24 mayo 2025

El Vuelo del Puma. Cap. 07.


  La última patada voladora casi descolgó el saco de arena, firmemente sujeto al techo del gimnasio por una argolla de hierro. Cayeron algunos trozos diminutos de yeso mientras Ninette, sudorosa y jadeante, daba por finalizada la sesión de entrenamiento.

  Aquella mañana había empezado más temprano, antes del amanecer, para asegurarse de estar sola. Solo quedaban dos días para el combate en el Coliseum, el esperado enfrentamiento entre Laszlo Montesoro y Fedra Luvski, un acontecimiento del cual hablaba toda la ciudad. Las entradas estaban alcanzando cifras astronómicas en la reventa, y las apuestas movían millones por toda la ciudad.

  Nadie tenía más motivos que la joven lugarteniente de los Pumas Voladores para esperar el enfrentamiento con impaciencia, pues si Laszlo ganaba podría volver por fin con sus amigos, con Koudou, Loup y los demás. Echaba de menos las noches en el Boogaloo, escuchando su jukebox y bebiendo los dulces cócteles que le preparaba Nicodemo, y las partidas de Backgammon con Laszlo.

  Pero, después de un mes viviendo como una Bala Blanca, y sobre todo después del ataque a las Llamazonas, se sentía tan confusa como culpable. En su cabeza, escuchaba una y otra vez el crujido de la columna de la adversaria a la que matase en el restaurante, y el placer que sintió al dominar con el Ariete a la desgraciada novata llamada Sherry. Libélula, la Bala Blanca enmascarada, era mucho más fuerte y temible que Ninette, y la idea de no ponerse la máscara nunca más le provocaba una extraña nostalgia. Para colmo, se había encariñado con Esther, e incluso con Brenda, y el miedo que antes sintiese por La Capitana se había transformado en sincero respeto.

  Intentando no darle más vueltas al asunto, se dirigió hacia el vestuario. A esas horas, el cuartel general de los Balas era un lugar desierto y silencioso, y Ninette sintió cierta inquietud al desnudarse junto a la larga hilera de duchas vacías. Bajo el agua caliente, cerró los ojos, relajándose mientras el sudor y la tensión bajaban hasta el desagüe. Se enjabonó con las manos, acariciando con energía todo su cuerpo, desde los pechos pequeños, de puntiagudos pezones rosados, hasta las carnosas nalgas, más duras y tersas que hacía un mes, y las fuertes piernas de formas redondeadas.

  No tuvo tiempo de reaccionar cuando una mano le tapó la boca con fuerza y un brazo le rodeó el torso, arrastrándola fuera de la ducha. Al principio creyó que era otra de las bromas de Brenda, pero la voz que le habló al oído, acompañada por un desagradable aliento que olía a alcohol, era grave y rasposa. La voz de un hombre al que había conseguido evitar durante casi un mes y que ahora la tenía a su merced.


¿De verdad pensabas que iba a quedarme sin probar esa rajita, pequeña? —dijo Caimán, apretando aún más su musculoso brazo alrededor de Ninette, impidiéndole moverse y casi respirar.

  La joven forcejeó, pataleó e intentó librarse de la mano que le rodeaba la mandíbula para gritar, pero todo fue inútil. Caimán, el lugarteniente más cruel y temido de los Balas Blancas, era mucho más fuerte. Y para colmo estaba borracho, a pesar de las estrictas prohibiciones de La Capitana, lo cual lo volvía más temerario y brutal.

  Desnuda e inmovilizada, Ninette sintió una oleada de miedo al recordar cual era el pasatiempo favorito de aquel indeseable: estrangular mujeres mientras las violaba. No estaba segura de que Caimán se atreviese a matarla, despertando así la ira de Fedra Luvski y rompiendo el acuerdo entre los Balas y los Pumas, pero la idea de que una de esas manos le apretase la garganta la aterrorizaba.

  La llevó a rastras hasta uno de los urinarios y cerró la puerta con pestillo. Al arrojarla contra la pared, Ninette, con el cuerpo todavía resbaladizo por el jabón, tropezó con el inodoro y cayó, quedando sentada contra la pared de pulcros azulejos blancos. El hombre la miraba desde arriba, con un brillo bestial en los ojos enrojecidos y la mandíbula apretada. Iba desnudo de cintura para arriba, y el horrendo reptil tatuado en su antebrazo se movió cuando tensó los músculos. Caimán era casi tan alto como La Capitana, no demasiado ancho pero de cuerpo fibroso y duro; llevaba la cabeza afeitada y el sudor la hacía brillar bajo los tubos halógenos del vestuario.

No te molestes en gritar. Es muy temprano para que alguien baje al gimnasio, y desde los barracones nadie va a escucharte.

No puedes hacerme daño —dijo Ninette, con tanta firmeza como pudo—. La Capitana le prometió a Laszlo que no me haríais daño.

Le prometió que te devolveríamos viva, si ganaba el combate. Pero no pienses ni por un momento que ese niñato va a poder con nuestra capitana. —Caimán se acercó más, tocándose el bulto que crecía bajo sus pantalones de camuflaje—. Te quedarás aquí, y serás mi puta, te guste o no.

