09 mayo 2022

EL TÓNICO FAMILIAR. (15)


  Me levanté de la silla, la agarré por la cintura y le di una buena ración de lengua cruda, con cuidado de no despeinarla o arrugarle el pulcro vestido. Me moría de ganas de pasear con ella por el centro comercial, notando como sus curvas atraían las miradas y sabiendo que era el único que iba a disfrutar esa noche del suculento gordibuenismo que no podía ocultar su casi puritana vestimenta. Con ella y con mi madre, claro. Entonces caí en la cuenta de que mi abuela aún no sabía que su nuera iba a acompañarnos, y mi morboso cerebro quiso subir la apuesta que suponía salir con las dos al mismo tiempo. 
  —Tengo una idea —dije, con una sonrisa pícara.
  —Ay, miedo me dan tu ideas... 
  —Quítate las bragas —le ordené, magreando una de sus nalgas.
  —Cielo, ahora no... Tenemos que ir a hacer la compra, que no hay de nada —se lamentó, aunque apretó su cuerpo contra el mío.
  —Nos vamos ahora mismo, pero quiero tus bragas. Dámelas —insistí.
  —¿Quieres que vaya por ahí sin ropa interior? ¿Pero qué disparate es ese? —preguntó, mirándome sorprendida por encima de sus gafas.
  —Vamos... Es solo un juego. Las llevaré en el bolsillo y te las devolveré después.
  —Pues vaya gracia, hacerme salir sin bragas. Y además ya sabes que fuera de casa te tienes que comportar. Nada de hacer el tonto en la calle o en las tiendas, ¿eh? Por favor te lo pido, Carlitos.
  —Tranquila, no voy a hacer nada raro, y nadie sabrá que vas en plan comando, solo lo sabré yo —afirmé, besándole el lóbulo de la oreja para ablandarla.
  —No sé... Nunca he hecho ese tipo de cosas... Me da reparo, hijo...
  —No pasa nada. Venga... Por favor. Con ese vestido que llevas nadie se va a dar cuenta. Porfa...
  —Ains... Si es que... Siempre te sales con las tuya, ¿eh? 
  Se apartó de mí y se levantó el vestido hasta la cintura, mostrando sus piernazas en todo su esplendor, se bajó las bragas y me las entregó, con una mueca entre la curiosidad morbosa y la desconfianza. No se fiaba de mí, y temía que pudiese hacer algo sospechoso donde pudiese vernos algún conocido, pero al igual que a mi madre, le pudieron las ganas de salir de la rutina y probar nuevas experiencias. 
  Eran unas sencillas bragas blancas, sin más adorno que una franja de encaje en la cintura. Las doblé y me las metí en el bolsillo posterior izquierdo de mis tejanos, sonriendo orgulloso por la sensación de haber hecho que una mujer como aquella acatase mi voluntad y accediese a participar en mis juegos. Ella se alisó el vestido y se miró las caderas, preocupada por que se notase, aunque la tela no transparentaba en absoluto.
  —Descuida. No se nota —la tranquilicé.
  —Qué locura... De verdad que no entiendo este jueguecito.
  —Con que lo entienda yo es suficiente.
  —Oye, no me trates como si fuese boba, ¿eh?
  Le respondí besándola de nuevo y dándole una palmada en el culo mientras le señalaba la puerta con un movimiento de cabeza. Ella sonrió y resopló, siguiéndome la corriente y un poco excitada por la situación. Ya me había dado cuenta en varias ocasiones de que le gustaba que la tratase con firmeza, ejerciendo de hombre de la casa y macho dominante. Tal vez era hora de averiguar si realmente tenía poder sobre ella o si me consentía como a un niño caprichoso, dejándome ser el jefe no solo para contentarme sino también para su propio placer.
  Una vez en el coche, se sentó con las rodillas muy juntas y la espalda recta, mirando al frente como una alumna aplicada en el colegio. El rubor de sus mejillas era más intenso de lo normal, aunque podía achacarse a la temperatura veraniega. Yo la miraba de reojo, pasándolo en grande cada vez que un bache del camino hacía rebotar las enormes mamellas que no hubiese podido disimular ni con una armadura medieval. Ella suspiraba de vez en cuando, mirando la carretera y estirando los bajos del vestido sobre sus rodillas, como si temiese que algo pudiese trepar por sus piernas e introducirse en su desprotegido coño.
  —Abuela, relájate un poco o todo el mundo va a darse cuenta de lo cachonda que estás —dije, burlón.
  —¿Qué... qué dices? Yo no estoy... eso —replicó, indignada. 
  Me hizo gracia que aún le costase decir palabras que ella consideraba obscenas. En la intimidad conseguía a veces que dijese guarradas, pero solo cuando estaba tan caliente que hacía lo que fuese por sentirme dentro de su cuerpo. Me reí y ella resopló, pero la leve curva ascendente en la comisura de sus labios la traicionaban. Estaba claro que mi madura compañera también iba a disfrutar con el juego, siempre y cuando no me pasase de la raya en público.
  Cuando salimos a carretera, dejando atrás las parcelas de los vecinos, alargué el brazo para acariciarle el muslo. Iniciamos un divertido duelo de caricias, tirones y manotazos, en el que yo intentaba meterle mano y ella evitarlo.
  —¡Carlitos! Estate quieto y mira la carretera que vamos a tener un accidente, haz el favor.
  —Deja que te lo toque —dije, sin detener el infructuoso asalto a sus apretados muslos.
  —De eso nada. O te comportas o se acaba el jueguecito y me devuelves mis bragas.
  —Vamos... solo un poco. Aquí no nos puede ver nadie —insistí, inasequible al desaliento.
  —Eso da igual. No quiero... No quiero que me toques ahora, y no hay más que hablar.
  —¿Por qué no? ¿Eh? Dímelo.
  —Pues porque... Ya sabes lo que pasa cuando me tocas... ahí. No quiero que se me manche el vestido —dijo, avergonzada.
  —¿Qué es lo que pasa cuando te toco? 
  —¡Ay, Carlitos! ¡Ya vale! —exclamó, dándome un sonoro golpe en la mano que intentaba colarse bajo su falda. No me había llamado “Carlos”, así que no estaba tan enfadada como pretendía aparentar.
  Decidí no arriesgarme a que se enfadase de verdad, o a que realmente se excitase tanto que me hiciera volver a casa para cambiarse el vestido. Incluso sin los efectos del tónico, era increíble lo mucho que lubricaba teniendo en cuenta su edad. Al imaginar mi mano empapada por sus fluidos mi erección cobró tal dureza que tuve que acomodarme el manubrio en la pernera del pantalón, donde se marcaba de forma tan llamativa que mi abuela no pudo evitar mirarlo y suspirar con resignación. 
  —Oye, si en el centro comercial no encuentras nada que te guste podemos ir a otro sitio —dije, cambiando de tema para que se relajase.
  —No hace falta, cariño. Ya sabes que yo para la ropa soy muy sencilla. 
  —Demasiado. Deberías sacarle más partido a ese cuerpazo que tienes.
  —Anda, anda... Deja las zalamerías, que ya has conseguido quitarme las bragas y hasta que volvamos a casa y estemos solos no vas a conseguir nada más, ¿estamos?
  —A ver, no digo que vayas en plan putón, pero no te vas a morir por enseñar un poco de canalillo, ¿no?
  —Ay, pero que fijación tienes con mis pechos, hijo. Pareces un ternerito.
  —¡Ja ja! No me jodas, si diesen leche podrías alimentar a toda la provincia.
  —¡Pero bueno! ¡Ja ja!
  Bromeando y charlando de esto y de lo otro llegamos a la ciudad. No me detuve en las afueras, sino que conduje hasta mi barrio. Aunque mi abuela no iba a la capital muy a menudo, reconoció las calles y me miró, extrañada.
  —¿Vamos a tu casa, cielo? ¿Tienes que recoger algo? —preguntó.
  —Sí, a mi madre.
  —¿Cómo que a tu madre?
  —Hablé ayer con ella y se viene de tiendas con nosotros —expliqué, mientras aparcaba frente al portal—. Pensé que te parecería bien.
  —Pues claro que me parece bien. Pero... —dijo. Apretó más las rodillas y se puso el bolso sobre el regazo—. Dame mis bragas ahora mismo.
  —De eso nada.
  —Carlitos, por el amor de Dios. No voy a ir por ahí con tu madre y sin bragas... ¿Qué va a pensar si se da cuenta?
  —No se va a dar cuenta. A no ser que meta la cabeza debajo de tu falda, y hasta donde yo se a mi madre no le gustan los coños.
  —¡Carlos! Haz el favor, ¿eh? Se acabaron los juegos.
  Creo que comenzaba a enfadarse de verdad, pero no le di tiempo a que continuase quejándose. Me bajé del Land-Rover, con sus bragas en el bolsillo, dejándola sofocada y cariacontecida. Entré en el portal y subí las escaleras a toda prisa, pensando en la segunda parte de mi plan. No iba a ser nada fácil, pero merecía la pena intentarlo. Abrí la puerta del hogar familiar muy despacio, haciendo el menor ruido posible, y me deslicé dentro como un vulgar ratero.
