17 abril 2025

El Vuelo del Puma. Cap. 04.


 
Con los codos apoyados en el borde de la cama y las rodillas en el suelo, la chica de cabellos negros recogidos en dos coletas simulaba unos convincentes gemidos de placer. Vestía un uniforme escolar, falda de cuadros, camisa blanca, calcetines altos y zapatos negros. El hombre que la embestía desde atrás, agarrándola por las coletas, solo le había quitado las braguitas.

  Cuando la puerta de la habitación se abrió sin previo aviso el hombre se incorporó con un gruñido. Con movimientos veloces y precisos sacó un revólver de bajo la almohada. La prostituta disfrazada de colegiala dio un grito y se escondió bajo la cama. El cañón apuntó a la intrusa durante unos segundos y acto seguido bajó hasta apuntar el suelo.

¡Joder, Darla!

¿Qué tal, papi? ¿Interrumpo?

  La putilla disfrazada, que aunque no era alumna de ninguna escuela tenía edad para serlo, miró al comisario Graywood con gesto interrogante y un leve temblor en los labios. Había reconocido a su hija y eso no la tranquilizaba en absoluto.

Lárgate —dijo el comisario, sin mirarla.

  Darla sí la miró fijamente mientras salía de la habitación con la cabeza baja (ni siquiera se paró a recoger sus braguitas blancas), atemorizándola por el brillo sádico de sus ojos verdes. Mientras tanto, su padre se cubría con una bata de seda de un policial azul oscuro.

¿Qué coño quieres, Darla? —escupió, haciendo vibrar el espeso bigote entrecano.

  Ella cerró la puerta y caminó lentamente por la habitación, fingiendo contemplar la recargada decoración saturada de terciopelo y pan de oro. Como de costumbre, Darla insinuaba más de lo que mostraba. Llevaba una falda hasta las rodillas, tan ceñida que el movimiento de las redondeadas nalgas podía observarse con tanto detalle como si fuese desnuda; los pechos se adivinaban, sin sujetador, bajo una camisa abotonada hasta el cuello, y unos tacones de aguja castigaban la moqueta color vino tinto. Se sentó en el borde de la cama, cruzando las piernas. El comisario no pudo evitar que su mirada recorriese durante unos segundos las turgentes pantorrillas cubiertas por unas medias de seda.

Tengo que pedirte un favor, papi.

Un favor... —dijo el comisario Graywood, pasándose la mano por la brillante cabeza afeitada—. Hace tiempo que tienes más dinero que yo, así que supongo que alguno de tus amiguitos o de tus empleados se ha metido en un lío y necesitas que haga la vista gorda.

  Darla se inclinó hacia atrás, apoyando los codos en la cama y elevando las piernas cruzadas, dejando que la falda se deslizase hasta la mitad del muslo. Los acerados ojos grises de su padre estaban clavados en los suyos.

No se trata de eso. ¿Sabes quién es Lazslo Montesoro?

Claro que lo se. Es el líder de Los Pumas Voladores.

No voy a decirte el motivo, pero quiero que Lazslo Montesoro muera. Y pronto.

  El comisario soltó una risita sarcástica, cogió un vaso de la mesita de noche y dio un largo trago.

¿Y por qué no se lo dices a tu amigo Tarsis Voregan?

  Darla se incorporó, abandonando por un momento su actitud insinuante.

Tarsis lo quiere vivo. Como ya sabrás, pues toda la ciudad lo sabe, Montesoro y La Capitana van a luchar en El Coliseum, y ese imbécil es como un niño. No quiere perderse el espectáculo, y además piensa utilizar a los Pumas contra los Balas Blancas.

¿Y qué es lo que quieres? ¿Que mis hombres detengan a Montesoro? ¿Que lo acusen con pruebas falsas y después tenga un "accidente" en la cárcel? Ya sabes que no me gustan esa clase de chanchullos.


  El comisario contempló, sin decir palabra, como su hija le desataba el cinturón de la bata y la abría, dejándole prácticamente desnudo frente a ella. A sus sesenta y cuatro años, Angus Graywood se mantenía en forma. El ancho torso se hinchó y los poderosos músculos de los brazos se tensaron cuando la delicada mano de Darla le acarició el vello grisáceo del abdomen.

