03 junio 2023

EL TÓNICO FAMILIAR. (19)



  La mañana del miércoles desperté con resaca y aún algo colocado, confuso, hambriento y por supuesto empalmado. Me quedé unos minutos tumbado mirando al techo, al igual que mi polla, escuchando el canto de los pajarillos campestres y haciéndome a la idea de que lo ocurrido la noche anterior no había sido un sueño. Me gustase o no, había ocurrido y tenía que manejar la situación con sentido común y prudencia (dos virtudes de las que no ando sobrado, como ya sabéis).
  Desde la cocina me llegó la característica mezcla de sonidos de una mujer cocinando acompañada de un suave canturreo. Mi anfitriona estaba preparando el desayuno, al parecer de buen humor, cosa que me hizo sentir una punzada de celos. En mi cabeza escuchaba con claridad sus gemidos y suspiros dentro del vestidor, volví a sentir la frustración de no poder ver lo que ocurría y la confusión al descubrir que, sin la ayuda del tónico, a mi jefa le había resultado muy fácil arrastrar a mi abuela al barro de los placeres lésbicos. 
  Decidí despejarme con una ducha antes de enfrentarme a lo que me esperaba en la cocina y al entrar en el baño me sobresalté al ver algo pequeño y rosado moviéndose en el suelo. Frasquito. Ya ni me acordaba del puto cochinillo. El muy cerdo había volcado el cesto de la ropa sucia y había prendas esturreadas por el suelo, tanto mías como de la señora de la casa, y era con estas últimas con las que el animal se divertía, frotándolas con el hocico y revolcándose sobre ellas. Estaba obsesionado con el olor de su ama, y no podía culparlo. Lo levanté del suelo con cuidado y el excitado lechón se revolvió como un pez recién pescado, soltando graciosos gruñidos.
  —Largo de aquí, puerco —dije, antes de dejarlo en el pasillo y cerrar la puerta.
  Volví a colocar el cesto de mimbre en su lugar y comencé a recoger las prendas esparcidas sobre las limpias baldosas. Me detuve al encontrar las braguitas verdes con transparencias y encajes, las mismas que yo había comprado y que la noche anterior se habían sin duda humedecido mientras la alcaldesa acariciaba y besaba los abundantes encantos de su propietaria. Nunca he sido muy aficionado a olisquear ropa interior, pero no pude evitar llevarme esas bragas al rostro, cubrir con ellas mi prominente napia y aspirar el familiar aroma, cosa que contribuyó a reafirmar la erección, que había perdido fuerza por la aparición del cerdo.
  Estuve tentado de acercarme al lavabo y descargar el contenido de mis huevos en el sumidero con la arrugada prenda apretada contra el rostro, o envolver con ella mi verga y darle al manubrio hasta que el semen rezumase por los finos encajes. No lo hice. Recordemos que mi abuela me había castigado una semana sin sexo, y no quería darle otro motivo para enfadarse. Además, me interesaba mantener el empalme en todo su esplendor para estudiar su reacción al verlo e intentar deducir si aún le interesaban los miembros viriles o si su acaudalada amiga la había convertido en bollera irremediablemente. Sí, reconozco que en aquella época era algo ignorante y pensaba que la homosexualidad funcionaba de forma parecida al vampirismo.
  Tras ducharme me puse solamente unos boxers, holgados y cómodos, y fui a la cocina luciendo sin recato mi juvenil y fibroso cuerpo de metro sesenta y dos. La fornida cocinera revoloteaba de la encimera a la mesa, sirviendo el habitual y copioso desayuno campero, vestida con menos recato del que nunca había visto en ella. Llevaba puesto solamente una de sus finas batas floreadas, la más corta que tenía, dejando al aire la mitad de sus muslazos y una buena ración de canalillo, cerrada con tal descuido que se la podría haber arrebatado con un par de tirones. La sonrisa perenne, el rubor en las mejillas y el brillo en los ojos verdes indicaban que la noche anterior había disfrutado de uno o varios orgasmos. Y aquella vez yo no era quien se los había proporcionado. Los celos volvieron a patearme el estómago, sobre todo al ser consciente de que en un rato tendría que ver el altivo rostro de la alcaldesa. 
  —¡Buenos días, cielo! ¿Has dormido bien? —saludó mi abuela. Sus enormes ubres se bambolearon y rozaron mi torso cuando se inclinó para besarme en la cara.
  Verme en ropa interior y empalmado era algo a lo que estaba acostumbrada, así que apenas dedicó una mirada de reojo al llamativo bulto en mis boxers. Me senté a la mesa como si nada, con las piernas separadas para que la tienda de campaña fuese bien visible. No ocupé el asiento situado frente al suyo al otro lado de la mesa, como de costumbre, sino que me acomodé en la silla más próxima a la suya, hecho que no le llamó la atención. 
  —Si, he dormido como un tronco. No se a ti, pero a mi la cenita de anoche me dejó agotado —dije, con un leve tono malicioso.
  —¡Uy! Y a mí también, hijo. No estoy acostumbrada a acostarme tan tarde —dijo ella, sin dar muestras de haberlo percibido.
  Aposentó sus mullidas nalgas en la silla y atacó una enorme tostada, dándole un mordisco que dejó brillantes rastros de mermelada en sus labios, ya de por sí apetecibles. Con la otra mano removía un tazón de café con leche y estaba tan inclinada hacia adelante que las desmesuradas tetas se apoyaban en el mantel, recibiendo una lluvia de diminutas migas de pan. De nuevo, su forma de comer, más ansiosa de lo habitual, delataba cierto nerviosismo. Para una mujer como ella, desayunar con su nieto la mañana siguiente a su primera vivencia lésbica debía ser una experiencia extraña. Otra más de las situaciones inusuales que perturbaban su hasta entonces tranquila vida rural desde que me había mudado con ella.
  —Pero lo pasaste bien, ¿verdad? —pregunté, untando con maquiavélica parsimonia mi tostada.
  —Mmmf... Umff. —Trago de café con leche—. Muy bien, tesoro. Por cierto, perdona si te ignoré un poco. Seguro que te aburriste como una ostra. Pobrecito...
  Acompañó la disculpa con una breve caricia en la mejilla. Sonriendo, le devolví el reconfortante gesto llevando la mano hasta su rodilla y moviéndola hasta la mitad del muslo, al descubierto gracias a su despreocupado atuendo de aquella mañana. 
  —No pasa nada. Lo importante es que tú te divirtieses. 

  Otro ávido mordisco provocó una lluvia de migas sobre su escote e infló sus ya de por sí rollizas mejillas, cuyo saludable rubor aumentaba a medida que hablábamos. Sonrió y asintió con la cabeza mientras masticaba. Mi mano continuaba en su muslo y el tacto de su piel, suave y cálida, hizo palpitar mi verga bajo la tensa tela de mis gayumbos. No pensaba ir tan lejos como para revelarle que sabía su secreto, pero tampoco pude evitar divertirme un poco a su costa, provocando en su maduro y encantador rostro pecoso esas reacciones propias de una niña que intenta ocultar una travesura.
  —Dime... Ahora que Doña Paz y tú os habéis hecho tan amigas supongo que os veréis más a menudo, ¿no? 
  No había nada sospechoso en mi pregunta, aparte de una sutil socarronería en el tono (de nuevo reparé en lo mucho que me parecía a veces a mi madre), pero bastó para hacer que mi abuela se atragantase un poco y tuviese que dar un urgente sorbo a su tazón, antes de dedicarme otra sonrisa nerviosa.
  —Bueno, nos veremos en misa, como siempre.
  —El domingo pasado no fuiste a misa.
  —Eso fue porque aún no han mandado a un cura nuevo, pero me han dicho que llega esta semana, así que este domingo si que iré —explicó la devota pelirroja.
  —Y si no llega, podemos rezar tú y yo, como aquella vez —dije, con un descarado tono lascivo.
  Obviamente me refería al episodio de la “paja santa”, cuando la hice santiguarse una y otra vez con mi polla apretada bajo su axila hasta que acabé disparando mi sacrílego semen en su cristiano rostro. El recuerdo la hizo mirar al techo y soltar un suspiro, aunque la leve curva en sus labios indicaba que no se arrepentía de lo ocurrido.
  —Ains... Voy a ir al infierno por tu culpa, tunante.
  —Qué vas a ir, con lo buena que eres.
  Reforcé mis palabras con un casto beso en su mejilla y mi mano ascendió unos centímetros por su muslo. Ella soltó una risita y decidí apretar un poco más con el tema de la alcaldesa.