  La mano férrea rodeó el cuello de Ninette y la levantó. Con los pies a medio metro del suelo, luchando por respirar, y en un espacio tan reducido, solo pudo defenderse lanzando rodillazos, que impactaron contra el duro abdomen del lugarteniente sin causarle apenas molestias. También golpeó una y otra vez el brazo tatuado que la sujetaba en vilo, sin más resultado que incrementar la excitación de Caimán, quien se bajó la cremallera con la mano libre y liberó una verga larga y delgada, curvada hacia arriba y con una cabeza rojiza y triangular.

  La falta de aire debilitó tanto a Ninette, que apenas opuso resistencia cuando el violador le separó los muslos a empujones, se escupió en la mano libre y manoseó sin delicadeza alguna el pubis de vello dorado y la prieta entrada de su sexo.

Ya se que prefieres que te den por detrás, pero llevo mucho tiempo pensando en romper este coño tan bonito y rosado.

  La empujó contra la pared, sosteniéndola todavía por el cuello, y le agarró una de las nalgas para sujetarla mejor y poder aflojar la presión en la garganta. Ninette boqueó, respirando con avidez. Su rostro aniñado, de mejillas redondeadas y nariz respingona, no llegó a ponerse morado, pero sí de un rojo encendido, mientras gruesas lágrimas se mezclaban con el agua y los restos de jabón que todavía cubrían su piel.

Su... suéltame... hijo... de... —consiguió decir antes de que la presión volviese a aumentar.

  Caimán apretaba y aflojaba su garra con precisión, no tanto como para matar a su presa pero lo suficiente para mantenerla aturdida y aterrorizada. La joven intentó forcejear de nuevo, sin éxito. Apenas conseguía enfocar el rostro del hombre y temía perder el conocimiento de un momento a otro. El implacable estrangulamiento impidió que su grito apenas fuese audible fuera del pequeño habitáculo cuando la penetró, aplastándola contra la pared con una brutal embestida. El garfio de carne se hundió en su cuerpo, y la pesadilla aumentó al sentir la lengua áspera de Caimán lamiendo las lágrimas de su rostro.

  El Bala Blanca no decía nada; solo gruñía y jadeaba, murmurando de vez en cuando alguna obscenidad que su víctima no llegaba a entender, confusa por la falta de oxígeno. Las estocadas eran rápidas, ansiosas, y la lengua se movía también por el cuello y el pecho. Ninette sintió cómo aumentaba la velocidad del furioso bombeo, mordiscos en los pezones que sin duda dejarían marcas, y la presión aumentando de nuevo en torno a su cuello. Los halógenos del techo, dando vueltas alrededor de la reluciente calva de Caimán, fue lo último que vio antes de perder el conocimiento.



  La habitación donde despertó le resultaba muy familiar. La mullida cama, la extraña decoración y el agradable aroma que flotaba en el sombrío ambiente no le eran desconocidos, y su cerebro terminó de reconocer el lugar cuando vio sentada junto a la cama a una mujer negra de curvas generosas y pelo a lo afro.

¡Laszlo, tesoro! ¿Cómo te encuentras?

¿Biluva? ¿Estoy en tu casa? ¿Qué ha pasado?

  El líder de los Pumas Voladores se incorporó sobre los almohadones. Comprobó que tenía el hombro vendado, y también numerosas cicatrices de cortes en el cuerpo. Tenía la sensación de llevar inconsciente una eternidad y el corazón comenzó a latirle a toda velocidad.

¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¡El Coliseum! ¡Tengo que...!

  La bruja se sentó en la cama y puso una mano, adornada con numerosos anillos y brazaletes, sobre el hombro del agitado joven. La proximidad del cálido y exuberante cuerpo bastó para tranquilizar a Laszlo.

Calma, precioso. Solo llevas aquí un día. Koudou pensó que conmigo estarías seguro mientras te recuperabas.

  El Puma salió de la cama y se puso en pie, frente a un espejo con el marco de caoba tallado con figuras de serpientes. Movió el brazo, haciendo rotar el hombro en todas direcciones. Notaba un poco de tirantez, tal vez debida al apretado vendaje, pero ningún dolor.

¿Cómo es posible? Ese hijo de puta me atravesó el hombro con uno de sus cuchillos.

Kuokegaros te ha ayudado a sanar —explicó Biluva—. Fuiste muy valiente al enfrentarte tu solo a Black Manthis, y el valor agrada a Kuokegaros. Además, tus dos aliadas fueron muy hábiles al coser tus heridas.

  Mientras procesaba toda la información en su todavía nebuloso cerebro, Laszlo cogió unas pequeñas tijeras del tocador de su anfitriona y se quitó las vendas. Totalmente desnudo, se volvió hacia la cama y clavó sus ojos marrones en los negros y profundos de Biluva.

Farada y Lethea —dijo Laszlo, pronunciando los nombres de sus salvadoras con una mezcla de desconfianza y reverencia.

