27 junio 2023

EL TÓNICO FAMILIAR. (22)

 

Mi padre se acercó a la mesa, quitó el corcho de la botella y lo olfateó. Asintió complacido. Después la levantó para ver mejor a través del vidrio verde y la agitó un poco en el aire.
   —Está bueno, pero solo queda para un par de copas.
  Sentí al sudor frío bajando por mi espalda. Dos de las personas sentadas a la mesa iban a beber el tónico y no podía hacer nada por evitarlo. Pero... ¿Quiénes serían esas dos personas?
  Mi tío Pablo fue el primero en rechazarlo, cosa que no me sorprendió. Era deportista y bebía con mucha moderación, solo en ocasiones concretas como aquellas comidas familiares. Negó con la cabeza e hizo un gesto con la mano sobre su copa.
   —Yo no quiero, hijo. Que entre lo que ya he bebido y el calor que hace... —intervino mi abuela, abanicándose con la mano. 
  No estaba borracha en absoluto, a pesar del delator rubor en sus mejillas de manzana. Después de la cena en casa de la alcaldesa, yo sabía muy bien el aguante que tenía la buena de Doña Felisa, y probablemente podría tumbar bebiendo a cualquiera de los presentes. Si rechazó otra copa fue por pudor, por generosidad, o porque no le apetecía.
  —Yo tampoco. A ver si al final me voy a caer de verdad de la silla —dijo mi madre, sarcástica, mirando a mi padre casi de reojo, dándole a entender que seguía molesta con él.
  Fue un alivio que ella en concreto lo rechazase. Si ya había hecho algo tan temerario como masturbarme con el pie bajo la mesa, bajo los efectos del tónico podría perder el control por completo, y no estaba seguro de poder manejarla. 
  —A ti ni te pregunto, ¿no? No te gusta el vino —afirmó mi padre, mirándome.
  Me quedé paralizado, pensando a toda velocidad. Por una parte yo conocía los efectos del brebaje y tal vez podría lidiar con ellos, matándome a pajas en el baño. Por otra parte estaba mi libido hiperactiva, lo insensato que me volvía cuando estaba muy caliente y el hecho de estar en la misma casa que tres mujeres muy deseables, dos de las cuales ya eran mis amantes.
  —Eh... Bueno, no es que no me guste. Una copa de vez en cuando me tomo —conseguí decir, con cinco pares de ojos observándome.
  Sentí de nuevo el sudor resbalando por mi rostro. Tenía que tomar una decisión. El dilema era lidiar con el tónico dentro de mi propio organismo o dejar que lo tomase otra persona. Los segundos pasaban y todos comenzaban a impacientarse. 
  —A ver, ¿quieres o no quieres? —dijo mi padre.
  —No... Mejor no.
  La suerte estaba echada. El taxista agitó un poco la botella frente a su rostro y se giró hacia Bárbara, quien lucía una amplia sonrisa de beoda en sus carnosos labios con carmín rosa oscuro. 
  —Pues nada, cuñada. Parece que nos ha tocado.
  —Qué le vamos a hacer, ¡ja ja! —cacareó Barbi, alzando su copa vacía.
  El vino tinto mezclado con el potente afrodisíaco gitano fue escanciado en ambas copas, llenándolas hasta casi la mitad. No pasa nada, me dije. Tampoco era la peor de las situaciones posibles. Ambos tenían pareja, sus parejas estaban allí y en la casa había habitaciones de sobra. Era poco probable que mi tío Pablo rechazase un polvo con su fogosa mujer, y en cuanto a mis padres, puede que mamá se sorprendiese tanto de que su apático marido le hiciese caso que no se negase a cumplir sus deberes conyugales. Teniendo en cuenta su extraño e inestable estado de ánimo, incluso puede que follase con su marido para darme celos o vengarse por la brusca interrupción de su footjob. 
  Intenté convencerme a mí mismo de que no pasaría nada inusual. Lo más probable es que mi abuela y yo tuviésemos que escuchar algún gemido o rechinar de muelles mientras veíamos la tele en el salón. Sería incómodo, pero nadie podía reprocharle a dos parejas casadas que tuviesen un calentón en una tórrida tarde de verano y se aliviasen. Tal vez incluso haríamos bromas sobre el tema en próximas reuniones familiares. 
  Bárbara ya había terminado de comer, pero liquidó el vino con dos largos sorbos mientras se comía el postre: una tajada de la enorme sandía que trajo la cocinera desde la nevera, fresca y dulce.
  —¡Mmmm! Qué buena está, suegra, ¿es de tu huerto? —dijo Barbi. Con la boca llena, por supuesto.
  —Uy, qué va, hija. Yo nunca he tenido buena mano con las sandías. Es del huerto del Macario. Se las vende a un frutero de la ciudad pero siempre nos regala alguna a los vecinos.
  —El Macario, ¡ja ja! ¡Como el de Jose Luis Moreno! —exclamó mi tía, haciendo referencia a un conocido ventrílocuo y a uno de sus muñecos, que representaba al típico cateto de pueblo.
  Su marido soltó un discreto suspiro, mi padre le rió la gracia, mi abuela soltó una risita de compromiso y mi madre la ignoró, concentrada en devorar una cantidad de sandía asombrosa teniendo en cuenta su pequeño cuerpo. Caí en la cuenta de que ese domingo estaba comiendo mucho más de lo habitual. 
  Después del postre las tres mujeres se levantaron de la mesa y comenzaron a recoger los platos sucios. Vi alejarse la botella y las dos copas vacías, esperando que aquel fuese mi último encuentro con el puto tónico del Dr. Arcadio Montoya. Los hombres nos quedamos un rato en la mesa, tomando café (las mujeres lo tomaban en la cocina, como debe ser. ¡Jaja! Es broma), charlando con desgana y soltando algún bostezo, amodorrados por la comilona y el bebercio. 
  Una vez limpia la cocina y la mesa del salón tocaba entregarse a la española y saludable costumbre de la siesta. Un lapso de total inactividad en el que digerir el copioso banquete y dejar pasar las horas más calurosas del día antes de salir a la piscina.
  Mi abuela ocupó su sillón favorito, junto al sofá, y en pocos minutos ya estaba dando cabezadas, esforzándose por prestar atención a la película que daban esa tarde, creo que “Mira quien habla” o alguna chorrada parecida. En el sofá se sentaba mi tío, concentrado en el televisor con expresión seria, y junto a él su esposa, apoyada contra su hombro y con las piernas dobladas de lado sobre el asiento. Mi padre, entre sonoros bostezos, fue a acostarse al dormitorio de invitados, seguido por mi madre, quien hizo un último comentario mordaz sobre “dormir la mona”.
  Yo estaba sentado en otro sillón cercano al sofá, en el lado opuesto al de mi abuela, y clavé las uñas en el reposabrazos debido a la punzada de celos y envidia que me provocó escuchar sus pasos alejarse por el pasillo y la puerta del dormitorio cerrarse tras ellos. Ya os dije que nunca he odiado a mi padre pero en ese momento habría hecho cualquier cosa por ocupar su lugar. Respiré hondo y me encendí un cigarro. Tenía que aceptarlo y soportar lo que quedaba de tarde. En un rato, mi progenitor estaría más cachondo de lo que había estado nunca y el mejor lugar donde podía estar era en una cama con su mujer. Por esa parte, no tenía que preocuparme de que el tónico causara problemas.

