23 abril 2025

El Vuelo del Puma. Cap. 05.

  Bogard encendió uno de sus puritos y cambió de postura en la incómoda silla plegable, haciéndola crujir. Estaba en una casa de las afueras, cerca del territorio de los Balas Blancas, aunque eso no le preocupaba en absoluto. Hasta que Lazslo y La Capitana se enfrentasen en El Coliseum los Pumas y los Balas estaban en tregua.

   A escasos metros del orondo lugarteniente, en un sofá verde pistacho, Elizabeth Rosefield masajeaba a dos manos la imponente verga de un gigantón negro disfrazado de obrero, mirando con una maliciosa sonrisa al hombre blanco trajeado que interpretaba a su marido, obligado a presenciar la infidelidad interracial desde una butaca cercana. Un tipo delgado, con coleta y gafas, lo grababa todo cámara en mano.

—¡Oooh, Beverly! ¿Por qué me haces esto?

—Porque eres un pichacorta y no me follas como es debido. Sabes que te quiero, cariño —dijo la pelirroja, haciendo una pausa para lamer el glande del obrero—,a ti y a tus tarjetas de crédito. Pero mi chochito necesita una buena polla negra.

—¡Ja, ja, ja! Tranquilo, bro. He venido a montar los muebles de la cocina, pero no me importa montar a la guarrilla de tu mujer por el mismo precio.

   Como cualquier buen aficionado al porno, Bogard apenas prestaba atención a los diálogos, concentrado en admirar el cuerpo de la actriz, arrodillada en el suelo con un vestido corto y ajustado que dejaba a la vista las interminables piernas rematadas con tacones de aguja. Cuando Koudou propuso que dos novatos escoltasen a Elizabeth y la librasen de su agresivo exnovio, Bogard se negó en redondo. Si alguien merecía estar en el rodaje de “¡Oh, no! A mi mujer se la está follando un negro 7” ese era él. Todavía no entendía que Koudou hubiese rechazado un papel en la película.

  No pudo evitar reírse al ver los exagerados aspavientos y lloriqueos del hombrecillo trajeado mientras su “querida Beverly”, a cuatro patas en el sofá, le miraba a los ojos entre gemidos y gritos de placer.

—Mmm... ¿Lo ves, cariño? ¡Aaaaauhg! Así es como se hace... ¡Dame... reviéntame el coño!

—¡Querida, por favor! Te compraré un coche, o lo que quieras... pero para ya ¡Te va a hacer daño!

—¿Daño? ¡Ja, ja! Tu zorra está chorreando, bro. Se nota que hace tiempo que no le echaban un buen polvo. Dime, nena ¿Éste pringado te da bien por el culo?

—Uuuuh... No... nunca. Méteme tu pollón negro por el culito.

—¡Vale, paramos! —exclamó el cámara y director de la película— Muy bien Beth, y tu también Sam. Y tú, Lester, fúmate un porro a ver si te relajas. Pareces tonto moviendo tanto los brazos.

—Perdona, en la escuela de arte dramático no me enseñaron a interpretar a un cornudo.

—¡Ja, ja, ja! Pues yo me lo estoy creyendo, bro.

   Bogard intentó disimular su erección cruzando las piernas cuando la pelirroja, desnuda sobre los tacones de aguja, se acercó a él y se inclinó para hablarle.

—Oye, si te aburres puedes ver la tele en la habitación de al lado.

—¿Estás de broma? Es un honor verte trabajar en directo, Elizabeth.

—Llámame Beth —dijo la actriz, recogiéndose en una coleta su larga melena—. Y ahora, si me disculpas, voy al baño a prepararme.

—Oye, Beth... Ten cuidado. Ese tío la tiene como un caballo.

—¡Ja, ja! Parce mentira que seas mi mayor fan, Bogard. ¿Ya no te acuerdas de mi escena en “Intercambio anal”? Comparado con eso, va a ser como meterme un dedito.

   Dicho esto, se alejó hacia el baño, dejando a su sudoroso escolta sumido en los recuerdos. Desde luego que se acordaba de esa película. En los vestuarios de un equipo de baloncesto universitario, preciosa con un uniforme de animadora, Beth protagonizaba una de las mejores escenas de doble penetración anal de la historia. Bogard se secó el sudor del rostro con el pañuelo negro y púrpura que llevaba al cuello y encendió otro purito. 




   Esta vez no caería tan fácilmente. Ninette agarró con firmeza el largo bastón de extremos acolchados y se puso en guardia. Tenía algunos moratones y estaba agotada, pero en sus ojos verdes brillaba la determinación.

—¿No te rindes, rubita? —preguntó Brenda, burlona.

—¿Por qué coño no dejas de llamarme así? Tu también eres rubia.

—Pero te saco una cabeza, rubita.

—Dejaos de gilipolleces —dijo Esther, lanzándose al ataque con un arma idéntica a la de la lugarteniente de los Pumas Voladores.

   Las tres vestían las ropas de entrenamiento de los Balas Blancas: unos shorts ajustados de camuflaje y una camiseta blanca de tirantes. Estaban descalzas y se movían sobre el parquet del gimnasio a tal velocidad que costaba distinguir un movimiento del siguiente. Ninette retrocedió, haciendo piruetas al tiempo que esquivaba o bloqueaba los ataques de sus adversarias. Con una voltereta aterrizó sobre un banco de ejercicios y consiguió conectar un golpe en el vientre de Brenda, haciéndola retroceder. Giró el bastón a gran velocidad, sorprendiendo a Esther cuando bloqueó su ataque mientras lanzaba una patada a la mandíbula. La Bala Blanca de melena rizada evitó el pequeño pie de su contrincante y la agarró del tobillo, haciéndola caer del banco. Antes de que pudiese reaccionar la tenía sentada sobre su pecho, reteniéndola con el bastón cruzado sobre el cuello.