  Tarsis Voregan ya le había salvado una vez el culo, literalmente, cuando dos policías corruptos lo capturaron después del improvisado secuestro de Darla Graywood; pero lo había hecho para usar a los Pumas Voladores en su propio interés. Montesoro no había rechazado de forma oficial la oferta del Toro de Hierro, según la cual le cedería territorios si le ayudaba a eliminar a los Balas Blancas, pero la había ignorado, y pactar un combate con la Capitana en el Coliseum, con unas condiciones que perjudicaban a los Toros, era todavía peor que rechazar el trato. Así que Voregan tenía más motivos para desear su muerte que para salvarlo de nuevo.

  Los recuerdos de lo ocurrido en el aparcamiento del Sardanápalo, después de ser derrotado por el asesino, eran confusos, pero la imagen de las dos imponentes mujeres volvió a su cabeza con nitidez. Ninguna de las dos llevaba los colores de su banda, el rojo y el amarillo. ¿Era posible que Farada y Lethea hubiesen actuado por cuenta propia, frustrando los planes de Graywood y traicionando a su propio líder?

¿Estuvieron aquí, Biluva? ¿Hablaste con ellas?

Yo no —respondió la bruja—. Pero mi hijo y Loup hablaron con las dos.

 Tengo que hablar con él. Tal vez pueda explicarme lo que está pasando.

Pero no será hoy, cariño. tienes que descansar.

  Biluva se acercó a Laszlo, haciendo tintinear los abalorios con los que se adornaba, y le acarició el rostro de forma maternal. Llevaba una ligera túnica sin mangas, con un colorido estampado de flores amarillas, verdes y azules, no muy diferente del vestido que llevaba la primera vez que el Puma la visitó.

No estoy cansado. La verdad es que me siento lleno de energía... de calor, como si el poder de Kuokegaros fluyese de nuevo por mi cuerpo.

  La mujer sonrió, mostrando unos dientes grandes y blancos bajo los carnosos labios.

Eso es porque está impaciente. Luchaste con bravura, y dominaste su poder a pesar de tu inexperiencia, pero fuiste derrotado. Kuokegaros estará inquieto hasta que consigas una victoria, y eso no será hasta dentro de dos días, en el Coliseum.

  Laszlo soltó una ráfaga de aire caliente por la nariz. El dios estaba impaciente, sí, pero no tanto como él. A pesar de la reciente derrota, se sentía más fuerte que nunca. Quería luchar, ver a alguien caer frente a su imparable poder, a Fedra Luvski, a Darla Graywood, a Voregan... a cualquiera. Con la respiración cada vez más agitada, reparó de pronto en que tenía el miembro totalmente erecto, y apretado contra la suave túnica de Biluva, quien se había acercado tanto que notaba la presión de los grandes pezones oscuros contra el torso.

Sé lo difícil que es dominar esa impaciencia, tesoro. Yo misma la he sentido a veces, y la vi en mi hijo cuando le otorgué el poder. Pero debes controlarte, y reservar tu furia para cuando realmente la necesites.

  Profiriendo una especie de gruñido ronco, Laszlo propinó un tremendo empujón a la voluminosa mujer, haciéndola caer despatarrada sobre la cama entre una cacofonía de tintineos.

Eso es, tesoro. Desahógate conmigo hasta que llegue el momento. Kuokegaros no permitirá que me hagas daño, ni que yo te lo haga a ti —dijo Biluva, tratando de incorporarse en la cama.

  Laszlo se abalanzó sobre ella, con la mirada enloquecida. De un fuerte tirón, usando las dos manos, le desgarró la túnica, dejando al descubierto los descomunales senos de enormes pezones, brillantes por el sudor. Fue tan brusco, que también le arrancó un collar, cuyas cuentas de hueso y conchas se desparramaron por toda la habitación. El joven Puma soltó una delirante carcajada, y cuando habló su voz sonaba muy distinta a la habitual.

¿Hacerme daño tú a mí, bruja estúpida? ¿Qué daño podría hacerme a mí una gorda viciosa como tú?

  Biluva aguantó los insultos con estoicismo, sabiendo que no eran sinceros, pues la influencia de Kuokegaros, una entidad que podía ser perversa y cruel, era demasiado fuerte en ese momento como para que el cansado y confuso muchacho pudiese dominarla. Además. al dios le gustaba a veces dar lecciones de humildad a sus sacerdotisas, castigándolas a través de aquellos que recibían su poder. Pero Laszlo tenía que desfogarse para no enloquecer durante la espera, así que en lugar de intentar apaciguar sus ánimos, la bruja decidió inflamarlos todavía más.

¿Y qué daño podrías hacerme tú a mí, idiota imberbe? ¿Crees que si me metes esa polla ridícula lo notaré siquiera?

  Totalmente fuera de sí, Montesoro se colocó entre los gruesos muslos de Biluva y se la metió hasta el fondo con un brutal golpe de cadera. Ella se mordió los labios, conteniendo un grito de dolor y placer que hubiese agradado a la bestia, y le clavó las uñas en la espalda. La cama chirrió y crujió de tal forma con las intensas acometidas de Laszlo que parecía a punto de despedazarse, como se había despedazado el viejo sofá del salón la primera vez que los amantes liberaron la violenta lujuria propia del dios.