  Miré hacia la segunda intoxicada, acurrucada contra el brazo y el pecho de su robusto marido como si fuese invierno y estuviesen bajo una manta. Era evidente que Bárbara comenzaba ya a sentir picores en la entrepierna y no tardaría en hacérselo saber a mi tío, quien de momento solo prestaba atención a la película. Mi abuela ya estaba profundamente dormida. Se había quitado las gafas y su sonrosado rostro rodeado de rizos era la imagen misma de la serenidad. Diría que parecía un ángel pero los ángeles no tienen sexo y aquella madura curvilínea era una de las criaturas más carnales de la creación. 
  La película no conseguía distraerme, no tenía sueño e intuía que Barbi quería quedarse a solas con su maridito para lanzarse al ataque, así que me fui a mi habitación, me lie un buen porro y abrí la ventana para fumármelo sentado en el alféizar, como solía hacer para evitar que el olor invadiese aquel hogar cristiano y respetable donde no había secretos o vicios inmorales (¡Ja ja ja!).
  Tras cinco minutos escuchando el canto incesante de las chicharras caí en la cuenta de que no podía relajarme demasiado. De momento todo iba bien pero con el tónico nunca se podía bajar la guardia. ¿Estaría ya el taxista moviendo su sudoroso cuerpo sobre el de la hermosa mujercita a la que normalmente ignoraba? ¿Habrían comenzado mi tía y su marido a meterse mano en el sofá a pesar de la cercanía de la durmiente anfitriona? Tenía que echar un vistazo.
  Dejé el canuto en el cenicero de la mesita y salí al pasillo, sigiloso cual espectro. Iba descalzo y solo llevaba puestas las bermudas. Me acerqué primero a la puerta del dormitorio de invitados y pegué la oreja a la madera. Lo último que quería era escuchar gemir a la mujer que amaba mientras la penetraba otro hombre, y por suerte no tuve que hacerlo. Solo escuché un murmullo grave que correspondía a la voz de mi padre. No pude entender ni una palabra, por lo que al cabo de un minuto me aparté de la puerta y fui, de puntillas y medio agachado, hasta la puerta del salón, que siempre permanecía abierta.
  Desde aquel ángulo, veía a mi abuela de perfil, tan dormida como antes. La pareja del sofá continuaba en la misma postura, solo que ahora Bárbara acariciaba el muslo de su marido e intentaba darle besos cerca de la oreja. David suspiró, molesto, apartó el rostro de los ávidos labios de su mujer y la agarró por la muñeca para apartar la mano que ya andaba por la entrepierna.
   —Bárbara, haz el favor —dijo, en voz muy baja y señalando a su madre con la barbilla.
   —Venga... Si no se entera de nada. Duerme como un tronco —argumentó mi tía, volviendo al ataque y siendo rechazada de nuevo.
  —¿Quieres parar de una vez? No vamos a hacer nada aquí.
  —Pues vamos al dormitorio... Porfa... Estoy cachondísima, joder. 
  —¡Sssh! Baja la voz. En el dormitorio están mi hermano y Rocío, ya lo sabes.
  —Digo el otro.
  —En el otro está Carlos.
  —¿Y el de tu madre?
  —Sí, claro... No digas tonterías.
  —Podemos hacerlo en la piscina.
  —Ya está bien. No vamos a hacerlo en ninguna parte. ¿Es que ya no te acuerdas de la que has liado esta mañana?
  Así que era eso. Habían llegado enfadados a la parcela, y mi tío continuaba cabreado hasta el punto de rechazar la las tórridas proposiciones de su esposa. Tenía mérito, desde luego. Hasta yo me había empalmado un poco al imaginarlos fugazmente follando en la cama de mi abuela.
  —¿La que he liado yo? ¡No, si ahora la culpa va a ser mía! —dijo Bárbara, levantando la voz más de lo necesario. Su suegra se removió en sueños pero no se despertó.
  —¡Sssh! No levantes la voz, joder. Y claro que la culpa es tuya. Has montado una escena y casi le pegas a una vecina por nada.
  —¿Por nada? Te estaba zorreando la muy guarra, y delante de mis narices.
  —Solo me ofreció algo de beber...
  —¿Te parece poco? 
  —...Porque la había ayudado a subir la compra.
  —¿Y para qué tienes tú que ayudar a esa a nada?
  —¿Y qué iba a hacer? ¿Quedarme mirando? Bárbara, por favor...
  —¿Y si no llego a aparecer yo, qué? ¿Habrías entrado?
  —Pues claro que no. —David miró al techo y suspiró, exasperado—. No entiendo que estés celosa de esa mujer. Pero si tiene más de cincuenta tacos...
  —Sí, una “madurita follable”. Eso dicen tus amigos, que los he escuchado yo.
  —¿Y me has escuchado decirlo a mí?
  —¡Hombre, solo faltaba! Entonces si que la agarro de los pelos a la puta vieja esa.
  —¡Sssshhh! Mira... Se acabó. Ya hablaremos en casa, ¿OK? Déjame ver la película.
  Bárbara cambió de postura, apartándose de su marido. Con el ceño fruncido y la boca torcida, se sentó con las piernas cruzadas y las manos sobre una rodillas, provocando que sus bonitas tetas se apretasen una contra otra. Era una estúpida barriobajera, pero que buena estaba, maldita sea. De repente se levantó del sofá, y su larga coleta se balanceó cuando giró el rostro hacia su marido.
  —Voy a bañarme a la piscina. Bueno, a la alberca esa a la que llamáis piscina.
  —Muy bien. A ver si te refrescas un poco —dijo mi tío, sin apartar los ojos de la pantalla.
  —Vete a tomar por culo.
  —¡Sssshh! 
  La mujer lanzó chispas por los ojos y cogió aire para decir algo más, pero reparó en que su suegra estaba dormida a metro y medio de distancia, se lo pensó mejor y se largó con paso enérgico, labios apretados y bamboleo de coleta, nalgas y tetamen.
  No me quedó más remedio que abandonar mi puesto de observación a toda prisa. Me deslicé hacia la salida más cercana, el arco que daba acceso a la cocina, y fui hasta el fregadero para fingir que bebía agua. Me giré al escuchar el chapaleo de unos pies descalzos sobre las baldosas. Era Barbi, por supuesto. Me sonrió pero por la tensión en su rostro y la humedad en los ojos podía adivinarse la reciente bronca. Me compadecí de la “madurita follable” por tener que soportar a semejante vecina.
  —¿Qué pasa, sobrino? ¿Tu tampoco duermes? —preguntó. 
  Se detuvo frente a mí, más cerca de lo necesario, con las manos en las caderas, el peso apoyado en una pierna y sacando pecho. Era más alta que yo así que no tenía que bajar la vista para mirarle el canalillo y los pezones que se marcaban en la tela blanca del top, cosa que hice sin disimulo alguno mientras daba un sorbo a mi vaso. La había visto follar con tres tipos a la vez, la había lavado a manguerazos como a una perra y le había dado una bofetada, además de negarme dos veces a fornicar con ella, todo eso en una sola noche, así que no le tenía ningún respeto. 
  —No soy muy de dormir siesta —respondí.
  —¿Te vienes a la piscina? 
  —Paso. Todavía hace demasiado calor.
  Se acercó un poco más, tanto que sus tetas se apretaron contra mi torso y uno de sus muslos rozaba mi entrepierna. Sentí sus dedos acariciando la parte baja de mi espalda y su aliento caliente, todavía aromatizado por el vino, cerca de mi oreja.
  —Vente conmigo, porfa... Podemos jugar en el agua. A lo que tú quieras —susurró, ronroneando cual gata en celo.
  Reconozco que estuve a punto de caer en la tentación. Podía echarle un polvo rápido en la piscina y nadie tenía por qué enterarse, siempre y cuando no gritase demasiado, cosa que era probable ya que los orgasmos eran mucho más intensos bajo los efectos del tónico. Como persona la despreciaba, pero para mi verga Barbi era una cuenta pendiente, y el destino no paraba de ofrecerle oportunidades de saldarla. Por otra parte, desde la ventana de la habitación de invitados podía verse la piscina. Lo último que necesitaba era que mi madre me viese torpedeando el coño submarino de su “querida” cuñada. Tampoco quería tener problemas con mi tío, lo más parecido que tenía a un hermano mayor.
  —Lo siento, tita. Vas a tener que jugar sola —dije, sonriendo con malicia. Bajé la voz y acerqué los labios a su oído—. Si no te basta con los deditos puedes coger un pepino de la nevera. O tres, como a ti te gusta.
  Se apartó de mí y por un momento pensé que iba a darme una bofetada. En lugar de eso, me fulminó con la mirada y su vulgar aunque atractivo rostro se deformó en una mueca de infinito desprecio.
  —Que te den, niñato. Tú te lo pierdes.
  Rechazada por segunda vez en cuestión de minutos, Barbi salió de la cocina con los andares enérgicos y sinuosos propios de una zorra cabreada. Me asomé al pasillo y la vi entrar en el cuarto de baño. La única opción que le quedaba era masturbarse, o tragarse su orgullo y pedirle perdón a su marido, cosa poco probable. Fuera como fuese, tendría que estar atento durante el resto de la tarde, pues la estupidez de mi tía mezclada con el tónico podría causar problemas.
  Regresé a mi habitación, y cuando entré me llevé una sorpresa que me alegró y alarmó a partes iguales. Mi madre estaba sentada en el alféizar de la ventana, dándole una larga calada al porro que había dejado en la mesita. Debía de haber entrado mientras yo estaba espiando a mis tíos. Se había quitado la camiseta y el pareo, dejando a la vista un sencillo bikini a rayas de varios colores (todavía no se había inventado eso de que cualquier cosa con franjas multicolor fuese la bandera de un colectivo). Me miró con una ceja levantada y una sonrisa en los labios que sostenían el canuto, como una niña traviesa que le ha robado un caramelo a su hermano.