—No ha estado mal, Ninette —la felicitó Esther—. Pero en lugar de intentar ganar altura subiéndote a algo deberías aprovechar tu estatura y atacar por abajo.

—Eso es, puma. Intenta sacar provecho a eso de ser una enana —dijo Brenda, ya recuperada del golpe.

   Aunque deseaba más que nada en el mundo ser liberada y volver con Lazslo y, sobre todo, con Koudou, tenía que reconocer que durante las dos semanas que llevaba viviendo como una Bala Blanca tanto su tono muscular como su técnica de combate habían mejorado considerablemente. Desde luego, no le gustaba levantarse al amanecer, comer verduras hervidas o fregar los barracones, pero después de todo Fedra Luvski había cumplido su palabra y no la trataba como a una prisionera, sino como a cualquier otra de sus soldados. Incluso había entablado cierta amistad con Brenda y Esther, quienes además de ayudarla a entrenar la protegían de Caimán.

—No te creas que lo hacemos por ti, rubita —decía Brenda, poco dispuesta a reconocer que se había encariñado con la puma—. Ese tío es un psicópata. ¿Sabes que le gusta estrangular a las tías mientras se las folla? La Capitana se lo tiene prohibido, pero el muy cabrón...

   En ese momento la puerta metálica del gimnasio se abrió y las tres chicas, que compartían una botella de agua helada sentadas en una colchoneta, se pusieron en pie de un salto. Fedra Luvski, tan imponente como de costumbre, se encaminó hacia ellas haciendo crujir el parquet con sus botas militares.

—Brenda, Esther. Id a cambiaros, rápido.

—A sus órdenes, Capitana.

   Salieron corriendo hacia los vestuarios, dejando a Ninette sola en el desierto gimnasio del cuartel con su captora. Fedra la miraba fijamente, sin dejar que su rostro anguloso reflejase emoción alguna. Llevaba los pantalones de camuflaje verdes y blancos, los guantes con nudillos reforzados y la cazadora con la que apenas podía disimular su magnífico busto, casi tan legendario como su fuerza.

—Las chicas dicen que has progresado mucho en el combate sin armas, Ninette. Te felicito.

—Gracias, Capitana.

   La Puma permanecía erguida, intentando no parecer débil ante la gigantesca mujer. Durante aquellas dos semanas no había intentado satisfacer el deseo que sentía hacia ella, cosa que la aliviaba e inquietaba a partes iguales; tal vez La Capitana estaba esperando hasta el último momento para llevarla a una celda y volver a ensartarla con su “Ariete”, como había hecho la primera vez que la secuestró. Nunca lo olvidaría. Pero lo que más torturaba a Ninette era que el desagradable recuerdo resultaba cada vez menos desagradable, y la incertidumbre de que se repitiese se transformaba poco a poco en una extraña impaciencia.

—Dime —habló de nuevo Fedra—. He cumplido la promesa que te hice ¿verdad? No solo te he tratado bien sino que te he convertido en una luchadora mejor.

   Y aquí viene, pensó Ninette, Ahora me desnudará con sus manazas y me follará en el banco de abdominales con ese trasto enorme... ¿Lo habrá traído?

—Así es, Capitana. Ha cumplido con su palabra.

—Y seguro que estás harta de estar encerrada aquí, ¿me equivoco?

   ¿Pero qué es lo que pretende? Me lo va a hacer, seguro. Me va a empalar con su juguete y me obligará a chuparle los pezones. Tan duros y rosados...

—A nadie le gusta estar encerrado, Capitana —dijo Ninette, cambiando el peso de su cuerpo de una sudorosa pierna a la otra.

—Voy a darte una oportunidad, pequeña puma. Podrás pasar unas horas en la calle y poner en práctica tus nuevas habilidades. Pero si intentas jugármela y escapar...

—No haría tal cosa, Capitana. Respeto el pacto que mi líder hizo con usted —se apresuró a decir la lugarteniente cautiva.

   Fedra Luvski asintió complacida. Su pecho se hinchó todavía más dentro de la cazadora verde cuando tomó aire antes de hablar.

—Uno de nuestros centinelas nos ha informado de que un grupo de Llamazonas está haciendo de las suyas en territorio de los Balas Blancas y voy a ir personalmente a darles lo que se merecen, ¿te gustaría venir?

   Ninette titubeó. Había oído hablar en muchas ocasiones de la banda que controlaba las lujosas urbanizaciones y zonas comerciales al norte de la ciudad: las Llamazonas. Todas ellas eran mujeres, y la mayoría compaginaban sus actividades en la banda trabajando como modelos, strippers o putas de lujo. A pesar de su aspecto de niñas ricas vestidas de rosa podían ser muy peligrosas, y su líder, Penélope Glitter, todo un mito erótico gracias a sus apariciones en películas de serie B y revistas.

—No se si sería buena idea, Capitana. Los Pumas Voladores nunca han tenido problemas con las Llamazonas, y si me reconocen podría haber represalias.

   Fedra Luvski sonrió y sacó algo de su bolsillo que entregó a Ninette. Era una máscara de lucha libre, blanca y con adornos verdes y negros. Los agujeros para los ojos se abrían justo entre las alas de una estilizada libélula verde.