Eres todo un caballero, papi. Pero se que conoces a tipos que no lo son tanto.

¿Te refieres a alguien en concreto?

  Intentó que su voz sonase normal, firme y severa como de costumbre, pero la erección que no había terminado de desaparecer tras la brusca interrupción de su divertimento reapareció con renovadas fuerzas, elevando su porra con un vigor más propio de un jovenzuelo que de un hombre maduro.

Me refiero a Black Manthis.

  Como cada vez que se pronunciaba ese nombre un espeso silencio se apoderó de la atmósfera. Darla notó, mientras se desabrochaba la camisa, como al aguerrido comisario se le ponía la piel de gallina.

  Black Manthis no era un asesino a sueldo común y corriente. Nadie sabía de dónde había salido, dónde se ocultaba, su edad o su sexo. Nadie sabía nada excepto que contratarlo significaba abrir las puertas del infierno bajo los pies de su víctima.

¿Recuerdas cuando asesinaron a un tal Hugh Andersen, aquel contable que estafó varios millones a Construcciones Megala? —dijo el comisario, con voz ronca—. El tipo tenía esposa y tres hijas, una de trece y dos gemelas de siete.

Lo recuerdo. Los degollaron a los cinco, si no me equivoco —susurró Darla, quien se había puesto de pie, apretando su neumático cuerpo contra el de su padre mientras le besaba el cuello.

Esa fue la versión oficial. Yo estuve en la escena del crimen y vi lo que ese engendro hizo —continuó, intentando ignorar el tórrido aliento de su primogénita en el oído—. La mesa del comedor estaba bocarriba, había afilado las patas y empalado en ellas a la mujer y a las tres niñas, totalmente desnudas y pintarrajeadas con palabras y símbolos obscenos. Andersen estaba atado a una silla, con los ojos casi fuera de las órbitas. Black Manthis le había obligado a verlo todo y había muerto de un paro cardiaco en algún momento del "espectáculo".

  Excitada por el macabro relato, Darla había rodeado con una de sus sedosas piernas al comisario. Él notó la creciente humedad de su sexo. No llevaba ropa interior, y se había levantado la falda hasta la cintura. Le susurró de nuevo al oído.

Eso es lo que quiero. Quiero que ese bastardo sufra hasta que le estalle el corazón.

  Angus Graywood sintió un escalofrío al pensar lo que podía llegar a hacer un monstruo como Black Manthis bajo las órdenes de alguien tan cruel y carente de escrúpulos como su hija, la misma que en aquel momento se agachaba para atrapar su miembro palpitante entre los pechos, moviéndolos de forma que no pudo reprimir un hondo suspiro de placer.

Vamos... por los viejos tiempos, papi.

  Ambos evocaron en sus mentes aquellos "viejos tiempos", los años en los que habían sido amantes a espaldas de su madre. La primera vez fue tras la fiesta de su decimoquinto cumpleaños. Darla había estado bebiendo y fumando con unas amigas, intentando llamar la atención de un chico que la despreció de forma humillante (por aquel entonces Darla era regordeta y más bien fea). Cuando llegó a casa, borracha y con la cara sucia por las lágrimas, su padre la recibió con una bofetada y una larga sarta de insultos. Se encerró en su habitación, sollozó contra la almohada, hasta que unas manos grandes y fuertes, arrepentidas de su dureza, la buscaron para consolarla. Darla nunca negaba que fue ella quien hizo el primer movimiento, pero él no se apartó. Fue desvirgada por el mismo que la había engendrado.

  Ahora, en la habitación recargada de un burdel, ya no era una adolescente poco agraciada, sino una atractiva mujer que anhelaba ser poseída por aquel hombre maduro, sólido como una roca, temido por tantos y para ella tan dócil como un león amaestrado. Un hombre de sólidos principios, aunque a veces las circunstancias le obligasen a actuar de forma inadecuada, tan inadecuada que era una de las pocas personas en todo la ciudad que sabía como contactar con Black Manthis, una genuina encarnación del Mal.