  —Eh... ¿Qué haces aquí? —pregunté, mientras me sentaba junto a ella en la ventana.
  —Tu padre está muy pesado —dijo. Dio otra calada y me pasó el porro.
  —¿Pesado? —Fingí durante unos segundos que no sabía de lo que hablaba—. Ah, que quiere... consumar.
  Suspiró y miró al exterior, hacia la hierba y los árboles de la parcela recalentados por el inclemente sol, que añadía reflejos dorados a el marrón ambarino de sus ojos, en los que detecté un matiz de tristeza.
  —Ya ves... Más de un mes sin tocarme y... En fin. La calientapollas de tu tía lo habrá puesto como una moto y se quiere desfogar conmigo. Pues que le den. Que se la casque pensando en ella como hace con esas películas guarras que tiene escondidas. Yo no soy segundo plato de nadie.
  Esperé a que mamá se desahogase, escuchándola con paciencia, y ocultando cuánto me alegraba que no quisiera follar con su marido. 
   —Hablando de platos... ¿A qué ha venido lo de la mesa? —dije, refiriéndome a su intento de vaciarme los huevos durante la comida familiar usando el pie.
   —Eso digo yo —me recriminó, medio en broma. Cruzó los brazos sobre el pecho y levantó la pierna para darme una suave patada en el muslo—. Casi me tiras al suelo, imbécil. Todos han pensado que estaba borracha.
   Antes de que tuviese tiempo de volver a doblar la pierna la agarré de el tobillo y ella levantó las cejas y me señaló con un dedo, en señal de advertencia. Innecesaria, pues no pensaba hacerla caer del alféizar. Me incliné sobre ella y busqué sus labios, hambriento, como un pajarillo recién salido del cascarón que busca la boca de su madre pues intuye que es la fuente de la vida. Nuestras lenguas se abrazaron en un largo beso con sabor a hachís y sandía. Mi mano soltó el tobillo y exploró la suavidad de su pierna, subiendo hasta el muslo, mientras sus manos me sujetaban la cabeza hundiéndose en la maraña de mi pelo. 
  Un ruido procedente del pasillo nos hizo separarnos bruscamente, regresando a la inocente posición original. Debía de ser Bárbara saliendo del baño, que era la estancia contigua a mi habitación. Nos quedamos mirando a la puerta cerrada. Mi madre respiró hondo y los nervios hicieron que se llevase la mano a la frente para apartarse un flequillo que ya no tenía. Yo le di una calada al porro y se lo pasé.
  —Joder, parece que hoy nadie tiene sueño —me lamenté.
  —Si. Es mejor que no hagamos tonterías —dijo ella, aspirando con ademanes de experta otra buena bocanada de humo.
  —Mañana pienso ir a verte en cuanto salga de currar. Te guste o no —prometí.
  —¿Y por qué no me iba a gustar? —dijo, burlona. 
  —Me estás volviendo loco, mami. 
  Sin decir nada, manteniendo la curva socarrona en su sonrisa asimétrica, se levantó del alféizar y se desperezó, levantando los brazos y estirándose cuan larga era, que no era mucho. La parte de arriba del bikini se estiró sobre el pecho casi plano, que contrastaba con el poderío mamario de las otras dos mujeres que había en la casa. Se me hizo la boca agua cuando se marcaron en la tela multicolor los pequeños pezones que tanto me gustaba chupar. Al ponerse de puntillas se acentuaron los cautivadores volúmenes de sus piernas y la tierna firmeza de sus nalgas, como las de una gimnasta que lleva años sin entrenar pero se mantiene en forma. Se recreó en la pose, consciente de que la devoraba con los ojos, y como es lógico mi soldado se puso firme, abultando de nuevo en la pernera de mis bermudas.
  Tras darle una última calada apagó el cigarrito de la risa en el cenicero y se tumbó bocarriba en una de las camas, la misma en la que había comenzado nuestra aventura incestuosa. Suspiró, ronroneó y cerró los ojos, relajada y somnolienta. Me acerqué a la estrecha cama individual, sin otra intención que sentir el calor de su piel cerca de la mía. Por mucho que la desease, quería demostrarle que yo era mejor que su marido, que para mí no era solamente una criada y un orificio con el que desahogarme fantaseando con otras mujeres. 
  Sin abrir los ojos, percibió mis intenciones y me detuvo estirando el brazo. 
  —Vete a tu camita, anda. No seas pesado.
  —Solo quiero echarme a tu lado. ¿No te fías de mi? —dije, de pie junto al lecho.
  —No me fio de mí —dijo ella.
  Eso me excitó aún más, pero respeté sus deseos y me aparté de la cama y de su encantadora ocupante. Por supuesto no me acosté. Tenía que comprobar que todo andaba bien en las demás habitaciones, por si acaso. 
  —Voy a la cocina a beber agua, ¿quieres algo?
  —Mmmm... No, gracias —dijo mamá, entre el sueño y la vigilia.
  Salí al pasillo y me puse de nuevo en modo ninja. Primero eché un vistazo al salón. Mi abuela continuaba dormida y mi tío continuaba viendo la película. Aprovechando el espacio dejado por su molesta esposa, se había tumbado en el sofá, y todo apuntaba a que muy pronto también se quedaría fuera de combate. Volví al pasillo y conteniendo la respiración pegué la oreja a la puerta del dormitorio de invitados. Me sorprendió escuchar lo mismo de antes: una voz grave hablando en voz muy baja, aunque esta vez le respondió otra más aguda, también susurrando. Pero no tanto, pues la propietaria de dicha voz no tenía por costumbre bajar el tono. Como ya habréis supuesto, mi tía Bárbara estaba dentro de la habitación. 
  Era una posibilidad que me había rondado la cabeza, pero no creí probable que llegara a pasar. Y quizá no pasase. A lo mejor, y a pesar del tónico, mi padre era lo bastante sensato como para hacer que su cuñada encajase el tercer rechazo de la tarde. Quien lo iba a decir, la buenorra de Barbi recibiendo calabazas mientras que Rocío, a quien ella consideraba mucho menos atractiva, andaba esquivando cipotes. Las voces continuaron hablando. Escuché risas y nuevos susurros, aunque esta vez solo masculinos. Tenía que saber qué coño estaba pasando allí dentro.
  Rezando para que no chirriase, giré el picaporte muy despacio y abrí una fina rendija en la puerta. El pasillo estaba en penumbra, así que la luz no me delataría. Contuve la respiración, acerqué un ojo a la rendija y lo que vi casi me hace gritar de pura rabia. Mi padre estaba de pie junto a la cama, dándome la espalda, con el bañador por las rodillas, dejando a la vista unas nalgas tan blancas como las tetas de una monja. Arrodillada frente a él estaba mi tía, con las manos apoyadas en los peludos muslos de su cuñado. Desde mi posición podía ver sus piernas flexionadas y la coleta morena balanceándose al ritmo de sus cabeceos, pues como es evidente le estaba comiendo el rabo.
  —Ufff... Así, así... Qué bien lo haces, joder... uff —animaba el taxista con voz cavernosa.
  Apreté los puños y a duras penas contuve las ganas de darle una patada a la puerta, entrar y darle de hostias a los dos. En la casa familiar, con sus respectivos cónyuges bajo el mismo techo, sin importarles nada más que su propio placer. Ni siquiera el tónico era una excusa. La noche en que preparé la mezcla, mi abuela se había tomado dos copas, el doble que ellos, y no me había saltado encima cual pantera en celo. De hecho, había tenido que vencer su inicial reticencia, y si no hubiese insistido no habría pasado nada. Esos dos podrían haberse contenido, pues el tónico no te obligaba a hacer nada que no deseases hacer. Estaba claro que mi padre fantaseaba con su cuñada desde hacía años, y ella simplemente era una zorra que se conformaba con cualquier verga cuando estaba caliente, como había demostrado la noche del bar. Incluso pensé en la posibilidad de que ya fuesen amantes, de ahí lo poco que habían tardado en lanzarse al fornicio.
  Movimientos dentro de la habitación me sacaron de mis furiosas cavilaciones. Mi padre agarró a Bárbara por los hombros y la hizo ponerse de pie, le subió el top y comenzó a comerle los pechos con avidez, chupando ruidosamente los pezones y gruñendo como un puto cerdo. Ella se dejaba hacer, con los ojos entornados y una sonrisa entre perversa y estúpida en su rostro barriobajero. 
  —Uhmm... No sabes las ganas que te tengo, cuñadita... ughmm —dijo el cerdo, con la voz amortiguada por las, todo hay que decirlo, impresionantes mamellas.
  —¡Uy que no! ¡Jaja! —graznó la muy perra, tan alto que la habrían escuchado en el salón de no haber estado encendido el televisor.
  —¡Sshhh! Baja la voz, hostia.
  Dicho esto, dejó de comer teta y le bajó los pantaloncitos fucsia, bajo los cuales no llevaba nada, cosa que era evidente por cómo se le marcaba la “pezuña de camello”. Barbi no acostumbraba a llevar el bikini debajo de la ropa, como hacía mi madre y la mayoría de las mujeres cuando van a un lugar con piscina. El excitado macho, cuya respiración se aceleraba cada vez más, la obligó a ponerse a cuatro patas en la cama, mirando hacia el lado contrario al que yo me encontraba. Le amasó las nalgas, bufando de pura excitación.