—Nadie sabrá quién eres, pequeña. Esas zorras solo verán a una Bala Blanca enmascarada.

   La puma contempló detenidamente la máscara. Al menos era bonita, aunque no le gustaban los colores de los Balas. ¿Se enfadarían Lazslo y Koudou si aceptaba la propuesta de la Capitana? No tenían por qué entererarse, se dijo, y la verdad es que se moría de ganas de salir a las calles de nuevo y patear a unas cuantas Llamazonas en sus preciosos culos.

—Está bien, Capitana. Lo haré.



   Bogard se echó hacia adelante en la silla cuando la escena llegó a su punto álgido. Elizabeth y Sam llevaban casi una hora haciendo temblar el sofá verde, empapado en varios lugares por los fluídos de la actriz, quien estaba a punto de llegar a su tercer orgasmo, y el sudor del gigantón negro, cuya impresionante musculatura brillaba a la luz del foco.

   El lugarteniente de los Pumas Voladores había podido comprobar algo que ya sospechaba: Elizabeth Rosefield no fingía, se corría de verdad en sus escenas, y en ese momento lo hizo por tercera vez. Con algunos mechones pelirrojos pegados al rostro a causa del sudor, el maquillaje cayendo como una cascada negra por sus mejillas y las nalgas enrojecidas por los azotes de su compañero, la actriz cabalgaba salvajamente sobre la gruesa tranca, que se deslizaba una y otra vez dentro de su culo mientras movía la mano sobre su clítoris tan deprisa que era un borrón rosado y chorreante. El chillido de placer fue tan intenso que el falso marido se tapó los oídos.

—¡Oh, Beverly! ¿Otra vez? Conmigo nunca te corres así...

—Y ahora me toca a mí, bro.

   Dicho esto, Sam descabalgó a Beth con brusquedad, haciéndola caer de rodillas al suelo enmoquetado. La agarró del pelo y descargó en su boca abierta. Ella recibió el primer disparo de leche espesa y caliente en su lengua, relamiéndose mientras miraba de reojo a su falso marido y ordeñaba a dos manos a su falso amante, que le obsequió con otro viscoso chorro en el rostro y otro más en el pecho.

—Jooooder... Tu mujercita es una zorra de primera...

—Oh, Beverly... ¿por qué me haces esto?

—Mmmm... querido... Cierra la boca y saca el talonario. Este machote se ha ganado una buena propina.

   Media hora después, Bogard y Elizabeth, recién duchada, salían de la casa. Aunque llevase unos tejanos con una camiseta y el pelo mojado recogido en una larga coleta, al Puma Volador seguía pareciéndola una diosa.

—¿Quieres que vayamos a cenar a algún sitio? —preguntó Bogard.

—¿Qué tal en mi casa? No tengo nada en la nevera pero podemos pedir una pizza. 

—¡Oh, Beverly! ¡Me encantaría, pero no te tires al repartidor, por favor! —exclamó el puma, imitando los sobreactuados lloriqueos del actor, lo cual hizo reir a carcajadas a Beth.


  Mientras subían al destartalado todoterreno de la actriz, Bogard intentaba disimular su entusiasmo. Durante su adolescencia había pasado muchas horas devorando pizzas y viendo películas porno, fantaseando con mujeres que no eran ni la mitad de atractivas que Beth. Intentó no hacerse demasiadas ilusiones. La chica acababa de terminar una intensa escena, se había corrido tres veces y sin duda estaba cansada. Pero de momento estaba dispuesto a conformarse con su compañía. Las palabras que pronunciase Koudou en el Boogaloo días atrás resonaron como un eco en su cerebro: No te enamores todavía, compañero.

—Vives en territorio de los Toros de Hierro, ¿lo sabías?

—Lo sabía —respondió Elizabeth, buscando en su bolso las llaves—. Pero como ya os dije no tengo nada que ver con ninguna banda.

—¿Y ese exnovio tuyo?

—Como todos los macarras, camellos y putas de este barrio dice que conoce a Voregan, para darse importancia.

—¿Y crees que lo conoce de verdad?

—Ni de coña. Mick no es nadie.

   Eso espero, pensó Bogard. El piso de Beth era pequeño, pero estaba limpio y decorado con buen gusto. Sobre una mesita baja, frente al sofá, se desparramaban varias revistas de moda y de cine. Ah, mi querida Beth, ¿qué fue lo que salió mal?

—Ponte cómodo.

   Cuando se sentó en el mullido sofá, Bogard pudo ver en el mueble de la televisión, junto al reproductor de vídeo, las carátulas de varias películas X. Algunas de ellas las había visto, y otras las conocía de oídas.

—Vaya, ¿te traes trabajo a casa? —bromeó el puma.

—En este negocio hay que estar al día —dijo la pelirroja mientras se sentaba junto al teléfono, buscando entre un desordenado montón de papeles el número de la pizzeria— Aunque yo he tenido suerte con Chazz, ya sabes, el director. Es buen tipo y siempre cuenta conmigo para sus películas.

—¿Te lo tiras? —preguntó Bogard, como si no le diese importancia al asunto.

—No. Aunque en una de las primeras escenas que rodé con él, en “Taladrada por todos 3” creo que fue... No se si la habrás visto. Me follaban cinco tíos y después se corrían todos en mi cara, y al final de la escena Chazz estaba tan caliente que se sacó la polla, se la chupé y también se corrió. La verdad es que apenas me di cuenta, pero después al ver la peli me dije ¡eh, pero si hay seis rabos! ¡Ja, ja, ja! ¿Cómo te gusta?

