reloj de bolsillo. El tipo parecía salido del siglo diecinueve, pero según Doña Paz era uno de los mejores médicos de Europa (que casualmente vivía a media hora de allí) y un hombre de confianza.
  —La señora se encuentra en perfecto estado. Solo está profundamente dormida, y es probable que aún tarde varias horas en despertar —dijo, con marcado acento germánico—. El sedante que le administraron es muy potente, pero esa mujer posee una constitución formidable. Sin duda tiene sangre nórdica.
  Paz soltó la taza y se levantó de la silla. Era increíble lo bien que le sentaba la bata, a pesar de no ser de su talla. Ceñida a su estrecho talle por el cinturón, la holgada prenda cubría con gracia la esbelta figura de la esgrimista. 
  —Gracias por todo, Doctor Schröder —dijo, estrechándole la mano.
  —No hay de qué —respondió el médico, con una inclinación de cabeza un tanto marcial. 
  Lo acompañó hasta la puerta y nos quedamos solos. Se sentó de nuevo con las piernas cruzadas, dejando a la vista una rodilla y el comienzo del muslo. Dio un sorbo a su café y yo eché un trago de cerveza.
  —Menos mal que está bien —dije, aliviado. 
  —Ya lo creo. Si no te importa, me gustaría quedarme hasta que despierte.
  —Eh... Claro. No hay problema.
  Tenía mis dudas sobre si era buena idea. Con suerte, mi abuela no recordaría nada de lo ocurrido al despertar, y la presencia de su amiga en la casa podía suscitarle preguntas. Pero la jefa estaba al mando y no me atrevía a llevarle la contraria. Se produjo un silencio incómodo hasta que me decidí a hablar.
  —Si quieres dormir hay camas de sobra —sugerí.
  —¿Dormir? —exclamó, levantando las cejas, como si la hubiese invitado a tirarse por un puente—. Querido, tengo el cuerpo tan saturado de adrenalina y endorfinas que sería incapaz de cerrar los ojos.
  —Te entiendo... Yo también estoy todavía de los nervios. 
  Di un largo trago al botellín de cerveza y el leve temblor de mi mano confirmó mis palabras. Ella apuró su taza y soltó un largo suspiro, expulsando el aire despacio por su regia nariz. De pronto se quedó mirándome fijamente, con los ojos un poco entornados y los labios fruncidos, como si estudiase a un caballo antes de decidir si comprarlo para sus establos.
  —Carlos, creo que lo que necesitamos en este momento es una experiencia catártica. Una actividad intensa y placentera que consuma la energía sobrante en nuestro sistema nervioso y nos procure un intervalo de evasión mental. 
  Entonces fui yo quien se quedó mirándola como un conejo deslumbrado por los faros de un coche en la carretera. ¿Qué estaba diciendo? 
  —Un momento... ¿Está usted hablando de...?
  —Me puedes tutear.
   —¿Estás hablando de... sexo? —pregunté, notando como la sangre se me agolpaba en las mejillas. Por suerte, mi piel morena era muy distinta a la de mi abuela y apenas se me notaba el rubor.
  —¿Por qué no? Sería la actividad idónea para relajarnos y poner un contrapunto agradable a esta nefasta noche. Por lo que sé, tienes relaciones con dos mujeres, y además cortejabas al sobrino de mi difunto marido...
  —¡Un momento! Yo pensaba que Victoria era una chica —protesté.
  —Eso es irrelevante. La cuestión es que tienes una libido muy activa. Hiperactiva, diría incluso. No creas que no se que fuiste tú quien profanó mi foto en la sala de trofeos.
  —Ah... Perdón por eso. Estaba de mala hostia y...
  —No pasa nada. Además de todo eso, me consta que me encuentras sexualmente atractiva. La primera vez que tomé el tónico te ofreciste a ayudarme, y tus mal disimuladas miradas a mi cuerpo hablan por sí solas.
  —Bueno... Eh... Es que está ust... Quiero decir, estás de muy buen ver, jefa.
  —No has añadido “para tu edad”. Te doy un punto por eso.
  —¿Es que me vas a poner nota? —pregunté, medio en broma medio en serio.