  —¿Y por qué no la invitas a cenar aquí?
  —¿Eh? ¿A quien?
  —Pues a Doña Paz. A quién va a ser.
  —Ay, no se, hijo. Una mujer acostumbrada a tanto lujo... 
  —No tienes nada de lo que avergonzarte. Ya quisieran muchos tener una casa como esta.
  —Bueno, eso es verdad. Hay mucho necesitado en el mundo que no tiene ni para comer.
  —Si viene tienes que llevarla al gallinero. Quiero ver esa ropa tan cara que lleva manchada de mierda de gallina.
  —¡Ay, no seas malo, Carlitos! —me regañó, pero conteniendo la risa.
  —Hablando de ropa, estabas impresionante anoche con el vestido nuevo y esos zapatos.
  —Gracias, tesoro. —Bebió más café y me dio otra breve caricia maternal en la cara.
  —Me pasé toda la cena caliente por tu culpa —afirmé, y en cierto modo era verdad.
  —Tú te pones caliente con una mosca que pase, granuja —bromeó, aunque era evidente que se sentía halagada.
  —Y además llevabas puesta la lencería que te regalé, no te creas que no lo se. La he visto en el cesto de la ropa sucia.
  —¡Pero bueno! ¿Es que ahora hurgas en mi ropa sucia?
  —Eh, tranquila, que no soy un huelebragas. Frasquito ha tirado el cesto y lo he recogido.
  —Vaya por Dios... Habrá que dejar cerrada la puerta del baño para que no entre. No es que me de asco el pobrecito pero un animal es un animal.
  Ignoré su intento de cambiar de tema y la creciente calentura me llevó a precipitarme. Mi mano terminó el recorrido por su muslazo hasta llegar a la entrepierna y mis dedos llegaron a tocar el sedoso y rojizo vello púbico, lo cual indicaba que esa mañana no se había puesto bragas, algo tan impropio de ella que me hizo caer en el error de pensar que buscaba provocarme.
  —¿Volverás a vestirte así para mí? —dije, cerca de su oreja, al tiempo que intentaba deslizar mis dedos en la carnosidad de su coño.
  Su respuesta consistió en cruzar las piernas de golpe, un movimiento que podría haberme roto la muñeca si hubiese tenido menos reflejos. Suspirando, enderezó la espalda y se sacudió del escote las migas de pan con enérgicos movimientos, uno de los cuales abrió su bata lo suficiente para mostrar parte de un delicioso pezón. De inmediato se cerró la prenda sobre el pecho y me dedicó una mirada de reproche y enojo.
  —¿Cómo tengo que decirte que estás castigado hasta el lunes? Al final vas a hacer que me enfade de verdad, Carlitos.
  —¿De verdad me vas a tener así hasta el lunes? —me lamenté, señalando con ambas manos el bulto en mi entrepierna.
  —Lo que me hiciste estuvo muy mal y tienes que aprender la lección. Así no se trata a una mujer y mucho menos a tu abuela, así que te aguantas, y como te pongas muy pesado te alargo el castigo, ¿eh? Que yo seré muy buena pero si me enfado de verdad...
  Se levantó de la mesa y me torturó con un primer plano de sus tremendas nalgas antes de alejarse hacia el fregadero con el tazón vacío y el plato sucio (no me preguntéis cómo ni cuando pero se había comido entera la enorme tostada). No había dicho nada que no fuese cierto. Por muy dulce, generosa y bonachona que fuese, si la llevabas al límite podías encontrarte con una guerrera vikinga. Aún recordaba muy bien su bofetada, por no hablar del sartenazo con el que me dejó fuera de combate la primera vez que probé el tónico e intenté forzarla. 
  —Está bien. Te dejaré en paz hasta el lunes —me rendí. 
  Mi tono abatido mientras mordía con desgana mi tostada la conmovió e hizo resurgir su naturaleza servicial e indulgente. Tras dejar los cacharros en el fregadero regresó a la mesa, se inclinó y me dio un beso en la frente, regalándome una inmejorable vista de los pechos que pugnaban por escapar de la fina bata. Antes de incorporarse, habló en voz muy baja cerca de mi rostro.
  —Ten paciencia, bribón. Si te portas bien, te prometo que el lunes por la noche me vestiré como quieras y te dejaré hacerme eso que tanto te gusta, ¿vale?
  —¿Eso... eso que tanto me gusta? —balbucí, aturdido por el tremendo calentón que llevaba en ese momento y esforzándome heroicamente por no agarrarme a esas mamellas como un puto koala.
  —Ay, hijo... ya sabes... lo de darme por detrás.
  —¿En serio? ¿Pero no es eso por lo que estoy castigado?
  —No seas tonto. Estás castigado porque me lo hiciste de repente y me dolió, pero la otra vez, en la bañera... La verdad es que me gustó mucho. 
  Dicho esto, me besó en los labios tan rápido que no me dio tiempo a reaccionar y se alejó de nuevo hacia el fregadero, contoneándose para reforzar su promesa y darme a entender que ese culazo sería mío de nuevo si me comportaba como un nieto modélico durante el resto de la condena. Podía conseguirlo si me lo proponía. Al fin y al cabo ya no estaba bajo los efectos del brebaje y podía resistir la tentación de saltarle encima cual mandril en celo. Además, dejar durante una semana el sexo con mi anfitriona me permitiría centrarme en mi complicada relación con mi madre (relación que, por supuesto, se complicaría mucho más en un futuro cercano).
  —Venga, termina de desayunar y ve a vestirte. No vayas a llegar tarde al trabajo —me apremió la susodicha anfitriona.
  —No pasa nada. Al fin y al cabo mi abuelita es amiga íntima de mi jefa —bromeé, arriesgándome a usar la palabra “íntima”. Por suerte ella no advirtió el torpe juego de palabras y me respondió de buen humor, sin alterarse lo más mínimo.
  —Anda, anda... No seas liante.
  Me fui a trabajar de buen humor, a pesar de no haber conseguido desahogarme y con una erección intermitente que me acompañaría durante horas. En mi calenturienta cabeza, daba por hecho que mi abuela no se había vuelto lesbiana, ya que su promesa dejaba claro no solo que le gustaban las pollas sino que le encantaba el sexo anal (siempre y cuando no fuese a traición, claro). Culpé de lo ocurrido la noche anterior al alcohol y a las dotes de persuasión de la taimada alcaldesa, sin tener en cuenta de nuevo la existencia de la bisexualidad. Si a la buena de Feli le gustaba sentir un buen rabo penetrando su estrecho ojete, ¿cómo iban a gustarle también los coños?


  Al llegar a la mansión cumplí con la rutina diaria de comprobar que Klaus estuviese en perfecto estado, a punto e impoluto, mientras charlaba con Matías, mi más reciente amigo. Como de costumbre, el chismoso mecánico me puso al día sobre los cotilleos de la finca, sobre todo los relativos a el numeroso personal de servicio. 
  —Ten cuidado si te cruzas hoy con La Paqui. Está de un humor de perros —dijo, con una sonrisa bajo el negro y espeso bigote.
  —¿Qué coño le pasa a la gallina? —pregunté, y como esperaba Matías soltó una carcajada al escuchar de nuevo el mote que le había puesto a la gorda ama de llaves.
  —¿Conoces a Sarita, la morena alta fea pero con buen culo? Pues esta mañana le tocó limpiar el polvo en la sala de trofeos de la alcaldesa y por lo que parece... alguien había dejado un regalito en una foto de la jefa.
  —¿Un regalito? —dije, disimulando. De nuevo me maldije por haber hecho algo tan estúpido.
  —Parece que alguien se hizo un buen pajote y dejó la foto llena de lefa —explicó el mecánico, bajando la voz.
  Fingí sorpresa, sacando a relucir mis dotes actorales, y busqué a toda prisa en mi cabeza un comentario que no resultase sospechoso. A juzgar por la actitud de Matías, no se le pasaba por la cabeza que yo fuese el perpetrador del viscoso atentado.
   —Joder... Parece que Doña Paz tiene un admirador secreto.
   —¡Ja, ja! Ya te digo, chaval —Matías miró alrededor para comprobar que estábamos solos en el enorme garaje y bajo la voz aún más—. La verdad, yo le he dedicado más de una paja a la señora, pero no se me ocurriría dejarle el grumo en una vitrina ¡ja ja!