  —Qué culito de mulata tienes... ufff... Te voy a dar lo tuyo y lo de tu prima.
  —Qué fino eres, Antoñito... ¡Jajaja!
  Sin perder más tiempo, mi padre se escupió en la mano, la llevó a su entrepierna y se lubricó el miembro, algo que solo pude intuir pues seguía dándome la espalda. Vi contraerse sus nalgas cuando penetró a la mujer de su hermano con una fuerte embestida, a la que ella respondió apretando los labios para contener un gemido. Ya no quise ver nada más. Cuando mi padre comenzó a bombear, agarrado con ambas manos a ese “culito de mulata”, cerré la puerta tan despacio como la había abierto.
  Caminé por el pasillo despacio, con un nudo en el estómago, el corazón acelerado y el cerebro trabajando tan deprisa como le permitía el reciente consumo de psicotrópicos. Tenía que tomar una decisión: callarme como una puta y dejar que esos dos consumasen su vergonzoso adulterio, confiando en que nadie los pillase, o bien darle una patada al avispero. Por un momento me vino a la mente la imagen de Doña Paz atravesando con un sable el cuello de su marido. No quería matar a mi padre, pero exponer su infidelidad podía borrarlo del mapa, enterrar de una vez aquel matrimonio que llevaba años moribundo. 
  Era muy poco probable que mi madre lo perdonase, a pesar de que ella misma le había puesto los cuernos, tanto conmigo como con uno de mis profesores, hacía años. El taxista podría haberse librado de un escarceo normal con una desconocida, pero un polvo semi-incestuoso con su cuñada, en casa de su propia madre, con toda la familia presente... No. El viejo no se libraría ni aunque Jesucristo en persona bajase a defenderlo. Era posible que el buenazo de mi tío Pablo perdonase a su casquivana esposa, pero sería repudiada por el resto de la familia, y durante toda su vida cargaría con el estigma de ser la calentorra que se folló al hermano de su marido.
  Entré en mi habitación y me quedé unos segundos mirándola. Se había quedado dormida, en una nada elegante y despreocupada postura, casi indecorosa, fruto de la confianza que le daba compartir  cuarto con su propio hijo, para quien cada vez tenía menos secretos. Observé su rostro, juvenil para una cuarentona pero con los trazos de experiencia y personalidad que aportaba la madurez. Me partía el corazón hacerla pasar por aquello, pero como diría Doña Paz hacía falta una catarsis. 
  Le agarré el hombro y la sacudí un poco, sin brusquedad. Ella ronroneó, frunció el ceño y dio un manotazo al aire, moviéndose tan despacio como si estuviese bajo el agua y sin abrir los ojos.
  —Carlos... Joder... déjame dormir.
  —Despierta. Tienes que ver una cosa —dije, sacudiéndola un poco más fuerte.
  —Qué pesado... Como te la estés cascando te juro que te...
  No pude evitar sonreír cuando dijo eso. Ah, me conocía tan bien. Por fin despegó los párpados y me miró. Como toda buena madre, en cuanto me vio la cara supo que algo no iba bien. Se desperezó y apoyó un codo en el colchón, con gesto interrogante.
  —¿Qué es lo que pasa, cariño? Estás muy raro... ¿Te está dando un amarillo?
  —No, estoy bien. Ven conmigo.
  La cogí de la mano y se dejó llevar hasta la puerta de la habitación, reticente pero sin oponer resistencia. Llegamos a la puerta del dormitorio de invitados y respiré hondo.
  —¿Por qué me traes aquí? ¿Qué es lo que...? —comenzó a decir, hasta que sus ojos se clavaron en la madera de la puerta, abiertos y brillantes.
  Desde donde estábamos podían escucharse los desagradables gruñidos de un hombre, los rápidos gemidos de una mujer y los crujidos de un viejo colchón. Abrió la puerta, con tanta fuerza que el picaporte del lado contrario golpeó la pared de la habitación, y entró. La parejita estaba tan concentrada en su frenético folleteo que no se dieron cuenta hasta que la recién llegada habló. No gritó. Su voz sonó tensa y grave, como si le faltase el aliento.
  —No me jodas... —dijo mi madre. Entonces cogió aire y soltó el primero de los muchos gritos que se escucharían esa tarde en la casa— ¡No me jodas!
  Los amantes reaccionaron como si les hubiesen dado una descarga eléctrica. Mi padre se giró y dio un paso atrás, el rostro sudoroso y enrojecido, la polla erecta balanceándose de lado a lado, empapada en fluidos. Bárbara dio un brinco y quedó de rodillas en la cama, la entrepierna brillante por la humedad y el rostro deformado en una mueca de desconcierto. Durante un segundo, tal vez dos, la escena quedó congelada. Solo se escuchaban los jadeos del taxista, que intentaba recuperar el aliento y tragar saliva para hablar. Cuando lo consiguió, el hielo estalló en mil pedazos.
  —Ro-Rocío... Tranquila...
  Rocío estaba a mil putos kilómetros de estar tranquila. Tras darle un empujón a su marido que le hizo trastabillar hacia atrás y chocar con una mesita de noche, mi madre se acercó a la cama, agarró la larga coleta de su cuñada y la arrastró al suelo. Bárbara cayó de espaldas, despatarrada y pataleando para intentar librarse de su sorprendentemente fuerte agresora.
  —¿En serio? ¡¿En serio?! —gritó mamá, esquivando patadas e intentando golpear el rostro de Barbi, que se cubría con los brazos— ¿Con el hermano... de tu marido? ¿En casa de tu suegra... y delante de mis narices? ¡¿En serio, pedazo de perra?!
  —¡Aaagh! ¡Suelta! ¡Suéltame, enana de los cojones! —chilló mi tía, a pleno pulmón.
  Como todo el mundo sabe, cualquier hombre heterosexual que detenga una pelea de mujeres merece ser apaleado y expulsado del género masculino, pero siendo una de esas mujeres mi santa madre me vi obligado a intervenir, ya que aunque iba ganando gracias al factor sorpresa, su cuñada era más grande y sin duda tenía más experiencia en “peleas de gatas”. Era cuestión de tiempo que se volviesen las tornas y no quería que mamá sufriese, además, daño físico. Me acerqué al remolino de brazos y piernas bronceadas y la agarré desde atrás, inmovilizando sus brazos contra el tronco. No me avergüenza admitir que me costó mucho sujetarla. Además de la fuerza alimentada por la rabia, su menudo cuerpo estaba resbaladizo por el sudor y no paraba de retorcerse y dar patadas al aire.
  —¡Suelta! —me gritó— ¡Suelta que le parto la boca a esa guarra!
  A todo esto, mi padre estaba más preocupado en atarse el cordón del bañador que en intervenir en la trifulca. A pesar de todo, no se le había bajado la erección y formaba un delator bulto en su entrepierna, bastante cómico dadas las circunstancias. También miraba hacia los lados, como si intentase decidir si era mejor escapar por la puerta o por la ventana. 
  —¿Qué me vas a partir tú, eh? —graznó Bárbara, desafiante— ¡Vete a fumar porros con el inútil de tu hijo! 
  —¡A mi hijo ni lo mientes, perra!
  En ese momento el instinto maternal salió a la superficie y operó en ella un cambio comparable al de Son Goku cuando se le ponía el pelo amarillo. Su fuerza de combate aumentó a niveles estratosféricos y se libró de mi presa levantando los brazos, se lanzó hacia adelante y le propinó tremendo puñetazo en toda la jeta a su cuñada, quien quedó sentada en el suelo tapándose la cara y profiriendo una desagradable mezcla de gemidos y aullidos.
  Conseguí sujetarla de nuevo y apartarla de su contrincante. Ya se resistía menos, temblaba de pies a cabeza y su piel ardía como si tuviese fiebre. Volvió el rostro hacia su marido, con los ojos derramando ya gruesas lágrimas.
  —¿Y tú no dices nada, eh? —le gritó al pasmado taxista. En ese momento la voz de mi madre se transformó en un tembloroso sollozo— ¡¿Tú no dices nada... cabrón?!
  —¿Pero qué es lo que pasa aquí? —preguntó una nueva voz.
  Todos giramos la cabeza hacia la puerta. Mi tío Pablo, confuso, paseaba los ojos por toda la habitación. Su mujer sentada en el suelo sangrando por la nariz, con tetas y coño al aire. Su hermano empalmado. Su sobrino sujetando a su madre en bikini, quien comenzaba a sufrir un ataque de ansiedad. Buena pregunta, tito.
  Para describir todo lo que ocurrió a continuación necesitaría muchas páginas, así que trataré de resumirlo diciendo que la generalmente tranquila vivienda rural se convirtió en un caos de gritos, llantos e insultos. Mi pobre abuela lloraba y se llevaba las manos a la cabeza o al pecho, sin entender muy bien lo que había ocurrido. Por suerte, Pablo no era un tipo violento y no hubo más golpes, aunque mi padre, en el calor de la discusión, se llevó algún empujón de su robusto hermano, para espanto de la madre de ambos. Bárbara gritaba sin parar, más preocupada por su nariz sangrante que por el descarado adulterio. Mi madre se derrumbó entre mis brazos, y yo me dediqué a reconfortarla y protegerla de la vorágine que nos rodeaba.
  Al cabo de casi una hora, mi padre se subió a su taxi y se marchó. Mi tío agarró a su esposa por el brazo, con el top blanco manchado de sangre y aún desnuda de cintura para abajo, la metió en el coche y también se fueron. Estaba claro que mi familia no volvería a ser la misma, y en ese momento no sabía muy bien cómo sentirme. 