  El calor en el dormitorio se había vuelto tan sofocante que las velas de un candelabro situado en la mesita de noche comenzaron a derretirse y gotear sobre la madera. Cuando él mordió uno de los grandes y oscuros pezones, ella no pudo contenerme más y gritó. Él intentó taparle la boca con la mano y ella se la mordió. Él le dio una fuerte bofetada y ella respondió escupiéndole a la cara.

  Laszlo se detuvo, con la verga todavía dentro del incandescente templo de la sacerdotisa. La saliva, tan caliente como café recién hecho, le chorreó hasta los labios y la lamió con una expresión malvada que llegó a inquietar a Biluva, a pesar de que estaba preparada para lo peor. Como si la oronda bruja no pesase más que una almohada, la obligó a darse la vuelta agarrándola por las anchas caderas, le levantó las nalgas, dejándola en la más vulnerable de las posiciones, y la agarró por la nuca.

¿Te gusta escupir, cerda? Pues te voy a devolver el favor.

  Dicho esto, el Puma poseso dejó fluir entre sus labios un goterón de saliva que cayó justo en el esfínter de Biluva, que se cerró más de lo que ya estaba temiendo lo que venía a continuación. Sin embargo, al meter un dedo en el insondable agujero negro, Laszlo comprobó que no solo no ofrecía resistencia, sino que parecía intentar succionarlo, algo que nunca había visto hacer a ninguno de los anos que había profanado.

  Impaciente por probar la nueva experiencia, se colocó de pie en la cama y dobló las rodillas, apoyando las manos en la espalda sudorosa de la bruja, colocó el glande contra el orificio y, empujando muy despacio, se dejó llevar por una sensación de placer indescriptible cuando su miembro fue devorado por el prodigioso agujero.

  Biluva sabía que Laszlo, a quien le encantaba sodomizar a sus amantes, no se resistiría a su peculiar destreza anal, una habilidad que le había costado años dominar a la perfección y que había sorprendido hasta a los más experimentados de sus amantes. La demostración no duró mucho. Después de unos cuantos movimientos torpes, gemidos y exclamaciones de sorpresa, Laszlo llegó al clímax sin esfuerzo alguno por su parte, aferrado a las grandes nalgas como si fuese a caer por un precipicio.

  Cuando el líder de los Pumas Voladores se tumbó, agotado y empapado en sudor, Biluva se bajó de la cama, ignorando el riachuelo de semen que fluía desde su milagroso ano por la parte interior de los muslos. Se inclinó hacia el joven y lo besó en los labios, comprobando con alivio que los ojos de Laszlo Montesoro volvían a ser los de siempre, y el ansia primitiva de Kuokegaros había remitido, al menos por el momento.

Vaya... Perdona, Biluva, estaba... fuera de mí.

Ya lo sé, tesoro. No tienes por qué disculparte —dijo la mujer, mientras recogía los restos de su destrozada túnica—. Voy a darme un baño y a hacer la comida, ¿te apetece algo en especial, cielo?

Mmm... Ése estofado que comimos la primera vez que vine estaba muy bueno —dijo Laszlo. Al escuchar la palabra “baño”, y viendo el cuerpo desnudo y brillante de Biluva moverse por la habitación, la sangre estaba acudiendo de nuevo a su verga— ¿Te... te importa si nos bañamos juntos?

Pues claro que no, precioso. Nos bañaremos y después te haré un buen estofado. —Biluva hizo una pausa cuando el joven se incorporó, luciendo de nuevo una tremenda erección y exhalando aire caliente por la nariz.— Tenemos que alimentarnos bien, tesoro, porque sospecho que nos esperan dos días bastante ajetreados.

  La actitud maternal de la mujer le llevó, contra su voluntad, a pensar en su propia madre, con quien no tenía ningún contacto desde que la encarcelaron, seis años atrás. Los combates en El Coliseo se retrasmitían por televisión y radio, así que tal vez lo viese luchar. Diez minutos después ya no se acordaba de su madre, mientras le hacía el amor a la de su amigo Koudou en la bañera, transformando el agua en vapor con el calor de sus cuerpos.




  El tubo halógeno del techo seguía en su sitio, pero ya no se movía. Cuando se levantó del suelo, apoyándose en el inodoro, lo único que le causó algo remotamente parecido a la alegría fue darse cuenta de que tenía el rostro y parte del pecho manchado de semen viscoso. Al menos ese hijo de puta no se había corrido dentro. La posibilidad de llevar en las entrañas al hijo de semejante criatura la ponía más enferma de lo que ya estaba.

  Por lo demás, le dolía la garganta, aunque al mirarse en el espejo comprobó que la experta mano de Caimán no le había dejado señales; tenía la entrepierna dolorida, los muslos y nalgas llenos de moratones y marcas de dientes alrededor de los pezones. Al ver el fluido blancuzco secándose en sus mejillas, y notar el sabor inconfundible en la lengua, tuvo que volver al habitáculo para vomitar.