—¿Que... qué? —balbució Bogard, algo aturdido por la naturalidad de su anfitriona.

—La pizza, ¿de qué la pido?

—De lo que a ti te guste. Si tiene queso fundido encima puedo comerme hasta un neumático.

—¡Ja, ja!

   Tras hacer el pedido, Beth se descalzó, recostándose en el sofá con un suspiro. Llevaba unos calcetines a rayas rosas y verdes.

—Aaah... estoy hecha polvo.

   No me extraña, pensó el puma. Estaba claro que aquella no iba a ser la noche en que se materializase su sueño adolescente de tirarse a una actriz porno, pero llevaba cachondo casi todo el día, y la simple visión de los pies de su protegida, las largas piernas bajo la tensa tela de los tejanos, los pezones marcándose en la ceñida camiseta...

—Perdona, Beth, ¿dónde está el baño?

—Al final del pasillo. No tiene pérdida.

   Bogard cerró la puerta y echó el pestillo. Echó un vistazo a la pequeña bañera, con su floreada cortina de plástico, a la multitud de cosméticos y artículos de higiene que se apiñaban en una repisa bajo el espejo, al cesto de la ropa sucia, de cuyo borde colgaba un precioso tanga negro de encaje. No estaba orgulloso de lo que iba a hacer, pero tenía que relajarse de alguna forma.

   Cuando se bajó la cremallera, aspirando el delicioso aroma del tanga, escuchó el timbre. ¿La pizza? Demasiado pronto. Se subió de nuevo la cremallera y se acercó a la puerta. Escuchó el leve crujido del sofá cuando Elizabeth se levantó, el chasquido de la cerradura y la voz grave y ronca de un hombre.

—Hola, preciosa, ¿cómo va eso?

—¿Qué coño haces aquí, Mick?

—Sabes que coño hago aquí. Me han dicho que has hecho otra película... con un negro, ¿verdad? Seguro que te lo has pasado en grande, zorra.

   El Puma Volador escuchó como se cerraba la puerta del piso. Comenzó a descorrer el pestillo del baño, muy despacio.

—Que te follen, imbécil. Sal de mi casa ahora mismo o...

—¿O qué? —preguntó el hombre, subiendo el tono— Necesito pasta y tú todavía me debes...

—¡Yo no te debo nada, cabrón! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

—No vuelvas a insultarme, puta.

   Levantó el brazo para darle a Beth un golpe con el dorso de la mano. La chica se encogió y cerró los ojos, esperando un golpe que nunca llegó. Bogard había aparecido de pronto junto al agresor, sujetándole la muñeca con una de sus manazas.

—¿Pero qué...? ¿Quién coño eres tú? ¡Suéltame, gordo de mierda!

—Me parece que hoy no es tu día de suerte, chaval.

   El tal Mick era un tipo musculoso, alto y con el pelo muy corto. Llevaba una camiseta ajustada y unas enormes gafas de espejo, que salieron volando cuando el puñetazo de Bogard lo lanzó contra la pared. Aturdido por el golpe, el macarra miró a su adversario con los ojos abiertos como platos, reparando en el pañuelo negro y púrpura que llevaba al cuello.

—¿Un puto Puma Volador? ¡Esto es territorio de los Toros, subnormal!

—Me trae sin cuidado —dijo el Puma, sin alterarse—. Elizabeth está bajo nuestra protección, y si vuelves a...

    Un grito de rabia interrumpió las palabras del lugarteniente. La pelirroja se abalanzó sobre Mick con un bate de béisbol metálico, golpeando su cabeza tan fuerte que se derrumbó al instante como un saco de carne. Con el rostro enrojecido y cubierto de lágrimas, Beth siguió bateando, destrozando el cráneo del hombre. Atónito, Bogard miraba la sangre que salpicaba la pared y escuchaba el familiar sonido de los huesos al romperse.

—¡Hijo de puta! ¡No me vas a tocar más, cabrón! ¡Muérete! ¡Jódete, hijo de perra!

   Cuando Bogard la sujetó, rodeándola desde atrás con sus gruesos brazos, el bate cayó al suelo. Temblando, la chica se dio la vuelta, sollozando contra el pecho de su protector.

—Lo... lo he matado. He... matado a ese... hijo de...

—Tranquila —dijo el puma, acariciándole el pelo.




   Sentados en torno a una de las mesas más discretas del Boogaloo, desierto salvo por el atento Nicodemo que vigilaba la puerta desde detrás de la barra y daba largos tragos a una pinta de cerveza, cuatro hombres y una mujer conversaban en voz baja y calmada, aunque la conversación no era en absoluto intrascendente.

—Nadie lo va a echar de menos, os lo aseguro —dijo Bogard mientras fumaba, como siempre, uno de sus puritos—. Aunque nos lo hayamos cargado en territorio de los Toros de Hierro dudo que alguien de la banda conociese a ese mierda.

—Fui yo quien lo mató. No lo olvides, Bogard —musitó Elizabeth Rosefield, todavía afectada por lo ocurrido horas antes en su apartamento— Si hay problemas con Voregan y los suyos... yo asumiré la culpa.

—¡Oh, vamos! Ya está bien de chorradas —exclamó jovialmente Loup Makoa, apartándose el flequillo del rostro—. Investigué a ese tipo cuando Beth nos habló de él y no hay de que preocuparse. Hiciste bien en reventarle la mollera, querida.

