Mi padre se acercó a la mesa, quitó el corcho de la botella y lo olfateó. Asintió complacido. Después la levantó para ver mejor a través del vidrio verde y la agitó un poco en el aire.
—Está bueno, pero solo queda para un par de copas.
Sentí al sudor frío bajando por mi espalda. Dos de las personas sentadas a la mesa iban a beber el tónico y no podía hacer nada por evitarlo. Pero... ¿Quiénes serían esas dos personas?
Mi tío Pablo fue el primero en rechazarlo, cosa que no me sorprendió. Era deportista y bebía con mucha moderación, solo en ocasiones concretas como aquellas comidas familiares. Negó con la cabeza e hizo un gesto con la mano sobre su copa.
—Yo no quiero, hijo. Que entre lo que ya he bebido y el calor que hace... —intervino mi abuela, abanicándose con la mano.
No estaba borracha en absoluto, a pesar del delator rubor en sus mejillas de manzana. Después de la cena en casa de la alcaldesa, yo sabía muy bien el aguante que tenía la buena de Doña Felisa, y probablemente podría tumbar bebiendo a cualquiera de los presentes. Si rechazó otra copa fue por pudor, por generosidad, o porque no le apetecía.
—Yo tampoco. A ver si al final me voy a caer de verdad de la silla —dijo mi madre, sarcástica, mirando a mi padre casi de reojo, dándole a entender que seguía molesta con él.
Fue un alivio que ella en concreto lo rechazase. Si ya había hecho algo tan temerario como masturbarme con el pie bajo la mesa, bajo los efectos del tónico podría perder el control por completo, y no estaba seguro de poder manejarla.
—A ti ni te pregunto, ¿no? No te gusta el vino —afirmó mi padre, mirándome.
Me quedé paralizado, pensando a toda velocidad. Por una parte yo conocía los efectos del brebaje y tal vez podría lidiar con ellos, matándome a pajas en el baño. Por otra parte estaba mi libido hiperactiva, lo insensato que me volvía cuando estaba muy caliente y el hecho de estar en la misma casa que tres mujeres muy deseables, dos de las cuales ya eran mis amantes.
—Eh... Bueno, no es que no me guste. Una copa de vez en cuando me tomo —conseguí decir, con cinco pares de ojos observándome.
Sentí de nuevo el sudor resbalando por mi rostro. Tenía que tomar una decisión. El dilema era lidiar con el tónico dentro de mi propio organismo o dejar que lo tomase otra persona. Los segundos pasaban y todos comenzaban a impacientarse.
—A ver, ¿quieres o no quieres? —dijo mi padre.
—No... Mejor no.
La suerte estaba echada. El taxista agitó un poco la botella frente a su rostro y se giró hacia Bárbara, quien lucía una amplia sonrisa de beoda en sus carnosos labios con carmín rosa oscuro.
—Pues nada, cuñada. Parece que nos ha tocado.
—Qué le vamos a hacer, ¡ja ja! —cacareó Barbi, alzando su copa vacía.
El vino tinto mezclado con el potente afrodisíaco gitano fue escanciado en ambas copas, llenándolas hasta casi la mitad. No pasa nada, me dije. Tampoco era la peor de las situaciones posibles. Ambos tenían pareja, sus parejas estaban allí y en la casa había habitaciones de sobra. Era poco probable que mi tío Pablo rechazase un polvo con su fogosa mujer, y en cuanto a mis padres, puede que mamá se sorprendiese tanto de que su apático marido le hiciese caso que no se negase a cumplir sus deberes conyugales. Teniendo en cuenta su extraño e inestable estado de ánimo, incluso puede que follase con su marido para darme celos o vengarse por la brusca interrupción de su footjob.
Intenté convencerme a mí mismo de que no pasaría nada inusual. Lo más probable es que mi abuela y yo tuviésemos que escuchar algún gemido o rechinar de muelles mientras veíamos la tele en el salón. Sería incómodo, pero nadie podía reprocharle a dos parejas casadas que tuviesen un calentón en una tórrida tarde de verano y se aliviasen. Tal vez incluso haríamos bromas sobre el tema en próximas reuniones familiares.
Bárbara ya había terminado de comer, pero liquidó el vino con dos largos sorbos mientras se comía el postre: una tajada de la enorme sandía que trajo la cocinera desde la nevera, fresca y dulce.
—¡Mmmm! Qué buena está, suegra, ¿es de tu huerto? —dijo Barbi. Con la boca llena, por supuesto.
—Uy, qué va, hija. Yo nunca he tenido buena mano con las sandías. Es del huerto del Macario. Se las vende a un frutero de la ciudad pero siempre nos regala alguna a los vecinos.
—El Macario, ¡ja ja! ¡Como el de Jose Luis Moreno! —exclamó mi tía, haciendo referencia a un conocido ventrílocuo y a uno de sus muñecos, que representaba al típico cateto de pueblo.
Su marido soltó un discreto suspiro, mi padre le rió la gracia, mi abuela soltó una risita de compromiso y mi madre la ignoró, concentrada en devorar una cantidad de sandía asombrosa teniendo en cuenta su pequeño cuerpo. Caí en la cuenta de que ese domingo estaba comiendo mucho más de lo habitual.
Después del postre las tres mujeres se levantaron de la mesa y comenzaron a recoger los platos sucios. Vi alejarse la botella y las dos copas vacías, esperando que aquel fuese mi último encuentro con el puto tónico del Dr. Arcadio Montoya. Los hombres nos quedamos un rato en la mesa, tomando café (las mujeres lo tomaban en la cocina, como debe ser. ¡Jaja! Es broma), charlando con desgana y soltando algún bostezo, amodorrados por la comilona y el bebercio.
Una vez limpia la cocina y la mesa del salón tocaba entregarse a la española y saludable costumbre de la siesta. Un lapso de total inactividad en el que digerir el copioso banquete y dejar pasar las horas más calurosas del día antes de salir a la piscina.
Mi abuela ocupó su sillón favorito, junto al sofá, y en pocos minutos ya estaba dando cabezadas, esforzándose por prestar atención a la película que daban esa tarde, creo que “Mira quien habla” o alguna chorrada parecida. En el sofá se sentaba mi tío, concentrado en el televisor con expresión seria, y junto a él su esposa, apoyada contra su hombro y con las piernas dobladas de lado sobre el asiento. Mi padre, entre sonoros bostezos, fue a acostarse al dormitorio de invitados, seguido por mi madre, quien hizo un último comentario mordaz sobre “dormir la mona”.
Yo estaba sentado en otro sillón cercano al sofá, en el lado opuesto al de mi abuela, y clavé las uñas en el reposabrazos debido a la punzada de celos y envidia que me provocó escuchar sus pasos alejarse por el pasillo y la puerta del dormitorio cerrarse tras ellos. Ya os dije que nunca he odiado a mi padre pero en ese momento habría hecho cualquier cosa por ocupar su lugar. Respiré hondo y me encendí un cigarro. Tenía que aceptarlo y soportar lo que quedaba de tarde. En un rato, mi progenitor estaría más cachondo de lo que había estado nunca y el mejor lugar donde podía estar era en una cama con su mujer. Por esa parte, no tenía que preocuparme de que el tónico causara problemas.