  Mamá no estaba en la cocina ni en el salón. Caminé de puntillas por el pasillo y me asomé al dormitorio conyugal. Mi padre estaba tumbado en la cama, sin más vestimenta que unos calzoncillos blancos, luciendo su fornido y peludo cuerpo. Debía de haber hecho el turno de noche, ya que estaba profundamente dormido y roncaba cual león marino. Continué hacia el cuarto de baño, cuya puerta estaba entreabierta.
  Frente al espejo, mi madre daba los últimos retoques a su habitual peinado, colocando con expresión concentrada y algo coqueta el flequillo rubio de forma que no le cayese sobre el ojo. Ya estaba vestida, como si hubiese adivinado mi hora de llegada. O tal vez estaba tan impaciente por salir de casa, y por verme, que se había preparado mucho antes. Llevaba una falda tejana no muy corta, pues solo dejaba al aire sus rodillas y unos pocos centímetros de muslo, combinada con una camisa de manga corta blanca. Curiosamente, su vestimenta era una versión femenina de la mía, salvo que yo calzaba deportivas y ella un par de esas sandalias con suela de corcho que se elevan en el talón, provocando casi el mismo efecto que si llevara tacones altos.
  No quise sobresaltarla tan cerca de mi padre durmiente y arriesgarme a despertarlo, así que regresé a la cocina y la esperé allí. En pocos minutos escuché un clop-clop en el pasillo y me escondí en un hueco que había entre la nevera y la encimera, un lugar que de niño usaba a menudo para gastarle bromas o esconderme cuando hacía una travesura. Se acercó al fregadero, quedando al alcance de mis brazos, y mis brazos la agarraron, arrastrándola conmigo al estrecho habitáculo mientras le tapaba la boca para ahogar su grito de sorpresa.
  Al contrario que a mi alta y robusta abuela, a ella podía manejarla a mi antojo, no sin esfuerzo, eso sí. Incluso con los tacones era un poco más alto que ella y la vida campestre me había fortalecido más de lo aparente. La sujeté contra mi cuerpo, asegurándome de que el bulto de mi entrepierna rozaba sus nalgas, y cuando me reconoció el miedo fue sustituido por un cabreo monumental. Me empujó contra el lateral de la nevera e intentó darme una bofetada, pero le agarré las muñecas y la inmovilicé de nuevo, sujetándole las manos en la espalda. Se revolvió como una fiera y estoy seguro que de no haber sido su hijo me habría pegado un rodillazo en los huevos. Yo sonreía, disfrutando de mi superioridad física y enfadándola aún más. 
   —¿Estás tonto o qué coño te pasa? —siseó, sin dejar de forcejear—. Casi me matas del susto, joder.
  —Tranquila, mami —dije. Intenté besarla y apartó la cara en cuanto mis labios rozaron los suyos.
  —¿Qué haces? Tu padre está en casa, imbécil.
  —Se le escucha roncar desde aquí. No creo que se despierte si me das un besito, ¿no?
  —Carlos, te estás pasando. Suéltame de una puta vez.
  Le solté las muñecas y la agarré por la cintura, empujándola contra la encimera. Volvió a resistirse hasta que se rindió a la evidencia de que también estaba ansiosa por besarme de nuevo. Nuestras lenguas al fin se encontraron y se relajó poco a poco, siempre con un ojo puesto en la puerta de la cocina. Estábamos dándonos el filete con mi padre en casa, y creí intuir que debajo del miedo a ser descubierta a ella también la excitaba nuestra nueva transgresión. No llevaba sujetador y cuando noté sus pezones duros contra mi pecho los acaricié por encima de la tela mientras apretaba el paquete contra su ingle. Cuando mi mano comenzó a subir por su muslo tiró de la falda hacia abajo y me apartó, sin la agresividad de antes. Respiraba con fuerza y sus ojos color miel brillaban.
  —Ya vale... Por favor, Carlos... Esto no puede ser —dijo, limpiándose un poco de saliva de la comisura de los labios—. ¿Dónde está tu abuela?
  —Abajo, en el coche.
  —¿La has dejado sola abajo? —preguntó. Se alisó la ropa y se pasó los dedos por el flequillo.
  —Tranquila, no creo que la secuestren.
  —Muy gracioso. Anda, vámonos. Y nada de tonterías en la calle, ¿eh? Haz el favor de comportarte o te juro que...
  —Descuida, seré bueno.
  —Más te vale.
  Suspiró, me dejó darle un rápido beso en los labios e hizo amago de salir de nuestro escondite. La sujeté por el brazo, obligándola a permanecer en el sitio, y me miró con una mueca de fastidio. Desde luego no iba a ser tan fácil con ella como con su suegra, pero tenía que intentarlo.
  —¿Qué quieres ahora? Mira que eres pesado, hijo —se quejó. Se puso las manos en las caderas y  dio golpecitos en el suelo con un pie, su habitual gesto de impaciencia.
  —Solo una cosa, y te juro que me comporto.
  —A ver... ¿Qué quieres? —preguntó, echando un vistazo desconfiado al bulto de mi entrepierna.
  —Dame tus bragas.
  Dejó de golpear el suelo con el pie y cruzó los brazos sobre el pecho, enarcando una ceja y convirtiendo su sonrisa asimétrica en una línea de puro sarcasmo mezclado con incredulidad. No me mandó a la mierda al instante, lo cual era buena señal. 
  —¿Que te de mis bragas? —dijo, bajando la voz aún más, pues llevábamos un buen rato hablando casi en susurros.
  —Dámelas, y cuando volvamos te las devuelvo.
  —No me digas que ahora también te van esos jueguecitos. Ains... ¿De donde has sacado la idea, de alguna de tus revistas guarras o de las películas que esconde tu padre en el armario?
  —Ha sido idea mía. Vamos, mami... Hace mucho que no jugamos a nada tu y yo —dije, poniéndole ojitos, cosa que no funcionaba desde que tenía seis años.
  —Hay que joderse... Lo dices como si quisieras jugar al parchís.
  Le acaricié el brazo, observando la expresión entre pensativa y suspicaz en su bonito rostro. Comportarme como un niño malcriado no iba a resultar, así que cambié de estrategia. Desafiarla había funcionado en otras ocasiones, por ejemplo la noche en que me masturbó por primera vez y casi acabamos follando.
  —¿Es que no te atreves? Seguro que hasta la abuela, con lo santurrona que es, ha ido alguna vez en plan comando —dije, regodeándome en el morbo y bordeando peligrosamente el límite de mis secretos.
  —No intentes picarme, listillo. Y no hables así de tu abuela. 
  —¿Te da miedo que se de cuenta y piense mal de ti? —continué pinchándola.
  —Con esta falda no se nota si llevo o no llevo bragas. Para darse cuenta tendría que meter la cabeza, y hasta donde yo se no le gustan los coños —dijo, repitiendo casi mis palabras. Otra prueba de que, en el fondo, nos parecíamos mucho.
  —Oye, no hables así de tu suegra —me burlé.
  —Idiota...
  Me acerqué más a ella, rozándole el cuello con mi prominente nariz y acariciando su piel bronceada con mi aliento. Mis dedos apretaron las redondeadas nalgas de gimnasta veterana y volví a pellizcarle un pezón por encima de la camisa. Suspiró y volvió a golpear un par de veces el suelo con la punta de su pequeño pie.
  —Deja de sobarme, joder, que me estás arrugando la ropa.
  —Vamos... Dame tus braguitas, porfa... Para una vez que te pido algo... —susurré, muy cerca de su oreja. Por cierto, llevaba unos pendientes que consistían en un pequeño aro del que colgaba un delfín plateado. Eran los noventa, así que no juzguéis con dureza su estilismo.
  —¿Para una vez que me pides algo? Pero qué jeta tienes, hijo —replicó.
  Tras pensárselo durante casi un largo minuto, resopló y se apartó de mí. Pensé que iba a marcharse sin acceder a mis ruegos, pero se movió hasta el fondo del escondite, después de mirar hacia la puerta de la cocina, y de la misma forma que mi abuela se subió la falda y se bajó las bragas hasta los tobillos con un rápido movimiento. Me las entregó con el ceño fruncido y esa sonrisa irónica que le daba tanta personalidad a su rostro. ¿Cómo evitar enamorarse de ella, a pesar de tenerlo todo en contra? 
  Había acertado al llamarlas “braguitas”, ya que eran mucho más pequeñas que la de su suegra, sin llegar a ser un tanga. Eran de color morado y el suave tejido del que estaban hechas transparentaba en varias zonas, adornadas con intrincados motivos florales. Las doblé con cuidado y las acaricié con los pulgares, pensando qué diría mi madre si me las llevaba a la nariz y aspiraba su aroma. No tuve tiempo de comprobarlo, pues la propietaria de la prenda se impacientó.
  —¿Quieres guardarlas de una puta vez? Aún no hemos salido y ya me estoy arrepintiendo.
  —Vale, vale... Tranquila —dije, mientras las metía en el bolsillo posterior derecho de mis pantalones.