  Sin mediar palabra, arrojó a Darla sobre la cama y le separó las piernas. Se tumbó sobre ella, aplastándola con su peso y acercó el rostro al suyo tanto que sus narices, muy parecidas, se tocaron.

Te lo diré. Pero tienes que prometerme que solo lo contratarás una vez, y luego te olvidarás de él.

Te lo prometo.

¿Seguro?

Seguro, papi —aseguró Darla, rodeando con las piernas de seda la cintura de su primer amante—. Y ahora fóllame de una puta vez.

  Angus Graywood obedeció, con tanto ímpetu que el pesado cabecero de la cama golpeó contra la pared.



  Tras dar un largo sorbo a su batido de fresa, María lo removió con la pajita y miró a su amiga, quién todavía tenía el asombro dibujado en su rostro.

¿Con su propia hija? ¡Qué fuerte! —dijo, echándose hacia atrás una larga y rizada cabellera rojiza—. Ya lo decía mi madre, cuanto más dinero tienen más degenerados son.

  María asintió. Ya no llevaba el disfraz de colegiala, pero conservaba las dos coletas, un peinado que le gustaba llevar aunque no se lo exigiese ningún cliente. Su acompañante, recostada en el sofá de la cafetería, con las largas piernas cruzadas y un té helado en la mano, la miró con suspicacia.

¿Y cómo es que los escuchaste? ¿Te quedaste detrás de la puerta, guarrilla? —preguntó, guiñándole un ojo.

¡Qué va, tía! Me escondí en la habitación de al lado, por si el comisario quería que volviese —dijo la joven prostituta, jugando distraídamente con la pajita—. La verdad es que no es mal tipo, ese Graywood. Lo más raro que me pide es que me disfrace, y me azota y me tira de las coletas pero no me hace daño. Siempre es muy educado y me da una buena propina... ¡Pero de eso ni palabra, tía, que si se entera la jefa...!

  La pelirroja la tranquilizó con un gesto. Ella también había sido puta y sabía de sobra lo que se cocía en los burdeles. Sorbió su té, mirando disimuladamente a su alrededor. Estaban prácticamente solas en la cafetería, afortunadamente, ya que el tono de voz de María distaba mucho de ser un susurro.

Pues como te decía. Me escondí allí, y pegué la oreja al conducto de ventilación... ya sabes, como en las pelis. Hablaron un rato, y después se pusieron a follar como locos, tía, por lo menos una hora, y no veas como chillaba de gusto la muy cerda. Si mi padre me hubiese jodido así en vez de zurrarme con el cinturón no me habría escapado de casa ¡ja ja ja!

Seguro que hasta te pusiste cachonda —afirmó la pelirroja, torciendo sus carnosos labios pintados de rojo oscuro en una sonrisa lasciva.

¡Ya te digo, tía! Con el comisario casi siempre me corro. Será viejo, pero está cachas y tiene una polla que te cagas ¡ja ja! Y como nos habíamos quedado a medias me hice un dedo escuchándolos ¡y no veas como me corrí, tía! —María hizo una pausa para sorber ruidosamente los restos de su batido y soltó el vaso en la mesa, dando el tema por zanjado.— ¿Y tu qué, tía? ¿Has encontrado trabajo?

Pues sí. Es algo temporal, pero me voy a sacar unos buenos billetes. Me han contratado en El Coliseum, para vender entradas. Me llevo comisión.

¿El Coliseum? ¡Qué pasada. tía! Creo que hay un combate dentro de poco, ¿no?

Sí. Se enfrentan Lazslo Montesoro y Fedra Luvski —dijo la pelirroja—. Toda la ciudad está como loca por verlo, así que no me está costando mucho vender las entradas. La poli hace la vista gorda con estas cosas. Ya sabes.

  María se quedó callada un momento, enredando los dedos en una de sus negras coletas, y de pronto sus cejas se elevaron y abrió la boca en un gesto entre sexy y bobalicón.

¿Lazslo Montesoro? El comisario y su hija estuvieron hablando de él, tía ¡qué fuerte!

