08 mayo 2025

El Vuelo del Puma. Cap. 06.

 

El apartamento de Bogard estaba a solo dos manzanas de El Boogaloo. Era grande y amplio, a imagen de su propietario, y aunque se veía relativamente limpio y ordenado, era obvio que el lugarteniente de los Pumas Voladores no se preocupaba demasiado por la decoración.

   Tras instalarse en uno de los dormitorios de la vivienda, Elizabeth durmió durante casi todo el día, exhausta por los acontecimientos de la noche anterior. Cuando se levantó, bien entrada la tarde, se sentó en el sofá del salón, presidido por un televisor de cincuenta pulgadas, junto a su anfitrión. Se había puesto cómoda, con unos viejos pantalones deportivos que disimulaban las torneadas formas de sus piernas, una camiseta vieja con el desvaído logotipo de un grupo heavy, y su cabellera pelirroja recogida en una larga coleta.

—Gracias de nuevo por dejar que me quede, Bogard. Hacía mucho tiempo que no dormía tan bien.

—Bah... no es nada. Mi habitación de invitados siempre está a disposición de cualquier miembro de la banda que la necesite —dijo el corpulento puma, sacando del bolsillo su inseparable caja de puritos.

   Ofreció uno a su invitada, quien lo aceptó, mirando pensativa el pañuelo negro y púrpura que Bogard llevaba alrededor del cuello.

—¿De verdad crees que conseguiré entrar en la banda? —preguntó ella, exhalando una espesa nube de humo por la nariz.

—No te voy a engañar, Beth —comenzó a decir Bogard, con semblante serio—.Las pruebas son duras, sobre todo para las chicas, y muy pocas lo consiguen.

—Por no mencionar que a la mayoría de esas aspirantes les doblo la edad.

—Eso no debe preocuparte —dijo Bogard—. Al contrario. Significa que tienes más experiencia, más recursos. Además estás en buena forma y, lo que es más importante, tienes agallas. Hace falta mucho valor para presentarse en El Boogaloo como tú lo hiciste y ofrecernos un trato, y lo de anoche con ese bate...

—Eso fue... un arrebato —explicó Beth—. Aquella no era yo.

—Pues aprende a manejar esos arrebatos. Deja que esa “chica del bate” sea parte de ti y serás una de las mejores Pumas que se haya visto.

   La pelirroja asintió, dejando salir de entre sus labios otra nube de humo. La idea de formar parte de una banda, de sentirse por primera vez en su vida respaldada y  parte de una comunidad era algo que deseaba intensamente. Por otro lado, le asustaba la posibilidad de fracasar, de quedar en ridículo. La seriedad con que el por lo general alegre Bogard hablaba de “las pruebas” no contribuía a tranquilizarla.

—Pero olvídate de todo eso por ahora y relájate —dijo el lugarteniente, recuperando la jovialidad su rollizo semblante —¿Qué quieres que hagamos? Puedo llamar a alguno de los novatos para que nos traiga una película del videoclub... o podemos jugar a la videoconsola, aunque intuyo que los videojuegos no te van demasiado...

   Mientras Bogard parloteaba enumerando diversas actividades lúdicas de interior (Laszlo había ordenado que Elizabeth no se dejase ver demasiado por las calles), ella miraba el robusto mueble de madera que soportaba el peso del televisor. En sus estantes pudo ver un reproductor VCR, una videoconsola de cartuchos con dos joysticks y las carátulas de algunas películas de acción. De pronto, se giró hacia el anfitrión con una traviesa curva en las comisuras de su boca.

—¿Sabes lo que acabo de notar? Que para ser un tipo que sabe tanto de porno no tienes ni una sola peli guarra en el mueble.

   La sonrisa de Bogar se ensanchó y se puso recto en el borde del sofá, fingiendo indignación.

—¿”Pelis guarras”? No voy a consentir que se refiera en esos términos al noble arte del cine para adultos, señorita.

   Bogard no cabía en sí de gozo. Por lo general, las chicas que llevaba a casa no veían con buenos ojos su afición al género X, pero con Beth no tenía que disimular. Al contrario, podía presumir y eso fue lo que hizo. Indicó con un gesto que lo siguiese y ambos se levantaron del sofá.

   Caminaron por el pasillo hasta la habitación de Bogard, tan amplia como el resto de la vivienda, con las paredes pintadas de negro y una mullida moqueta de color púrpura. Si entro en la banda espero no tener que decorar así mi apartamento, pensó Beth. Se detuvieron frente a la puerta de lo que parecía un vestidor, y cuando se abrió y la luz fluorescente prendió la actriz de “pelis guarras” se quedó boquiabierta.


   En el falso vestidor, mucho más espacioso de lo que podía intuirse desde fuera, había seis estanterías de metal blanco donde se exhibían ordenadamente cientos de cintas de video, todas ellas con sus carátulas originales y todas ellas clasificadas X (salvo una pequeña sección de erotismo y softcore de apenas veinte títulos).

—¡Jooooder! —exclamó Beth en voz muy baja, como si se encontrase en algún tipo de recinto sagrado.

—Impresionante, ¿eh? —presumió el propietario de la colección—. Los expositores los conseguí hace años, cuando era un novato. El dueño de un videoclub dejó de pagarnos y me enviaron a darle un escarmiento. En fin... ya sabes.