  —Cuidadito con lo que haces. Nada de intentar tocarme o decir alguna tontería delante de tu abuela. Y si te digo que me las devuelvas me las devuelves, ¿entendido?
  —Descuida.
  —Compórtate o tu y yo vamos a tener que hablar en serio.
  —Tenemos que hablar en serio, de todas formas —dije, con más seriedad de la que pretendía. Me arrepentí al instante de mis palabras, ya que aún no estaba seguro de si sería capaz de confesarle lo que realmente sentía por ella.
  —¿Hablar de qué? —preguntó, extrañada por mi repentino cambio de tono.
  —Nada... Da igual.
  —Vámonos, venga. Que tenemos a tu abuela esperando abajo.
  Cogió su bolso verde lima y salimos del piso, dejando a mi padre roncando e ignorando que su hijo llevaba en los bolsillos las bragas de su madre y de su mujer, que ambas participaban esa mañana sin saberlo en un perverso triángulo pensado solamente para que yo comprobase hasta que punto estaban dispuestas a complacerme. Me dije que si alguna vez mi viejo llegaba a enterarse de lo que ocurría le daría un infarto antes de poder matarme.
  De nuevo en la calle, caminamos hacia el coche y comprobé que mi abuela estaba más tranquila. El rubor de las redondeadas mejillas había descendido a niveles normales y su dulce sonrisa no dejaba traslucir nada fuera de lo habitual. Abrió la puerta, se bajó del vehículo y se inclinó hacia adelante para que su menuda nuera pudiese besarla en la cara.
  —Buenos días, Feli —dijo mi madre, acariciando de manera amistosa el brazo de la alta pelirroja.
  —Buen día, bonita... ¿Te puedes creer que el sinvergüenza de tu hijo no me ha dicho que venías con nosotros? —exclamó Feli, con exagerada indignación, aunque ya la conocía lo suficiente como para saber que en el fondo estaba molesta conmigo.
  —Sí, está muy bromista últimamente. No le hagas mucho caso —dijo mi madre, taladrándome con los ojos entrecerrados y una malévola sonrisa de advertencia.
  Yo puse mi mejor cara de no haber roto nunca un plato, lo cual no era fácil debido a mis facciones de bandolero chanchullero, y me limité a mirarlas en silencio. Al verlas una junto a la otra, tan diferentes y compartiendo un mismo secreto sin saberlo, solo podía pensar en que ambas habían accedido con más facilidad de la esperada a que sus bragas estuviesen en mis bolsillos. No me costaba imaginar, pues los conocía al detalle, los dos bizcochos a los que había despojado de su envoltorio. Bajo el recatado vestido azul, un carnoso manjar sazonado con suave vello pelirrojo. Bajo la falda tejana, enmarcado por la pálida marca del bronceado, el mágico portal que me había traído al mundo y en cuyo vestíbulo había aprendido los fundamentos del sexo oral.
  Volví a la realidad cuando pasaron junto a mí, rodearon el Land-Rover y esperaron a que les abriese la puerta trasera. Estaban tan juntas que casi parecían ir de la mano, y me miraban con expresión impaciente. Sin duda cada una de ellas creía saber en lo que estaba pensando, y acertaban pero solo a medias. 
  —¿Vais a ir las dos atrás? —pregunté mientras abría la puerta doble del compartimento trasero—. Ni que fuese vuestro chófer.
  —Qué pena que no te hayas traído la gorrita —bromeó mi madre.
  —Ay, pobre... Yo me subo delante contigo, cielo —dijo mi abuela, aunque le hizo gracia la broma.
  —Déjalo, Feli, que tiene mucho cuento. Siéntate aquí conmigo.
  Por supuesto Feli obedeció sin rechistar. No importaba que hubiese conseguido arrastrarla a un jueguecito impúdico o que accediese a todos mis deseos en la cama: para mi abuela la autoridad de mi madre estaba muy por encima de la mía, y mientras estuviésemos los tres juntos sería ella quien mandase. Cuando llegásemos a nuestro destino tendría que aplicar la famosa máxima del “divide y vencerás” e ingeniármelas para separarlas un rato, o esa mañana no conseguiría nada más que un tremendo calentón y unas bragas en cada bolsillo.
  Se sentaron frente a frente en los pequeños sofás que eran los asientos traseros del Land-Rover. Mi abuela con las rodillas muy juntas y la espalda recta, con el bolso en el regazo. Mi madre, en apariencia más cómoda con su desembragada condición, se arrellanó sin miedo y cruzó las piernas rápidamente, dejando a la vista buena parte de su muslo. Les eché un discreto vistazo antes de cerrar las puertas y volví al asiento del conductor. 
  De camino al centro comercial charlaron como de costumbre, con la confianza de dos buenas amigas, y yo las escuchaba con atención. Por el espejo retrovisor solo podía ver los perfiles de sus rostros, desdibujados por la difusa iluminación del habitáculo.
  —Así que mañana a cenar con la alcaldesa, ¿eh? —dijo mamá, en un tono medio irónico. Con su suegra siempre procuraba no ser demasiado sarcástica.
  —Ya ves, hija. Lo que son las cosas... Tantos años que la conozco y ahora le da por invitarme a su casa. Cosas de gente rica, digo yo.
  —¿Y qué te vas a comprar? 
  —Pues eso le decía antes a Carlitos, que algo sencillo. Ya sabes cómo soy para la ropa.
  —Date un capricho, mujer. Para una vez que alternas con la alta sociedad...
  —Ay, calla... Que tengo unos nervios. Dice Carlitos que aquello es un palacio.
  —Bah, tu tranquila. No será para tanto. 
  —¡Ya te digo que es para tanto! —intervine yo, girando un poco la cabeza. 
  —Tu calla y no la pongas más nerviosa, idiota —me regañó mi madre.
  —Vale, vale... —Seguí conduciendo en silencio.
  —Dicen que en Torera hay unos vestidos muy monos este año. Podemos empezar por ahí. —Torera era una famosa franquicia de ropa femenina, como Mango o Breska (creo que se escribe así).
  —¿Pero eso no es para gente joven? —dijo mi abuela, sorprendida por la idea de su nuera.
  —Pues como nosotras, ¿no? ¡Ja ja!
  —¡Ja ja ja! Ay, hija...
  Me uní a las risas a pesar de que me ignoraban deliberadamente, tal vez como venganza por haberlas convencido para salir sin braguitas o tal vez porque eran dos mujeres hablando de cosas de mujeres y no me necesitaban para nada. Continuaron charlando de trapos y tuve que contenerme para no hacer alguna broma sobre ropa interior. Mi madre habría reaccionado con un comentario ingenioso y mordaz pero a mi pobre abuela le podría haber dado un patatús. 
  Llegamos al enorme templo del consumismo que era aquel centro comercial en las afueras y busqué un aparcamiento cerca de una de las puertas que comunicaban el parking subterráneo con las avenidas artificiales de escaparates, plantas de plástico y neón. No me resultó difícil pues era lunes por la mañana y el lugar no estaba muy concurrido. Jubilados paseando, amas de casa con vehículo propio y algún grupo de adolescentes haciendo novillos constituían la escasa fauna que nos cruzamos. 
  Mis acompañantes caminaban despacio y cogidas del brazo, un gesto de cariño y complicidad muy habitual en ellas, hablando sin parar y deteniéndose ante los numerosos escaparates. Yo remoloneaba cerca de la pareja, fingiendo esa actitud entre aburrida y condescendiente que adoptan muchos hombres cuando una mujer les obliga a ir de tiendas. De vez en cuando, intentaba cruzar la mirada con una de ellas sin que la otra lo notase, y cuando lo conseguía podía comprobar lo diferentes que eran. En los ojos de ambas había un matiz de advertencia y amenaza, un sutil “no hagas o digas ninguna estupidez”, pero mientras que en los verdes de mi abuela se mezclaba con la timidez y la incertidumbre de esa nueva experiencia, en los marrones de mi madre había confianza en sí misma y un leve destello de lujuria contenida.
  En nuestro deambular consumista me llevé una sorpresa. Mientras ellas comentaban el escaparate de una zapatería como dos críticas de arte en un museo, a unos metros divisé una silueta que me resultó familiar frente a una tienda de deportes. Era una chica algo más joven que yo, delgada y con el pelo negro recogido en una coleta. Me acerqué despacio, girando a su alrededor para conseguir verle la cara, y pronto descubrí las casi perfectas facciones de Victoria, la doncella. Al verme dio un gracioso respingo y sus grandes ojos grises se abrieron de par en par.
  —¿Victoria? —saludé, fingiendo que me costaba reconocerla—. ¿Qué tal?
  —Eh... Hola, Carlos —respondió. Sonrió con timidez y sus largas pestañas aletearon un par de veces.
  Obviamente no llevaba el uniforme de sirvienta, sino unos tejanos ajustados a sus bien formadas piernas y una camiseta que evidenciaba la casi total ausencia de volumen mamario, un rasgo que compartía con mi madre y que quizá por eso me resultaba atractivo, sin entrar en conflicto con mi pasión por las tetas grandes. De su mano izquierda colgaba un casco de moto rojo, lo cual me proporcionaría tema de conversación si me quedaba en blanco.