  Bromeamos un rato sobre el lefazo, sobre el cabreo del ama de llaves y sobre las rumbosas nalgas que tenía Sarita, la morena alta fea. Después me subí al Mercedes y conduje hasta la puerta de la mansión, tan puntual como siempre. Apenas llevaba cinco minutos esperando, apoyado en la blanca carrocería de Klaus, cuando la puerta principal se abrió y apareció nada menos que Francisca, Paqui para los amigos, embutida en su uniforme negro con cuello blanco, una recatada indumentaria que no conseguía disimular las exageradas curvas de la sesentona. El rostro mofletudo mostraba la habitual mueca de cabreo y asco, y su apretado moño grisáceo tembló un poco cuando me indicó que me acercase con un enérgico gesto de su rechoncha mano.
  No es que me diese miedo esa gallina gigante de ceño fruncido pero la posibilidad de que hubiese averiguado que era yo el culpable de la profanación en la sala de trofeos me hizo sentir un escalofrío. No temía que me despidiesen o que todo el pueblo pensara que era un pajero pervertido, sino el disgusto que se llevaría mi abuela si se enteraba. En cuanto a mi madre, podría echarme la bronca del siglo o reírse a carcajadas. O ambas cosas. Con ella nunca se sabía.
  —Buenos días —saludé cuando llegué a la puerta. Resistí la tentación de llamarla “Paqui” para no echar más leña al fuego que ardía en sus crueles ojillos. 
  —Te puedes ir por donde has venido. Hoy la señora se encuentra indispuesta y no va a salir —dijo, con su voz grave, casi masculina, sin disimular el desprecio que me profesaba.
  “Si, claro. Indispuesta. Lo que la señora tiene es una resaca del carajo”, pensé, recordando la cantidad de alcohol que había trasegado junto a su amiga Feli, quien quizá debido a su mayor corpulencia o resistencia natural estaba fresca como una rosa. 
  —¿Puedo subir a verla? —pregunté, con una naturalidad que elevó las gruesas cejas de la gobernanta en un pronunciado arco de sorpresa.
  —¿Subir a verla? ¿Pero tú quien te has creído que eres? —respondió, indignada.
  —Eh, tranquila. Solo quiero asegurarme de que está bien para decírselo a mi abuela. Como ya sabrás, Doña Paz y ella son buenas amigas.
  Mi intención era cabrearla y lo conseguí con creces. Su ancho rostro enrojeció y los mezquinos ojos me fulminaron. Era un poco más alta que yo y cuando dio un paso al frente y se inclinó un poco su boca quedó cerca de mi oreja. 
  —Claro que lo se. Ya sabía yo desde el principio que eras un enchufado. Pero no te equivoques, niñato. Los inútiles como tú no conservan el trabajo mucho tiempo en esta casa, con enchufe o sin él —me espetó, en un ronco susurro acompañado de su aliento caliente y húmedo—. Y estoy segura de que tienes algo que ver con lo que pasó anoche.
  —¿Qué pasó anoche, Paqui? Estaba cenando con la señora y no me enteré.
  Mi última burla la hizo bufar como una yegua y se apartó de mí, casi temblando de ira. ¿Por qué me odiaba tanto esa mujer? ¿Es que se follaba al anterior chófer o algo así? Ni lo sabía ni me importaba, aunque confieso que la situación y la proximidad de aquellas descomunales tetas (más grandes incluso que las de mi abuela) reavivaron el calentón que arrastraba toda la mañana. No me hubiese importado poner a cuatro patas a la desagradable ama de llaves y bajarle los humos con un buen “enchufe” de carne. 
  Se despidió de mí con un gruñido y me cerró la puerta en las narices, dejándome empalmado y risueño, saboreando mi triunfo. Por mucho poder que tuviese entre la servidumbre, Francisca no me daba ningún miedo. Para mí solo era una solterona gorda y ridícula, y no tenía forma de demostrar sus sospechas sobre lo ocurrido en la sala de trofeos.
  Al parecer, tenía la mañana libre. Un hecho inesperado que me sorprendió sin planes concretos. No me apetecía volver a casa y sufrir la tortura de contemplar a mi hermosa anfitriona sin poder tocarla, y no estaba seguro de si era buena idea ir a la ciudad a ver a mi madre, de quien me había propuesto distanciarme un poco, cosa que también era una tortura pues deseaba verla más que nada en el mundo.
  Dándole vueltas al asunto, me di un paseo alrededor de la mansión echando un cigarro hasta dar con una de las puertas de servicio, lo cual me hizo acordarme de cierta doncella. Victoria, la tercera en discordia en mi inusual vida amorosa. Una chica de mi edad que podría acallar los rumores que pudiesen surgir sobre mis inclinaciones incestuosas, un secreto que ya conocían la Doctora Ágata y sus esbirros y que en un pueblo como aquel podía salir a la luz en cualquier momento. Además, la tímida criada estaba para comérsela y el hecho de que no me rechazase de forma tajante me daba esperanzas de meterme algún día bajo ese anticuado uniforme.
  Sin miedo a encontrarme de nuevo con La Paqui me adentré en los laberínticos pasillos de la mansión, orientándome a duras penas por el ala de servicio, me crucé con numerosos compañeros, y sobre todo compañeras, de trabajo. Algunas caras me resultaban familiares y otras no recordaba haberlas visto antes. Atravesé el comedor del personal y la amplia cocina, donde las cocineras y pinches ya se afanaban preparando el almuerzo. La mayoría eran mujeres de mediana edad, algunas bastante follables, pero ninguna me llamaba especialmente la atención.
  Al cabo de unos minutos alcancé una zona que me resultaba más familiar. Eran los pasillos destinados a la lavandería, cuartos de plancha, sastrería, etc. Un agradable olor a ropa limpia y vapor de plancha flotaba en el ambiente. Era el área donde había conocido a Victoria, currando sumisa a las órdenes de la malvada gallina tetona. Logré localizar la misma estancia de la primera vez, donde me habían entregado mi elegante uniforme, y abrí la puerta con cuidado. Detrás de la tabla de planchar, rodeada por montones de ropa blanca arrugada y envuelta en una nube de vapor estaba... una desconocida.
  —Eh... Hola —saludé, mientras cerraba la puerta tras de mí. Si Francisca merodeaba por los pasillos prefería que no me viese.
  —¡Hola! Tu eres... Carlos, ¿verdad? El nuevo chófer —dijo ella, con mecánica simpatía.
  Era una joven de unos veinticinco años, morena y rubicunda, con cierto atractivo rural. Sin duda era una paisana de algún pueblo cercano, como muchas de las criadas de la mansión. El uniforme negro con delantal blanco y cofia no le favorecía demasiado pero dejaba adivinar unas buenas caderas.
  —El mismo. Encantado, eh...
  —Soledad. Pero todo el mundo me llama Sole.
  —Encantado, Sole. 
  Me quité la gorra y le hice una cómica reverencia, una payasada que ya me salía de forma automática y que le arrancó una risita. 
  —¿Querías algo? —preguntó, amable pero sin dejar de hacer su tedioso trabajo.
  —No... nada. Solo estaba buscando a Victoria, ¿la has visto?
  La tal Sole me sorprendió con un resoplido de desprecio al que siguió la típica sonrisita que adopta una mujer cuando va a hablar de otra mujer por la que siente antipatía, generalmente fruto de la envidia.
  —La verdad, no se que le veis a esa pánfila. 
  —¿Qué problema tienes con ella? —pregunté, molesto por el gratuito insulto.
  —¿Problema yo? ¡Ninguno! —exclamó, con impostada indignación—. Qué problema voy a tener si no hemos cruzado más de dos palabras. Ni conmigo ni con nadie. Como la “señorita” es de la ciudad se cree mejor que nosotros.
  —Yo creo que solamente es tímida —opiné.
  —Yo también soy tímida, y aquí estoy hablando contigo, ¿no?
  —Sí, se te ve muy tímida, Sole —dije, socarrón.
  La simpatía desapareció de repente de sus ordinarios rasgos. Soltó la plancha, casi golpeando la tabla con ella, y me miró con el ceño fruncido tras una silbante ráfaga de vapor.
  —Bueno, ¿quieres algo o no? Estoy muy ocupada.
  —Pues te dejo a lo tuyo. Cuidado no te vayas a quemar, guapa.
  —Muy gracioso.