  Se duchó de nuevo, eliminando todo rastro de lágrimas y esperma, pensando con tanta claridad como era posible en lo ocurrido y en cual debía ser su siguiente paso. ¿Qué haría Fedra Luvski si se enteraba de que Caimán la había violado? ¿Lo castigaría con la dureza habitual en La Capitana o no se tomaría tantas molestias por una prisionera de otra banda? ¿Y qué harían Brenda y Esther, a quienes ya consideraba amigas y que la habían protegido durante el último mes del acoso del degenerado lugarteniente?

  Se secó con movimientos enérgicos y tomó una decisión. Pasase lo que pasase en el Coliseum, tanto si volvía con los Pumas como si se quedaba con los Balas, ese malnacido moriría estrangulado.



  Sentada en un taburete, con las piernas cruzadas y un codo apoyado en la barra, Elizabeth Rosefield sorbió a través de una pajita retorcida en espiral la última creación del veterano barman del Boogaloo. Era un cóctel de color verde intenso, parecido al típico líquido radiactivo que los científicos locos inyectaban a diestro y siniestro en las películas de serie B, pero estaba muy bueno, y la pelirroja apuró el vaso ante la mirada satisfecha de Nicodemo.

Está delicioso. ¿Cómo lo vas a llamar?

Pues he pensado llamarlo Reanimador, ¿qué te parece?

¡Ja, ja! Perfecto —rio la pelirroja. Obviamente, al barman también le gustaban las películas de terror.

  Desde la muerte de Bogard, pasaba casi todo el tiempo en compañía de los Pumas Voladores, y estaba más decidida que nunca a ingresar en la banda. El imponente Koudou seguía mirándola como si fuese poco más que un mueble, y la llamaba “piernas”, fingiendo que no recordaba su nombre, pero había hecho buenas migas con otros miembros, como el viejo Nicodemo, quien la había adoptado de conejillo de indias para sus creaciones y la entretenía con interminables anécdotas. También había entablado una interesante amistad con Loup Makoa, el joven lugarteniente que parecía conocer todos los rumores y cotilleos de la ciudad, y no dudaba en compartir con ella aquellos que podían compartirse sin peligro.

  A pesar de que muchos pumas le mostraban simpatía y conversaban con ella a menudo, no había conseguido que nadie le diera detalles sobre las pruebas de ingreso en la banda. Tenía la impresión de que no querían asustarla, y a veces pensaba justo lo contrario, que con tanto secretismo pretendían intimidarla. Fuera como fuese, descubriría el secreto dentro de poco. Esa misma noche Laszlo Montesoro y Fedra Luvski se enfrentarían en El Coliseum, y varios días después podría realizar las pruebas.

  Mientras Nicodemo preparaba otra bebida, echó un vistazo al local. Eran casi las dos de la tarde, y había al menos quince miembros de la banda en el Boogaloo, muchos de ellos novatos. La mayoría de los chicos la miraban con mayor o menor disimulo, y si ninguno de ellos había intentado llevársela al catre era por respeto al afable y orondo Bogard, cuya muerte aún pesaba sobre el ánimo de todos. A Beth le agradó ver que casi todos llevaban al cuello un pañuelo negro y púrpura, en homenaje al lugarteniente asesinado.

  Aunque siempre la llamasen por su nombre, sabía que le habían puesto varios apodos, como La Viuda Roja, el cual no le gustaba pues le hacía recordar la terrible noche en que vio morir a Bogard, o Bateadora, por la forma en que mató a su agresivo exnovio Mick. Definitivamente, Bateadora le gustaba más. Incluso había comenzado a vestir de forma más deportiva. Ese día llevaba unos shorts negros con líneas blancas a ambos lados, que dejaban a la vista toda la longitud de sus largas piernas, unas zapatillas rojas con cordones negros, una camiseta de tirantes blanca sin nada debajo, y una gorra de béisbol también negra sobre la rizada melena pelirroja, recogida en una larga coleta.

  Los parroquianos dejaron de prestar atención a su esbelto cuerpo cuando la puerta del local se abrió y entró un hombre vestido con traje y corbata. El Boogaloo estaba abierto para cualquier cliente, pero era poco habitual que entrase alguien ajeno a los Pumas Voladores, por lo que varias miradas desconfiadas siguieron al recién llegado cuando avanzó hacia la barra, con los ojos clavados en Elizabeth, a quien pareció reconocer tras mirarla de arriba a abajo.

¿Eres... Elizabeth, Elizabeth Rosefield? —preguntó el extraño, quien parecía esforzarse por mostrar seguridad.

  Beth lo estudió durante unos segundos antes de contestar. Era un hombre de unos cuarenta años, con pinta de ejecutivo, pelo peinado hacia atrás con gomina y un caro reloj de oro en la muñeca. No lo había visto en su vida.

Sí, soy yo, ¿quieres algo? —dijo la pelirroja.

Un par de entradas para el combate de esta noche. Uno de mis socios me dijo que tal vez tendrías.

  Los miembros de la banda, que vigilaban la escena por si acaso, volvieron a sus entretenimientos al escuchar la petición. Sabían que Beth trabajaba para El Coliseum vendiendo entradas, y no les molestaba que lo hiciese en el local, siempre que no provocase disturbios.