  —¿No trabajas hoy? —pregunté.
  —No... Trabajé todo el fin de semana y hoy me han dado descanso. ¿Y tú?
  —Tengo unas horas libres mientras la jefa está en el club dándole a la espada. ¿Sabías que es experta en esgrima?
  —Sí, claro. He limpiado sus trofeos más de una vez. Tiene muchos —dijo Victoria, confirmando los alardes de Doña Paz.
  Pensaba que fuera de la mansión estaría más relajada, pero se la veía inquieta y algo tensa, como si su malhumorada gobernanta pudiese llegar en cualquier momento y abroncarla por hablar conmigo. Evitaba mirarme a los ojos y desvió los suyos hacia el escaparate donde mis acompañantes continuaban debatiendo sobre calzado, sin privarse de echarnos alguna mirada mal disimulada.
  —Son mi madre y mi abuela —expliqué—. Las he traído a hacer unas compras.
  —Ah... Qué guapas son —dijo la criada.
  —Ya te digo —dije yo, quizá con más orgullo del apropiado. Me aclaré la garganta y me apresuré a cambiar de tema—. ¿Y ese casco? ¿Tienes moto?
  Victoria miró el casco como si lo viese por primera vez y miró hacia el extremo del pasaje comercial, de forma que su coleta se agitó y parte de ella quedó sobre su hombro. Estaba nerviosa y reconozco que yo también. Aunque estuviese absurdamente enamorado de ya sabéis quien, hablar con una chica tan guapa resucitaba mi inseguridad de tiempos pasados, aquellos en los que no me comía una rosca y tirarle la caña a alguien como Victoria terminaba siempre en fracaso.
  —Eh... No. Me ha traído mi hermano —respondió—. Le estoy esperando. Ha ido a saludar a un amigo que trabaja aquí.
  Recordaba vagamente a su hermano mellizo, con quien me había cruzado medio segundo en los pasillos de la mansión. Que anduviese cerca quizá era el motivo de la actitud de su hermana, y lo entendía. Si yo tuviese una hermanita tan apetecible tampoco me gustaría que se le acercase alguien como yo. Con tanto familiar alrededor el encuentro no iba a dar mucho más de sí, por lo que me dispuse a dejarla en paz, no sin antes refrescarle la memoria.
  —¿Has pensado en lo que te dije?
  —¿El qué me dijiste? —preguntó, volviendo la cara y fingiendo interés en la ropa deportiva del escaparate.
  —Lo de quedar un día de estos.
  —Ah... No... No sé —tartamudeó, incómoda.
  —Si no quieres no pasa nada.
  —No es que no quiera... Es que... —dijo, mirando esta vez al suelo. 
  Su actitud comenzó a incomodarme a mí también, y sospeché que detrás había algo más que simple timidez o falta de carácter para rechazarme de forma tajante. Pero no era el momento ni el lugar para indagar sobre el tema.
  —Bueno, piénsalo, ¿eh? Ya nos veremos en el curro —me despedí.
  —Eh... Si, ya nos veremos. Hasta luego.
  La dejé allí, procurando ocultar mi decepción, y regresé con mis acompañantes, quienes se habían alejado un poco hacia el siguiente escaparate, esta vez uno abarrotado de bolsos y bisutería. Al acercarme, me miraron con burlona expectación, sobre todo mi madre, que lanzaba a Victoria breves miradas levantando un poco la barbilla, entre la curiosidad y la arrogancia. ¿Estaba celosa? Me había visto flirtear con una chica mucho más joven que ella, con un cuerpo parecido al suyo y objetivamente más guapa, aunque a mí me resultasen más atractivos sus rasgos imperfectos. La actitud de su suegra era la normal en una abuela que ha visto a su nieto rondando a una moza, sin una pizca de reproche o disgusto, cosa que me molestó un poco. 
  —Vaya, vaya... ¿Y esa monada? —dijo mi madre.
  —Nadie... Bueno... Una de las criadas de Doña Paz. La conozco del trabajo —expliqué, más nervioso de lo que me hubiera gustado bajo el escrutinio de las dos mujeres.
  —Pues es guapísima. ¿Le has pedido salir?
  —Joder, mamá... Vamos a dejar el tema, ¿vale? —respondí, notando cada vez más calor en las mejillas.
  —Ya le he dicho yo que se tiene que echar novia —intervino mi abuela, quien se estaba divirtiendo con la situación.
  “Sí, me lo dijiste después de que me corriese en tu cara”, pensé. Se suponía que esa mañana era yo quien tenía que dominar la situación y estaba dejando que me humillasen como a un niño, a pesar de que sus bragas seguían en mis bolsillos. Resoplé y me alejé de ellas unos pasos hacia el siguiente escaparate, donde media docena de esbeltos maniquíes también parecían burlarse desde su proverbial inexpresividad. Las dos mujeres rieron al verme enfurruñado y me siguieron, prestándole más atención a la ropa tras el cristal que a mí.
  —Ay, no te enfades, tesoro —dijo mi abuela, frotándome el brazo en un gesto carente de toda lujuria.
  No dije nada más y pronto se olvidaron del incidente, volviendo a su parloteo sobre ropa. Pasado el cabreo, me avergonzó un poco haberme comportado de forma tan inmadura, sobre todo cuando mi objetivo era demostrarles mi autoridad masculina. Tenía que recuperar el control de la situación de alguna forma, pero no podía hacer nada mientras estuviesen las dos juntas.
  Un rato después entramos en Torera, un local grande repleto de expositores, maniquíes sin rostro (más modernos que los que lo tienen) y estantes con todo tipo de prendas y complementos. La decoración era colorida y estridente, muy de los noventa, bajo una iluminación más propia de un bar de copas que de una boutique. En el hilo musical sonaban las canciones de moda en ese momento, a un volumen más alto del necesario, y las dependientas eran dos chicas de entre veinte y treinta años que nos miraron sin demasiado interés. Un chaval, una cuarentona y una señora de edad indeterminada pero obviamente mayor de cincuenta no eran el target habitual de aquel establecimiento que pretendía ser tan cool.
  Como si hubiese estado allí cientos de veces, mamá guió a su desorientada suegra a través del caótico establecimiento, dejando atrás los atuendos más juveniles. Y puede que hubiese estado allí cientos de veces, pues algunas de las prendas que vi me recordaron a otras que le había visto lucir sobre su compacto cuerpo. Hacía años que no íbamos juntos de compras y no tenía ni idea de dónde se compraba la ropa.
  —Mira que falda tan mona. Te sentaría muy bien —dijo mi abuela, levantando en el aire una falda unida a una percha metálica. Conocía lo suficiente a mi madre como para anticipar su reacción, y no me equivoqué.
  —Mmm, no se... Demasiado larga, ¿no? —dijo ella, con un punto de moderada provocación que incluyó una casi imperceptible mirada hacia mí.
  —¡Ja ja! Di que si, hija. Luce mientras puedas esas piernas tan bonitas —respondió su complaciente suegra.
  —Lo dices como si tu no pudieras. Ya quisieran muchas de veinte años estar como tú.
  —Anda, anda... Ya será menos.
  A cierta distancia pero sin perderlas de vista, escuchar como se hacían cumplidos la una a la otra me obligaba a disimular una sonrisa lasciva, ya que conocía muy bien sus cuerpos y podría haber tomado parte en la conversación como experto en la materia. Por otra parte, la fantasía imposible de que suegra y nuera tuviesen algo más que palabras apareció en mi mente como el tráiler de una película que nunca se estrenaría. En mi imaginación era mi madre quien llevaba la iniciativa, obviamente, y con cariñosa autoridad arrastraba a los misteriosos placeres lésbicos a la voluptuosa pelirroja. Tuve que meter las manos en los bolsillos delanteros de los pantalones para acomodar la erección que crecía por segundos y amenazaba con delatar mis calenturientas elucubraciones. 
  Continuaron moviéndose por la tienda y yo orbitaba a su alrededor como un satélite cachondo, cada vez más impaciente. Una de las dependientas, con la actitud desganada propia de un lunes por la mañana, pasó cerca de nosotros y me miró con desabrida curiosidad, preguntándose tal vez que hacía ese gitano de mirada febril con esas dos mujeres a las que no se parecía en nada. De nuevo nos ignoró y fue a atender a dos escandalosas chicas que seguramente estaban faltando a clase. La otra empleada estaba detrás de un pequeño mostrador, ojeando una revista y mascando chicle. Era la viva imagen de la vagancia y el desinterés laboral.
  Al fin llegaron a la zona donde colgaban los vestidos más o menos elegantes, comparados con el resto de la mercancía. Tras largos minutos de debate, risitas y ruido de perchas en movimiento, eligieron tres y fueron hacia los probadores, en un largo pasillo al fondo del local separado del resto por una cortina rosa. El corredor estaba iluminado por una difusa luz violácea y cada uno de los seis probadores tenía encima un halógeno para que las potenciales compradoras pudiesen verse en los espejos de cuerpo entero. No sabía si me estaba permitido entrar allí, pero las dependientas no me vieron y mis acompañantes no dijeron nada. Al fin y al cabo las había visto a ambas desnudas, y a ninguna de las dos se le ocurrió prohibirme la entrada para mantener las apariencias frente a la otra. 
