26 abril 2024

EL TÓNICO FAMILIAR. (25)


C
uando llegué bajo el cómplice ramaje de nuestro viejo amigo vegetal me encontré una inquietante sorpresa. Mi madre no estaba allí. La había dejado apoyada en el tronco, contrariada aunque no muy alterada en apariencia, dispuesta a esperarme y culminar nuestra peligrosa aventura. ¿Dónde coño se había metido? Colocada a más no poder y cachonda en igual grado, por no hablar de lo caótica e imprevisible que se había vuelto su personalidad en las últimas semanas, tenerla suelta por la parcela era como liberar a una diablilla que llevase siglos encadenada por un brujo  (una buena metáfora de su matrimonio, aunque mi padre era demasiado aburrido para ser un brujo.)
  No había regresado al dormitorio, pues estaba vacío cuando lo atravesé y salté por la ventana. Miré entre los arbustos cercanos al roble, en los alrededores de la piscina e incluso en la huerta. Ni rastro. Tal vez se había puesto a deambular, debido a mi tardanza, se había asomado a la ventana de mi abuela y nos había visto en pleno polvazo. En ese caso no podía adivinar su próximo movimiento. Podía estar en un oscuro rincón de la casa, llorando en silencio o rechinando los dientes de rabia y pensando en mil formas de castigarme, no solo como madre sino también como amante despechada. O a lo mejor simplemente se había quedado dormida en alguna parte. Incluso vinieron a mi mente imágenes horribles de los enemigos que había hecho durante mis negocios con el tónico, algunos de los cuales habían estado en la casa sin ser advertidos. Me esforcé en descartar semejantes temores: el alcalde y Montillo estaban bien muertos, y la Doctora Ágata no tenía motivos para atacarme a mí o a mi familia. 
  Con el corazón a punto de salirse por mi garganta decidí entrar de nuevo en la vivienda y revisar todas las habitaciones, pero antes fui a echar un último vistazo bajo el roble. No estaba. Di un par de pasos de regreso a la casa y me giré, sobresaltado, al escuchar el crujido de una rama detrás de mí.