¿Hablaron del líder de los Pumas Voladores antes de ponerse a follar?

¡Te lo juro, tía! No se escuchaba muy bien, pero hablaban de él, y de unos pantys negros.

¿De qué?

Black Pantys, o algo así.

  La pelirroja sorbió su té helado, pensativa. Era amiga de María desde hacía años y la quería como a una hermana pequeña, pero tenía que reconocer que no era muy lista. En ese momento se alegró de que fuera así.

Escúchame, María, no le cuentes a nadie lo que me acabas de contar.

Joder, tía, que cara se te ha puesto de pronto. Pues claro que no se lo voy a contar a nadie, ¿te crees que soy tonta?

Tonta, puta y bocazas. Júrame que te olvidarás de este asunto.

¡Que sí! Qué pesada. —María se puso de pie y se colocó los ceñidos pantalones, consciente de que el camarero no le quitaba ojo a su culito respingón—. Anda, vámonos de compras, patilarga. He visto unas falditas en Tangerine´s que te sentarían de puta madre.

  La pelirroja se levantó, y el camarero olvidó el culito respingón para observar el fluido movimiento de dos piernas largas, cubiertas por unas medias negras que terminaban a mitad del muslo, unos centímetros por debajo de donde empezaba una minifalda de vinilo ajustada. Las dos salieron de la cafetería, cogidas del brazo y conversando animadamente.

  Varios minutos después, mientras se masturbaba en el aseo para empleados, el camarero cayó en la cuenta de que las chicas se habían ido sin pagar.




  El pequeño edificio solo tenía tres plantas, y cada una de ellas presentaba distintos grados de suciedad y abandono. Cuando Lazslo entró en la penumbra del portal, un gato de color indefinido pasó entre sus piernas, distrayendo su atención de las manchas de humedad, el penetrante olor a orina y el zumbido de la precaria instalación eléctrica.

  El líder de los Pumas Voladores no sabía muy bien qué hacía allí. Debería estar entrenando en el gimnasio y no perdiendo el tiempo con chorradas sobrenaturales. Respetaba a Biluva y le permitía tener su negocio dentro del territorio porque era la madre de Koudou, y porque su actividad no causaba molestias, pero nunca había visitado a la famosa bruja y miraba con cierta desconfianza aquello en lo que otros, sobre todo mujeres de mediana edad y tipos raros, confiaban ciegamente.

  Llamó al timbre del bajo izquierda con insistencia. No quería pasar allí más tiempo del necesario, y soltó con disimulo un suspiro de alivio cuando la puerta se abrió. Un rostro negro y brillante, de grandes labios, nariz chata y ancha, mejillas rollizas y unos penetrantes ojillos oscuros apareció de pronto al abrirse la puerta.

¡Lazslo! Ya era hora, tesoro. Vamos, pasa, pasa, no te quedes ahí plantado que no muerdo.

  Dentro de la vivienda de Biluva la atmósfera era totalmente distinta. También reinaba la penumbra, pero no era sórdida y maloliente como la del exterior sino relajante, llena de agradables aromas, algunos de los cuales Lazslo pudo reconocer (de la cocina llegaba la fragancia de un estofado de patatas) y otros no. Siguió a la mujer hasta una habitación iluminada con velas y un par de lamparitas con forma de plantas carnívoras que despedían un suave resplandor anaranjado.

Siéntate, cielo, te traeré algo de beber.

Oh... no se moleste.

¡Uy! Pero no me hables de usted, hijo, que no soy tan vieja.

  Lazslo la contempló detenidamente mientras llenaba dos vasos de vidrio verde con el contenido de una peculiar botella con forma de plátano. Desde luego Biluva no era vieja, pero tampoco joven. Medía poco más de metro sesenta y tenía las rotundas formas de una antigua diosa de la fertilidad. Los pechos eran tan grandes que resultaba sorprendente que pudiese mantenerse erguida, aunque tal vez era posible gracias al contrapeso del enorme trasero. Remangándose su ligero vestido floreado hasta las rodillas se sentó frente a Lazslo, en un viejo sofá cubierto por una especie de poncho multicolor. Le ofreció el vaso y se bebió el suyo de un trago, tras lo cual sacudió la cabeza, incluida la abundante esfera de pelo a lo afro que la rodeaba y los llamativos pendientes hechos con conchas y colmillos.