  Los seis probadores estaban vacíos. Mi abuela entró en uno de ellos y mi madre y yo nos quedamos solos en el pasillo. Era el momento de actuar. Abrí el probador contiguo, la agarré del brazo y la arrastré dentro, cerrando la puerta antes de que tuviese tiempo de quejarse o forcejear. Dentro del cubículo de paredes blancas había un par de perchas, un pequeño banco de madera y el susodicho espejo de cuerpo entero. Espejo contra el cual inmovilicé a mi presa mientras me fulminaba con la mirada y resoplaba. Sin embargo cuando la besé su lengua respondió con la misma ansía que la mía la buscaba.
  —No hagas ruido —susurré, cerca de su oreja. El delfín plateado se balanceaba al ritmo de su agitada respiración.
  —Esta me la pagas... Sabía que no me podía fía de ti... —jadeó casi, en voz tan baja que me costó entenderla bajo la molesta música.
  —No veo que intentes escaparte —dije yo, socarrón.
  Sin soltarle el brazo bajé la otra mano hasta su muslo y mi palma ascendió por la suave piel, subiendo la falda tejana al mismo tiempo y haciendo que separase un poco las piernas. Dio un respingo y contuvo el aliento cuando mis dedos encontraron su coño y uno de ellos se introdujo en la húmeda cavidad.
   —Pero bueno, mami... ¿no te da vergüenza andar por ahí sin bragas?
   —Te aprovechas... de que no puedo... montar un número.
   En efecto, sacaba partido a la extraña y arriesgada situación en que la había puesto, en parte gracias a su escasa resistencia. Le besé el cuello y mis dedos trabajaron entre sus muslos, aumentando la humedad y frotando el sensible clítoris con menos delicadeza de la que habría empleado normalmente. Se estremeció, apretando los labios para contener un gemido, y miró hacia arriba, a el punto donde terminaba el panel de madera que separaba los probadores y que no llegaba al techo ni al suelo, como en unos lavabos públicos. 
  —Carlos, joder... Tu abuela... 
  —No pasa nada. Espera.
  Me separé de ella, dejándola con la falda subida hasta casi la cintura y las rodillas temblorosas. Me subí al banco, me puse de puntillas y me encaramé sobre la delgada pared, usando los brazos como si hiciera una dominada, un ejercicio que siempre se me había dado bien debido a mi poco peso. Conseguí asomarme al cubículo vecino y observé a su ocupante durante unos segundos. Ajena a lo que ocurría a poco más de un metro de distancia, Doña Felisa se había quitado su discreto vestido azul oscuro y lo colgaba en una percha para que no se arrugase. Desde mi ángulo tuve una vista excelente de sus pechazos, apretados dentro de un sostén blanco, de las nalgas colosales que enmarcaban las anchas caderas y del resto de su cuerpo sonrosado y salpicado de pecas en las zonas adecuadas. Gracias al espejo, pude ver también el triángulo de vello rojizo en su pubis, ya que sus bragas continuaban en mi bolsillo. Descolgó uno de los vestidos seleccionados y lo sujetó frente a ella para verlo bien. Noté que alguien daba tirones a la pernera de mi pantalón y abandoné tan placentera atalaya para regresar con mi excitada, y ahora malhumorada, madre. 
  —Está ocupada. No se entera de nada —dije, apretando de nuevo mi cuerpo contra el suyo. 
  —No espíes a tu abuela, degenerado —me regañó. Su autoridad quedó bastante reducida cuando mis dedos volvieron a su coño y la obligaron a apretar los labios.
  —Vaya... No sabía que eras tan celosa —me burlé.
  —¿Celosa... yo?
  —Reconócelo. No te ha gustado verme hablar con la chica del trabajo. Y ahora te molesta que mire a la abuela.
  —No... no digas chorradas. 
  Sin dejar de besarle el cuello y la cara, saqué los dedos empapados de su raja y me bajé la bragueta. No fue fácil sacar mi tranca totalmente erecta por la abertura, pero lo conseguí y rebotó hacia arriba, encajándose entre sus muslos de forma que el glande rozaba su sexo. Al notarlo resopló por la nariz.
  —Bueno, ahora ya sabes como me siento yo —susurré.
  —¿De qué hablas?
  —Al saber que duermes con otro todas las noches.
  —Es tu padre... y mi marido...  ¿Con quien quieres que duerma, eh?
  Me arrepentí de haber sacado ese tema en un momento tan delicado y no contesté a su pregunta, aunque la respuesta era obvia. Tenía que ser yo quien compartiese su cama y sintiese la calidez de su cuerpo cada noche. Un cuerpo que yo idolatraba mientras que el hombre que podía disfrutarlo lo ignoraba. Me agarré la verga, haciendo que la cabeza se hinchase aún más, y la froté contra el vello oscuro, buscando la entrada, guiado por el intenso calor que emanaba. 
  —Te voy a follar.
  —Carlos, joder... Ahora no... Aquí no, por favor... 
  —Lo estás deseando, no lo niegues. Estás caliente como una perra.
  —Es... culpa tuya y de tus jueguecitos...
  —Sabía que te gustaría.
  —Carlos... Para. No nos va a dar... tiempo...
  Se llevó la mano a la boca y cerró los ojos con fuerza cuando la penetré de una rápida y enérgica embestida. De nuevo tuve esa sensación de que nuestros genitales encajaban como si los hubiesen diseñado a propósito para unirse. Le quité la mano de la boca y acallé sus gemidos con un largo beso, dejando mi verga enterrada en ella tan profundamente como nos permitía la postura. Cuando me disponía a bombear una voz familiar nos dejó paralizados.
  —¡Rocío! ¿Puedes venir un segundo?
  Mi abuela pensaba que su nuera estaba en el pasillo y quería que le diese su opinión. Mi amante me apartó de un empujón, y mi polla salió de su agradable refugio tan deprisa que se balanceó en el aire, cubierta de fluidos maternos. Se bajó la falda y la alisó a toda prisa antes de salir del cubículo, mirándome con furia. Yo me encogí de hombros y sonreí. Puede que no consiguiera echar un polvo con ninguna de las dos esa mañana, pero me lo estaba pasando en grande.
  De nuevo me subí al banco y me asomé, la tranca erecta rozando la blanca pared. Mi abuela había abierto la puerta de su probador y Rocío se paró frente a ella, observando de arriba a abajo el modelito amarillo que se había puesto. Salvo por el flequillo rubio un poco descolocado y el brillo en sus ojos el aspecto de mi madre era tan normal que nadie habría podido deducir lo que acababa de ocurrir segundos antes. 
  —Un poco descocado, ¿no? —dijo su suegra, girando la cabeza para verse en el espejo.
  El vestido tenía ese tipo de escote cruzado que resaltaba el ya de por sí espectacular volumen pechuguil y dejaba a la vista un buen tramo de estrecho canalillo. Mi madre dio un paso al frente levantando las manos y por un momento pensé que iba a agarrarle las tetas a su suegra, pero en lugar de ello dio unos cuantos cuidadosos tirones a la tela amarilla aquí y allá. Volvió a apartarse para observar con ojo experto y por la forma en que se torcieron sus finos labios supe que no le convencía el resultado.
  —Te queda un poco raro por arriba. Mejor pruébate el verde —sentenció mamá.
  —Ay, hija... Qué difícil es encontrar ropa que me quede bien por culpa de estas dos —dijo la abuela, señalándose los pechos con un gracioso gesto de las manos.
  —En fin... Unas tanto y otras tan poco —bromeó mi madre, al tiempo que se daba unas palmadas en su pecho casi plano.
  —Uy, no sabes lo que dices, bonita. Tenerlas tan grandes es un fastidio. Y eso que yo he tenido suerte y no me dan dolores de espalda.
  Por primera vez desde que yo tenía memoria, mi madre fue un poco brusca con mi abuela. En lugar de continuar la conversación sobre problemas derivados de la abundancia mamaria o terminarla con una de sus bromas, suspiró al tiempo que esbozaba una tensa mueca de impaciencia. Quizá debido al calentón que llevaba por mi culpa o porque, aunque no había mirado hacia arriba en ningún momento, sabía que las estaba observando.
  —Pruébate el verde. Te sienta muy bien ese color —añadió, para compensar su aspereza.
  —Ahora mismo —asintió la pelirroja, tan sumisa como de costumbre.
  Mamá salió del probador y cerró la puerta, dejando a su ocupante un tanto desconcertada a juzgar por la expresión en su rubicundo rostro, y obedeció al instante. Se sacó por la cabeza el poco favorecedor vestido amarillo y de nuevo disfruté de una breve visión de su cuerpazo antes de que su nuera volviese a tirar de la pernera de mi pantalón y me hiciese bajar del banco. Corrió el pequeño pestillo del cubículo y forcejeó cuando intenté levantarle de nuevo la falda, dispuesto a continuar donde lo habíamos dejado.