  Me di media vuelta y la dejé murmurando mientras maltrataba una camisa blanca con el hierro caliente. No me sorprendió en absoluto que Victoria despertase la envidia de sus compañeras de servidumbre, pues aunque la mayoría tenían un polvo o dos ninguna era tan guapa. Continué deambulando por los pasillos, cauteloso cual ladrón, asomándome a las esquinas antes de enfilar un nuevo pasillo y evitando nuevos encuentros.
  Pasados unos minutos, al fin la vi salir de una habitación y caminar por un largo corredor, dándome la espalda y sin advertir mi presencia. Podría haberla llamado, pero no quise atraer la atención de otras “Soles” que podrían estar en cuartos cercanos (por no hablar de Francisca, quien sin duda rondaba por la zona). Eché a andar tras sus pasos, dedicando un buen vistazo a su menuda y grácil figura, el culito respingón, las caderas más bien estrechas y las delgadas pero bonitas pantorrillas enfundadas en las medias negras que eran parte del uniforme. 
  Al pasar frente a la puerta por la que Victoria había aparecido me di cuenta de algo. Era la misma habitación en la que había hablado a escondidas con el alcalde cuatro días antes, cuando le había vendido tónico por última vez. Llevado por un extraño presentimiento, abrí la puerta y entré en esa especie de almacén con estantes repletos de platos y cubiertos, bien ordenados e impolutos en la penumbra. No había nadie, pero a mi prominente napia llegó el olor que invadía la estancia: olor a cigarro puro. El inconfundible aroma de un buen habano como los que fumaba Don Jose Luis Garrido, el desagradable político y empresario de medio pelo cuya esposa le había puesto los cuernos la noche anterior con mi querida abuela.
  No podía haber estado allí. Me había dicho que se marchaba de viaje a África toda la semana, motivo por el cual le había suministrado tres frascos de brebaje. Tal vez había regresado antes de tiempo, o tal vez, como buen político, me había mentido. Se me revolvió el estómago al pensar en la angelical Victoria siendo manoseada y tal vez penetrada por el rijoso alcalde. Pero estaba sacando conclusiones precipitadas. Podría haber cientos de explicaciones para el olor a puro. Quizá un miembro del servicio se había escondido allí para fumar, puede que tras robar uno de los caros cigarros de Garrido aprovechando su ausencia. Puede que incluso la misma Victoria fumase en secreto, e imaginarla con un enorme habano en la boca me resultó divertido y sexy a partes iguales. Eso último era poco probable. Si la chica fumaba fumaría cigarrillos rubios, como la mayoría de las mujeres en esa época.
  Di un par de vueltas por el sombrío almacén, cavilando, y al no llegar a ninguna conclusión decidí olvidarme del asunto por el momento y continuar la persecución de mi presa. De vuelta en los pasillos no fui capaz de encontrarla de nuevo. Exploré cada corredor, cuarto de costura o de plancha, almacén, lavandería, etc. Regresé al comedor de personal y tampoco estaba allí. Por último me di una vuelta por la zona de la mansión destinada a dormitorios para personal interno. No sabía cual era el de Victoria y podría meterme en líos si me dedicaba a abrir puertas y sorprendía a alguna criada en paños menores, así que me limité a deambular con la esperanza de cruzarme con ella. 
  En uno de los pasillos más apartados, uno que no tenía ventanas y estaba iluminado solo por un par de estrechos tragaluces enrejados, creí ver su rostro en la anaranjada penumbra matinal, pero la persona con la que me crucé no era ella sino un chico al que era imposible no reconocer como su hermano mellizo. Iba vestido con un chándal holgado, gris o azul oscuro, y se cubría la cabeza con una gorra de béisbol, una prenda bastante popular entre la juventud de los noventa. Andaba deprisa y con cara de pocos amigos, con el ceño fruncido sobre los bonitos ojos grises idénticos a los de su hermana.
  —Eh... Hola. Eres el hermano de Victoria, ¿verdad? —saludé, deteniéndome en el pasillo y esperando que él hiciera lo mismo—. Soy Carlos, el cho...
  No solo no se detuvo sino que ni siquiera respondió a mi saludo. Aceleró el paso mirándome de reojo, con una mezcla de desconfianza y agresividad que me desconcertó. Mientras se alejaba por el pasillo hasta desaparecer en la penumbra, reparé en que llevaba bajo un brazo un casco de moto de color rojo, un detalle al que no le di importancia en ese momento. Me quedé unos segundos allí plantado con la mano extendida.
  —Pero será imbécil —dije, al pasillo desierto.
  Puede que Victoria fuese tímida pero estaba claro que su mellizo era un borde. Quizá había llegado a sus oídos que yo andaba detrás de su hermanita y eso no le gustaba, lo cual me parecía lógico. Si tuviese una hermana tampoco me gustaría que un tipo como yo la rondase, pero aun así su actitud me resultó exagerada y fuera de lugar. 
  Al final del sombrío pasillo encontré una estrecha puerta que daba al exterior, a una escalera de incendios que bajaba por un discreto recoveco en la fachada trasera de la mansión. Bajé y caminé por los jardines, absurdamente verdes y húmedos teniendo en cuenta la época del año. No eran ni las diez de la mañana y el calor ya me obligó a quitarme la chaqueta del uniforme y la gorra, cavilando sobre lo ocurrido desde mi legada a la mansión y buscando con la mirada un lugar discreto en el que fumarme un porro.
   Decidí no arriesgarme a ser descubierto consumiendo psicotrópicos dentro de la finca y regresé al garaje con la esperanza de tomarme unas birras con Matías pero no encontré al mecánico, así que me subí al Land-Rover y me quedé un rato sentado frente al volante, intentando centrarme en lo positivo: tenía la mañana libre. ¿En qué podía invertir el inesperado regalo de mi jefa? Lo correcto sería volver a casa y ayudar a mi abuela con las tareas de la parcela, pero tenerla cerca todo el día sin poder tocarla sería una tortura, y podría acabar haciendo algo que alargase mi castigo. En ese momento, lo único que podía levantarme el ánimo y hacerme olvidar mis tribulaciones era la compañía de la mujer a la que más amaba en el mundo. La mujer de la que me había propuesto distanciarme ya que estar enamorado de ella me había hecho sentir una mezcla de miedo y culpa que curiosamente no sentía cuando follábamos. 
  No tenía sentido evitarla. Ni podía ni quería hacerlo, así que arranqué, conduje fuera de la finca y puse rumbo a la ciudad.


  Había bastante tráfico y llegué casi a las once. Aparqué frente al edificio donde me había criado, creciendo sin sospechar el giro inesperado que daría mi relación con la mujer que me arropaba por las noches o que me gritaba cuando no quería comerme la verdura. Subí las familiares escaleras y abrí la puerta, girando la llave despacio para no hacer mucho ruido. Aunque hice el suficiente como para que ella lo escuchase y no se sobresaltase cuando entré en la cocina y la saludé.
  —Hola mam... ¡Coño! —exclamé.
  El motivo de mi sorpresa fue un inesperado cambio de look. Mi madre ya no tenía el pelo teñido de rubio, sino que lucía su color natural: castaño oscuro. También lo llevaba más corto y el flequillo  no le tapaba media frente ni le caía sobre el ojo de aquella forma tan simpática, peinado ahora en un sutil arco hacia su oreja. A pesar de ser un corte más “masculino” acentuaba los rasgos femeninos de su rostro engañosamente juvenil, que solo delataba sus 42 años cuando sonreía y aparecían esas minúsculas arrugas que, a mi parecer, la hacían más atractiva si cabe. Y tuve la suerte de verlas cuando me miró, girando la cabeza a ambos lados con exagerada coquetería.
  —¿Qué? ¿No te gusta? Como ayer me dejaste plantada fui a la peluquería —dijo. Por el tono desenfadado en que mencionó lo del plantón no pude discernir si de verdad estaba molesta—. Ya estaba harta de teñirme y de quitarme el flequillo del ojo.
  —Pues estás muy guapa. Te pareces a Jamie Lee Curtis.
  Reconozco que mencioné a la primera actriz con el pelo corto que me vino a la mente, aunque era cierto que se parecía un poco, sobre todo en los labios y la forma de sonreír. Se apartó un poco de la encimera, con una mano apoyada en la cintura, y me miró entrecerrando sus bonitos ojos color miel. La sonrisa asimétrica e irónica que esbozó aumentó su parecido con la susodicha Sra. Curtis.
  —¿Y esa quien es? Me suena pero no le pongo cara.