   Elizabeth se paseaba entre las hileras de cintas, mirando con avidez una carátula tras otra. Había chicas que lo hacían solo por dinero, pero a ella le encantaba el género, todavía no había perdido del todo la esperanza de convertirse en una auténtica pornstar, y en ese momento se sentía como una niña en una tienda de juguetes. Su anfitrión, en cambio, tenía la vista ocupada en las nalgas que se perfilaban bajo los desgastados pantalones deportivos.

—No hace falta que diga que puedes coger las que quieras. Este videoclub es gratis.

—¿Están ordenadas de alguna forma concreta? —preguntó ella.

—Más o menos. En ese estante, por ejemplo, están las de “tetonas”, y en ese otro las de “maduras”, pero, ¿dónde colocar las de “maduras tetonas”? Esa es la cuestión.

—Y supongo que las mías están en “pelirrojas”.

—Las tuyas están en la sección “Elizabeth Rosefield”, por supuesto —afirmó el coleccionista, señalando el estante donde se alineaban las catorce películas.

—¡No me jodas! Pero si las tienes todas —se entusiasmó la joven, abalanzándose sobre su filmografía.

—Ya te dije que soy tu mayor fan.

—¡Mira, “Taladrada por todos 3”! Esta es de la que te hablé después del rodaje de ayer, ¿te acuerdas?

—Claro. Esa escena en la que el bueno de Chazz aprovechó la confusión para unirse a la fiesta.

—¡Sí, ja, ja! Ven, vamos a ponerla.

   Beth agarró la cinta con una mano y el brazo de Bogard con la otra, tirando de él para que regresasen al salón. El Puma estuvo a punto de pellizcarse a sí mismo para comprobar que no soñaba.

   De vuelta en el sofá, pulsó el botón de play y comenzó la película. La escena de Elizabeth era la primera, así que no tuvieron que esperar mucho para verla aparecer en pantalla.

—¡Vaya pintas tengo ahí! —dijo al verse a sí misma con varios años menos.

   La acción transcurría en una ferretería, y la dependienta (Beth) vestía una minifalda tejana sujeta por un cinturón de hebilla enorme y dorada, además de una camisa a cuadros anudada por encima del ombligo y unas botas vaqueras adornadas con flecos rematando sus largas piernas. Lucía, además, un cardado con el que su pelo parecía un gran algodón de azúcar naranja.

—¿Ese peinado fue idea tuya o de Chazz? —bromeó Bogard, quien ya había encendido uno de sus pequeños puros.

—Oh... no me lo recuerdes. Y mira esas gafas tan cutres sin cristales, ¡ja, ja, ja!

—Al menos la ferretería parece de verdad.

—Como que es de verdad. Es del padre de un amigo de Chazz, y nos dejó las llaves a escondidas para que entrásemos a rodar de noche. Tuvimos suerte de que nadie viese la luz de los focos y llamase a la poli.

   Tras varios minutos durante los cuales la cámara se recreó en las piernas cruzadas de la dependienta, sentada en un taburete repasando el libro de cuentas, en el sugerente escote y en el jugueteo del lápiz con los labios, entraron cinco tipos disfrazados de obreros, con monos azules manchados de pintura, cemento y polvo de ladrillo.

   Después de un breve diálogo plagado de frases con doble sentido e insinuaciones poco sutiles por parte tanto de la dependienta como de los clientes, comenzaron a besarla y manosearla, levantándole la falda y desatando el nudo de la camisa. Los pechos quedaron al descubierto: ni grandes ni pequeños, totalmente naturales. Sublimes.

   No tardaron en tumbarla sobre el mostrador, desnuda salvo por las botas y las falsas gafas. Uno de los hombretones (todos eran bastante robustos y altos) le separó las piernas y comenzó a trabajar con la lengua bajo el rojizo vello púbico, con bastante torpeza, como observó Bogard. Las herramientas de los obreros salieron a relucir, a través de las cremalleras, todas ellas de buen tamaño y totalmente erectas.

   Durante los siguientes veinte minutos la Beth de la pantalla demostró su talento mientras la Beth del sofá hacía comentarios que provocaban carcajadas tanto en ella misma como en su mayor fan, sentado a su lado. El Puma Volador nunca hubiese imaginado que ver una película porno junto a su protagonista podía ser tan divertido. La excitación causada por el innegable morbo del momento unida a las bromas de la pelirroja lo estaban transportando a un estado de dicha que solo podía aumentar de una forma; un sueño de su solitaria adolescencia que por el momento debía seguir conformándose con anhelar.

   En la pantalla comenzó uno de los mejores momentos de la escena. Uno de los hombres se tumbó en el suelo y Elizabeth, haciendo honor a sus botas de cowgirl, lo montó, dejándose penetrar por la venosa broca. Acto seguido, otro taladro de carne rosada invadió su estrecho orificio trasero. Por si la doble penetración no fuese suficiente, boca y manos se ocupaban de los otros tres clientes, alternando profundas mamadas y hábiles masturbaciones al tiempo que movía las caderas.