  —Ya está bien, ¿eh? Guárdate eso y vamos fuera —dijo, refiriéndose al palpitante cilindro de carne que surgía de mi bragueta.
  —Vamos... Un poco más —insistí, besándole el cuello.
  Agarró mi muñeca derecha con una fuerza considerable para una mujer de su tamaño y me obligó a poner la mano en su pecho. Su corazón palpitaba a una velocidad increíble, como el de un colibrí durante una danza de apareamiento, si es que los colibríes danzan antes de darle al asunto. 
  —¿Lo notas? Me va a dar un puto infarto —dijo, en un ronco susurro mientras taladraba mis ojos con los suyos.
  Mi madre nunca había tenido problemas cardíacos, así que el rápido tamborileo dentro de su torso bronceado no me preocupó. Lo tomé como una señal de lo excitada que estaba, en todos los sentidos. Respiraba como si acabase de acabase de subir todas las escaleras de nuestro edificio, como cuando subía a la azotea a tender la colada, tenía minúsculas gotas de sudor en la frente y se le tensaron los tendones del cuello, lo cual también ocurría cuando estaba muy enfadada. Estaba cardíaca, nunca mejor dicho. El juego de las bragas y mi atrevimiento estaban dando un resultado mejor del que esperaba, pero sabia que caminaba por la cuerda floja. Un paso en falso y el explosivo carácter de aquella mujercita podría ser demasiado para mi incipiente faceta de macho dominante.
  Moví la mano para pellizcar su pezón, duro bajo la tela blanca de la camisa. Ella la apartó con un leve gruñido y me agarró la polla, apretando el tronco cerca de la base de tal forma que las venas se marcaron y la cabeza aumentó de tamaño, soltando una gota de presemen que amenazaba con manchar su falda, cosa que evitó deslizando el cuerpo hacia un lado. Apretó más y más, hasta que el dolor me hizo entender que nuestra sesión clandestina en los probadores de Torera había terminado. Guardé mi maltratado garrote dentro de los pantalones, no sin esfuerzo, y la miré con aire entre burlón y amenazante.
  —Ya te pillaré... Hoy no te libras, rubita—dije. Nunca la había llamado “rubita” ni nada parecido, y a pesar de la tensión se le escapó una carcajada.
   —Ya veremos, morenito.
  Dicho esto, me subió la cremallera de la bragueta con un sonoro ziiip, se alisó de nuevo la ropa, se colocó el flequillo y salió del probador. Justo a tiempo, pues la voz de mi abuela volvió a sonar en el pasillo violáceo.
  —¡Rocío! Ven a ver, por favor.
  Esta vez yo también fui a ver. Me coloqué el paquete lo mejor que pude para disimular la irreductible erección y salí mirando a ambos lados, para asegurarme de que a ninguna de las desganadas dependientas se le había ocurrido ganarse el sueldo y aparecer por allí. Mi madre se paró en la entrada del probador y yo asomé la cabeza sobre su hombro. Ninguna de las dos dio muestras de que les molestase mi intrusión, concentradas en la valoración de la nueva prenda. Mi abuela posaba con su encantadora timidez, mirando hacia abajo o girando la cabeza para verse en el espejo. La leve sonrisa en sus labios rosados indicaban que le gustaba lo que veía tanto como a mí, pero era demasiado humilde para decirlo. Esperaba el veredicto de su nuera, quien dio una suave palmada y levantó las cejas.
  —Pero Feli... ¡Qué barbaridad! —exclamó, contribuyendo a que aumentase el rubor en las mejillas de su suegra.
  —¿Me queda bien? ¿De verdad? 
  —¿Bien? Te queda de muerte. Parece hecho a medida. Y ese color te favorece mucho. 
  Yo no dije nada, pero abrí los ojos como platos y devoré con ellos cada palmo del maduro y excesivo cuerpo. El vestido era de un elegante tono verde oscuro, ligeramente azulado, que en efecto le favorecía mucho. La parte superior se ceñía a las redondeces pectorales sin resultar vulgar, dejando a la vista el inicio del canalillo y la zona plagada de pecas entre el cuello y las tetas que tanto me gustaba besar cuando retozábamos. No tenía mangas pero unos discretos volantes ondulados cubrían parte del los hombros, y la falda asimétrica cubría una de sus fuertes piernas hasta la mitad de la pantorrilla, mientras que dejaba a la vista la rodilla y el comienzo del muslo en la otra. Estaba ribeteada por el mismo volante de los hombros y la fina tela caía y se ondulaba con gracia cuando ella se movía, admirándose en el espejo con una mezcla de coquetería e incredulidad, como si le sorprendiese haber encontrado tan pronto una prenda que le quedaba tan bien.
  —Pues mira, me lo llevo —afirmó mi abuela, cambiando el peso de un pie descalzo al otro—. Es un poco caro pero bueno... Un día es un día, ¿no?
  —Di que sí, Feli. Que nunca te das un capricho  —dijo mi madre—. ¿Quieres que miremos también unos zapatos? 
  —Uy, no hace falta. Tengo los que me compré para la boda de la nieta de la Puri.
  —¿Aquellos verdes? Sí... Le van muy bien a este vestido.
  “Esos zapatos le quedan de maravilla, sobre todo cuando solo lleva lencería”, pensé, recordando el sensual desfile que me había regalado aquella vez en la sala de estar, antes de que me la follase en el sofá como si no hubiera un mañana. No se si llegaron a percibir el brillo lujurioso en mis pupilas, pero de repente ambas mujeres repararon en mi presencia. Mi madre me dedicó una mueca sarcástica  y un codazo en el costado.
  —¿Y tú que haces aquí? Anda, vete fuera, que si te ven las dependientas te van a llamar la atención.
  —Déjalo, mujer, no pasa nada. Estamos en familia —dijo mi abuela, con su natural benevolencia y un sutil matiz de recelo en la mirada. 
  Obviamente sabía en qué estaba pensando y temía que dijese algo inconveniente delante de mi madre. O tal vez temía que si las dejaba solas, con la confianza que se tenían y sin ningún hombre cerca, su nuera no cerrase la puerta del probador y descubriese que iba en plan comando. Por suerte, el modelito verde no era tan ceñido en la parte de las caderas como para que se notase la ausencia de bragas.
  —Ya que estás aquí, al menos opina. ¿Qué te parece? —preguntó mi madre.
  —Yo que sé. Le queda bien, supongo —respondí, encogiéndome de hombros, fingiendo una indiferencia que estaba lejos de sentir.
  —Ay, hijo. Pero qué soso eres.
  —Déjalo... ¿Qué va a decir? Se estará aburriendo el pobre.
  “Uff, podría decir muchas cosas, abuelita. Por ejemplo, que cuando te pille a solas con ese vestido y los tacones te voy a poner mirando a Cuenca tan deprisa que te vas a marear.” Obviamente no dije nada. Por primera vez, fantasear con mi abuela en presencia de mi madre me produjo un leve pero molesto sentimiento de culpa. Sabía que si el amor romántico entraba en la ecuación, y ya había entrado, las cosas se complicarían. Y en ese momento ignoraba hasta qué punto iban a complicarse. Pero no adelantemos acontecimientos.
  La puerta del probador se cerró y poco después estábamos en el mostrador. La abuela sacó su monedero y pagó en efectivo (no le gustaban las tarjetas de crédito ni los bancos). Salimos de Torera y de nuevo me convertí en el silencioso y discretamente empalmado guardaespaldas de mis dos acompañantes, que continuaron charlando de ropa, de lo cara que se estaba poniendo la vida y de la nieta de la tal Puri, que por lo visto estaba preñada por segunda vez en dos años.
  A pesar de que ya no tenían intención de comprar nada más, continuaron deteniéndose delante de cualquier escaparate que mostrase ropa femenina, zapatos o complementos. Incluso se pararon frente a una tienda de lámparas, cosa que me hizo soltar un hastiado suspiro. Solo podía pensar en si tendría la ocasión de rematar lo que mi madre y yo habíamos empezado en el probador, o si tendría que esperar a llegar a casa y desfogarme con su solícita suegra.
  Al fin llegamos al enorme supermercado, el segundo objetivo de nuestra expedición comercial. Empujando un carrito, mi abuela enfilaba con gesto concentrado un pasillo tras otro, cargándolo con toda clase de alimentos (aquellos que ella no podía cultivar o elaborar), productos de limpieza o de higiene personal, y otras mercancías que aquel lugar podía ofrecer a una mujer de campo pero limpia y civilizada. Mamá caminaba cerca de ella, hablando menos que antes, y yo fingía distraerme mirando etiquetas y precios, a poca distancia de ambas.
  En un momento dado, en el pasillo de los refrescos, mi madre se detuvo a curiosear una nueva bebida con llamativas etiquetas de colores estridentes. La conductora del carrito, absorta en su lista mental de la compra, no se dio cuenta y la dejó atrás. Las separaba la suficiente distancia como para que pudiese hablar con una sin que la otra me escuchase, y tenía que aprovechar la circunstancia. Fui hasta donde estaba mi madre, me puse muy cerca de ella y fingí que también miraba las bebidas.