  Los otros dos integrantes del pequeño concilio se miraron en silencio. Lazslo Montesoro, reaparecido tras casi dos días de ausencia todavía inexplicada, y Koudou, quien apenas prestaba atención a la conversación, sumido en pensamientos que transformaban su rostro en una máscara de ébano. El líder de la banda y su hombre de confianza tenían mucho de lo que hablar, y preferían hacerlo a solas, por lo que Lazslo intentó zanjar el asunto de Rosefield lo antes posible.

—Si Loup dice que no hay de que preocuparse, es que no lo hay —sentenció, clavando sus ojos marrones en los de la pelirroja, aún hinchados por el llanto y la falta de sueño—. Por si acaso, te quedarás un tiempo en uno de nuestros pisos francos...

—Puede quedarse en mi casa, tengo espacio de sobra —se apresuró a añadir Bogard.

—Gracias —dijo ella, posando una mano en el enorme hombro del lugarteniente.

  Makoa intercambió una mirada burlona con el viejo Nicodemo, quien no perdía detalle del coloquio desde su barra, y siempre se divertía con las aventuras románticas del enamoradizo Bogard.

—Bien, entonces —Lazslo se enderezó en su silla e hizo un gesto al barman con su vaso vacío para que lo rellenase—. Podéis iros a descansar. Y tú Loup, sigue investigando sobre Black Manthis. No quiero que ese psicópata nos pille desprevenidos.

  Todos cumplieron las órdenes del líder al instante. Makoa prácticamente se esfumó, con su habitual sigilo. Beth caminó hacia la puerta, sacando de su bolso unas gafas oscuras para protegerse del sol matutino, seguida de su autoproclamado paladín, quien cuando ya casi estaba en la calle volvió hasta la mesa, donde Nicodemo servía a Lazslo un Snapple de frambuesa y un café con hielo a Koudou.

—Jefe... tengo algo que proponerte —comenzó, apagando su purito en el cenicero de la mesa—. Creo que Beth debería unirse a la banda.

  La idea del orondo lugarteniente hizo que incluso el imperturbable Koudou enarcara una ceja.

—Ya se que es algo mayor... y no está bien entrenada. Pero tiene experiencia en las calles, contactos en zonas de otras bandas, y deberías haberla visto batear el cráneo de ese mamón, jefe. Lo reventó al primer golpe. Creo que sería un buen fichaje.

  Montesoro dio un sorbo a su bebida y asintió, intentando no mostrar impaciencia ante la inesperada, aunque no tan descabellada, propuesta de Bogard.

—Lo tendré en cuenta. Paro ahora tenemos asuntos más urgentes de los que ocuparnos, como ya sabes.

—Claro, Jefe, me hago cargo. Black Manthis, El Coliseum, Ninette... Solo te lo comentaba para saber si era posible o descartarlo desde ya.

—Es posible. Pero ten presente que si Elizabeth quiere entrar en los Pumas Voladores tendrá que pasar las mismas pruebas que cualquier novata —dijo Lazslo.

  El rubicundo rostro de Bogard se ensombreció durante un instante, pero no añadió nada más. Asintió, dio media vuelta y salió del Boogaloo, dejando al fin solos al líder de la banda y a Koudou. Sin duda tenían mucho de lo que hablar. 




  De pie sobre la parte trasera de un jeep, ocupado por cuatro de sus soldados, Fedra Luvski recibía el azote del viento en el rostro sin que sus acerados ojos azules se inmutasen. Otros dos vehículos muy parecidos, algo más pequeños, flanqueaban al de la Capitana, los tres rumbo al norte, donde los territorios de los Balas Blancas y el de las Llamazonas limitaban.

  En el vehículo de la izquierda viajaba Ninette, con el rostro oculto por la máscara de luchadora obsequio de la musculosa líder. Había conseguido, gracias a Esther, unos leggins ajustados de color verde, prenda a la que estaba acostumbrada y con la que lucharía mejor que llevando los anchos pantalones de camuflaje de sus acompañantes, aunque las miradas que éstos le dedicaban a sus redondeadas y prominentes nalgas comenzaban a volverse demasiado descaradas. También llevaba unos guantes de cuero con nudillos de acero, y había conseguido recuperar de entre sus pertenencias sus deportivas con puntera reforzada, más cómodas que las botas militares que pretendían calzarle los nuevos superiores.

  Junto a ella viajaban Brenda y Esther, tan ansiosas por entrar en liza como Luvski, y en los asientos delanteros dos hombres que no apartaban la vista de la carretera y del vehículo principal.

—La Capitana parece realmente furiosa —comentó Ninette, algo molesta por lo grave que sonaba su voz con aquella máscara.

—No es para menos —dijo Brenda, la jovencita de cabellos rubios y labios carnosos, al parecer demasiado concentrada como para importunar a Ninette con sus habituales burlas—. Esas zorras se están pasando de la raya últimamente. El mes pasado atracaron una joyería en nuestro territorio y se nos escaparon, y La Capitana se la tiene guardada...

—Ya se que no es asunto mío pero, ¿por qué no acabáis con ellas de una vez? Por lo que sé vuestra banda es mayor y está mejor entrenada.

—No es tan sencillo —respondió esta vez Esther, quien llevaba su melena castaña recogida en una coleta— Como sabes muchas de ellas son putas de alto nivel, tienen influencias en las altas esferas, incluso en la policía. Y su líder, Penélope Glitter, es una celebridad. Quitarla del medio no sería nada fácil.