Lo siento... eh... Biluva, pero yo no bebo alcohol.

¿Y quién ha dicho que esto tenga alcohol? Vamos, vamos, precioso, bebe un trago —dijo la bruja, poniendo sus pies descalzos sobre una mesa baja.

  Su invitado miró un instante las regordetas pantorrillas, negras como la obsidiana, y obedeció. El bebedizo bajó por su gaznate como oro fundido, haciéndole toser y dejándole la lengua dormida durante varios minutos.

Jo... joder.

¡Ja, ja, ja! Está bueno ¿verdad, amorcito? —rió Biluva, provocando un temblor sísmico en su pecho—. No estés incómodo, Koudou me ha contado tu problema, y creo que tal vez pueda ayudarte.

  Lazslo miró a su alrededor, intentando desviar su atención del absorbente escote de su interlocutora. La habitación estaba decorada con multitud de objetos a cual más extraño: máscaras de madera tallada, tapices con motivos geométricos que parecían moverse, cráneos variados (algunos humanos y otros casi humanos), estatuillas de piedra, de marfil, de ébano y de materiales difíciles de identificar en la penumbra. Lo que más llamaba la atención era un pequeño altar situado en la pared de la estancia, rodeado por velas de varios colores, manojos de hierbas y cuencos de distintos tamaños y formas. En el centro del altar se erguía una escultura de apenas veinte centímetros, de piedra verdosa, que representaba toscamente lo que parecía un guerrero prehistórico armado con lanza y escudo. Lo más llamativo del hombrecillo era su cabeza, el largo cuerno que brotaba de su frente, la lengua puntiaguda que asomaba por su ancha boca llena de colmillos y los ojos, unos ojos entrecerrados que destilaban una maldad primigenia, tan intensa que Lazslo no pudo disimular un escalofrío. Se sobresaltó cuando la negra hechicera habló de nuevo.

No temas a Kuokegaros, tesoro. Los dioses como Kuakegaros no soportan a los cobardes, y ayudan a los que son valientes y se enfrentan a poderosos enemigos.

  Seguro que Kuokegaros nunca tuvo que enfrentarse a una bestia como Fedra Luvski, pensó Lazslo.

¿Y qué es lo que tengo que hacer? —preguntó, consciente de que su visita giraba alrededor de la extraña estatuilla— ¿Rezar? ¿Hacer un sacrificio?

  Biluva se sirvió otro vaso de brebaje y miró al líder de los Pumas con una enigmática sonrisa, sin duda la misma con la que miraba a las amas de casa del barrio cuando les echaba las cartas. Dejó el vaso en la mesita, puso los pies en el suelo y le hizo un gesto a Lazslo para que se acercase, separando las piernas. No sabía que era lo que había en el vaso verde, pero una agradable sensación se extendía por sus extremidades. Se sentó frente a ella, en el borde de la mesa.

Nada de eso. Tendrás que pasar una prueba, para que Kuokegaros te considere digno de otorgarte parte de su poder, a través de mí, su sacerdotisa.

  Mientras hablaba, Biluva se había quitado el veraniego vestido, quedando completamente desnuda salvo por los pendientes y los numerosos brazaletes y pulseras que tintineaban en sus muñecas. Lazslo lo contemplaba todo como hipnotizado, menos sorprendido por la actitud de la mujer que si le hubiese ofrecido algo para picar. Empezó a tener mucho calor, y se desnudó también, como si fuese algo totalmente lógico.

¿Notas el calor, tesoro? Esa es tu prueba. Si lo soportas la fuerza de Kuokegaros entrará en ti, pero primero tu fuerza debe entrar en mí. ¿Notas el calor, cielo?