—Caramba, eso sí que es coordinación —apuntó Bogard, intentando distraerse de la persistente erección bajo sus pantalones.

—Se llama psicomotricidad. Deberías verme bailar el hula-hoop mientras hago malabares con tres pelotas.

—Con las pelotas desde luego se ve que no tienes problemas.

   Justo en ese momento, la dependienta de la ferretería chupaba con ansia un escroto reluciente por su propia saliva, mientras las manos trabajaban por separado y el ritmo con que era penetrada aumentaba presagiando el previsible desenlace.

   Poco después, brillante por el sudor su piel pálida y despojada de las ridículas gafas, la actriz se arrodillaba en el suelo, rodeada por cinco volcanes al borde de la erupción. Los dos primeros dispararon casi a la vez, pintando con irregulares trazos blancos la cara de Beth. El tercero atacó desde atrás, derramando pesados goterones en la frente, párpados y nariz. El cuarto se la metió en la boca. que la recibió con entusiasmo, succionando hasta que el placer se desbordó chorreando por la barbilla hasta el pecoso pecho. El quinto, desde cierta distancia y con admirable puntería, envió su munición a la boca, abierta como la de un pajarillo hambriento. Y de pronto la cámara apuntó hacia abajo, enfocando a un sexto e inesperado personaje.

—¿Lo ves? ¡Ahí está Chazz! Te juro que no me di cuenta, ¡ja, ja, ja!

—No me extraña. El muy zorro aprovechó que estabas medio ciega con tanta corrida por la cara.

   Más pequeña que los demás pero de un tamaño digno, la verga del cineasta cumplió con su papel de special guest star, introduciéndose en la boca de su aturdida musa hasta que una nueva remesa de semen se desbordó por los labios. La dependienta se relamió, y la escena terminó con un primer plano de su bello rostro cubierto por una brillante y pegajosa mascarilla facial.

   Bogard pulsó el botón de stop riendo a carcajadas, al igual que su huésped.

—Esto tenemos que repetirlo —dijo el lugarteniente secándose con el dorso de la mano una lágrima de hilaridad—.Ver “La granja de las viciosas” con tus comentarios debe ser...

   Beth interrumpió la frase al inclinarse sobre él y sellarle la boca con un enérgico beso, introduciendo la lengua de una forma que no admitía resistencia alguna. Para su sorpresa, Bogard la apartó con suavidad, mirando directamente a los grandes ojos azules.

—Oye, Beth... no tienes por qué hacerlo, si no quieres.

   La mujer le devolvió la mirada con una amplia sonrisa y le pellizcó las redondas mejillas como si fuese un niño.

—Que me desollen viva si no eres el tipo más adorable que he conocido nunca —dijo, casi susurrando—. Escúchame, como veo que ahora mismo no te llega mucha sangre al cerebro te voy a explicar la situación: yo estoy muy cachonda, y tú también. Yo te gusto, y tu me gustas, así que no le busques tres pies al gato y vamos a follar.

—Entendido.

   Esta vez fue él quien la besó, hundiendo los dedos entre sus rizos llameantes. La apartó de nuevo, pero para quitarle la camiseta de un solo tirón, enérgico y delicado al mismo tiempo. No llevaba sujetador, así que pudo disfrutar sin más espera de los pezones pequeños y duros. Una intensa sensación de júbilo, cercana al éxtasis, invadió al Puma cuando vio que sus suaves mordiscos conseguían estremecer el cuerpo de su idolatrada Elizabeth Rosefield. El sueño se estaba materializando, y en lugar de pellizcarse a sí mismo lo hizo con uno de los pezones, mientras lamía el otro.

—Mmmm... joder... desnúdate, quiero que me folles ya.

   Bogard obedeció. A pesar de que le sobraban unos quilos no se avergonzaba en absoluto de su cuerpo (había superado ese complejo en su infancia, al darse cuenta de que era fuerte como un oso y podía machacar a cualquiera que se burlase de sus redondeces), y en pocos segundos estuvo completamente desnudo. Al igual que su compañera, quien lanzó los viejos pantalones deportivos y las humedecidas bragas al otro extremo del salón. Sus ojos se clavaron, asombrados, en el miembro erecto del lugarteniente.

—Vaya, vaya... justo como a mí me gustan.

—¿En serio? A muchas chicas con las que he estado no...

—Que las folle un pez —sentenció Beth—. No tienen ni puta idea.

   No era demasiado larga, apenas trece o catorce centímetros, pero el considerable grosor hacía juego con la fornida anatomía de su propietario.

—Las gordas son las mejores —afirmó la experta, mientras se arrodillaba—.Sobre todo cuando te dan por el culo... es como si te partiesen en dos, joder.

   El pecho de Barril de Bogard se hinchó de orgullo cuando vio que su verga apenas le cabía en la boca a la avezada actriz porno. Aun así, fue sin lugar a dudas la mejor mamada de su vida. Beth agarró el taco de carne con ambas manos mientras chupaba y masajeaba con la lengua el glande que otras encontraban temible por su diámetro, moviéndose adelante y atrás de tal forma que Bogard tuvo que concentrarse al máximo para no anegar la tan deseada boca de la misma forma que lo había hecho el astuto Chazz en la película.