  La Puma guardó silencio. Era muy poco lo que sabía de las Llamazonas, salvo que la mayoría parecían barbies de tamaño natural y eran más peligrosas de lo que parecían en combate, arteras y astutas. Apenas diez minutos después los jeeps se detuvieron en seco frente a un local, un restaurante. A la puerta vieron aparcado un Cadillac de color rosa.

—Parece que solo hay un vehículo. no deben ser más de cuatro o cinco —comentó el copiloto, un recluta de apenas veinte años, mientras se bajaba.

—Habrá más en el aparcamiento de la parte trasera. No te confíes.

  Divididos en dos grupos, quince Balas Blancas, incluida la propia Fedra Luvski, rodearon el local. La mayoría llevaban armas contundentes, bastones macizos reforzados con metal o porras. Ninette comprobó, con alivio, que el lugarteniente Caimán se había quedado en el cuartel. No le gustaba tener cerca a aquel hombre en ninguna circunstancia.

  Tras confirmar que, efectivamente, había más vehículos de color rosa en la parte trasera, La Capitana dio la orden y asaltaron el lugar. Ninette entró por la puerta principal junto con sus compañeras de entrenamiento, quienes esta vez no llevaban bastones acolchados.

  En el interior del restaurante, no demasiado lujoso pero de moda en los últimos meses en la zona norte de la ciudad, al menos una docena de mujeres disfrutaban de un copioso banquete repartido por varias mesas, entre numerosas botellas vacías de licores y vinos caros. La música estaba a todo volumen, y muchas de ellas bailaban. Una en concreto, vestida solo con unas botas altas de tacón y un tanga, se contoneaba sobre una mesa con expertos movimientos de stripper, derribando platos y copas sin el menor reparo.

  Los primeros en notar la presencia de los recién llegados, con una mezcla de alivio y miedo, fueron los empleados del negocio. El maître, un hombre de mediana edad que atendía las exigencias de las intrusas con un estoicismo admirable, se quedó congelado mientras abría la enésima botella de ginebra.  Dos camareras, una de ellas con el rostro arañado y el maquillaje corrido por el llanto, los miraron como si fuesen ángeles caídos del cielo. Y el único camarero, un atractivo joven a quien habían atado a una columna y desnudado por completo, suspiró ruidosamente, exhausto tras varias horas de sexo no consentido.

  A Ninette le llamó la atención, entre otras cosas, la diferencia estética entre los uniformados y sobrios Balas Blancas y las Llamazonas, quienes vestían minifaldas, pantalones de cuero ajustados, vestidos de noche cortos, zapatos o botas de tacones vertiginosos y todo tipo de complementos, todos de marca y a cual más llamativo. Algunas incluso llevaban, a pesar de encontrarse en interior, enormes gafas de sol. Por supuesto, el color predominante entre tan variopinta vestimenta era el rosa.

  Cuando se percataron de que estaban rodeadas la música enmudeció. Los bailes cesaron y todas soltaron sus copas o vasos en el lugar más cercano. Nadie pronunció palabra hasta que Fedra Luvski se adelantó, encarándose con quien parecía ser la cabecilla del grupo (como supo más tarde Ninette, ni siquiera era una lugarteniente), una rubia oxigenada de pechos grandes, cintura estrecha y largas piernas, como la mayoría de las Llamazonas, que hizo aletear sus pestañas cuando los ojos de La Capitana la fulminaron.

—¿Qué tal, Capitana? ¿Habéis venido a uniros a la fiesta? —dijo la mujer, con la voz algo espesa por el alcohol.

  Antes de que Luvski pudiese responder, otra rubia de apenas veinte años, tambaleándose sobre sus tacones de aguja rosa fucsia, levantó los brazos y elevó su voz estridente sobre el tenso silencio.

—¡Vete de aquí, marimacho! Pero deja a algunos de tus chicos para que sepan lo que es follar con una tía de verdad... ¡Ja, ja, ja!

  Todos los Balas adelantaron un paso, con los músculos tensos y las armas listas. Por un momento, la Puma enmascarada se sintió incómoda. Aquello iba a convertirse, de un momento a otro, en un linchamiento a un puñado de furcias borrachas. Pero recordó lo que ya le habían advertido varias veces: las Llamazonas son mas peligrosas de lo que parecen. No te confíes.

  Lo que pasó a continuación confirmó las advertencias. La mujer parada frente a La Capitana levantó la mano izquierda y de uno de sus anillos surgió una ráfaga de niebla rosada; sin duda algún tipo de gas tóxico. Por suerte, los entrenados reflejos de Luvski evitaron el efluvio venenoso, y su puño derecho impactó como un obús contra el abdomen de la adversaria, lanzándola varios metros hacia atrás.

  Entonces comenzó el caos. Mucho menos ebrias de lo que aparentaban, las Llamazonas se enfrentaron a los atacantes, organizándose cuanto les permitía el espacio ocupado por mesas y sillas, algunas de las cuales lanzaron contra los Balas para ganar tiempo. Las camareras aprovecharon la confusión para desatar a su compañero y se ocultaron tras la barra junto al maître, rezando porque ambos bandos respetasen las normas de los enfrentamientos entre bandas y no usasen armas de fuego.

  Ninette vio como Brenda y Esther se lanzaban al combate haciendo girar sus bastones, contra un grupo de cuatro contrincantes, y antes de darse cuenta ella misma tenía encima a una de las Llamazonas. Se trataba de la stripper, quien con sus botas debía medir más de metro noventa frente al poco más de metro y medio de la Puma.

—¿Qué pasa, bollera? ¿Eres tan fea que te obligan a llevar máscara?

