09 mayo 2022

EL TÓNICO FAMILIAR. (15)


  Me levanté de la silla, la agarré por la cintura y le di una buena ración de lengua cruda, con cuidado de no despeinarla o arrugarle el pulcro vestido. Me moría de ganas de pasear con ella por el centro comercial, notando como sus curvas atraían las miradas y sabiendo que era el único que iba a disfrutar esa noche del suculento gordibuenismo que no podía ocultar su casi puritana vestimenta. Con ella y con mi madre, claro. Entonces caí en la cuenta de que mi abuela aún no sabía que su nuera iba a acompañarnos, y mi morboso cerebro quiso subir la apuesta que suponía salir con las dos al mismo tiempo. 
  —Tengo una idea —dije, con una sonrisa pícara.
  —Ay, miedo me dan tu ideas... 
  —Quítate las bragas —le ordené, magreando una de sus nalgas.
  —Cielo, ahora no... Tenemos que ir a hacer la compra, que no hay de nada —se lamentó, aunque apretó su cuerpo contra el mío.
  —Nos vamos ahora mismo, pero quiero tus bragas. Dámelas —insistí.
  —¿Quieres que vaya por ahí sin ropa interior? ¿Pero qué disparate es ese? —preguntó, mirándome sorprendida por encima de sus gafas.
  —Vamos... Es solo un juego. Las llevaré en el bolsillo y te las devolveré después.
  —Pues vaya gracia, hacerme salir sin bragas. Y además ya sabes que fuera de casa te tienes que comportar. Nada de hacer el tonto en la calle o en las tiendas, ¿eh? Por favor te lo pido, Carlitos.
  —Tranquila, no voy a hacer nada raro, y nadie sabrá que vas en plan comando, solo lo sabré yo —afirmé, besándole el lóbulo de la oreja para ablandarla.
  —No sé... Nunca he hecho ese tipo de cosas... Me da reparo, hijo...
  —No pasa nada. Venga... Por favor. Con ese vestido que llevas nadie se va a dar cuenta. Porfa...
  —Ains... Si es que... Siempre te sales con las tuya, ¿eh? 
  Se apartó de mí y se levantó el vestido hasta la cintura, mostrando sus piernazas en todo su esplendor, se bajó las bragas y me las entregó, con una mueca entre la curiosidad morbosa y la desconfianza. No se fiaba de mí, y temía que pudiese hacer algo sospechoso donde pudiese vernos algún conocido, pero al igual que a mi madre, le pudieron las ganas de salir de la rutina y probar nuevas experiencias. 
  Eran unas sencillas bragas blancas, sin más adorno que una franja de encaje en la cintura. Las doblé y me las metí en el bolsillo posterior izquierdo de mis tejanos, sonriendo orgulloso por la sensación de haber hecho que una mujer como aquella acatase mi voluntad y accediese a participar en mis juegos. Ella se alisó el vestido y se miró las caderas, preocupada por que se notase, aunque la tela no transparentaba en absoluto.
  —Descuida. No se nota —la tranquilicé.
  —Qué locura... De verdad que no entiendo este jueguecito.
  —Con que lo entienda yo es suficiente.
  —Oye, no me trates como si fuese boba, ¿eh?
  Le respondí besándola de nuevo y dándole una palmada en el culo mientras le señalaba la puerta con un movimiento de cabeza. Ella sonrió y resopló, siguiéndome la corriente y un poco excitada por la situación. Ya me había dado cuenta en varias ocasiones de que le gustaba que la tratase con firmeza, ejerciendo de hombre de la casa y macho dominante. Tal vez era hora de averiguar si realmente tenía poder sobre ella o si me consentía como a un niño caprichoso, dejándome ser el jefe no solo para contentarme sino también para su propio placer.
  Una vez en el coche, se sentó con las rodillas muy juntas y la espalda recta, mirando al frente como una alumna aplicada en el colegio. El rubor de sus mejillas era más intenso de lo normal, aunque podía achacarse a la temperatura veraniega. Yo la miraba de reojo, pasándolo en grande cada vez que un bache del camino hacía rebotar las enormes mamellas que no hubiese podido disimular ni con una armadura medieval. Ella suspiraba de vez en cuando, mirando la carretera y estirando los bajos del vestido sobre sus rodillas, como si temiese que algo pudiese trepar por sus piernas e introducirse en su desprotegido coño.
  —Abuela, relájate un poco o todo el mundo va a darse cuenta de lo cachonda que estás —dije, burlón.
  —¿Qué... qué dices? Yo no estoy... eso —replicó, indignada. 
  Me hizo gracia que aún le costase decir palabras que ella consideraba obscenas. En la intimidad conseguía a veces que dijese guarradas, pero solo cuando estaba tan caliente que hacía lo que fuese por sentirme dentro de su cuerpo. Me reí y ella resopló, pero la leve curva ascendente en la comisura de sus labios la traicionaban. Estaba claro que mi madura compañera también iba a disfrutar con el juego, siempre y cuando no me pasase de la raya en público.