No has debido esperar hasta última hora. me quedan muy pocas, y son de las caras.

¿Cómo de caras, preciosa?

Tres mil cada una.

  El trajeado abrió los ojos como platos, pero metió la mano en su chaqueta para sacar la cartera.

Joder... Espero que no sean falsas. Me han dicho que hay algunos espabilados vendiendo falsificaciones.

¿Crees que los Pumas me dejarían venderlas en su local si fuesen falsas? Laszlo Montesoro es uno de los combatientes —dijo Beth, después de coger el dinero y comenzar a contarlo con rapidez.

Si, sí, ya sé quien pelea, no soy imbécil.

  Cuando tuvo las entradas en el bolsillo, el tipo salió del Boogaloo, con las miradas de algunos Pumas clavadas en su pelo engominado.

Menudo gilipollas —afirmó Nicodemo, mientras servía un nuevo cóctel a la vendedora.

Ya te digo. Seguro que quiere las entradas para impresionar a alguna zorra tetona que conoció anoche —dijo una voz suave y de acento exótico.

  Elizabeth se dio la vuelta rápidamente, y una ancha sonrisa se dibujó en su rostro al encontrar junto a la barra el atractivo rostro de Loup Makoa.

¡Loup! ¿Pero dónde estabas? No te veía desde... lo del aparcamiento.

Sí, han sido dos días muy raros —dijo el joven lugarteniente. Probó la bebida de Beth y levantó el pulgar en dirección al barman.

¿Habéis averiguado algo sobre esas dos mujeres que salvaron a Laszlo?

No mucho más de lo que ellas nos contaron.

  La pelirroja asintió. Sabía que Makoa no le diría mucho sobre un asunto tan importante, pero no podía evitar preguntar. Por lo que sabía, las mujeres eran la guardia personal de Tarsis Voregan, líder de los Toros de Hierro, y habían abandonado la banda la misma noche en que derrotaron a Black Manthis. Tanto los Toros como los Pumas las habían buscado por toda la ciudad, pero Farada y Lethea parecían haberse esfumado.

No tengo ni idea de que se proponen esas dos, pero le salvaron la vida a Laszlo, y si las encuentro lo primero que haré será darle las gracias.

  Nicodemo y Beth asintieron a las palabras de Loup Makoa, y cambiaron de tema. Esa tarde solo había un tema del que todo el mundo hablaba, en todos los bares de todos los territorios de la ciudad: el combate en El Coliseum.



  Caimán soltó el pequeño vaso en la barra con un golpe seco. El barman del Tachuela, uno de los peores tugurios del distrito norte, le rellenó el vaso de bourbon cuando el brazo tatuado le hizo un gesto. No le agradaba demasiado que el agresivo lugarteniente de los Balas Blancas fuese asiduo de su local, pero al menos pagaba todo lo que se bebía (que era mucho) y siempre dejaba una buena propina.

¿Vas a ir esta noche al Coliseum, Caimán? —dijo el barman, un gigantón barbudo de voz cavernosa.

Pues claro que voy a ir, idiota —le espetó Caimán, tras apurar vaso de nuevo—. Es mi capitana quien lucha, y estaré en primera fila para ver como le rompe el culo a patadas a ese mierda.

  Dicho esto, se levantó del taburete y cruzó el mugriento local, con los andares demasiado erguidos de quien intenta disimular su embriaguez, de camino a los servicios. Se prometió a sí mismo que solo se bebería una más. Fedra Luvski ya había hecho la vista gorda un par de veces en cuanto a su afición al licor, y no quería presentarse borracho en la noche de gloria de su capitana.

  Atravesó la puerta que daba a un pequeño pasillo, pobremente iluminado por una bombilla polvorienta, donde se abrían otras dos puertas, la del servicio de caballeros y la del de señoras, la cual se abrió en ese momento. Caimán se detuvo en seco al ver a la chica, y ella también se quedó plantada en el sitio, mirándole con unos grandes ojos azules muy abiertos.

Pero bueno... ¿Qué hace una cosita tan linda como tú en un antro como éste? —dijo el hombre, dando un paso hacia la jovencita.

  La estudió de arriba a abajo, con los ojos brillantes por el alcohol y una perversa alegría. La muchacha no parecía haber cumplido todavía los dieciocho, tenía una bonita melena rubia rizada, con algunas mechas rojas, la nariz respingona y una sonrisa encantadora de labios rosados. Vestía unos tejanos muy cortos, zapatillas de baloncesto sin calcetines (algo que, por algún motivo, excitó a Caimán aún más), y un sencillo top amarillo que dejaba a la vista su ombligo, además de marcar las formas de los pequeños y firmes pechos.

He... he quedado aquí con una amiga —dijo ella, con timidez.

Debéis de ser dos chicas muy traviesas, tu amiga y tú, para venir a un sitio así.

Bueno... supongo que sí.