  Horas más tarde, estaba sentado a la mesa de la cocina. Cerca de mí estaba mi madre, más tranquila, con los ojos enrojecidos por el llanto y afónica de tanto gritar. Se había dado una ducha y cambiado la parte inferior del bikini por unas braguitas normales, escondidas bajo el pareo floreado que usaba a modo de falda. Bajo la colorida camiseta no llevaba nada, y no le importaba que se le marcasen los pezones. El puñetazo propinado a su pérfida cuñada le había dañado la mano, envuelta en un vendaje con un bálsamo natural preparado por su suegra, en cuyos ojos verdes también eran visibles los estragos de la nefasta tarde. Ambas bebían infusión de tila y estaban sentadas hombro con hombro. La pelirroja tenía una mano en el hombro de la mujercita de pelo castaño y con la otra le acariciaba el brazo.
  Levaban horas hablando, y yo escuchándolas, interviniendo poco y limitándome a cogerle la mano a mi madre de vez en cuando, para que no olvidase que estaba allí, con ella. No me sentía demasiado culpable por lo que había ocurrido, aunque hubiese preferido un desenlace menos violento, sin golpes ni tanto drama. Pero así eran las catarsis, supongo. Sobre todo, estaba cabreado conmigo mismo por haber olvidado los restos de vino con tónico. Al final iba a ser verdad que los porros afectaban a la memoria.
  —No... No se qué hacer ahora —dijo mamá, ronca y pesarosa, mirando el fondo de su taza—. No quiero volver a casa con ese... con ese...
  —Ni falta que hace. Tú te quedas aquí conmigo —me apresuré a decir. 
  Le agarré la mano y me incliné para darle un rápido beso en el dorso. Ella me miró, con una sonrisa tierna y triste en los labios. Mi abuela le acarició la otra mano y apoyó mi idea.
  —Claro que sí, cielo. Hay camas de sobra.
  —Y tanto. Que se lo digan a mi padre y a Bárb... —No llegué a terminar la frase porque ambas mujeres me fulminaron con la mirada. Demasiado pronto para hacer bromas.
  —Gracias, Feli, pero... ¿No es un poco raro? No sé, quedarme en casa de mi suegra después de...
  —¡No digas tonterías! —exclamó la generosa anfitriona—. Para mí eres una hija, y lo que te ha hecho Antonio... no tiene nombre. Va a pasar mucho tiempo antes de que le deje poner un pie en esta casa, te lo digo yo. Y de Bárbara mejor ni hablo. Ese pedazo de... de...
  —Vamos, dilo. No te cortes —la animé, malicioso.
  —No te esfuerces. La abuela nunca dice palabrotas —dijo mi madre.
  —¡Uy que no! Tú no la conoces tan bien como yo, mami. Si le tiras de la lengua las termina soltando —expliqué. Me miró un poco alarmada por encima de las gafas, quizá temiendo que revelase algo sobre las circunstancias en las que la había hecho decir guarradas—. Venga, dilo. Desahógate. 
  —Ese pedazo de... ¡putón! —soltó al fin, tras coger aire.
  Mi madre y yo nos miramos durante un segundo y acto seguido nos echamos a reír a carcajadas. Cero que fue otra catarsis, aunque si os soy sincero nunca he estado seguro de lo que significa esa palabra.