  —La que sale en Un pez llamado Wanda, ¿te acuerdas? La que se ponía cachonda cuando le hablaban en italiano —expliqué, rememorando una de mis escenas favoritas de la película.
  —¡Ja ja! ¿Qué dices? Esa tipa me sacará como dos cabezas y tiene un buen par de tetas.
  —Pero tú eres más guapa y tienes mejor culo —afirmé, y de verdad lo pensaba.
  La referencia a su culito respingón de gimnasta trasformó la expresión de su cara. Frunció el ceño, me dio un rápido cachete de advertencia en el brazo y se llevó el dedo a los labios para hacerme callar, mirando hacia la puerta de la cocina.
  —¡Sssh! Calla, idiota. Tu padre está en el dormitorio. Ayer hizo el turno de noche —dijo, hablando en un apresurado susurro.
  —Tranquila. Ya sabes que duerme como un tronco. Podríamos echar un polvo salvaje aquí mismo y no se enteraría.
  —¡Carlos, joder! 
  Esta vez sustituyó el cachete por un empujón que me hizo dar un paso atrás. Tenía mucha fuerza para lo pequeña que era.
  —Vale, vale... Lo siento —me disculpé, risueño.
  La miré de arriba a abajo y reparé en que estaba vestida para salir. Llevaba una de sus faldas de tela vaquera, con la que lucía sus preciosas y bronceadas piernas hasta la mitad del muslo, combinada con una camisa amarilla, holgada pero sin mangas, y deportivas sin calcetines, blancas y con franjas rosa a los lados. Sobre la encimera vi una taza con su segundo café de la mañana, el que siempre se tomaba antes de ir al mercado o a dondequiera que tuviese que ir. La conocía muy bien, y cuando miré la taza supe enseguida cual sería su reacción.
  —¿Has desayunado? ¿Te hago algo?
  —No, gracias. Ya sabes como son los desayunos de la abuela —respondí, llevando una mano a mi bien abastecido estómago.
  —¿Y qué haces aquí? No te estarás escaqueando del trabajo, ¿eh? —preguntó, con los ojos entornados.
  —Tengo la mañana libre. Mi jefa no se encontraba bien.
  —¿Otra mañanita libre? Hijo, trabajas menos que el sastre de Tarzán.
  —Mira quien habla.
  Respondió a mi puya con un fuerte pellizco. 
  —¡Auhg! 
  —¡Sssh! No grites, nenaza —me regañó, burlona pero sin dejar de mirar de reojo hacia la puerta de la cocina— Oye... ¿Qué tal la cena de anoche en casa de la ricachona? ¿No me cuentas nada?
  —Bah, no hay mucho que contar —mentí. Ella dio un sorbo a su café con los ojos muy abiertos, expectante.
  En pocos minutos le hice un resumen de lo acontecido la noche anterior, por supuesto sin mencionar el escarceo lésbico de su suegra o mi vandalismo masturbatorio en la sala de trofeos. Hice hincapié en el excesivo lujo de la mansión, la pretenciosidad de la comida y lo mucho que bebieron mis dos maduras acompañantes. Al igual que yo, mi madre, un magnífico espécimen de mujer de clase obrera, no sentía simpatía alguna por los pijos, los políticos, los empresarios o la nobleza, así que nos divertimos un rato haciendo bromas sobre mi privilegiada jefa y su hábitat. Después apuró su taza y miró al reloj que colgaba en la pared de la cocina.
  —Uff, cariño... Tengo mucho que hacer esta mañana y se me va a hacer tarde.
  —Ya me imagino. Debes de estar muy ocupada si ni siquiera me has dado un beso —dije. Di un paso al frente y por supuesto ella miró hacia la puerta de la cocina.
  —Carlos... Estate quieto o la vamos a tener, ¿eh? —amenazó, aunque no se apartó cuando estuve tan cerca que nuestros cuerpos se rozaban.
  La agarré con suavidad por la cintura, apreté su vientre contra el mío y le di un largo y tierno beso en la frente. Para mi sorpresa, ella me rodeó con los brazos, apoyó el rostro en mi pecho y soltó un largo suspiro. Si mi padre entraba en ese momento solo vería a una madre abrazando a su hijo, al que echaba de menos. Mi cuerpo absorbió su calor como la tierra absorbe el agua tras una larga sequía, y gran parte de ese agua se transformó en un torrente de sangre que otorgó a mi verga la flexible dureza de un joven álamo. Cuando notó el bulto apretado contra su muslo me dio otro pellizco, pero no se apartó.
  —Eh, no te quejes... Eres tú la que se ha arrimado.
  —¿Me acompañas al mercado? —dijo, cambiando de tema sin disimulo.
  —Tengo abajo el Land-Rover. Si quieres te llevo al hiper —sugerí. Con “hiper” me refería al enorme supermercado del centro comercial.
  Se apartó de mí despacio, mirándome a la cara y acariciándome la espalda y la cintura al mismo tiempo que daba por concluido el largo abrazo, que culminó con un rápido beso en los labios, tan breve que apenas sentí el familiar calor en los míos. De nuevo miró a la puerta, más desafiante que temerosa, y aprecié la transgresión que suponía para ella esa pequeña ruptura de sus propias normas. 
  —Vale. Pero sin jueguecitos ni cosas raras —aceptó. Se acercó de nuevo para susurrarme al oído—. Y olvídate de hacer nada en el aparcamiento. Nos la estamos jugando demasiado últimamente.
  —Descuida, me portaré bien.
  —Más te vale.
  Me dio un suave cachete en la mejilla y se alejó hacia el pasillo, juraría que caminando más despacio de lo habitual para dejarme apreciar su menudo pero bien formado cuerpo. 
  —Voy a terminar de arreglarme. No tardo nada.
  —No te maquilles. Estás muy guapa así.
  —Pero qué tonto eres.
  Dicho esto me dejó solo en la cocina, empalmado y con una sonrisa de oreja a oreja. Su mera compañía me había hecho olvidarme de todos mis problemas en pocos minutos. De todos menos de uno: el hecho de estar enamorado de ella y no ser capaz de confesárselo. ¿Cómo cojones iba a decírselo y cual sería su reacción? Decidí dejar el asunto para otra ocasión y centrarme en disfrutar de su presencia.
  Mientras ella estaba en el baño fui a mi antigua habitación, que gracias a mi ausencia permanecía limpia y ordenada. Abrí el cajón de la mesita de noche y confirmé mi teoría. Allí estaba el paquete de preservativos que había comprado mi prudente madre, en un lugar donde no levantaría sospechas. En un alarde de optimismo, saqué tres condones y me los metí en el bolsillo. ¿Llevaría ella alguno en su bolso? A pesar de sus advertencias, su actitud me hacía augurar que si lo intentaba en el momento y lugar adecuados esa mañana volvería a sentir el placer, primigenio y casi místico, de regresar al vientre materno. ¿Pero dónde? Hasta entonces no me había dado cuenta de lo difícil que puede resultar encontrar un sitio discreto y tranquilo para echar un polvo, sobre todo añadiendo la variable del incesto y el riesgo de desatar un escándalo de proporciones bíblicas. 
  Cavilando sobre posibles picaderos, fui al salón y la esperé. Por el pasillo escuché uno de los graves ronquidos de mi padre, dormido cual marmota, ajeno al hecho de que su atractiva y desatendida esposa se preparaba para algo parecido a una cita con su joven amante. La verdad es que el viejo no me daba ninguna lástima. Si ignoraba de tal forma a semejante mujer o bien era estúpido o tenía una amante. O ambas cosas.
  —Venga, chófer, que se nos va el día.
  Cruzó el salón y pasó por mi lado sin detenerse, dedicándome una mirada entre suspicaz y pícara, a juego con la sonrisa burlona. Estaba claro que le agradaba la idea de pasar el rato conmigo, o simplemente alejarse unas horas de aquel piso y aquellos ronquidos. Para mi deleite, no se había maquillado y de su hombro colgaba un bolso grande, de un material similar a la tela de saco y con adornos de cuero. 
   —¿Y ese bolso tan hippie? —pregunté, intrigado por ese cambio en el estilo de sus complementos.
  —Me lo compré el otro día en el mercadillo, ¿te gusta?
  —Me encanta. Te queda muy bien —dije, mientras salíamos por la puerta principal.
  —Estás tu hoy muy zalamero, ¿eh? 
  —¿Es que te molesta?
  —¡Ja ja! Me encanta, cariño. Es que no estoy acostumbrada.
  —Pues acostúmbrate.