  Caimán se había acercado más, apoyando una mano en la pared de forma que el musculoso brazo bloqueaba la salida, aunque la chica podía pasar por debajo sin apenas agacharse, pues el hombre le sacaba más de dos cabezas. Cuando habló de nuevo, su voz sonó menos tímida, y no parecía atemorizada por la imponente presencia del lugarteniente.

¿Eres un Bala Blanca, verdad? —preguntó, mirando los pantalones de camuflaje y las botas militares de su interlocutor.

Así es, pequeña. Me llamo Caimán, ¿has oído hablar de mí? —preguntó él, hinchando el pecho.

¡Oh, Caimán! Pues claro que sí —exclamó ella, ruborizándose un poco.

¿Y cómo te llamas tú?

Eh... Lina —dijo la chica, tras pensarlo un par de segundos.

¡Ja, ja! ¿Es que no te acordabas de tu nombre?

No... es que... me llamo Angelina, pero mis amigos me llaman Lina.

Pues yo quiero ser tu amigo, así que te llamaré Lina, ¿te parece bien?

Oh... claro, claro que sí.

  Caimán sonrió de oreja a oreja. Había conocida a muchas chicas como aquella; adolescentes rebeldes, algunas de buena familia, que mojaban las bragas en cuanto veían a un miembro de alguna banda. Miró con más detenimiento el cuerpo de la tal Lina, las piernas delgadas pero bien formadas y las caderas, lo bastante anchas como para no confundirla con una niña, a pesar de su rostro inocente. También se fijó en su cuello, tan fino y suave bajo la cascada de rizos dorados. Un cuello que podría rodear casi por completo con una sola mano.

Oye, Lina, ¿por qué no entramos ahí y nos conocemos mejor?, ¿te gustaría? —dijo el Bala Blanca, señalando con la cabeza la puerta del servicio de señoras—. Eres la única chica que hay en todo el bar, así que no creo que nos interrumpan.

Bu... bueno, está bien. Pero si llega mi amiga...

Seguro que a tu amiga también le encantará conocerme. Vamos.

  Agarrando a Lina del brazo, la metió dentro del aseo, un poco más limpio y espacioso que el masculino pero no demasiado. El olor a orina era intenso, la luz escasa y el suelo estaba húmedo, lleno de colillas, papeles arrugados y algún que otro cadáver de cucaracha. La chica no opuso resistencia alguna, e incluso cerró ella misma la puerta y echó el oxidado pestillo.

  Cuando vio el habitáculo donde estaba el retrete, Caimán recordó la mañana en los vestuarios del gimnasio, cuando sometió a la pequeña puma. Por suerte, Ninette no se lo había contado a nadie. Seguramente le tenía miedo, o le daba vergüenza admitir que la habían cogido por sorpresa mientras se duchaba y se la habían follado sin que pudiese evitarlo. Caimán miró a Lina, sonriendo con lascivia y con una algunas gotas de sudor brillando en su cabeza afeitada, y se señaló la bragueta.

Ya sabes lo que tienes que hacer, ¿no?

Claro. Ya he estado con muchos chicos, ¿qué te crees? —dijo la chica, antes de ponerse en cuclillas frente al Bala.

Yo no soy un chico, putita, soy un hombre. ¿Estás preparada para la polla de un hombre de verdad?

  Por toda respuesta, Lina bajó la cremallera de los pantalones, metió por la abertura una de sus delicadas manos y liberó el miembro, que apareció duro y palpitante a escasa distancia de su rostro. No debía medir más de veinte centímetros, curvado hacia arriba y surcado por diminutas venas azules. La chica lo agarró con ambas manos y las movió despacio, lamiendo la punta mientras miraba hacia arriba con sus grandes ojos azules. Caimán se desabrochó los pantalones, dejando que le cayesen hasta las rodillas. Lina se metió la verga en la boca hasta la mitad, succionando y moviendo la cabeza a ritmo creciente mientras acariciaba los musculosos muslos del hombre, cubiertos de un áspero vello negro.

Uff... No mentías, nena. Tú ya te has comido unas cuantas.

  Al mirar de nuevo hacia abajo, vio que la muchacha tenía una mano dentro de los pantaloncitos y las piernas tan separadas como le permitía su postura. Evitaba ponerse de rodillas para no mancharse con la inmundicia del suelo, así que se mantenía en equilibrio sobre la punta de los pies, con las nalgas apoyadas en los talones. Caimán la hizo levantarse, le subió el top y chupó ruidosamente los pezones duros y rosados. Ella gimió, respirando cada vez más deprisa, y comenzó a desabrocharse los pantalones.

Venga, joder, enséñame el chochito... —jadeó Caimán, impaciente.

  Él mismo se los bajó, de un fuerte tirón. No llevaba bragas, cosa que no le sorprendió, y el sexo rasurado era una carnosa ranura entre los suaves muslos.

Ay... se van a manchar —se quejó Angelina al ver sus pantalones tocar el suelo.

Te aguantas. Eso es lo que pasa cuando te metes a follar en el meadero de un tugurio, perra.

¿Pero por qué me insultas? No me gust...