   Con los pechos bamboleantes (aunque no demasiado, gracias a la generosa cantidad de silicona) y cubiertos de purpurina, se lanzó sobre ella con la intención de clavarle un tacón en el cuello. Ninette lo esquivó y, siguiendo los consejos de Esther en el gimnasio, atacó por abajo con un barrido a la otra pierna de la bailarina. El golpe la hizo girar en el aire y antes de que tocase el suelo, la enmascarada, con un rápido giro en el aire, le propinó una segunda patada en la columna, estampándola contra el sucio suelo.

  Sabía que debía seguir moviéndose y ayudar a los Balas en el combate, pero se quedó paralizada, sorprendida por lo que acababa de hacer. Con un solo combo de dos movimientos había matado a aquella mujer, partiéndole el espinazo. No era la primera vez que quitaba una vida en combate, pero nunca lo había hecho de forma tan rápida y precisa.

—¡Libélula, espabila! ¡Una se escapa por el piso de arriba! —gritó la voz de Brenda, enfrascada en un frenético combate con varias contrincantes.

  Ninette tardó unos instantes en entender que se refería a ella. La llamaban “libélula” por el dibujo de la máscara que llevaba puesta. Corrió escaleras arriba, persiguiendo a la fugitiva. De soslayo, pudo ver cómo abajo los Balas controlaban la situación. Sin apenas moverse de su posición inicial, la Capitana había derribado a seis de las intrusas, y el resto de los soldados habían reducido o acorralado a las restantes, a pesar de sus tretas e innegable habilidad para el combate (ni la propia Fedra podía negar, por mucho que las odiase, el mérito que tenía moverse con tanta agilidad con tacones como aquellos).

  El segundo piso del restaurante resultó ser un simple almacén, atestado de cajas de refrescos, estantes con botellas y cajas de contenido indeterminado. La Llamazona, al verse acorralada, se volvió hacia su perseguidora. Ninette vio que se trataba de una muchacha de apenas diecisiete años, sin duda una novata recién reclutada, vestida con un ajustado y corto vestido de vinilo rosa, pantys de rejilla del mismo color y unos botines blancos con adornos dorados.

  La chica se puso en guardia, sin demasiada convicción, lanzando breves miradas a una pequeña ventana cerrada. Sabía que no conseguiría abrirla y escapar. No tenía escapatoria. Sus ojos azules se humedecieron.

—Ríndete —dijo Ninette—. Tus compañeras ya no pueden ayudarte y...

  De repente, la joven de rosa agarró una botella de vodka del estante más cercano y se lanzó contra la Puma con un grito de rabia. Ninette paró el golpe agarrándola por la muñeca, le retorció el brazo y la inmovilizó sobre una pequeña mesa de madera, desparramando varias pilas de facturas y papeles. La botella de vodka cayó al suelo y rebotó sin romperse.

—¡Aaaah! ¡Suéltame! ¡Me vas a partir el brazo! ¡Por favor! —suplicó.

—Te dije que te rindieses.

  En ese momento la descomunal sombra de Fedra Luvski transformó en penumbra la escasa iluminación del almacén.

—No hay nada peor que una desertora —sentenció La Capitana, acercándose a la inerme presa— Dime, ¿Cuál es tu nombre, rata cobarde?

—She... Sherry. Me... llamo Sherry —balbució la ahora prisionera, hipnotizada por la imponente presencia de la líder.

  Ninette volvió la cabeza y vio también a Brenda, con una sonrisa maliciosa en sus carnosos labios, a Esther, haciendo girar distraídamente su bastón, y a un soldado de cabeza rapada a quién conocía por haber compartido mesa con él en el comedor del cuartel. Fedra le hizo un gesto con la cabeza y el hombre asintió y salió del almacén, corriendo escaleras abajo.

—Capitana... señora, por favor... No me haga daño. La banda pagará mi rescate... lo harán —lloriqueó la Llamazona.

—¿Crees que pagarán un rescate por una simple novata? ¿Por una niñata que huye del combate? Debes de ser todavía más estúpida de lo que pareces —dijo Luvski—. Vamos a darte una lección, y un mensaje para tu líder. Suéltale el brazo, Libélula.

  La Puma enmascarada obedeció. Brenda y Esther se acercaron a la mesa, después de soltar sus armas, y desgarraron sin contemplaciones el vestido de Sherry, dejando a la vista unos pechos pequeños y puntiagudos, de pezones tan rosados como su vestimenta. La Llamazona chilló y pataleó, tanto que Ninette tuvo que sujetarle las piernas.

  Se escucharon pasos en las escaleras y apareció de nuevo el rapado, portando el maletín metálico que Ninette conocía tan bien. La Capitana lo abrió, sacando del interior a su querido Ariete. Era el mismo con el que había castigado a aquel pobre chico en el barracón, hacía ya casi un mes. El mismo que la Puma temía y por el cual comenzaba a sentir una extraña fascinación. 8 cm. de diámetro. 45 cm. de longitud. De color verde oscuro.

—Libélula, quítate los pantalones.

  Ninette quedó petrificada al escuchar las palabras de Fedra Luvski. Sus ojos verdes, enmarcados por las alas del insecto que adornaban su máscara, se abrieron como platos.

—Vas a ser tú quien castigue a esta rata. Has luchado bien ahí abajo, y te concederé el honor de usar mi Ariete.