  Eso me hizo ganarme un casto y sonoro beso en la mejilla antes de salir del portal. Esta vez fui yo quien miró desconfiado a la puerta del bajo-B, hogar de la cotilla prehistórica doña Herminia. Salimos a la calle, donde el sol ya picaba, y nos subimos a mi fiel vehículo.
  No os aburriré con los pormenores de nuestro periplo por el centro comercial. Solo diré que pasamos una mañana muy agradable mirando escaparates, charlando y prodigándonos las muestras de afecto que nos podíamos permitir en un lugar público. Pero a pesar de que no había besos en la boca ni caricias inapropiadas, alguien que no nos conociese sin duda nos habría tomado por una pareja, sobre todo porque durante la mayor parte del tiempo íbamos cogidos de la mano e incluso agarrados por la cintura. Sobra decir que me gané un par de codazos en las costillas cuando mi mano cobraba vida propia e intentaba tocar nalga. 
  Mi madre decidió dejar la compra para última hora y paseamos con calma por las amplias galerías repletas de maniquíes y letreros luminosos, la mayoría de los cuales estaban apagados a esa hora del día, gracias a la bóveda de cristal que ocupaba gran parte del techo del centro comercial. Pasamos frente a la puerta de los multicines, lo cual me hizo recordar (y seguro que a ella también), una de nuestras primeras aventuras como amantes clandestinos, cuando vimos (o casi) El Silencio de los Corderos y terminamos teniendo una legendaria hora de sexo en un sórdido motel en el barrio de las putas. Me había prometido a mí mismo no volver a llevarla a un lugar semejante, así que lo descarté como siguiente parada esa mañana.
  —¿Quieres ver una peli, mami? —pregunté, socarrón.
  —Déjate de películas —dijo ella—. De todas formas estos multicines de ahora no tienen sesión matinal. El cine del barrio, el que estaba donde está ahora ese edificio de oficinas tan feo, sí que tenía. De pequeña iba a veces.
  —¿De verdad? ¿Y qué tal era el cine mudo? 
  —Pero qué gracioso...
  El chiste sobre su edad fue premiado con una colleja y ambos reímos. Era miércoles por la mañana, y el centro comercial no estaba tan concurrido como por las tardes, así que en algunas zonas apenas nos cruzábamos con más gente. En nuestro agradable deambular llegamos a una galería algo más estrecha y sombría que las demás, totalmente desierta. Varios de los locales estaban cerrados, algunos con el cartel de “se alquila”. Los únicos comercios abiertos eran una pequeña juguetería, donde una aburrida dependienta ojeaba una revista, y una tienda de lámparas desde cuyo escaparate no percibimos señales de vida humana.
  Un poco más adelante, encajada junto a una ancha columna, junto a una papelera y un local cerrado, nos topamos con algo que hizo detenerse a mi madre en seco, tirándome del brazo para que hiciera lo mismo. Era un fotomatón de los años 80, algo descolorido pero en buen estado. Si no los recordáis o estáis leyendo este relato en un futuro lejano, los fotomatones eran unas máquinas que, a cambio de unas monedas, te hacían cuatro fotos instantáneas tamaño carnet, y que consistían en una pequeña cabina con una cortina y un taburete. 
  —Mira... ¿Nos hacemos fotos? —sugirió mi acompañante.
  —¿Fotos? ¿Ahora? —pregunté, algo confuso.
  —¿Por qué no? Hace mucho que no nos hacemos una foto juntos. La que llevo en la cartera es de cuando ibas al cole.
  Como a la mayoría de las madres, a la mía le gustaba llevar encima fotos de sus seres queridos, y no me cabía duda de que yo era su ser más querido. Recordad que esta historia transcurre en 1991, antes de que todo el puto mundo llevase una cámara en el bolsillo, y hacerse una fotografía aún era algo especial. La miré a la cara y no pude negarme al ver la ternura de su sonrisa y el brillo de ilusión en sus ojos. Y qué demonios, yo también quería en mi cartera una fotito de mi ser más querido. 
  —Pues vamos.
  Tomé la iniciativa y la llevé de la mano hasta la máquina, aparté la cortina negra y la invité a entrar con una cómica reverencia a la que ella respondió con otra, flexionando una rodilla y fingiendo que levantaba la falda de un vestido imaginario. Se sentó en el taburete, cruzando las piernas para dejarme espacio. Me hubiese encantado sentarla en mi regazo, pero ambos sabíamos que nuestra diferencia de estatura no era suficiente como para que las fotos saliesen bien encuadradas, así que acomodé la mitad de mi culo junto a la mitad del suyo y cerré la cortina. 
  Antes de nada, reparé en que la falda vaquera se le había subido al sentarse. Y mucho. Bajo la luz halógena que inundaba el pequeño habitáculo la piel bronceada de su muslo era una tentación que no pude evitar durante mucho tiempo. Mientras ella buscaba calderilla en su monedero mi mano derecha buscó, y encontró, la suavidad de su piel, más cálida de lo normal debido al largo paseo.
  —Estate quietecito, ¿eh? No tengamos que repetir las fotos.
  —Lo intentaré.
  Introdujo las monedas en la ranura y el mecanismo se puso en funcionamiento. Miramos al rectángulo de cristal oscuro detrás del cual estaba la cámara automatizada y en el que se reflejaban nuestros rostros. Cada foto venía acompañada de un flash, a intervalos de unos cinco segundos. En la primera simplemente sonreímos, en la segunda hicimos una mueca graciosa y en la tercera le di un beso en la mejilla, cosa que le encantó.
  —Ahora hazlo tú —le dije al oído durante la breve pausa entre flashes.
  Lo hizo, y yo improvisé. Cuando giró el rostro para besarme en la mejilla hice lo mismo y nuestros labios se juntaron, al mismo tiempo que giraba el tronco y la atraía más hacia mí. La cámara, con un característico chasquido, inmortalizó un apasionado beso, muy poco apropiado entre una madre y su hijo.
  —¿Pero... qué haces, idiota? ¿Y si alguien ve esa foto? —preguntó, después de apartarme de un codazo.
  —Tranquila, la guardaré donde nadie la vea —prometí. Mi mano volvió a recorrer su muslo y no hizo nada por evitarlo—. Y si alguien la ve le diré que estábamos de broma.
  —¿De broma? ¿Ese morreo que me has dado? —dijo, mirándome con una ceja levantada.
  —Bah, no ha sido para tanto. Hay madres e hijos que se dan piquitos.
  —¿Qué piquito? ¡Si me has metido la lengua!
  —¿Cómo? ¿Así?
  Sin soltarle el muslo, la rodeé con mi otro brazo y volví a besarla, esta vez sin trampa ni cartón. Tras vacilar medio segundo, respiró con fuerza por la nariz y se apretó contra mí, moviendo su lengua dentro de mi boca y dejándome saborear de nuevo su saliva, tan familiar y excitante al mismo tiempo. Colocó la pierna derecha sobre mis muslos y mi mano, esta vez la izquierda, subió hasta la nalga, levantándole aún más la falda. Entonces se dio cuenta de que su pie asomaba por la cortina y replegó la pierna a toda prisa. La nalga que se apoyaba en el taburete resbaló y se abría caído al sucio suelo de la cabina de no haberla tenido yo bien sujeta.
  —¡Joder! —exclamó, con la respiración acelerada e intentando ponerse de pie en el habitáculo.
  La agarré con ambas manos por la cintura y la hice sentarse a horcajadas en mi regazo, cara a cara, besándole el cuello y buscando sus prietas nalgas bajo la falda, que a esas alturas apenas las tapaba. Ella se inclinó hacia su derecha y asomó la cabeza por la cortina, con cuidado de no descorrerla. Miró a ambos lados de la galería y recuperó la verticalidad, poniéndome las manos en los hombros y mirándome con severidad desde la altura que le concedía la postura.
  —No hay nadie... Un ratito y nos vamos... ¿eh? —dijo, casi jadeando.
  No me podía creer lo caliente que se había puesto con un par de besos y un breve magreo. Habían pasado dos días desde nuestro último polvo, en el aparcamiento de ese mismo centro comercial, y estaba seguro que desde entonces mi padre no la había tocado. Al igual que había ocurrido con mi abuela, nuestra relación había hecho renacer en ella el fuego del deseo. Pero lo que en el caso de Felisa era una hoguera, poderosa pero controlable, en su nuera resultaba un incendio imprevisible, tal y como demostraba lo que estaba a punto de ocurrir esa mañana.