  La noche fue tranquila. Mamá solo volvió a llorar un poco después de cenar, se tomó otra tila y nos fuimos a dormir temprano, agotados por la intensa jornada. Compartimos habitación, pero no intenté nada inapropiado. No estaba el horno para bollos, como se suele decir. Además, habría sido rastrero incluso para mí aprovecharme del estado tan vulnerable en que se encontraba. Con papá fuera del mapa, puede que para siempre, la oportunidad de volver a meterme entre sus piernas surgiría tarde o temprano.
  La abuela le había prestado su camisón más pequeño, una liviana prenda blanca con tirantes de encaje que le llegaba por las rodillas, mientras que a su propietaria original seguramente no alcanzaba a cubrirle las nalgas por completo. Se durmió hecha un ovillo, con las manos bajo la almohada y el corto cabello despeinado. A la luz de la luna que se colaba por la ventana abierta, parecía una huerfanita de otra época que soñaba con ser adoptada después de un día horrible.
  Yo me quedé despierto un rato, mirando al techo. De todos los asuntos que tenía en la cabeza, el que más fuerte sonaba, silenciando a los demás, era el rencor hacia mi tía Bárbara. Puede que mi padre tuviese la mitad de la culpa, puede que el tónico la hubiese llevado más lejos de lo que habría ido en circunstancias normales, pero para mí era la principal culpable de lo mal que lo estaban pasando su cuñada y su suegra. Se lo había advertido. Aquella noche en el bar, después de verla gozar con tres pollas al mismo tiempo, me había puesto duro y le había dejado claro que no volviese a hacer sufrir a mi abuela o se lo haría pagar. Y estaba dispuesto a cumplir mi palabra. Mi castigo sería peor que el puñetazo propinado por mi madre, y fantaseando con mi futura venganza me quedé dormido.