   —Ve al aparcamiento y espérame en el coche —le dije, sin mirarla.
  Ella levantó la vista de la etiqueta que estaba leyendo y miró alrededor. Su suegra aún no había notado nuestra ausencia y estaba casi al final del pasillo, tan lejos que podríamos haber hablado en voz alta, pero continuamos susurrando.
  —¿Qué dices? ¿Cómo voy a irme así sin más? 
  —Dile a la abuela que no te encuentras bien y quieres sentarte un rato —sugerí. Era una mentira sencilla y creíble, y mamá tenía el suficiente talento interpretativo como para llevarla a buen puerto.
  —Carlos, joder... 
  —Vamos... En el aparcamiento no hay apenas gente, y la abuela va a tardar todavía un buen rato —insistí, acariciando su brazo con disimulo.
  Ella miró de nuevo hacia su suegra, mordiéndose el labio inferior. Se lo estaba pensando, y eso ya era un logro. Nuestro primer polvo en el Land-Rover, en un callejón, tuvo un final desastroso. Sin embargo, nos había ido bien en el aparcamiento del hotel, cuando lo hicimos en el asiento delantero de Klaus. No se si era en eso en lo que pensaba ella, pero estaba tardando demasiado en decidirse y el tiempo corría en mi contra. 
  —Lo estás deseando... No lo niegues —dije.
  —Nos estamos arriesgando demasiado.
  —Y eso te pone. No te creas que no me he dado cuenta. 
  Mi abuela miró a su alrededor y se percató de que estaba sola. Nos miró y nos hizo un simpático gesto con la mano, sonriente. Fuimos hacia ella y susurré una última vez.
  —Díselo, venga.
  Llegamos junto al carrito y continuamos el itinerario, cada uno a un lado de la alta pelirroja. Entramos en el pasillo de las bebidas alcohólicas, donde nos abastecimos de cerveza y vino blanco. Después vino el de las conservas. Sardinas en lata. Algo de atún. Esos mejillones en escabeche que le gustaban a mi padre. Los minutos pasaban y mi madre no decía nada. Mientras mi abuela ojeaba un bote de encurtidos, dándonos la espalda, la miré a los ojos con febril intensidad y le hice un gesto con la cabeza hacia el final del pasillo, dándole a entender que quería salir de allí cuanto antes. Sin palabras, me indicó que tuviese paciencia y me comportase. No sabía si aún se lo estaba pensando o si intentaba reunir el valor suficiente para engañar a su no tan ingenua suegra.
  No tuve que esperar mucho. En el siguiente pasillo, cuando nos detuvimos frente a los estantes del arroz y las legumbres, mamá soltó un largo suspiro y se apoyó en el carrito, componiendo un convincente aire de debilidad, no demasiado exagerado. Por supuesto, mi sensible abuela se percató y se acercó a ella.
  —¿Estás bien, cariño? —preguntó.
  —Estoy un poco mareada... No es nada —dijo mi madre. Cerró un momento los ojos y suspiró de nuevo. Desde luego era una actriz de primera.
  —Ya te notaba yo rara desde hace rato —afirmó la abuela, antes de posarle una cariñosa mano en la frente—. Uy, parece que estás un poquito caliente.
  La bienintencionada hablaba obviamente de fiebre, pero yo, que conocía el motivo real de la calentura, tuve que girarme y esforzarme por contener una carcajada. Si hubiésemos estado comiendo, sin duda mi madre me habría pegado una patada por debajo de la mesa. Tuvo que conformarse con una fugaz mirada de reojo que decía a gritos “cállate, imbécil”.
  —Será una bajada de azúcar... A veces me pasa —dijo la calenturienta.
  —Si es que apenas desayunas. Te lo tengo dicho. Anda, cómete algo no te vaya a dar un vahído.
  “Si, algo se va a comer. De eso me encargo yo”, pensé. 
  —Mejor me tomo algo en la cafetería y os espero en el coche. Seguro que si me siento un rato se me pasa.
  —Si, hija. Ve a descansar —dijo mi abuela. Después se giró hacia mí, participando sin saberlo en mi libidinoso plan—. Acompáñala, Carlitos. 
  —¿No te importa quedarte sola? —preguntó la nuera.
  —¿Qué me va a importar? No digas tonterías. 
  —Nos vemos en el coche entonces...
  —Si. No te preocupes, bonita. 
  Con un moderadamente cómico gesto de galantería, le ofrecí el brazo a mi madre y ella se agarró, dedicándome la enésima mirada de advertencia. Dejamos a mi abuela entre garbanzos y lentejas, un poco preocupada. No me gustaba engañarla, pero me habría sentido peor si, al llegar a casa, la hubiese usado para desahogarme después de calentarme con otra mujer, como aquella noche de la orgía en el bar con mi tía Bárbara.
  Cuando ya no podía vernos, aceleramos el paso y mi caliente pero completamente sana acompañante me castigó clavándome las uñas en el brazo, no tan fuerte como para dejarme marcas, asunto del que ya habíamos hablado.
  —Esta me la pagas... Sabía que no me podía fiar de ti —. A pesar de que nadie nos prestaba atención, seguía hablándome en susurros.
  —Te está gustando. Confiésalo.
  Puso los ojos en blanco y soltó un bufido, pero cuando me miró había una sonrisa traviesa en sus labios. Pues claro que estaba disfrutando, o no me habría dejado penetrarla en el probador ni accedido a la farsa del mareo. Me pregunté qué habría ocurrido si la situación hubiese sido al revés, si habría consentido mi abuela que invadiese su desprotegido coño mientras su nuera se probaba vestidos tras una delgada pared de madera. 
  —Vamos... Date prisa, hombre. 
  —Tranquila, fiera —dije, dándole un breve apretón en la nalga.
  —¡Estate quieto, imbécil! Aquí viene a comprar gente del barrio.
  —No te me pongas ahora paranoica.
  —¿Paranoica? Te voy a dar yo a ti paranoia... pervertido.
  —Mira quien habla... ¿Te acuerdas de que llevo tus braguitas en el bolsillo?
  —¡Sssh! No hables tan alto, joder.
  —¡Ja ja!
  En apenas cinco minutos atravesamos todo el centro comercial y llegamos al tranquilo aparcamiento, en el que solo vimos a una pareja joven cargando bolsas en el maletero de su monovolumen. Sin perder un segundo, abrí las puertas traseras del Land-Rover. Mi madre miraba en todas direcciones, frotándose un codo y dando golpecitos con el pie en el suelo de cemento, nerviosa e impaciente como una yonqui que espera su siguiente dosis. Puede que yo me hubiese enamorado como un idiota, pero ella se estaba volviendo adicta a nuestros encuentros clandestinos. Una mezcla explosiva que podía tener consecuencias imprevisibles.
  Entré en el espacioso compartimento, me siguió y cerró las puertas con tanto ímpetu que el golpe produjo ecos en el desierto garaje. Ansioso por liberar de nuevo a la bestia, me bajé los pantalones hasta las rodillas, y la susodicha serpiente cabezona apuntó hacia adelante con todo el vigor que había acumulado durante la mañana. Me senté en uno de los pequeños sofás tapizados de cuero negro, desgastados por años de viajes familiares, atraje a mi madre sujetándola por la cintura y de nuevo nos besamos de tal forma que el aire que salía de nuestras narices sonaba como chorros de vapor.
   —Espera —dijo de pronto, zafándose de mi presa. 
  Se descolgó del hombro el bolso verde lima, se sentó frente a mí y lo colocó sobre sus rodillas para rebuscar en uno de sus muchos compartimentos interiores cerrados con cremalleras.
  —¿Es que te vas a empolvar la nariz? —pregunté, entre burlón y sorprendido. 
  —No seas idiota.
  En efecto, no iba a acicalarse para nuestro inminente polvo furtivo. Levantó la mano cerca de mi cara, sujetando entre los dedos un preservativo. Me quedé mirándolo unos segundos, hasta que se impacientó y me golpeó con él en la frente.
  —¡Venga! ¿A qué esperas? Póntelo —ordenó.
  —¿Quieres que me ponga un condón? ¿En serio? 
  —Pues claro que es en serio. Nos estamos arriesgando mucho y no quiero sorpresas —Hizo una pausa y rasgó el envoltorio del profiláctico con los dientes—. Y ni se te ocurra negarte. Me crucé toda la ciudad para comprarlos lejos del barrio, y me la estoy jugando escondiéndolos en casa. Imagina si tu padre los encuentra.
  —Está bien... Si es lo que quieres...
  —Es lo que quiero. ¡Date prisa, joder! Tu abuela puede llegar en cualquier momento —dijo. Miró inquieta a través de las ventanas traseras del vehículo, hacia la luminosa entrada del centro comercial.
  Cogí el lubricado círculo de látex y lo coloqué en mi glande, antes de desenrollarlo hacia abajo, más obediente de lo que me hubiese gustado. No me fijé en la marca, pero la dichosa gomita parecía de buena calidad, fina y casi transparente. Ella guardó el envoltorio en las profundidades de su bolso y se subió la falda hasta la cintura. Sus piernas morenas tenían una curiosa y atrayente tonalidad rojiza en la extraña penumbra del lugar, y el triángulo de oscuridad entre sus muslos me hizo olvidar todo lo demás.