  Sin darme tiempo a reaccionar, comenzó a besarme con avidez, como si quisiera sacarme un demonio del cuerpo, agarrándose a mi cabeza con ambas manos, hundiendo sus pequeños dedos en mi pelo y moviendo las caderas despacio, frotándose contra el bulto que desde hacía ya rato palpitaba en mi entrepierna. Por otra parte mis manos no paraban quietas, acariciando sus piernas, amasando las nalgas e intentando desabotonar su camisa con la esperanza de saborear también sus pezones, cosa que evitó con un manotazo.
  —No. Nada de quitarnos ropa —ordenó.
  Acaté su autoridad y me limité a meter la mano bajo la holgada prenda que cubría su torso. Al ser su pecho casi plano me resultó muy fácil encontrar y sujetar entre los dedos uno de los pezones, con el que jugué mientras se endurecía. Un pellizco la hizo dar un respingo y gemir, se incorporó un poco y me miró muy seria, su rostro a un palmo del mío, los ojos encendidos y la piel brillante por el sudor. A ninguno de los dos le importaba en ese momento que el calor dentro de la cabina fuese sofocante. Volvió a sacar la cabeza fuera y de nuevo no vio a nadie.
  —A la mierda —dijo, con voz ronca. Se puso de pie frente a mí, encorvada—. Bájate los pantalones, pero no mucho.
  —¿Vamos a... hacerlo aquí? 
  —¿Es que no quieres?
  —Joder que si quiero.
  A toda velocidad, no fuera a ser que se le pasara ese arrebato de imprudente lujuria, me bajé los pantalones del uniforme y los gayumbos hasta las rodillas, liberando una verga tan erecta que no necesitó de mi ayuda para apuntar hacia el techo del fotomatón. Mis nalgas desnudas se deslizaron un poco hacia adelante en el taburete de plástico debido al sudor. No era lo más higiénico del mundo, pero en ese momento me habría sentado encima de un montón de mierda en llamas. Ella miró fijamente el tieso trozo de carne y se mordió el labio, pero no como lo hacen las actrices en las películas, de forma premeditada y afectada. La suya era una expresión de auténtico hambre. El feroz apetito de una leona que llevaba dos días sin probar bocado.
  —Saca uno de los condones que llevas en el bolsillo, anda —dijo.
  —¿Y tú cómo sabes...?
  —Yo lo se todo, nene. Venga, sácalo.
  Obedecí y extraje del bolsillo uno de los profilácticos, manoseándolo sin acertar a abrirlo por culpa del calentón, los nervios, el sudor en las manos y porque, como ya sabéis, yo no era muy amigo de las gomitas y había abierto pocas. Tras un bufido de impaciencia cien por cien maternal, ella me lo arrebató de la mano.
  —Anda, déjame a mi.
  Se agachó frente a mí, flexionando las piernas, con la falda convertida en un arrugado cinturón. Para mi sorpresa, apoyó las manos en mis rodillas, me escupió en la punta del cipote e inició una rápida y enérgica felación, tragándose el tronco hasta la mitad con cada cabezada. No lo hacía para endurecerla, pues era más que obvio que no lo necesitaba. Me la estaba chupando porque le apetecía, y eso echó más leña a la ya incandescente caldera de mi libido. Tanta que apenas habían pasado dos minutos cuando sentí que estaba al borde del clímax. Ella también debió notarlo, pues detuvo su hábil maniobra oral, sorbiendo y tragando la saliva sobrante.
  —Ufff... Joder... como sigas me corro —advertí.
  —¿Ah si? ¿Y ese aguante del que tanto presumes? —se burló.
  ¿Presumir? Le había demostrado mi aguante en varias ocasiones, y volvería a hacerlo en cuanto tuviese ocasión, pero esa mañana mi arma estaba con el gatillo muy sensible. Sin darme tiempo a replicar, mi madre abrió el envoltorio del condón con un enérgico mordisco, escupió un trocito de plástico al suelo y procedió ponerle el chubasquero al muñeco, usando solo la punta de los dedos. A continuación se levantó de nuevo, separó las piernas tanto como le permitían las dimensiones de la cabina, con cuidado de no sacar el pie fuera, y apartó sus húmedas bragas hacia un lado, dejando a la vista la jugosa puerta por la que yo había llegado al mundo. Sin más preámbulos, volvió a sentarse a horcajadas sobre mí, esta vez ensartándose hasta la empuñadura en mi sable. Todo su cuerpo se estremeció, cerró con fuerza los ojos y se llevó la mano a la boca para contener un grito.
  La sensación de estar de nuevo dentro de su cuerpo me llevó a ese éxtasis que solo sentía con ella, ese lugar donde se encontraban el amor más profundo y el deseo más salvaje. Sin mediar palabra, se lanzó a lo que solo puedo describir como una cabalgada épica. Impulsándose con las puntas de los pies, enfundados en sus deportivas, combinaba rápidos sentones que hacían chirriar el viejo taburete con movimientos sinuosos adelante y atrás, con mi tranca hundida cuan larga era en su apretado coño. Yo me limitaba a ser follado por aquella fiera, a sostener su mirada febril y a esforzarme por no correrme.
  Al cabo de unos minutos aumentó, aún más, la intensidad del movimiento. Sus caderas golpeaban como si fuese ella quien me penetraba, acompañando cada embestida con un jadeo, devorando mi miembro sin piedad, casi con rabia. De repente se dejó caer hacia adelante y se abrazó a mi cabeza, apretándola contra su pecho, sin disminuir la velocidad del frenético galope. La cabina entera temblaba y estaba seguro que sus gemidos podían escucharse en la desierta galería a pesar de que intentaba contenerlos. Cuando llegó al orgasmo se convulsionó, gruñó y profirió una extraña mezcla de sollozos y jadeos que me resultó lo más excitante que había escuchado nunca. Me aferré con fuerza a sus firmes nalgas y sentí como, oleada tras oleada, mi semen la llenaba. Nos corrimos a la vez, fundiéndonos en una única, sudorosa y vibrante entidad. 
  Tras el frenesí vinieron unos deliciosos segundos de calma, en los que permanecimos abrazados, recuperando el aliento entre caricias y tiernos besos, hasta que mi madre volvió a la realidad y cayó en la cuenta de que estábamos en un lugar público. Me dio un rápido beso en los labios y una palmada en el muslo.
  —Venga, espabila. Que al final nos pillan.
  Todavía aturdido, me quité el repleto condón y lo anudé, sin saber muy bien qué hacer con él. Por suerte, mamá venía preparada. Sacó de su bolso un paquete de toallitas húmedas, se limpió con una, me limpió a mí con otra y usó una tercera para envolver las dos anteriores y también el preservativo, haciendo un paquetito que guardó con cuidado en el bolso y que poco después arrojó con disimulo a la papelera más cercana. Me subí los pantalones y ella se colocó bien la ropa. Soltó un suspiro al ver lo arrugada que había quedado su falda vaquera y la alisó con las manos lo mejor que pudo. Antes de salir, nos besamos de nuevo y se quedó mirándome con una expresión entre tierna y socarrona.
  —¿Qué? ¿No dices nada?
  —Joder... Me has dejado sin habla —admití.
  —¡Ja ja! Anda, vámonos.
  Una vez fuera, cogí del compartimento metálico en el que había caído la tira de cuatro fotos. De inmediato, ella me las arrebató de la mano y las miró. Al ver la cuarta instantánea, levantó mucho las cejas y negó con la cabeza.
  —Ni hablar. Esta foto va a la basura ahora mismo —sentenció.
  La miré y, en efecto, no era la foto de una madre y su hijo dándose un pico “de broma”. Aunque no se viesen, era evidente que nuestras lenguas se tocaban y la imagen transmitía más deseo carnal que casto amor maternofilial. Por supuesto, a mí la foto me encantó y me resistí a deshacerme de ella.
  —Deja que me la quede. Te juro que no la verá nadie.
  —Carlos... Es muy arriesgado. 
  —Porfa...
  La miré con gesto suplicante y le cogí la mano, acariciándole el dorso con el pulgar. Se lo pensó unos segundos y finalmente puso los ojos en blanco y accedió, de mala gana. La cortó con cuidado de no romperla y me la dio. Yo la miré y sonreí antes de metérmela en el bolsillo.
  —Como la vea alguien te juro que...
  —Tranquila. Nadie la verá —prometí. 
  Ella examinó con detenimiento las otras fotos y la seriedad de su semblante desapareció.