  En lugar de responder sonrió y se puso de pie. Levantó los brazos sobre la cabeza y se estiró como una pantera que se preparase para salir a cazar. ¡Dios! Era casi tan alta como mi abuela, incluso sin tacones. Después de haber visto de lo que era capaz ese cuerpo fibroso, fuerte y grácil al mismo tiempo, follar con ella podía suponer echar el mejor polvo de mi vida o acabar destrozado. O ambas cosas. Se giró hacia mí, con las manos en las caderas.
  —Sospecho que a Felisa no le gustaría que lo hiciéramos en la cocina, y no quiero ofender su hospitalidad. Hay una habitación de invitados, ¿verdad? —preguntó, dando por hecho que había aceptado su proposición. Cosa que era cierta.
  Asentí, apuré la birra y dejé el botellín en la mesa, casi golpeándola, reuniendo valor para enfrentarme a aquella fiera. Me parecía lo más surrealista que había ocurrido en toda la noche, que ya es decir, pero no estaba dispuesto a dejar pasar la que quizá fuese mi única oportunidad de meterle el rabo a esa asombrosa mujer.
  Echamos un vistazo a mi abuela, que dormía plácidamente, y entramos al dormitorio de invitados, cuya puerta cerré despacio. Estaba amaneciendo y la luz que entraba por la ventana era suficiente. No me molesté en correr las cortinas. A esas alturas, si todavía había alguien espiándome, me la sudaba que me viese follarme a mi jefa. Por supuesto, la cama estaba hecha a la perfección y tenía sábanas limpias bajo la colcha blanca.
  —Sobra decir que esto es algo puntual y puramente físico —aclaró mi acompañante, quien ya se desataba el cinturón de la bata—. No tengo ningún interés romántico hacia tu persona, y supongo que es recíproco.
  —Eh... Sí, descuida. Un “aquí te pillo, aquí te mato y si te he visto no me acuerdo”.
  —Es una buena forma de expresarlo. Salvo por el hecho de que eres mi empleado y seguiremos viéndonos. No quiero que haya malentendidos.
  —No los habrá. Descuid...
  Dejé de hablar cuando la bata se deslizó por sus bien formados hombros y cayó al suelo. Quedó totalmente desnuda, luciendo el bronceado uniforme de rayos UVA y toda la atlética sensualidad de su cuerpo maduro. Era increíble lo bien que podía mantenerse una mujer de 51 años cuando tenía suficiente dinero para dedicar tiempo al ejercicio, la buena alimentación, o a ir a un balneario para que la envolviesen en algas. Al igual que cuando la vi copular con Klaus, llevaba el coño rasurado como las actrices porno (sobre todo las de ahora. A principios de los noventa aún se estilaban los felpudos). La ausencia de vello me permitía ver los labios menores, que sobresalían un poco, y el pliegue que envolvía el clítoris.
  Estaba claro que la jefa quería ir al grano. Por un momento me pregunté si matar personas la ponía cachonda, pero preferí no pensar en eso. Al fin y al cabo, el objetivo del inesperado encuentro sexual era olvidar durante un rato lo ocurrido en el matadero. Me quité los pantalones de chándal que me había puesto después de ducharme, la camiseta y los gayumbos, lanzándolo todo al suelo. Para mi sorpresa y desconcierto, mi polla estaba morcillona, pero lejos de mostrar la férrea erección de la que estaba tan orgulloso. ¿Cómo era posible? Aquella hembra se la pondría dura hasta a un muerto. Intenté no pensar en muertos.
  —Mierda... Debe ser por los nervios —me lamenté, mirando mi mástil a media asta.
  —Tranquilo, querido. No va a estar así durante mucho tiempo —afirmó Paz, mostrando su habitual presunción pero con un matiz afectuoso que me sorprendió—. Túmbate en la cama.
  Obedecí, algo avergonzado. Me estiré cuan largo era, bocarriba, con la perezosa verga reposando sobre mi vientre. Ella se puso sobre mí a horcajadas, con los muslos pegados a mis caderas. El contacto de su piel suave, el calor de su sexo y la visión de los firmes pechos, no muy grandes pero lo suficiente para bambolearse un poco si su propietaria se movía, bastaron para que la sangre comenzase a fluir en dirección a mi desmoralizado soldado. De pronto vi que tenía algo en las manos. Algo que estiró frente a mi rostro. Era el cinturón de la bata, hecho de la misma tela floreada que la prenda.
  —Levanta los brazos hacia atrás —ordenó.