  El lunes amaneció nublado, lo cual sustituyó el calor seco por un pegajoso bochorno. Lo primero que hice al despertar fue mirar hacia mi compañera de habitación y lo que encontré fue una cama vacía, con las sábanas perfectamente estiradas sobre el colchón, como si nadie hubiese dormido allí. Por un momento me temí lo peor: que el adúltero taxista hubiese ido a por su esposa. Era poco probable. Ni ella era tan estúpida como para que pudiese engatusarla con disculpas y lloriqueos, ni él era capaz de llevársela por la fuerza. 
  Respiré aliviado cuando se abrió la puerta de la habitación y entró, vestida de nuevo con el atuendo hippie del día anterior (no tenía más ropa, cosa que habría que solucionar si iba a quedarse una temporada). Se acercó a mi cama y se sentó, con una pierna doblada sobre el colchón, mirándome con su habitual sonrisa irónica, dulcificada por un matiz de tristeza. 
  —Arriba, pedazo de vago, que llegas tarde al trabajo —me dijo, apartándome el pelo del rostro.
  Eso me recordó que era lunes y tenía que ir a trabajar. Hubiese preferido quedarme en casa con ella, pero también sentía curiosidad por cómo iban las cosas en la mansión. No había tenido noticias de Doña Paz desde el sábado y quería saber si mi nueva amiga y heroína se encontraba bien.
  —¿No me das un besito de buenos días? —dije. 
  Por supuesto que iba a dármelo. Se inclinó para besarme en la mejilla pero no dudé en buscar sus labios con los míos, al mismo tiempo que la abrazaba de forma que nuestros pechos se unieron. Estaba recién duchada, pues tenía el pelo húmedo y su piel olía al aceite hidratante que usaba después de secarse (no me gustaba llamarlo “aceite para bebés”, sobre todo después de haberlo usado como lubricante anal con mi abuela). Durante un glorioso minutos nuestras lenguas jugaron, nos acariciamos y mi erección matutina alcanzó un nivel de dureza diamantino. Cuando giré el cuerpo y notó el bulto presionando contra su vientre se incorporó de golpe, mirando hacia la puerta.
  —Ya vale... —dijo. Era obvio que tenía tantas ganas como yo de continuar. Respiró hondo y de nuevo hizo el gesto de colocarse el flequillo inexistente. Iba a tardar un tiempo en librarse de aquel tic—. Debería ir a ayudar a tu abuela con el desayuno.
  —Creo que puede encargarse sola de un par de tostadas y una cafetera. —Intenté atraerla de nuevo hacia mi cuerpo pero se resistió.
  —Carlos, no seas pesado. Ya habrá tiempo para eso —me regañó, como si le estuviese pidiendo que jugásemos al parchís. La sonrisa asimétrica se ensanchó, aunque la pena no desapareció de sus ojos—. Además... Muy pronto voy a estar soltera.
  —Entonces... ¿Os vais a divorciar? —pregunté, intentando disimular la alegría que me producía la noticia. Después de todo, iba a salir algo bueno del último desastre causado por el tónico.
  —Si, hijo —admitió. Suspiró y se quedó mirando la pared, mientras me acariciaba el brazo distraídamente—. Ya llevaba un tiempo pensándolo, y lo que pasó ayer... No es que haya sido la gota que colma el vaso, es que el vaso ha reventado. He estado hablando con la abuela y me voy a quedar aquí hasta que arreglemos lo del piso, el papeleo y todo eso... Siempre que tú también te quedes, claro. Sería raro vivir sola con mi suegra, por muy amigas que seamos.
  —Pues claro que me quedo. No se me ha perdido nada en la ciudad —dije. Le acaricié la pantorrilla, que quedaba al alcance de mi mano, sin intenciones libidinosas—. Conmigo puedes contar siempre, mami. No te voy a dejar sola.
  Como era de esperar, mis palabras la emocionaron. Los ojos color miel se humedecieron y tuvo que secarse un par de lágrimas con el bajo de su pareo floreado. Sin embargo, la tristeza desapareció de su sonrisa, sustituida por ternura y un matiz de alivio. Miró hacia la puerta y ladeó la cabeza para captar mejor los sonidos que llegaban desde la cocina. Nuestra querida anfitriona seguía a lo suyo, y si se le ocurría venir a mi habitación escucharíamos sus pasos por el largo pasillo. Mi madre se inclinó de nuevo sobre mí, besando mis labios muy despacio mientras me acariciaba el torso.
  —Te quiero —susurré, cerca de su oído.
  Creo que por primera vez se dio cuenta de que ese “te quiero” no era el de un hijo demostrándole amor a su madre, sino que había algo más. Levantó el rostro y me miró a los ojos unos segundos, dejando que me sumergiese en ellos, desafiándome a encontrar un tesoro en sus profundidades. No me respondió con el habitual y maternal “yo también te quiero”, sino que estampó un dulce beso en la punta de mi prominente nariz y se marcó un Han Solo cuando simplemente dijo:
  —Lo se.