  —Hemos salido muy bien en las otras —afirmó, sonriente.
  —Tu siempre sales bien en las fotos —dije, sin perder la ocasión de hacerle un cumplido.
  —A ver, hijo. La que es guapa es guapa.
  Nos alejamos del fotomatón y volvimos a la zona más concurrida del centro comercial, sin un rumbo concreto, aún un poco atontados por el tremendo polvo, breve pero tan intenso que nos había dejado agotados. Nos comimos un helado sentados en un banco para recuperar fuerzas y pronto volvimos a charlar y bromear. A simple vista, nada más que un joven y su madre pasando el rato, pero la foto que guardaba en mi bolsillo demostraba que había mucho más bajo la superficie.


  A eso de la una fuimos al hiper, hicimos la compra y volvimos a casa. Mi padre seguía durmiendo, y si era fiel a su costumbre no se levantaría hasta que la comida estuviese en la mesa. Ayudé a mamá a guardar los comestibles y me tomé una cerveza en la cocina mientras ella se duchaba y se ponía cómoda. Regresó vestida solo con una de las largas camisetas que solía llevar para andar por casa, sin mangas y con descoloridos dibujos de plantas tropicales. Iba descalza, el corto cabello bien peinado y el rostro radiante, con un brillo en los bonitos ojos color miel que se intensificaba al mirarme. Cuando pasó junto a mí intenté agarrarla por la cintura pero esquivó con una hábil finta. 
  —Quietecito, ¿eh? No hagas que me enfade —me regañó. Pero cuando se giró para mirarme, apoyada en la encimera, la sonrisa no había desaparecido de sus labios— ¿Te quedas a comer?
  —Eh... No. Prefiero irme al pueblo —dije. Nada me apetecía más que pasar el día con ella. Solo con ella, sin la incómoda presencia del taxista que roncaba en el dormitorio.
  —Ya se que la abuela cocina mejor que yo, pero tampoco lo hago tan mal, ¿no?
  —Bueno, hay otras cosas que haces mejor. 
  —Carlos...
  —Tranquila, se le escucha roncar desde aquí. —Le di un trago a la birra mientras pensaba una excusa para rechazar la invitación—. No me extrañaría que a mi jefa le diese por salir esta tarde, y prefiero estar en el pueblo por si llama.
  —Vaya, pero mira que responsable te has vuelto —dijo, en un tono burlón que no ocultaba del todo cierto orgullo.
  Apuré el botellín de cerveza, me levanté y me despedí de ella con un prudente abrazo y un beso en la mejilla, usando toda la longitud de mi prominente napia para aspirar su agradable aroma. Ella miró hacia la puerta y me regaló un beso en los labios, sin lengua, y me acarició la nuca bajo mis desordenadas greñas.
  —A ver si te cortas el pelo, que solo te falta la cabra y el organillo —dijo, haciendo referencia a cierto tipo de artistas callejeros de etnia gitana—. Ah, el domingo vamos a comer a la parcela. Y tus tíos también.
  —Sí, ya lo sé. Intentaré venir a verte antes.
  —Si vuelves a tener el día libre deberías ayudar a tu abuela, que para eso te fuiste allí, ¿no?
  —Bah, la abuela está en mejor forma que tú y que yo juntos.
  —Ya te digo, pero por lo menos le haces compañía, que está sola la pobre.
  —Está bien —dije. “Ah, si supieras el tipo de compañía que le hago”, pensé.
  Después de la increíble mañana que habíamos pasado me estaba costando despegarme de ella. Con una mano en su cintura, la miré a los ojos y se me aceleró el pulso antes de volver a hablar.
  —Mamá... eh... Te quiero.
  —Y yo a ti, cielo.
  Me dio un sonoro beso en la mejilla y me aparté de ella, de nuevo si atreverme a confesar que ese “te quiero” significaba mucho más de lo que ella pensaba. 
  De vuelta en el Land-Rover, encendí un cigarro y saqué la foto del bolsillo. La prueba de que lo ocurrido esa mañana no había sido un sueño o un delirio febril. La miré durante un buen rato antes de volver a guardarla y arranqué, rumbo a mi otro hogar.


  El resto del miércoles transcurrió sin acontecimientos reseñables. La alcaldesa no me llamó y pasé el día en casa, ayudando a mi abuela con algunas tareas, viendo la tele y fumándome algún que otro porro. Mi madre me había desfogado de tal forma que no me costó demasiado resistir la tentación que suponía la exuberante pelirroja. La misma que, horas después de tener mambo lésbico con mi jefa, me había prometido sexo anal si cumplía con la semana de castigo. Desde luego, no se podía negar que las mujeres que me rodeaban eran... peculiares.
  El jueves tampoco ocurrió nada destacable. Doña Paz me tuvo ocupado todo el día, quizá para compensar el día libre. Además de al club la llevé al centro, a el barrio donde estaban las joyerías y las boutiques más caras (el barrio pijo, para entendernos). Hablamos poco y ninguno de los dos mencionó nada relacionado con la cena, cosa que agradecí, pues todo lo relacionado con el hecho de que aquella mujer hubiese hecho la tijera con mi abuela me incomodaba y desconcertaba.
  Me gustaría poder decir que el viernes también fue un día aburrido y sin incidentes, pero no fue así. En absoluto.
  Mi jefa me despachó temprano, a la hora de comer, y después de una de las copiosas comidas de mi anfitriona barajé la posibilidad de escaparme a la ciudad para ver a mi madre. Si no para tener otro tórrido encuentro sexual al menos para pasar un rato en su compañía. Pero recibí una inesperada llamada. Era Julio, mi mejor amigo, ese al que mi abuela llamaba “ese chico rubio tan simpático”, ya que había estado un par de veces en la parcela. No había visto a Julio, ni a nadie de la pandilla, desde que me había ido al pueblo, y me di cuenta de que echaba de menos pasar el rato con esos fumetas hijos de perra.
  Julito me dijo que había conseguido que su primo le prestase el coche, un cascado Seat Málaga con más kilómetros encima que el baúl de una folclórica, y había pensado pasarse por el pueblo con Sebas y Antonio “El Chispas”, a quien llamábamos así porque trabajaba con su padre, que era electricista. Quedamos a las nueve en la plaza del pueblo, pues no me agradaba la idea de tener a esos tres piezas en la parcela, sobre todo porque no le quitarían ojo a mi atractiva abuela y terminarían haciendo algún comentario rijoso que me haría enfadar.
  Llegaron a la hora prevista y lo pasamos en grande, dividiendo la velada entre fumar porros en la plaza y dejar sin quintos de cerveza a el bueno de Pedro, propietario y barman de Casa Juan 2, quien nos invitó a una ronda de chupitos. A eso de las dos de la mañana volvieron a la ciudad. Sebas, más corpulento y con más aguante que los otros dos, estaba en condiciones de conducir, así que no me preocupé porque llegaran de una pieza al barrio. Yo tampoco estaba demasiado ebrio ni colocado, por lo que pude llevar sin problemas el Land-Rover hasta la parcela.
  Lo primero que me llamó la atención al llegar fue ver luz en la ventana de la cocina. Le había dicho a mi abuela que no me esperase levantada, pero conociéndola no me habría sorprendido que se hubiese desvelado. O tal ve se había levantado a beber agua, a picar algo o a “jugar” con alguna verdura de forma fálica. Por mucho que lo negase, yo sabía que para ella tampoco iba a ser fácil estar una semana entera sin nuestros placenteros revolcones.
  Me quedé helado cuando llegué a la puerta principal y la encontré entreabierta. Tranquilo, me dije. Habrá salido fuera, aunque no era propio de ella salir tan tarde, a no ser que escuchase un ruido extraño. Hablando de ruidos, lo único que rompía el silencio de aquella calurosa noche era el canto de los grillos. Cada vez más inquieto, entré en la casa. No estaba en la cocina. Fui a su dormitorio y solo encontré la cama desecha y la bata colgada en su lugar. Dondequiera que estuviese, estaba vestida solo con el ligero camisón de dormir. La busqué por toda la casa, llamándola en voz alta pero sin gritar. Con el corazón en un puño y el estómago encogido por un mal presentimiento, fui a buscarla fuera. Apenas había traspasado la puerta principal cuando percibí por el rabillo del ojo una sombra moviéndose detrás de mí. 
  Cuando me disponía a girarme, algo me golpeó con fuerza la cabeza y todo se volvió negro.



CONTINUARÁ...




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