  Su intención estaba clara. Quería atarme al cabecero de hierro forjado de la cama. Las rozaduras que tenía en las muñecas, causadas por la basta cuerda de Montillo, me recordaron que estaban allí con una mezcla de picor y ardor. 
  —Eh... No me apetece demasiado que me aten, la verdad. Creo que ya he tenido suficiente de eso por una noche —dije.
  —Es por tu bien, Carlos —afirmó ella, en un tono casi maternal—. La terapia de exposición es lo ideal en estos casos. Hazme caso, querido. Entiendo bastante de psiquiatría.
  Eso me hizo pensar de nuevo. ¿Entendía de psiquiatría porque había estudiado o porque era paciente de un psiquiatra? No supe como rebatir su argumento y antes de que me diese cuenta me había atado a la cama una mujer a la que, técnicamente, se podía considerar una asesina de masas. Al menos tuvo el detalle de no apretar demasiado los nudos. Pero allí estaba yo de nuevo, con las muñecas atadas y sujetas a una barra de metal.
  Después de atarme, sus ojos azules y sus manos recorrieron mi torso, desde el cuello hasta la cintura, y apareció en sus labios una sonrisa donde se mezclaban la satisfacción y la malicia. 
  —Tendrías un cuerpo bonito si hicieras más ejercicio —dijo. Me acarició de nuevo con ambas manos, esta vez subiendo desde el vientre hasta mis hombros—. Eres menudo pero estás bien proporcionado. 
  —Podrías darme clases de esgrima —dije, intentando bromear.
  —No tendría inconveniente.
  Dicho esto se inclinó hacia adelante y me besó en el cuello. Noté su aliento cálido y la humedad de la lengua, que se alternaba con los labios para acariciar mi piel. Sus tetas también me rozaban y sus nalgas se deslizaron hacia atrás al tiempo que la cabeza descendía, llevando la boca en una sinuosa ruta a lo largo de mi torso, camino del vientre. Era la típica “bajada al pilón”, ejecutada con la precisión y elegancia que la caracterizaban. 
  Empujando mis muslos, me hizo separar las piernas y se colocó a cuatro patas entre ellas. Bajó la cabeza y pude ver sus firmes nalgas alzadas, rematando la flexible curva de su espalda, ya que, lo creáis o no, la señora alcaldesa me estaba comiendo los huevos. Los sujetaba con una mano, aplicando la fuerza justa para que se hinchasen sin hacerme daño, lamiendo la suave piel estirada, demostrando que hablar no era lo único que sabía hacer muy bien con su larga y estrecha lengua. Al fin, mi verga se levantó, en todo su esplendor, apuntando al techo y con una gota de brillante presemen en la punta.
  Con la otra mano, extendió el lubricante natural por el tronco al iniciar una lenta y metódica paja, sin dejar de humedecerme los cojones a base de lametazos o metiéndoselos enteros en la boca. Llevaba tres días sin follar y no me había masturbado tanto como de costumbre, así que mis depósitos estaban repletos de yoguriento amor. Levantó un poco la cabeza y la giró para escupir un pelo.
  —Deberías rasurarte. Es más higiénico y estético —me aconsejó, sin dejar de pajearme.
  —Eh... Alguna vez lo he pensado —mentí. Por supuesto, me recortaba el arbusto de vez en cuando, pero no veía motivo para afeitarme la huevada.
  Continuó durante un rato, haciéndome casi olvidar que estaba atado. Pero si pensaba que el sexo con Doña Paz iba a ser tranquilo y convencional me equivocaba. Dejó de comer huevos, me hizo separar aún más los muslos, se llevó el dedo corazón a la boca y lo chupó, cubriéndolo de saliva. Lo sentí deslizándose por mi perineo, lo cual fue una sensación muy agradable, hasta que...
  —¡Ey! ¿Pero qué... haces? —protesté, cuando sentí la punta del dedo introduciéndose en mi ano.
  —¿Qué ocurre? ¿Nunca te han estimulado analmente? —preguntó. Sus ojos azules me miraron por encima de mi polla erecta. Levantó una ceja y no sacó el dedo.
  —Pues no. No soy... marica. 
  —¿Y eso que tiene que ver? Ah, Carlos... No seas tan conservador y ábrete a nuevas experiencias.
  —No, si yo me abro... Pero prefiero que mi culo siga cerrado.