  
  Después de un agradable desayuno con mis dos compañeras de casa, me puse el uniforme a toda prisa y me subí al Land-Rover, listo para una nueva jornada de trabajo. Estaba de buen humor, y no me afectaba el manto de nubes grises que ocultaba el rabioso sol veraniego. En cuanto llegué a la finca supe que no iba a ser un día como los demás. Frente a la puerta de la mansión había varios coches de policía, y un par de vehículos de colores oscuros, como los que suelen usar los maderos cuando van de incógnito.
  Sin llamar la atención, entré en el garaje y aparqué donde siempre. No había rastro de Klaus. En el lugar que solía ocupar el Mercedes blanco me esperaba un elegante, aunque no tan bonito, Rolls-Royce color burdeos. Matías salió a recibirme limpiándose las manos con un trapo, ansioso por hablar con alguien.
  —¿Qué pasa, compadre? ¿Qué hace aquí la pasma? —pregunté.
  El mecánico miró a un lado y a otro, con los labios tensos bajo su frondoso bigote y aire conspirador. 
  —Un amigo de seguridad me ha contado algo... Pero todavía no lo sabe nadie. Que no salga de aquí, ¿estamos?
  —Descuida. 
  —Parece que Montillo, el de los cerdos, se ha cargado al alcalde. 
  Dicho esto me miró fijamente, esperando mi reacción. Aquella mañana yo aún no sabía nada del falso crimen orquestado por Doña Paz, así que las palabras del mecánico me sorprendieron de verdad.
  —¿Qué dices, hombre?
  —Lo que oyes, chaval. Dicen que hace un par de días lo pilló follándose a una de sus hijas, y al desgraciado se le fue la cabeza y le cortó el pescuezo. 
  —No me jodas.
  —Ya ves. La policía está hablando con la alcaldesa y debe ir para largo... Por cierto, me han dicho que te diga que tienes la mañana libre. Libras más que un maestro, macho. Si lo se me hago chófer.
  —Eh... ya ves. Oye, ¿dónde está Klaus? —pregunté.
  —Doña Paz se lo llevó el viernes cuando yo no estaba. Dice que lo han mandado a Alemania para hacerle no se qué ajustes —explicó Matías. Por suerte, el mecánico no relacionó la desaparición del Mercedes con el crimen, aunque de inmediato regresó al tema—. Hay que joderse... Con los pibones que dicen que se follaba el alcalde, y le da por enredar con las hijas del Montillo, que además de feas dicen que son medio subnormales, como su hermano. ¡Si es que los ricos tienen mucho vicio!
  —Ya te digo.
  Me quedé allí unos diez minutos, comentando con mi colega el inusual acontecimiento que había conmocionado a toda la finca, y que horrorizaría a todo el país cuando se hiciese público. Cuando me despedí y me disponía a irme, recordé el plan que había comenzado a urdir la noche anterior.
  —Oye, ¿me podrías dar unas cuantas bridas de esas de plástico? —pregunté, en tono casual—. Se ha caído un canalón en casa de mi abuela y tengo que arreglarlo.
  —¿Con bridas? Pero no me seas chapuzas, hombre, ¡ja ja!
  —Joder, es para sujetarlo hasta que lo pueda arreglar en condiciones. ¿Tienes o no?
  —Yo tengo de todo, compadre... Menos dinero en el banco, ¡ja ja!
  Con unas cuantas bridas negras de plástico en el bolsillo, regresé a mi vehículo y abandoné la finca, no sin antes echar un último vistazo a los coches patrulla y preguntarme qué le estaría contando Doña Paz a los polis. Había matado a cinco personas (sin contar a los semi-humanos), y no me cabía duda de que gracias a su ingenio y a su fortuna se iría de rositas.
  Puse rumbo a la ciudad, pero no a mi barrio. Paré en un supermercado al azar y compré un par de botellas de vino, del más barato que había. Conduje una media hora hasta llegar a un edificio de fachada blanca y naranja, más moderno que aquel en el que yo me había criado. Mi tío Pablo y su mujer habían comprado el piso sobre plano, antes de casarse. Un piso de tres habitaciones, con dos baños (uno muy pequeño), terraza y lavadero, mucho más grande que el de mis padres.
  Aparqué cerca y me quité la parte superior del uniforme, sustituyéndola por una de mis viejas camisetas. Bajé del Land-Rover con la bolsa del supermercado y cuando llegué al portal el portero (portero físico, todo un lujo) me dejó pasar, pues me reconoció sin problema. Antes de nada bajé al aparcamiento subterráneo y comprobé que el Audi de mi tío no estaba en su plaza, y por lo tanto su propietario no estaba en casa. Lo más normal un lunes por la mañana, aunque teniendo en cuenta los acontecimientos del día anterior era mejor asegurarse.
  Volví al ascensor y presioné el botón del cuarto piso, silbando una alegre melodía. Era hora de darle una lección a una tal Bárbara. Barbi para los amigos.



CONTINUARÁ...





5 comentarios:

  1. Broooooooooo no hubo sexo como tal tal, me adore este capítulo, lo de que esta comiendo más de lo normal la mamá y ese "te quiero" que me derritió el corazón ♥, 10/10, quisiera que esta serie nunca acabe

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  2. El te amo de la mamá fue hermoso, quiero ver como se desarrolla la relación entre Carlos, su mamá y su abuela mientras viven juntos, quien sabe tal vez las consigue a las 2 juntas al final

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  3. Me encanta, espero que por los detalles que se dan la mamá este embarazada, sería delicioso

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  4. Cada vez más perfecta está historia, veamos como maneja Carlos a su tía

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  5. Un amigo que la recomendó en todorelatos y la leí de corrido en 1 semana, ahora apoyo desee acá, gran historia y grandes milfs

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