  La férrea mano del Bala Blanca, la del brazo tatuado con un furioso reptil, rodeó el fino cuello de la chica, empujándola contra el sucio lavabo. Al verse levantada en vilo varios palmos sobre el suelo, buscó apoyo hasta encontrar el borde del lavabo. Caimán aflojó la presa cuando la tuvo a la altura justa, sentada sobre la superficie amarillenta y resbaladiza con marcas de nicotina. Cuando buscó con la punta de la verga los tiernos pliegues del conejito adolescente, ella cruzó las piernas e intentó apartarse.

¡No, no quiero! Me.. mejor te la chupo —suplicó Lina, con los ojos húmedos y los labios temblorosos.

¿Pero qué dices, guarrilla? Ábrete de piernas o voy a tener que hacerte daño.

¡Por favor, no! —lloriqueó la chica. Entonces levantó una de sus manos, poniéndola frente al rostro del hombre— Mira... si me dejas te daré este anillo... Es muy caro.

  Sorprendido por la reacción de la jovencita, Caimán miró entornando los ojos el anillo que lucía en el dedo corazón, una gruesa banda plateada con lo que parecía una esmeralda engarzada.

¿Y para qué quiero yo esa mierda? —gruñó el Bala. Agarró con fuerza las rodillas de su presa y le separó las piernas sin dificultad—. A lo mejor tus amiguitos se conforman con que les hagas una mamada, niñata calientapollas, pero conmigo te has equivocado.

  Justo cuando Caimán se disponía a penetrar, Lina apretó el puño y se escuchó un débil chasquido al activarse el minúsculo mecanismo de la joya. La esmeralda se abrió, y una nube de humo rosa rodeó la cabeza del Bala Blanca, obligándolo a retroceder entre toses y maldiciones.

  La chica se bajó del lavabo, se subió los pantalones y una sonrisa maliciosa se dibujó en sus bonitos labios.

La verdad es que te iba a dejar follarme, pero no me gusta que me ensucien la ropa, cabronazo.

Hi...ja de... ¡cof, cof! Te voy a...

  Caimán se tambaleó hasta quedar apoyado contra una de las paredes. Todo le daba vueltas, y ni siquiera fue capaz de subirse sus propios pantalones. Tampoco pudo ver abrirse la pequeña ventana del aseo, ni a la figura que se coló por ella. Una mujer de corta estatura, piernas fuertes enfundadas en unos ajustados leggins verdes y con la cabeza oculta por una máscara de luchadora con el dibujo de una libélula. Se situó detrás del hombre y le rodeó el cuello con una fina cadena de acero.

Ahora vas a saber lo que se siente cuando te estrangulan, hijo de perra —dijo Ninette, con la voz llena de odio.

  El lugarteniente de los Balas Blancas tardó en morir más de lo que esperaba. Emitiendo agónicos sonidos guturales, pataleaba y movía los brazos intentando librarse de su asesina, quien se había tumbado en el suelo, arrastrándolo con ella, para hacer más fuerza. Pero el gas venenoso del anillo lo había debilitado demasiado.

  Angelina se acercó al cuerpo agonizante de Caimán, y encontró divertido que su miembro continuase erecto, más que antes incluso. Lo pisó con una de sus zapatillas de baloncesto, moviéndola como si apagase una colilla, y un potente chorro de semen salió a borbotones por la punta, llegando casi al rostro del hombre, quien finalmente se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos en el rostro amoratado y la lengua colgando fuera de la boca.

Ninette se puso en pie, ajustándose la máscara de Libélula, y tiró la cadena al suelo.

Buen trabajo, Sherry —dijo, poniendo una mano enguantada en el hombro de la chica—. Ahora este cabrón muerto es todo tuyo.

Gracias, Libélula.

  La Puma enmascarada suspiró, liberando toda la tensión acumulada. Después de la violación, se había propuesto vengarse de Caimán, y sin que nadie lo advirtiese se dedicó a investigar, como habría hecho Loup Makoa, estudiando los hábitos del lugarteniente tatuado.

  No le resultó fácil escabullirse del cuartel de los Balas sin llamar la atención, y mucho menos encontrar a la joven Sherry, la Llamazona a la que había dominado con el Ariete de Fedra Luvski durante el ataque al restaurante, y que jugaría un papel determinante en su plan. Consiguió localizar el instituto privado donde estudiaba, y una tarde la interceptó en un solitario callejón. Sherry se asustó al ver a Libélula, pero cuando se calmó y escuchó el trato que quería proponerle, no tuvo reparos en ayudarla a matar a Caimán. La habían expulsado de las Llamazonas por intentar huir durante el combate contra los Balas, y matar a todo un lugarteniente de la banda enemiga haría que la aceptasen de nuevo.

Y recuerda, yo no he estado aquí —dijo Ninette, mirándola a los ojos.

  Con un ágil salto, se encaramó a la ventana, dispuesta a correr por los tejados para volver al cuartel sin ser vista.

Descuida, nadie lo sabrá —afirmó Sherry— Y recuerda, Libélula, la próxima vez que nos enfrentemos no huiré.

Sonriendo bajo la máscara, Ninette se dejó caer hacia adelante y desapareció.



CONTINUARÁ...



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