   Consciente de que su compañero no aguantaría mucho más, Beth paró y se encaramó al sofá como una pantera de porcelana, poniéndose a cuatro patas y ofreciéndole el mismo orificio que encajase dos rabos a la vez en el clásico “Intercambio anal”. Ya había anochecido, y la única luz era la de las farolas colándose por las ventanas abiertas. Bogard encendió la lámpara que había en una mesita situada junto al sofá, para ver mejor el cuerpo que conocía al milímetro, y que sin embargo iba a poseer por primera vez.

—Venga... méteme esa maravilla por el culo.

—Tengo lubricante en mi habitación, ¿quieres que lo traiga?

—Con la saliva bastará. Pero no seas bruto.

—Descuida.

   El Puma se colocó de rodillas detrás de la pantera pelirroja, haciendo crujir el sofá con su peso. Le había dejado la “maravilla” bien cubierta de saliva, pero aun así no se atrevió a metérsela sin más. Agarrando las nalgas, escupió en el orificio e introdujo uno de sus dedos.

—Vaya dedazos tienes... mmmm... me han metido pollas más pequeñas.

—Lo tengo todo proporcionado, qué le vamos a hacer.

   Movió el dedo en círculos, dilatando poco a poco, escupió de nuevo y esta vez metió dos dedos, sacándolos y volviéndolos a meter lentamente. Para muchas ya habría sido demasiado, pero Beth ronroneaba, suspiraba, pedía más. Había apoyado la cabeza en el reposabrazos, de cara a la ventana, y los dedos largos y finos de sus manos jugaban con el clítoris y los pliegues de su sexo, empapando de fluidos tanto el interior de los marfileños muslos como el sofá.

   Estaba preparada, y Bogard ya no podía esperar más. Se colocó en posición, la agarró por las caderas y entró despacio, dejando que fuese ella quien marcase el límite. pero al parecer no había límites. Beth temblaba, vibraba de placer, gimiendo suavemente cuando el Puma invadió su cuerpo. Él no salía de su asombro al ver todo el grosor de su virilidad desaparecer dentro del delicado, en apariencia, cuerpo de la mujer. Un grosor que en su base era comparable al de el famoso Ariete de Fedra Luvski.

   Los gemidos se transformaron en jadeos, y los jadeos en gritos. La coleta anaranjada se agitaba en lo que parecía un orgasmo ininterrumpido y los dientes de Beth se clavaron en uno de los cojines. Bogard aumentaba la velocidad de sus acometidas con precaución, acariciando la espalda, los muslos y la estrecha cintura, hasta que la aferró con ambas manos, poseído por un frenesí que no había sentido nunca.

   La poseyó sin miramientos, consciente en el fondo de que no le hacía daño pero sin importarle lo más mínimo. Ahora era suya. La mujer con la que había soñado y fantaseado tantas veces, a la que había deseado con tanta intensidad desde que la vio por primera vez en persona, en una de las mesas de El Boogaloo. En ese instante le pertenecía, ensartada sin remedio en su estaca, retorciéndose en una tormenta eléctrica  de gozo que parecía no tener fin.

   Elizabeth había dejado de tocarse y se aferraba al reposabrazos del sofá con uñas y dientes, soltando su presa solo para proferir gritos salvajes. No le importaba la ventana abierta a poca distancia de su rostro, que media ciudad estuviese escuchando sus alaridos. Le encantaba el sexo anal, y con cada embestida del enardecido gigantón su voz enronquecía un poco más. Cuando se dejaba arrastrar por el enésimo orgasmo Bogard la liberó del empalamiento, escuchó una serie de gruñidos mezclados con jadeos y notó el impacto del semen caliente en toda su espalda y en las temblorosas nalgas. Un segundo después, el Puma emitió un extraño quejido gutural, y la actriz sintió como un nuevo fluido, también caliente pero menos espeso y mucho más abundante, bañaba su cuerpo.

   Extrañada, se dio la vuelta. Su respiración se aceleró más de lo que ya estaba cuando descubrió que estaba cubierta de sangre y Bogard, todavía de rodillas en el sofá, lucía un profundo corte en el cuello, del cual brotaba el fluido vital como de una macabra fuente.

   El lugarteniente de los Pumas Voladores cayó pesadamente hacia atrás, derribando la mesita de la lámpara, que rodó por el suelo. Cuando se detuvo su luz proyectó contra la pared opuesta una silueta que recordaba a una oscura y enorme mantis religiosa.

   El terror que paralizaba a Beth se transformó en genuino pánico cuando vio, en cuclillas encima del televisor, una figura humana de género indeterminado, vestida con ceñidas prendas negras y oculto el rostro por una máscara del mismo color, con dos óvalos de cristal ahumado que recordaban a los ojos de un insecto. Con los brazos extendidos, ligeramente flexionados, empuñaba dos grandes cuchillos de hoja curva con las puntas hacia abajo. Uno de ellos tenía el filo teñido de rojo.

   Desnuda y cubierta por la sangre de su protector, Beth tuvo que concentrar toda su voluntad para que sus piernas no flaqueasen cuando fue consciente de que se encontraba frente a Black Manthis.

—Un placer conocerte, Elizabeth Rosefield —dijo el asesino, con una voz meliflua que contrastaba con su siniestra apariencia.