  Desde luego que notaba el calor. Era como estar sentado delante de una estufa. El joven sudaba, mirando arrobado los inabarcables pechos, los pezones grandes y oscuros. La erección llegó a su punto máximo cuando la bruja abrió todavía más las piernas, mostrándole en todo su esplendor el carnoso y húmedo templo de Kuokegaros, la fuente del calor que le golpeó como el aliento de un dragón.

  Inclinándose hacia adelante chupó uno de los pezones y la amplia areola que lo rodeaba, acariciando con las manos los gruesos muslos. La piel de ébano casi quemaba.

Tómate tu tiempo, pequeño. No tenemos prisa — dijo Biluva, agarrándose las tetas y levantándolas—. Prueba primero con ellas...

  Afirmando los pies en el sofá, a ambos lados de la corpulenta mujer, se agachó para hundir el miembro entre lo que parecían dos odres de agua caliente. Jadeando como si llevase dos horas moviéndose en lugar de dos minutos movió las caderas arriba y abajo, haciendo que la punta lograse asomar por el canalillo. Apoyó las manos en los hombros de la sacerdotisa y aumentó la velocidad.

Vamos, vamos... no te reprimas, deja que la pruebe...

  Se elevó un poco para sacarla de entre las tetazas negras, palpitante y brillante por el sudor. Antes de que perdiese aquel calor antinatural Biluva adelantó la cabeza y la atrapó con la boca. Lazslo sintió una lengua de fuego trazando círculos alrededor de su glande, una potente succión y la caricia de un aliento que era casi vapor. Sin que pudiese hacer nada por contenerse todo su cuerpo se sacudió, agarró el pelo a lo afro como si fuese a caerse por un precipicio y con un largo gruñido gutural se corrió sin sacarla de la boca, sintiendo como la garganta engullía hasta la última gota.

  Tan cansado que apenas se tenía en pie se sentó a horcajadas en uno de los muslos de la mujer, intentando no resbalar con el sudor y observando su lengua, roja y brillante, humedeciendo los carnosos labios al relamerse con deleite.

Excelente, tesoro. Y ahora prepárate para la verdadera prueba... entra en el templo y resiste el Fuego de Kuokegaros.

  Lazslo comprobó, no sin cierta sorpresa, que su verga seguía totalmente erecta a pesar de la intensa descarga. Miró la grieta, tan chorreante que empezaba a mojar la tapicería del sofá, y acercó la mano despacio. No creía en la brujería, pero que un cuerpo humano emanase tanto calor no era natural.

Su puta madre... ¿Tienes un horno dentro del coño o qué?

  Biluva rio a carcajadas, agarró al joven con una fuerza tremenda y lo tumbó sobre ella, obligándole a penetrarla. La risa dio paso a un enloquecido aullido de placer. Puso los ojos en blanco y agarró las nalgas de Lazslo tan fuerte que le clavaba las uñas y los bordes de las pulseras. El líder de los Pumas Voladores también aulló, pero de dolor. Lo que había entre las piernas de la bruja no era un horno sino el mismísimo infierno.

¡Suelta joder! ¡Me arde la polla, hija de perra!

  La presa era demasiado fuerte. Lazslo empujaba con todas sus fuerzas intentando liberarse, haciendo crujir el sofá. Le atrapó también con las piernas, y su voz sonó distinta, profunda y metálica, cuando habló de nuevo, mostrando unos dientes blancos como el marfil.

¿Es demasiado para ti, Puma?

  Había algo en aquella voz, burlona y desafiante, que enfureció a Lazslo hasta el límite de la cordura. Dejó de resistirse y pegó su cuerpo al de la bruja, agarrando las gigantescas tetas para tomar impulso embistió salvajemente, con los dientes apretados y salpicando sudor sobre el rostro enloquecido de Biluva. El fuego dejó de quemar, se extendió por todo su cuerpo, por cada músculo y cada vena, llenándolo con una energía primitiva mientras la voz rasposa y perversa sonaba esta vez dentro de su cabeza. "¡Vamos, Puma, fóllatela! ¡Revienta a la vieja bruja!"