  A pesar de mi resistencia, la liberal rubia hundió su largo dedo de pianista más profundamente. En ese momento entendí por qué mi abuela se había enfadado tanto conmigo cuando entré sin llamar por su puerta trasera. Mi cipote, mucho más grueso que un dedo, forzando de golpe su rosado y estrecho ojete... Sin duda me merecía la bofetada y la semana de castigo. Intenté liberarme, forcejeando con las ataduras y haciendo que el cabecero golpease la pared, apretando el esfínter y los glúteos con todas mis fuerzas. Descarté por muy poco la posibilidad de darle una patada. Agredir a a esa sexy máquina de matar no era buena idea.
  —¡Auugh! Más... despacio... joder... —supliqué.
  —Sssh... Tranquilo, querido... Relájate.
  Aumentó la velocidad a la que el dedo entraba y salía, alternando la intrusión con movimientos circulares que poco a poco dilataban el reticente músculo de mi ano. En vista de que no tenía otra opción, dejé de resistirme y respiré hondo. Pasados unos minutos desapareció el dolor, sustituido por un escozor molesto pero tolerable, sobre todo porque la otra mano de mi jefa no paraba de masturbarme, también más deprisa. Al cabo de un rato, y contra todo pronóstico, aquello empezó a gustarme, como atestiguaban mis gemidos y el hecho de que, de forma casi inconsciente, levantase las caderas para facilitarle el trabajo a mi jefa.
  —¿Lo ves? Sabía que te gustaría —dijo. Estaba claro que le encantaba llevar la razón.
  —Chu... Chúpamela mientras lo... haces —sugerí, en un vano intento por recuperar el control de la situación.
  —Cada cosa a su tiempo.
  Sacó el dedo, la escuché escupir y volvió a la carga. No podía verlo, pero supe que el dedo índice se había unido al corazón. Repitió la operación, ahora con dos dedos. Mete-saca, movimientos circulares, más saliva, hurgando dentro de mí como si buscase algo. Su mano izquierda cambió el clásico pajeo por un lento masaje de frenillo con el pulgar. Mi ano se dilataba, sin prisa pero sin pausa, y el escozor se transformó poco a poco en un adictivo ardor. Sin duda ella sabía lo que hacía. Aquella nueva e inesperada fuente de placer me hizo olvidar el matadero, los engendros híbridos y la madre que los parió a todos.
  Llegó el tercer dedo. La elasticidad de mi esfinter fue puesta a prueba y durante un rato regresó el dolor, pero pude encajarlo, apretando los dientes y apoyando los pies en la cama para elevar un poco más las caderas. Paz se había puesto de rodillas, agarrando mi verga como si me sujetase por un mango, con la otra mano cerca de su coño y el coño a la misma altura que mi culo. Desde mi punto de vista, daba la impresión de que ella también tenía polla y me estaba follando. Su atlético cuerpo brillaba por el sudor, al igual que el mío, y bajo el hielo de sus ojos azules ardía todo un infierno de lujuria.
  —Uhm... Lástima que no tenga aquí ninguno de mis juguetes. Creo que te encantarían.
  Tardé unos segundos en comprender a qué se refería. Sin duda a uno de esos cipotes de goma que se sujetaban con un arnés. Los había visto alguna vez en películas porno, en escenas lésbicas, una mujer penetrando a otra. Obviamente imaginaba que también podían usarlos con un hombre, pero nunca lo había visto y desde luego no fantaseaba con ello. Hasta ese momento. Si Doña Paz hubiese tenido uno de esos artilugios no me habría resistido mucho a ser sodomizado por ella.
  Continuó un buen rato, metiéndome hasta los nudillos la falsa pero efectiva verga que formaban sus tres dedos unidos. A juzgar por su respiración y la forma en que apretaba los labios o empujaba con las caderas estaba claro que ella también disfrutaba. Cuando la intensidad de mis gemidos y los movimientos de mi cuerpo le indicaron que estaba a punto de correrme se dobló hacia adelante y se metió mi glande en la boca, succionando y masajeándolo con la lengua, aumentando también la fuerza con la que sus dedos entraban en mi cuerpo, dejándolos dentro y haciendo vibrar su mano y con ella incluso la vieja cama de invitados. 