   La aludida no respondió al saludo. Solo podía mirar el cuerpo sin vida de Bogard, el hombre que la había protegido como un paladín a su reina; el hombre que le había hecho sentirse segura por primera vez en mucho tiempo. Un hombre de quien estaba comenzando a enamorarse. La rabia se elevó por encima del miedo y sus ojos de zafiro, velados por las lágrimas, se clavaron en el intruso.

—¿Por qué? ¿Por qué le has matado a él? —preguntó, sin que su voz temblase lo más mínimo—. Tu objetivo era Laszlo Montesoro.

—No se cómo te enteraste de lo poco que sabes, pelirroja chivata, pero sabes mucho menos de lo que crees saber.

   Con un vertiginoso movimiento Black Manthis hizo girar sus armas y las introdujo en las vainas, sujetas por correas de cuero negro a los costados. Bajó del televisor y se puso en pie. Debía medir alrededor de metro ochenta. Sus caderas y piernas tenían formas ligeramente femeninas, pero el pecho era plano y la espalda ancha, con hombros redondeados. Un cuerpo que recordaba al de una gimnasta, salvo que tanto sus brazos como su cuello parecían algo más largos de lo normal. Se movía con una fluidez inquietante, y cuando se paró a apenas metro y medio de ella Beth estuvo a punto de perder de nuevo la compostura. Solo podía pensar en cuanto deseaba tener un bate en las manos.

—Ya que por lo visto se te da tan bien transmitir mensajes, vas a llevarle uno a Montesoro de mi parte.

—Mátame si quieres, pero no pienso cumplir tus órdenes, tarado hijo de perra.

   Tan deprisa que la víctima no lo vio venir, el asesino la inmovilizó contra la pared, poniéndole el filo de un cuchillo en el cuello. Beth podía verse reflejada en los convexos ojos de vidrio, y el reflejo era el de una mujer aterrorizada.

—Puedes memorizar el mensaje, o puedo tatuártelo a cuchilladas en tu bonito cuerpo y colgarlo a la entrada de El Boogaloo. ¿Qué prefieres?

   Igual de rápido que la había capturado la liberó, mirándola de nuevo desde dos pasos de distancia.

—Dile al líder de los Pumas Voladores que acuda mañana a medianoche al aparcamiento subterráneo del hotel Sardanápalo. Solo y desarmado. Si no lo hace sus lugartenientes morirán, uno por uno, y después sus miserables familias.

   Dicho esto, Black Manthis se encaramó al alféizar de la ventana y saltó al tejado del edificio de enfrente (un salto imposible para un ser humano normal), perdiéndose en la noche.

   A solas con el cadáver de Bogard, Elizabeth se derrumbó, sollozando sobre el pecho de barril donde un enorme corazón jamás volvería a latir.





   Poco antes de la medianoche, el aparcamiento subterráneo del hotel Sardanápalo era como una enorme caverna sostenida por columnas redondas, gruesas e iluminadas por el tenue resplandor ambarino de las lámparas. Incluso allí reinaba el lujo; las luces brotaban de apliques de bronce, las columnas estaban ricamente adornadas con pinturas al fresco de estilo barroco, y todos los vehículos estacionados eran de alta o altísima gama. Podían verse varias limusinas, todas vacías, esperando a sus chóferes y propietarios. Todas excepto una.

   En la espaciosa parte trasera del vehículo aparcado, Darla Graywood ronroneó mientras se desperezaba, estirando los brazos por encima de la cabeza y las suaves piernas hacia adelante. Llevaba unas sandalias de tacón alto, con zafiros adornando las correas que las sujetaban a sus tobillos, una falda corta azul cobalto y blusa de satén del mismo color, lo bastante ajustada como para que la refrigeración hiciese resaltar sus pezones endurecidos contra la tela. Se había recogido la negra melena en un moño, sujeto con un elegante pasador de lapislázuli, tan azul como la montura de las gafas que descansaban sobre su regia nariz.

  —Quedan cinco minutos para las doce —dijo al hombre sentado junto a ella —. Espero que no nos hagan esperar.

   Tarsis Voregan echó un trago de una botella de vino, tan caro que cualquier sumiller se hubiese desmallado al verlo beber a morro. Vestía un traje de terciopelo rojo con camisa amarilla, los colores de los Toros de Hierro. La espesa melena rubia le caía sobre los hombros y le ocultó medio rostro cuando se inclinó hacia la mujer, acarició uno de los bronceados muslos y subió hasta la entrepierna.

  —Vaya, vaya. A alguien se le han olvidado las bragas —canturreó el Toro.

  Darla suspiró cuando la barba dorada de su compañero le hizo cosquillas en el cuello y su boca mordisqueó cerca de la oreja. No le hizo falta ver la verga de Voregan palpitando fuera de los pantalones, asomando por la cremallera, dura y suave, para excitarse. Llevaba excitada todo el día, pensando en lo que vería esa noche, y antes de que los dedos de Tarsis buscasen la entrada entre los pliegues carnosos de su sexo rasurado ya estaba húmeda.

   —Tranquilo... Quiero que me folles mientras luchan, y correrme justo cuando la cabeza de Laszlo Montesoro caiga al suelo.