  Despojándome de toda autoridad, dejando claro que nunca la había tenido o que simplemente ella me había permitido tenerla, mi madre se colocó a horcajadas sobre mi regazo, repartiendo intensas miradas entre mi rostro y la ventana. Apoyó una mano en mi hombro y bajó la otra para agarrar mi verga, dura a más no poder y palpitante dentro de su resbaladizo chubasquero. Se había terminado mi intento de ser un macho dominante. Tenía sus bragas, la había llamado “perra”, la había manoseado y penetrado en un probador y la había convencido (o eso pensaba yo) de fornicar en el aparcamiento, pero se acabó: en un segundo, el orden natural se había restablecido y mamá volvía a estar al mando. No iba a follármela, sino que ella iba a follarme a mí. Y me encantaba la idea.
  Con su habitual destreza, sin acusar los nervios y las prisas, guió la punta del ariete hacia la húmeda raja y bajó el cuerpo poco a poco, al tiempo que soltaba un largo y profundo suspiro, una exhalación  temblorosa donde se mezclaban el placer, el alivio y una leve nota de melancolía, la punzante certeza de que no podía resistirse a el nuevo vínculo que había establecido con su propio hijo en contra de toda ley humana y divina. Yo también suspiré, loco de felicidad y deseo solamente  por sentirme de nuevo dentro de ella.
  Puse las manos en sus prietas nalgas, acompañando los movimientos de la cabalgada que había iniciado sin perder más tiempo en preámbulos, y besé la parte de su pecho que dejaba a la vista la camisa. Por mucho que me quisiera, en ese momento no quería hacer el amor. Quería joder, sentir lo que no sentía con su marido desde hacía años, sin importarle el riesgo de estar en un lugar público o que su suegra la sorprendiese en flagrante adulterio nada menos que con su nieto. Intenté desabrocharle la camisa para chuparle los pezones pero lo evitó sujetándome las muñecas y mirándome a los ojos. Sus iris color miel eran en ese momento dos brillantes anillos de oscuro ámbar.
  —No... Estate quieto... 
  —Solo un poco... Vamos... —insistí.
  Entendí que no quería quitarse ropa debido a la situación. Si mi abuela u otra persona aparecían, la desnudez parcial podía ser un problema, así que llevó mis manos hacia sus caderas, indicándome sin palabras que las dejase allí, cosa que hice durante unos segundos, antes de deleitarme acariciando la suave piel de sus nalgas y muslos. Ella aceleró la cabalgada, siempre con un ojo puesto en el exterior, devorando toda mi polla y dejándola salir casi hasta la punta con cada enérgico sentón. 
  Puse las manos a ambos lados de su rostro e intenté besarla, consiguiéndolo solo durante unos segundos pues no quería relajar la vigilancia. Nuestras lenguas bailaron fuera de la boca, de forma tan obscena que su saliva humedeció mi barbilla e incluso mi nariz. Su flequillo rubio, tan travieso como siempre, ya caía sobre la frente y el ojo derecho, sin que su propietaria hiciera ningún gesto para mantenerlo en su lugar, abandonada por completo a la lujuria que hacía brillar su piel bronceada con una fina película de sudor salado. 
  Concentrados en el sofocante vendaval de deseo que nos arrastraba, ninguno de los dos decía nada. En el habitáculo trasero del Land-Rover solo se escuchaban sus gemidos, mi acelerada respiración y los crujidos del asiento. Cuando ya no podía cabalgar más deprisa, cambió el movimiento de cowgirl por golpes de cadera adelante y atrás, con mi tranca enterrada en ella tan profundamente como era posible, ejerciendo una enloquecedora presión con los músculos de su milagrosa vagina. Agarrada con ambas manos a mi cabeza mientras las mías se aferraban a sus frenéticas caderas, consiguió su propósito en cuestión de minutos. Con el rostro apretado contra su pecho, rugí y gruñí mientras las brutales descargas de placer sacudían mi cuerpo y las oleadas de semen ascendían hasta llenar el depósito del condón.
  Pero vaciar mis huevos no era el único objetivo de mi madre. Ella también quería su merecido orgasmo y lo tuvo. Vaya si lo tuvo. Aún no había yo terminado de eyacular cuando sus gemidos se transformaron jadeos entrecortados y después en roncos gritos que apenas podía contener tapándose la boca. Su menudo cuerpo vibró contra el mío y durante al menos un minuto se sacudió con espasmos salvajes, tembló de pies a cabeza y culminó con un largo y agudo gemido inclinada hacia adelante, con su frente apoyada con fuerza en la mía, momento que rematé buscando de nuevo su lengua y saboreándola.
  Después del pequeño terremoto, nos quedamos en la misma postura, recuperando el aliento, mi polla aún dentro de ella y sus manos acariciando mi rostro al igual que las mías hacían con sus muslos, tensos a ambos lados de mi cuerpo. Se colocó el flequillo en su sitio y de repente volvió a la realidad. Me descabalgó tan deprisa que perdió el equilibrio y cayó de culo en el asiento de enfrente. Sin acusar el cómico percance, cogió su bolso y sacó un paquete de toallitas húmedas, mirando de nuevo hacia el exterior.
  —¿Qué haces ahí parado? Vamos, hombre... Quítate eso y límpiate —me regañó, al tiempo que me tendía una toallita.
  Nos limpiamos a toda prisa y le hice un nudo al condón, lleno con una buena cantidad de semen blanco y espeso. Lo levanté en el aire y lo agité un poco.
  —¿Lo quieres de recuerdo?
  —¡Aparta eso, guarro! Tíralo a la basura —dijo. Pretendía parecer enfadada pero se le escapó una sonrisa.
  Escondí el repleto profiláctico dentro de las toallitas usadas y me dispuse a salir del vehículo. Antes de que abriese las puertas, mi madre me agarró del brazo y me atrajo para darme un último beso, hundiendo los dedos en mi pelo y mezclando los pausados movimientos de su lengua con un suave suspiro. 
  —Al final te saliste con la tuya... —dijo, entre el reproche y la satisfacción.
  —Bueno, no soy yo quien lleva condones encima, mami —me burlé.
  —Es la última vez que hacemos algo así, ¿entendido? —Me dio un rápido beso en los labios y me señaló la salida con la cabeza—. Venga, ve a tirar eso.
  Abandoné a mis valientes soldaditos en una papelera cercana y regresé al Land-Rover, cuyas puertas traseras permanecían abiertas de par en par para que se ventilase. Mamá estaba sentada en el borde, con las piernas fuera del vehículo, recuperada totalmente la compostura. El sudor que se evaporaba en su piel podía achacarse a la temperatura veraniega y el brillo en sus ojos o la ligera curva en la comisura de sus labios solo eran delatores para mí, que sabía lo que había ocurrido. La miré embobado unos segundos, sin importarme que pudiese percibir lo que sentía por ella, casi deseando que lo notase. Me devolvió la mirada con la familiar mezcla de cariño e ironía.
  —Va siendo hora de que me las devuelvas, ¿no te parece? —dijo, poniéndose en pie y vigilando los alrededores.
  —¿Que te devuelva el qué?
  —No seas idiota. Venga, dámelas. Ya hemos jugado bastante por hoy.
  Tenía razón. La parte del juego que la involucraba a ella podía darse por finalizada, y no tenía mucho sentido prolongar su condición desembragada. Miré hacia la entrada del centro comercial para asegurarme de que no venía nadie y moví una mano hacia la parte trasera de mis pantalones. Entonces me quedé paralizado. Tenía unas bragas en cada bolsillo. Unas pertenecían a la mujer que tenía enfrente, obsevándome impaciente, y las otras a la madura pelirroja que aparecería en cualquier momento. El problema es que no recordaba en qué bolsillo había guardado cada una.
   —¿A qué esperas? —me apremió mamá.
  Mi mano no se movió y mi corazón amenazaba con salirse por mi boca. Si sacaba del bolsillo la prenda equivocada estaba bien jodido. Mi madre conocía la lencería de mi abuela, ya que muchas veces la ayudaba a hacer la colada durante sus visitas a la parcela. Podría fingir que era una broma, pero teniendo en cuenta que ya mantenía una relación incestuosa con ella si sacaba del bolsillo las bragas de mi atractiva abuela sin duda llegaría a la conclusión de que también me la empotraba, y de que el picante juego de esa mañana no tenía dos participantes sino tres.
   —Carlos, joder... Deja de hacer el tonto. Dámelas de una vez.
  Pensando a toda velocidad, intentando recordar, solo pude esbozar una sonrisa estúpida ante la mirada impaciente de mi madre, que ya había empezado a dar golpecitos con el pie en el suelo. Si me la jugaba y elegía el bolsillo incorrecto, la situación daría un giro que no podría manejar de ninguna forma.  


CONTINUARÁ...  


  
  
  

1 comentario:

  1. Aun me meto todas las semanas a ver si hay alguna cap nuevo, ojala esta serie siga, me gusto mucho..

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