  El orgasmo no se hizo esperar demasiado. Posiblemente el más intenso que había tenido nunca. Como cuando llevas toda la vida disfrutando de tu plato favorito y de repente alguien te lo sirve con un nuevo ingrediente que lo vuelve mil veces más delicioso. Fue como si durante unos segundos todo el universo se concentrase alrededor de entrepierna y estallase arrasando con todo. Como estalló el semen en la boca de Paz, descarga tras descarga, el tronco venoso pulsando con cada nuevo y abundante aluvión. 
  —Hostia... puta... —dije, con la voz ronca por los gritos que habían acompañado a la corrida.
  La jefa me miró a los ojos, con los mofletes hinchados. Guardaba mi leche como un hámster guarda las pipas. Si pensaba que habíamos terminado me equivocaba. Saltó sobre mí, me puso las manos en el pecho y con un certero golpe de cadera hizo que mi resbaladiza polla entrase en su no menos húmedo coño, muy caliente y más apretado de lo que cabría esperar teniendo en cuenta su afición a ser empalada por un enorme falo mecánico. Seguir follando después de correrme era algo que ya había hecho antes, y no tuve problemas para mantener la erección cuando comenzó a cabalgarme como una posesa.
  Movía las ágiles caderas adelante y atrás, técnica que me recordó a la empleada por mi madre en el fotomatón. Dudo mucho que mi madre hubiese hecho alguna vez lo que mi acaudalada amazona hizo a continuación. Me sujetó con fuerza el mentón, obligándome a abrir la boca, se inclinó para acercar sus labios a los míos y al mismo tiempo que me besaba un torrente de semen mezclado con saliva se derramó dentro de mi boca, por mis mejillas y barbilla. Lejos de sentir asco, saborear mi semilla al mismo tiempo que nuestras lenguas se entrelazaban me excitó de tal forma que la besé con avidez, levantando la cabeza tanto como me permitían las ataduras. Se incorporó, con las manos en mi pecho, y me miró a los ojos, relamiéndose.
  —Joder... Pero qué guarra eres —dije.
  Por toda respuesta, y sin detener la enérgica cabalgada, me desató las manos y lanzó el cinturón de la bata al suelo. Libre de repente, no supe muy bien que hacer, y antes de que lo decidiese ella se me adelantó.
  —Pégame —me desafió, acercando el rostro a un par de palmos del mío.
  —¿Qué... te pegue?
  —Dame una bofetada, vamos... Y fuerte... No seas nenaza.
  Que me llamasen nenaza después de haber disfrutado tanto de la estimulación anal me hizo sentir la necesidad de reafirmar mi virilidad. Si quería una hostia la iba a tener. Y no podía enfadarse, pues ella misma lo había pedido. Extendí el brazo derecho hacia un lado y lancé la mano abierta en dirección a su presuntuosa cara de aristócrata. Ella detuvo el golpe sin problema, me agarró la muñeca y la inmovilizó contra la almohada. Con un gruñido de rabia, lo intenté con la mano izquierda y el resultado fue el mismo. Quedé de nuevo a su merced, sometido, herido en mi orgullo... y cachondo como un mono.
  —Demasiado lento, querido —se burló.
  De nuevo no me dio tiempo a replicar. Sin soltarme las maltratadas muñecas, aumentó la fuerza de sus caderazos de tal forma que los golpes del cabecero contra la pared desconcharon la pintura y la misma cama se movió unos centímetros del sitio. Me daba la impresión de que toda la puta casa estaba temblando y de que en cualquier momento mi abuela abriría la puerta buscando el origen del terremoto. El sedante que le habían inyectado debía de ser para elefantes, porque ni los golpes del hierro contra el muro la despertaron, ni tampoco los agudos gritos que acompañaron al largo orgasmo de nuestra común amiga, propios de una cantante de ópera. Os juro que por un momento temí que se rompiesen los cristales de la ventana o que me reventasen los tímpanos.
  Los temblores y espasmos de su clímax (catártico, sin duda), se prolongaron tanto que, embistiendo hacia arriba, haciendo salpicar sus fluidos sobre la inmaculada colcha de la cama, conseguí un segundo orgasmo, rápido y rabioso, no tan intenso como el primero pero lo suficiente como para gritar de nuevo. No se si aquel fue el mejor polvo de mi vida pero apostaría a que fue el más escandaloso.