  La lugarteniente de los Pumas Voladores, todavía estupefacta, se quedó mirando el impresionante strap-on. Si se negaba, en presencia de la prisionera, podía descubrir su tapadera, y las Llamazonas sabrían que una Puma había colaborado con los Balas en una lucha contra ellas (y que había matado a una de sus miembros). Aunque Ninette, quien ya empezaba a conocer a Fedra y su forma de pensar, sospechaba que había otros motivos para que se le concediese tal “honor”. La Capitana quería que se desprendiese del miedo que le inspiraban, tanto ella como su herramienta. Ganarse quizá su confianza.

  Con la misma resolución que habría mostrado una auténtica Bala Blanca, Ninette se desnudó de cintura para abajo.

—Vaya, así que es rubia natural... —bromeó Brenda en voz baja, junto al oído de Esther.

  Las dos sujetaban a Sherry por los brazos, manteniéndola sujeta contra la mesa, bocabajo y expuesta, indefensa ante lo que se avecinaba.

  Ninette soltó un leve quejido cuando la protuberancia estriada del Ariete, de unos diez centímetros de largo, se introdujo en su estrecha raja, previamente lubricada por la saliva de la propia Fedra, quien también ajustó las correas de cuero en torno a las caderas, cintura y muslos. En el menudo cuerpo de Ninette, el instrumento resultaba aún más impresionante, y le sorprendió lo mucho que pesaba.

—Espera, antes de empezar quiero enseñarte una mejora que he añadido hace poco —dijo La Capitana.

  Con una de sus manos, presionó la punta del Ariete, y Ninette se estremeció cuando notó la vibración dentro de su coño y en el clítoris. Desde luego era ingenioso. Cada vez que embistiese a su víctima, recibiría una descarga de placer.

  Ninette ya no escuchaba las súplicas de la Llamazona. Estaba ansiosa por usar el monstruo al que tanto había temido. Sin más ceremonia, desgarró los pantys de Sherry, dejando a la vista su sexo y, sobre todo, un prieto culito que no tardaría en ser asaltado. Aplicó el lubricante por toda la superficie del Ariete y se colocó en posición, separando con las manos las nalgas de la prisionera y colocando la punta gruesa y verde del macizo miembro contra el esfínter.

—Empieza despacio... pero con firmeza.

  La Puma obedeció el consejo de Fedra. La enorme verga verde entró poco a poco, provocando un prolongado gemido de dolor en la novata, que se convirtió en una serie de chillidos demenciales cuando “Libélula” comenzó a mover las caderas, entrando y saliendo de un ano dilatado hasta el máximo de su resistencia.

  Cada vez que el Ariete penetraba hasta el fondo, Ninette notaba la vibración, un placer enloquecedor que eliminó cualquier clase de compasión que pudiese sentir por su víctima. Brenda y Esther no perdían detalle, y el soldado de la cabeza rapada, desde una distancia prudencial, movía una mano dentro de sus pantalones de camuflaje.

  Fedra se situó detrás de Ninette, agarró las carnosas nalgas de la puma con sus grandes manos y participó en el correctivo con enérgicos empujones.

—Muy bien, Libélula... Ahora lo entiendes, ¿verdad? —le susurró al oído.

  Lo entendía. Aquello no era sadismo, o crueldad. Era dominio y poder. Aplicar un castigo a quien lo merecía (Sherry, zorra cobarde) y obtener a cambio un placer indescriptible. Cuando Ninette se corrió se inclinó hacia atrás, notando en su espalda los monumentales pechos de Fedra, y su aliento cerca del cuello. Había dominado al temido Ariete, y aquella zorrita, si tenía el valor de volver junto a su banda, les transmitiría el mensaje: no se juega con los Balas Blancas.




  Por fin solos en el Boogaloo, Lazslo y Koudou pudieron hablar. El líder de los Pumas Voladores decidió no andarse con rodeos. No era su estilo.

—Fui a visitar a tu madre. A Biluva.

—¿Pasaste la prueba?

  Lazslo asintió. Decirle a su hombre de confianza, a su mejor amigo, algo que implicaba el hecho de haberse acostado con su madre no le resultaba cómodo, pero la situación en la banda no estaba como para andarse con remilgos. El guerrero negro percibió la incomodidad de su líder.

—Cuando realiza el ritual no es ella realmente, sino la sacerdotisa de Kuokegaros. No tienes por qué sentirte mal.

  Desde luego no se sentía mal. Había recibido el poder de un dios tan antiguo como la misma tierra, y lo sentía bullir en su interior. Pero había otro asunto que le costaba más abordar. Sabía que Koudou también había recibido el poder, lo que implicaba que, fuese o no fuese la sacerdotisa de Kuokegaros, se había acostado con su propia madre. De nuevo, prefirió no andarse con rodeos.

—¿Qué clase de poder te concedió a ti, Koudou?

—Kuokegaros da a cada cual lo que necesita —dijo con gravedad el lugarteniente—. Tú necesitabas fuerza para enfrentarte a Fedra Luvski y, seguramente, eso es lo que te ha dado.

—¿Seguramente?

—Con Kuokegaros nunca se puede estar seguro. Y sus dones no deben tomarse a la ligera. Ten cuidado al usar su poder, amigo.

  Lazslo Montesoro dio un sorbo a su bebida, pensativo. Desde luego, el contacto que había tenido con la deidad a través de Biluva le había mostrado una entidad caótica y salvaje. Quedaba menos de una semana para su enfrentamiento con La Capitana en El Coliseum, y a pesar de sentirse más fuerte que nunca, las dudas volvían a atormentarle. Además, Koudou no había respondido a su pregunta: ¿Qué clase de poder había recibido de Kuokegaros y por qué lo ocultaba?




CONTINUARÁ...




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