   Voregan se apartó, sacó la mano de la cálida madriguera y la llevó a su miembro, mojándolo con los fluidos de la mujer. Muy en el fondo, no le agradaba la idea de que Black Manthis asesinase a el líder de los Pumas Voladores, aunque cuando muriese tendría una banda menos de la que preocuparse. Bogard, el gordo, había muerto; Ninette, la rubita, era prisionera los Balas Blancas, y ni el negro Koudou ni ninguno de los otros Pumas tenía el carisma suficiente para asumir el liderazgo. Hubiese preferido matar él mismo a Laszlo cuando hubiese dejado de resultarle útil, en una lucha de bandas justa, pero el muy imbécil había cabreado a la mujer equivocada y ya no había vuelta atrás. Además, Darla Graywood era la mujer más increíble que había conocido en su vida. Tarsis Voregan no era de los que se enamoran, pero la hija del comisario le había embrujado de tal forma que si le decía que un trozo de mierda era un tiramisú se lo comería sin dudarlo.

   —¿Crees que vendrá solo? Los Pumas no son de los que dejan a los suyos en la estacada, y es poco probable que el negro o ese niñato del flequillo se mantengan al margen.

   —¿Quién es el niñato del flequillo? —preguntó Darla, dando un sorbito a una copa de vino blanco.

   —Loup Makoa, el nuevo lugarteniente. Se rumorea que Montesoro se lo folla desde que la Capitana se llevó a la rubia saltarina.

   —¿En serio? —dijo la mujer, con una sonrisa perversa —.  Así que, por lo que parece, lo que le gusta a nuestro amigo Laszlo es meterla por el culo, y le da igual lo que haya por delante.

  —La verdad es que la vida sexual de los pumas no me interesa demasiado. Me interesa mucho más la de los toros y sus... vaquitas.

  Voregan se movió de nuevo hacia Darla, pellizcando los pezones a través del resbaladizo satén. Ella se llenó la boca con un breve trago de vino, se inclinó y, entreabriendo los labios, lo dejó caer sobre el glande del Toro, para acto seguido lamerlo lentamente, bajando por el tronco hasta introducir la hábil lengua en la abertura de la bragueta, en busca de los testículos empapados. Para facilitarle la labor, Tarsis se bajó los pantalones de un tirón, se recostó en el asiento de piel color crema y dejó a su vaquita chupar cuanto quiso, sin empujarle la cabeza hacia abajo como solía hacer con sus anteriores amantes. A Darla Graywood no le gustaba que intentasen dominarla, y mucho menos después de haber sido secuestrada y violada.

   Tras apenas un minuto de labores orales, la mujer se incorporó y miró a través de la ventanilla de la limusina. Estaba espejada, así que podían ver todo lo que ocurriese fuera sin preocuparse de que nadie los viese a ellos. También habían levantado la pantalla negra que separaba la zona del chófer de la de los pasajeros; podían hacer lo que quisieran bajo la luz azulada del bien equipado compartimento sin temor a ser descubiertos.

   —Si sabe lo que le conviene vendrá solo —dijo Darla, continuando la interrumpida conversación —. Black Manthis no es de los que amenazan a la ligera, y ese capullo aprecia demasiado a sus hombres como para ponerlos en peligro.

   —¿Y te has planteado la posibilidad de que sea Montesoro quien salga vivo de aquí esta noche? —preguntó Tarsis. Se arriesgaba a hacer enfadar a su amante, pero apenas le llegaba sangre al cerebro.

   —Nadie sale vivo de un encuentro con Black Manthis —sentenció ella.

   Tras apurar su copa de vino, Darla se puso a cuatro patas en el asiento, con los codos apoyados en el reposabrazos y la cabeza a la altura de la ventanilla. La postura ideal para ver el espectáculo y ser embestida por su toro desde atrás. Se Levantó la falda hasta la cintura, escuchando el gruñido de satisfacción de Voregan al reencontrase con las redondeadas nalgas, perfectas como las dos mitades de un melocotón.

   —Ya está aquí. Y por lo que parece viene solo.

  El Toro de Hierro se arrodilló tras la directora del hotel Sardanápalo, vestida de azul y cachonda a más no poder, y se inclinó hacia adelante hasta que su cabeza quedó tras la de ella. Ambos vieron la sombra alargada de Laszlo Montesoro proyectarse sobre las columnas del aparcamiento.


 


   Se sentía como un héroe de la antigüedad marchando al encuentro de un monstruo en las profundidades de la tierra.

  Le había costado horas convencer a Koudou, Nicodemo y sobre todo a Loup de que debía ir solo al encuentro de la bestia; e incluso Beth, quien todavía no era miembro de la banda, le había suplicado que se dejase acompañar por sus lugartenientes, que urdiese un plan o montase una trampa. Ella lo había visto de cerca, y con solo hablar de él su atractivo rostro pecoso se trasfiguraba de puro terror.

   Pero los había convencido. Tenía de su parte el poder de Kuokegaros, todavía ignoto pero latiendo en su interior, y tenía a Témpano, su espada. Era un arma corta, de poco más de un metro de longitud, con una hoja de diez centímetros de ancho, que brillaba como oro fundido bajo las luces amarillentas del aparcamiento. Solo empuñaba a Témpano en ocasiones especiales, cuando sabía que le esperaba un combate difícil y no le bastaría su propio cuerpo.