  Lazslo obedeció a la voz. Agarró la cabeza de Biluva con ambas manos, metiéndole los pulgares en la boca, abriéndola en una sonrisa diabólica al tiempo que golpeaba con las caderas de tal forma que el sofá reventó. La sacerdotisa salió del trance, sus ojos pasaron del delirio al miedo cuando se encontró en el suelo, sobre los restos de su viejo sofá, inmovilizada por una bestia que la taladraba sin compasión. Consiguió que Lazslo le sacase los pulgares de la boca e intentó apartarlo empujando, pero ahora era él quien parecía poseer una fuerza sobrenatural. Agarró las muñecas adornadas con tintineantes pulseras y las inmovilizó contra el suelo. Lazslo rugía, dejando caer saliva en la boca abierta de su presa, la empaló con un cipote que parecía haber duplicado su tamaño, moviéndolo dentro hasta que un fluido ardiente como el magma le llenó las entrañas. Con un chillido que hizo vibrar el cristal de los vasos Biluva perdió el conocimiento.

  Jadeante y empapado en sudor Lazslo se puso en pie. Contempló tambaleándose el serpenteante hilo de humo blanco que ascendía de la entrepierna de la mujer inconsciente. Se desmayó sobre un sillón, y antes de perder por completo la consciencia miró la estatuilla de Kuokegaros. Estaba casi seguro de que la sonrisa plagada de colmillos se había hecho más grande.

  Despertaron varias horas más tarde, ambos doloridos y agotados pero ilesos. Limpiaron juntos el destrozo y devoraron varios platos de estofado de patatas, casi sin hablar. Luego se dieron una ducha (por alguna razón, ducharse juntos les pareció lo más normal del mundo) y se tumbaron desnudos en la cama.

Muchas gracias por todo, Biluva.

Yo apenas hice nada, cielo, fue Kuokegaros quien se manifestó a través de mí y te concedió su poder —dijo la bruja, mientras expulsaba por la nariz el humo de un grueso puro.

Aún no se como venceré a La Capitana, pero ya no le tengo ningún miedo.

  Lazslo cruzó las manos detrás de la cabeza, absorto en los anillos de humo que ascendían desde los labios de Biluva hasta el techo.

Dime una cosa, ¿lo ha conseguido alguien además de mí? ¿Alguien más ha pasado la prueba de Kuokegaros? —preguntó.

Solamente una persona —respondió la bruja, tras un largo silencio.

¿Quién?

Koudou, mi hijo.



  El Boogaloo estaba cerrado, pero no vacío. Nicodemo pasaba un trapo por la barra, para matar el tiempo, mientras escuchaba la conversación de los tres lugartenientes. Koudou, Bogard y Loup Makoa estaban sentados en taburetes, mirando de vez en cuando a la espectacular pelirroja sentada en una mesa, lo bastante lejos como para no oírlos si no levantaban demasiado la voz. Bogard la miraba más a menudo que los demás.

¿Qué sabemos de ella, Loup? —preguntó el guerrero negro.

  Makoa era el encargado de recopilar toda la información aportada a la banda por informadores, espías y chivatos, así que contestó a la pregunta de inmediato y seguro de lo que decía.

Se llama Elizabeth Rosefield, tiene treinta y tres años y llegó a la ciudad hace catorce. Trabajó un tiempo como modelo, azafata, relaciones públicas... lo típico. Después se metió en la prostitución de alto nivel y no le fue mal, hasta que un tipejo empezó a chulearla. El susodicho andaba metido en asuntos turbios y casi la matan por su culpa. Hace unos tres años cortó por lo sano, dejó el puterío y al tipejo, y desde entonces se gana la vida como puede, a veces trabaja de camarera, de dependienta, otra vez de relaciones públicas... y hace porno de vez en cuando.

¡Claro! Ya decía yo que me sonaba su cara... —interrumpió Bogard, mirando a la pelirroja con una sonrisa lasciva.

Ha salido exactamente en catorce películas: "Intercambio anal", "Pelirrojas mamonas 3", "La novicia ninfómana"(debe ser de monjas), "¡Oh, no! A mi hermana se la está follando un negro 6 y 12..."

¡Joder, Makoa, ve al grano! —bufó Koudou, poco interesado en la filmografía de la chica.