  Cuando por fin me liberó de su presa y me desmontó, jadeante y empapada en sudor, se derrumbó en la cama a mi lado. Me dio unas palmaditas en el muslo.
  —No ha estado mal —dijo.
  —¿No ha... estado mal? Joder... Casi me matas —dije. Quizá no fue la mejor elección de palabras.
  Se echó a reír. Una risa suave y armónica. Las duras facciones de su rostro estaban más relajadas que antes del demencial polvo, las mejillas encendidas y los ojos brillantes. Cuando se sentó al borde de la cama y se estiró, evocando de nuevo la elegancia de un gran felino, sus movimientos eran lentos y fluidos. 
  —Será mejor que limpiemos todo esto y nos demos otra ducha —ordenó, aunque en un tono casi amable—. Y después podrías preparar el desayuno. Me muero de hambre.
  —Eh, que no soy tu criado —bromeé.
  —Si quieres, puedo conseguirte un uniforme de doncella.
  Comenzó a reírse de nuevo y esta vez la acompañé.

  Media hora después estábamos en la cocina. Después de comprobar que mi abuela seguía dormida eliminamos todas las pruebas de nuestro escarceo y preparé más café, tostadas y huevos revueltos. Mucho más tranquilos, comimos y hablamos con calma de todo lo ocurrido, mientras el sol ascendía e iluminaba poco a poco todas las habitaciones de la silenciosa casa. Casi me da un infarto cuando Frasquito, el cochinillo, apareció trotando por la puerta y se acercó a nosotros.
  La reacción de Doña Paz fue distinta. Sin mover un músculo del rostro ni soltar su tercera tostada, agarró un cuchillo de la mesa, lo hizo girar en su mano y lo empuñó hacia abajo para apuñalar en el cuello al animal.
  —¡No! —grité.
  La punta del cuchillo se detuvo en seco a medio centímetro de la piel rosada. Ajeno a su suerte, el lechón se alejó, seguramente en busca de su afectuosa dueña. No me hacía ninguna gracia tener allí al cerdo. Por muy mono e inocente que fuese, me recordaba a la debacle del matadero. Pero mi abuela le tenía mucho cariño y no quería tener que inventarme otra mentira para explicar su ausencia. 
  Después del desayuno, mientras recogía los platos (Doña Paz no movió un dedo, cosa que no me sorprendió del todo), una nueva sorpresa puso mi corazón de nuevo a mil por hora. Alguien golpeó la puerta principal. Caí en la cuenta de que la noche anterior, con las prisas, dejé abierta la verja de la parcela, pero no había escuchad el motor de vehículo alguno. Quienquiera que fuese había llegado a pie. 
  Mi jefa y yo nos miramos, en silencio. Ella no se alteró, y cuando los golpes se repitieron, esta vez más fuertes, se levantó y se ajustó el cinturón de la bata. 
  —Ve a abrir —ordenó.
  —¿Que abra? ¿Pero quién coño es?
  —Es tu casa, Carlos. Te corresponde abrir la puerta. Además, si es alguien del pueblo, cosa probable, preferiría que no me viese desayunando en bata en casa de mi chófer. No hace falta añadir más habladurías a las que ya suscitarán la desaparición de mi marido y de los Montillo.
  Tenía razón. Cogí el cuchillo que usaba mi abuela para cortar las cebollas y me lo escondí a la espalda, sujeto por el elástico del chándal. Sentir la fría hoja de metal contra mi nalga me dio algo de valor, así que fui hasta el recibidor. Paz vigilaba desde la puerta de la cocina y sin duda intervendría si la visita resultaba peligrosa. Abrí la puerta.
  Miré hacia arriba. Hacia el rostro de un hombre alto y fornido, vestido con un sucio traje de pana y camisa de franela, a pesar del calor. Tenía un moratón en la mejilla y una brecha en la frente con una costra de sangre seca.
  —Bu-buenos días. ¿Co-cómo está Doña Fe-Fe-Felisa? —dijo Monchito.



CONTINUARÁ...



2 comentarios:

  1. Es el primero de tus relatos que leo desde tu foro.
    Este me sorprendió mucho y aunque no hubo mucho sexo con los anteriores me tenías con mucho suspenso.
    Te felicito

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  2. Está la historia muy interesante, ahora no te demores con el siguiente capítulo. Dale caña

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