   Laszlo caminaba despacio por el ancho pasillo, flanqueado por columnas pintadas y coches enormes. Sus ojos marrones escudriñaban cada sombra, cada ventanilla y cada rincón. Black Manthis no era un líder de banda, y podría atacarle por sorpresa, acechar y lanzarse sobre él por detrás para cortarle el cuello, como hiciese con Bogard en su propio apartamento.

Al pensar en el afable lugarteniente los nudillos de la mano que sujetaba la espada se pusieron blancos. Vestía el chaleco negro y púrpura sobre el torso desnudo, y un pañuelo de los mismos colores en torno al cuello, en homenaje a Bogard. Sus pasos apenas sonaban en el liso cemento y sabía que los de su enemigo sonarían aún menos.

   —A las doce en punto y solo. Has cumplido las condiciones, así que aquí estoy —dijo una voz desde la oscuridad.

   Cuando apenas se había apagado el eco de la última palabra. Black Manthis apareció y caminó hacia el centro del pasillo, con sus dos grandes cuchillos curvos desenvainados, con las puntas hacia abajo. Era exactamente como lo había descrito Beth: ni hombre ni mujer, con el cuello y los brazos extrañamente largos, grandes ojos ovalados de cristal oscuro y una ceñida vestimenta negra con algunas cremalleras y hebillas también negras. Y, como había descrito Beth, lo más aterrador del asesino era su forma de moverse, ni humana ni animal, grácil y sigilosa como la misma muerte.

  —Me gustaría que le llevases un mensaje a Darla Graywood —dijo Laszlo Montesoro, sin un ápice de miedo en la voz—, pero no vas a salir vivo de aquí, así que tendré que escribírtelo con la espada en la piel.

   Sin dar tiempo a réplica, el Puma se lanzó contra su adversario. El primer golpe de Témpano fue tan fuerte que los dos cuchillos se cruzaron para bloquearlo y, aún así, las rodillas de Black Manthis se doblaron ligeramente. Las hojas curvas contraatacaron, a una velocidad inconcebible. Cuando saltó hacia atrás y recuperó la postura defensiva, Laszlo sintió la primera herida: un corte poco profundo en el costado.



   —¡Vamos! —exclamó Darla Graywood. Se había quitado la blusa y la apretaba contra su boca, para no gritar demasiado—. ¡Clávala hasta el fondo!

   —¿Me hablas a mí o al asesino? —preguntó Voregan, jadeante.

   El Toro de Hierro se había desnudado por completo, y el sudor brillaba azulado sobre su musculoso cuerpo. Detrás de Darla, agarrado a sus caderas con ambas manos, embestía con furia. Nunca había deseado a una mujer de aquella manera, y apenas le importaba lo que pasaba fuera de la limusina. Miraba el combate solo para acomodar el ritmo de sus acometidas al de las cuchilladas de Black Manthis. Sabía que eso le gustaría a Darla. Y cuando Laszlo recibiera el golpe de gracia la haría correrse como nunca se había corrido, y le llenaría las entrañas con su esencia de toro.

   Tarsis nunca había visto a Black Manthis, y al verlo no le extrañó que algunos dudasen de que fuese humano. La velocidad a la que atacaba era más propia de una serpiente que de un hombre. O de una mujer, porque resultaba imposible dilucidar su género. Además, había en su cuerpo andrógino y en sus movimientos algo que resultaba sensual, o quizás solo se lo parecía debido a la excitación del momento. Agarró los pechos de Darla con ambas manos y se movió dentro de ella, restregando el abdomen contra las nalgas suaves mientras Laszlo buscaba el pecho del asesino con una estocada. Si el combate no terminaba pronto, se correría antes de tiempo.


 


   La estocada dirigida al corazón falló por un palmo. Black Manthis giró, golpeó a Témpano con un cuchillo para alejarlo de su cuerpo y atacó con el otro, cortando de nuevo la piel de Laszlo Montesoro, esta vez a la altura del muslo.

  El Puma Volador comenzaba a sudar debido al esfuerzo. El dios primitivo de Biluva le había dado fuerza, pero no era suficiente. Tras apenas cinco minutos de confrontación ya sangraba por cinco heridas, y no había conseguido tocar al enemigo.

—¿Qué crees que dirán los periódicos cuando aparezcas decapitado en un callejón, Rey de los Pumas? —dijo Black Mantis con su voz dulce y burlona, moviéndose en círculos alrededor de Laszlo.

  Ignorando la provocación, el puma aprovechó el respiro para concentrar su fuerza. Notaba circulando por el cuerpo el mismo calor que lo invadiese mientras copulaba con la madre de Koudou, la bruja. El poder primigenio y perverso del dios con colmillos. Notó como la espada se calentaba en su mano, y una tenue nube de vapor envolvió la hoja. Soltó un mandoble, sin acercarse a su adversario. Un golpe de aire caliente, parecido a la onda expansiva de una pequeña explosión, envió a Black Manthis contra una columna.




   —¿Pero qué coño es eso?