Perdón. La verdad es que no hay mucho más que contar, ahora trabaja para El Coliseum, vendiendo entradas para el combate entre Lazslo y La Capitana.

  Los tres lugartenientes se giraron para mirar a Elizabeth, quien intentaba aparentar tranquilidad, aunque la mano con la que sujetaba el cigarrillo temblaba ligeramente cuando se la llevaba a los labios. Tenía las largas piernas cruzadas, y el pie suspendido en el aire giraba de vez en cuando, mostrando la desgastada suela de un botín de tacón alto y cordones rojos.

Dice que tiene un mensaje importante para Lazslo, ¿se te ocurre que puede ser? —preguntó Bogard, sin dejar de mirarla.

Ni idea —respondió Loup—. Y dice que no soltará prenda si antes no le hacemos un favor.

Yo si que le haría un favor.

¡Calla, Bogard! ¿Y qué coño es lo que quiere? —inquirió Koudou, bastante nervioso por el hecho de que el líder de la banda no diese señales de vida desde el día anterior.

Al parecer su ex—novio/ex—chulo sigue molestándola, y quiere que le demos un susto.

¿Qué se ha pensado que somos, matones a sueldo? —dijo el lugarteniente de piel oscura, cada vez más enfadado.

Lo que no se puede negar es que la chavala tiene agallas —terció Nicodemo, dejando de mover el trapo—. Presentarse en el cubil de una banda y exigir algo a cambio de algo no es cosa de broma.

Es una mujer de bandera —dijo Bogard, más para sí mismo que para sus compañeros.

No te enamores todavía, compañero. A lo mejor no sale viva de esta.

  Sin decir más Koudou se levantó y caminó hasta la mesa con paso enérgico. Loup y el orondo Bogard lo siguieron al instante. Cuando se vio rodeada por los tres lugartenientes sus bonitos ojos azules se abrieron como platos y se puso tensa como una estaca. La tensión se relajó un poco cuando un sonriente Bogard la saludó con un amago de reverencia y le habló en tono amable.

Es un placer conocerla en persona, señorita Rosefield. Soy un gran admirador de su trabajo. Dígame una cosa... ¿Saldrá en "¡Oh, no! A mi hermana se la está follando un negro 19"?

Pues no, dicen que ya soy mayor para esa serie, pero saldré en "¡Oh, no! A mi mujer se la está follando un negro 7". Al menos puedo decir que aún me consideran demasiado joven para "¡Oh, no! A mi madre se la está follando un negro 4". Por cierto... —dijo mirando a Koudou con los ojos ligeramente entornados y una sonrisa pícara. —Creo que el reparto masculino todavía no está completo, si te interesa...

  Koudou explotó. Soltó con fuerza por la nariz todo el aire que estaba conteniendo desde el primer "¡Oh, no!" y puso las palmas de las manos en la mesa con tanta fuerza que el cenicero saltó y se fue rodando hasta el otro extremo del local. Con el rostro a escasos centímetros de el de la pelirroja, quien ahora sí estaba realmente aterrorizada.

Escúchame bien, "piernas", vas a decirnos ahora mismo eso tan importante que dices saber, y si la información nos resulta útil tal vez pongamos en su sitio a ese macarra que te persigue —dijo el guerrero negro, masticando las palabras—. Pero si nos la juegas, si resulta que eres la putilla de una banda rival o de la policía, te haremos tal destrozo en la cara que solo te ofrecerán papeles en películas de zombies.

  Loup Makoa y Bogard se miraron, asombrados por la poco habitual locuacidad de su camarada. Koudou no era de los que amenazan a la ligera, y Elizabeth lo percibió de inmediato. Respiró hondo y miró a Makoa, cuyo agradable rostro no le inspiraba miedo.

No me preguntéis como lo sé porque no os lo voy a decir, me hagáis lo que me hagáis, pero creo que Darla Graywood ha contratado a Black Manthis para matar a vuestro líder.

  Como cada vez que se pronunciaba ese nombre un espeso silencio se apoderó de la atmósfera.


CONTINUARÁ...



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