   Darla Graywood tenía el rostro perlado de sudor. Voregan le había desecho el moño para agarrarla del pelo mientras bombeaba sin parar y sus nalgas estaban enrojecidas. Todo su cuerpo se puso tenso y la cabeza se liberó de la férrea mano de su amante para ver mejor a través del cristal.

   —El... el puma ha conseguido... darle un golpe —jadeó Tarsis.

  —Eso no ha sido un golpe. No lo ha tocado.

   Cuando el Toro de Hierro intentó agarrarle de nuevo el pelo le apartó la mano. Al otro lado de la ventana, la espada de Laszlo Montesoro parecía quemar el aire a su alrededor, y de la nariz y la boca del joven salían volutas de vapor. Para alivio de Darla, Black Manthis se recompuso deprisa del primer golpe incandescente, esquivó el segundo, que destrozó el morro de un Mercedes, y respondió con un vertiginoso ataque giratorio.

  La espada del Puma salió despedida de su mano, y la punta de uno de los cuchillos curvos se clavó profundamente en un hombro. Montesoro estaba desarmado y a merced de su ejecutor.

   —¡Si, si, si! ¡Ahora! —gritó Darla, entusiasmada —. Le va a cortar la puta cabeza... ¡Vamos, toro mío, dame por el culo!

   —¿Estás segura?

   Desde que eran amantes, nunca le había permitido darle por detrás. La prolongada y brutal sodomía sufrida durante su cautiverio, había predispuesto a Darla en contra de la penetración anal, pero en ese momento, contemplando los últimos momentos de su violador, ella misma se había humedecido los dedos con saliva y se dilataba el estrecho orificio para recuperar un placer del que antes disfrutaba muy a menudo.

   Tarsis Voregan también lo estaba deseando, así que no se hizo esperar. Se escupió en la verga y la embadurnó en brillante saliva, pero cuando estaba a punto de penetrar, el esfínter se cerró y su dueña soltó una exclamación donde se mezclaban la sorpresa y la rabia. Cuando el Toro levantó la vista y miró al exterior perdió todo el interés en sodomizar.

   —¡Me cago en la puta! ¿Pero qué significa esto?


 


   Lo había intentado. Consiguió liberar el poder ardiente de Kuokegaros, pero no fue suficiente. Estaba de rodillas, desarmado, la hoja curva de Black Manthis le atravesaba un hombro y la otra se elevaba para cortarle el cuello. Moriría sin vengar a Bogard, sin rescatar a Ninette, sin vencer a Fedra Luvski.

   Ya solo le quedaba morir con dignidad, mirando a los ojos a aquel engendro. Unos ojos de cristal negro donde podía verse reflejado. Se vio arrodillado, sangrando por múltiples heridas, y de repente a su imagen se unieron otras dos, dos siluetas esbeltas que se acercaban a toda velocidad.

  Laszlo gritó de dolor cuando el cuchillo salió bruscamente de la herida. Algo había golpeado a su verdugo con fuerza, haciéndolo retroceder. Tumbado en el cemento, sin fuerzas para levantarse, vio como en un sueño a Black Manthis luchando contra dos mujeres muy altas, que se movían con agilidad sobre los tacones de sus botas de cuero, tan altas que les cubrían las piernas hasta la mitad del muslo. Aparte de las botas, solo vestían corpiños de cuero con hebillas plateadas y tangas de piel, todo de color negro.

   El asesino era más rápido, pero ellas eran dos, y hostigaban desde todas direcciones con patadas y zarpazos, pues llevaban en las manos guanteletes de metal con dos largas garras de acero. Con un grito de frustración, Black Manthis se dio a la fuga con varios cortes en su indumentaria.

  Al borde de la inconsciencia, Laszlo vio como sus salvadoras se le acercaban y se ponían en cuclillas junto a él, hablando entre ellas en voz muy baja. Una de ellas tenía los ojos color turquesa y la otra negros como el abismo. Eran las dos mujeres más impresionantes que había visto en su vida, y las recordaba muy bien.




   A pesar de su corpulencia, de sacar dos cabezas y muchos quilos de músculo a su amante, Tarsis Voregan retrocedió al ver la ira refulgiendo en la mirada de Darla.

   —¿Qué coño hacen aquí tus putas? ¿Y por qué han ayudado a ese bastardo? —dijo la mujer, con una voz que helaba la sangre.

  El Toro de Hierro estaba tan asombrado que no podía articular palabra. Si había dos miembros en su banda de cuya lealtad nunca hubiese dudado, esas eran Farada y Lethea. Y sin embargo ahí estaban, sin vestir el rojo y amarillo y salvando al líder de una banda rival.

   —Te juro que no están aquí por orden mía —consiguió decir Tarsis —. Si hubiese querido ayudar al puma lo hubiese hecho yo mismo.

   —¿Ah sí?

  Antes de que pudiese reaccionar, la mano de Darla, pequeña pero fuerte como un cepo para osos, agarró sus testículos, provocándole tal dolor que gritó y cayó de costado en el suelo de la limusina. Sin aflojar la presión, la mujer se agachó junto a él y le habló al oído.

   —Más te vale estar diciendo la verdad, querido, o dentro de poco serás un toro castrado.



CONTINUARÁ...




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