 Lo más desconcertante es que el sonido, que se repitió a medida que perdía intensidad, no provenía de la zona cercana a las raíces del árbol o los arbustos cercanos. ¿Venía de arriba? Era eso o la droga porro me estaba jugando una mala pasada. Alcé la vista hacia las frondosas ramas del gigante vegetal y entorné los ojos para escrutar entre la maraña de hojas y sombras. La luz de la luna me ayudó a descubrir dos trozos de tela colgados, como si de la colada de una ardilla se tratase, de sendas ramitas. Uno de ellos pequeño, blanco y visiblemente húmedo. El otro un poco más grande, de un rojo descolorido. A mi alterado cerebro le llevó unos segundos procesar que eran unas bragas y una camiseta recortada en forma de top.
  Me acerqué un poco más al roble, cauteloso, y di un respingo cuando una risita sofocada sonó sobre mi cabeza. Entornando los ojos, al fin conseguí descifrar el trampantojo de hojas, ramas y formas femeninas.
  —¿Ma-mamá? ¿Qué carajo haces ahí arriba? —exclamé, sin gritar pero en un tono demasiado alto.
   Era probable que mi abuela siguiese despierta, a no ser que correrse dos veces y el sofocante calor la hubiesen dejado fuera de combate. La fugaz imagen de aquella sensual gigantona cayendo derrengada en la cama trajo a mi memoria la voz del difunto alcalde Garrido mientras la tenía atada desnuda en el matadero: “Eso sí, le hemos metido en ese cuerpazo sedantes como para tumbar a una yegua”. Estaba claro que los recuerdos de la pesadilla vivida en la finca de Montillo iban a acosarme durante mucho tiempo. Aunque, por otra parte, tenía la sensación de que todo había ocurrido hacía semanas en lugar de tres días atrás.
   Ajena a mi flashback de Vietnam pero no a la preocupación por ser descubierta mi madre me chistó, probablemente poniéndose un dedo frente a los labios. Hacía ese gesto de una forma muy curiosa, estirando el índice pero sin cerrar los demás dedos en un puño, como es habitual, sino estirándolos en una especie de abanico. Una de sus rarezas que antes pasaba por alto, e incluso me molestaban, pero que ahora encontraba encantadoras.
  —No te quedes ahí pasmado. Sube... ¡Venga! —me instó. Su voz era un susurro algo ronco y animado, con evidentes rastros de la embriaguez opiácea.
  Eché la cabeza hacia atrás y por fin comencé a verla con cierta nitidez, sin dar crédito a mis ojos. Estaba en cuclillas, vestida solo con las deportivas blancas y rosas, la pulserita del tobillo y la fina pátina de sudor que cubría su piel bronceada. Había encontrado el lugar idóneo donde colocar los pies, sobre una rama cuyo grosor bastaba y sobraba para soportar el peso de su cuerpo menudo y ágil (por lo visto, más ágil de lo que yo pensaba). Sin olvidar del todo su prudencia maternal, se sujetaba con la mano derecha a otra rama, por si acaso, y con la izquierda sacudía residuos vegetales de su corto cabello, más alborotado que nunca. Se encontraba a más de tres metros del suelo. Altura suficiente para hacerse daño si caía de mala manera. Me dio un escalofrío ante la idea de que pudiese resultar herida, sin preocuparme de como afectaría eso a la hazaña que estaba realizando aquella noche. Visto ahora, habría sido un reto interesante para mi imaginación tener que explicarle a la abuela, camino del hospital, por qué su nuera se había caído desnuda del roble.
  —Déjate de tonterías y baja de ahí. Venga, te ayudo —dije, extendiendo los brazos hacia arriba.
  —¿Por qué has vuelto a tardar tanto? —preguntó. Mis ojos se acostumbraban a la penumbra y pude ver, allí arriba, la mueca desconfiada en su rostro de hada salvaje— ¿Está despierta tu abuela?
  —Se había levantado a por agua, como te dije. He esperado hasta que ha vuelto a dormirse.
  —¿Te ha visto? —susurró, inclinándose hacia adelante cual hermosa mujer araña. 
  —No, no me ha visto —suspiré al tiempo que lanzaba una mirada hacia la casa, donde todas las luces volvían a estar apagadas, cada vez más impaciente— ¿Y qué más da si me ve? Vivo aquí, joder.
  —¡Ssshh! No grites.
  —No he gritado. Vamos, baja de una vez que te vas a hacer daño.
  —De eso nada. Sube a buscarme. ¿O es que no eres capaz de trepar hasta aquí, nenaza?
  Bufé ante la provocación. Su sonrisa creció y dos hileras de pequeños dientes destacaron entre las sombras. Por un momento recordé al gato de Alicia en el País de las Maravillas, Cheeseburguer creo que se llamaba. Obviamente no iba a conseguir convencerla de que bajase, y además mi proverbial falta de prudencia y sentido común cuando estaba caliente (cosa que al parecer había heredado de ella) ganaba terreno muy rápido en mi cerebro. Solo el hecho de verla desnuda allí arriba bastó para aumentar la palpitante dureza de mi polla. Por suerte, el susto no había bastado para ablandarla del todo y el condón continuaba en su sitio.
  Cogí aire, me froté las palmas de las manos cual gimnasta a punto de subirse a los aros y me dispuse a ascender. Sabía que mi hazaña de esa noche iba a suponer un desafío físico pero nunca hubiera imaginado que incluiría trepar a un puto árbol, cosa que no hacía desde que era un mocoso. Pero me moría de ganas por hacerle el amor de nuevo a la mujer que me esperaba allí arriba, y además: ¿Cuántas personas pueden decir que han echado un polvo en lo alto de un roble? Sería otro logro desbloqueado en el disparatado RPG de mi vida sexual.
  Fue más fácil de lo que esperaba. En pocos segundos sentí las manos de mi madre agarrando uno de mis brazos para ayudarme a coronar la cima. En ese momento miré hacia abajo y casi no pude creer la distancia que había hasta el suelo. 
  —Eso es... ya casi estás... Tranquilo, mami no va a dejar que te caigas —decía ella. Su tono era cómico pero supe que lo decía en serio.

  Tranquilizado por su voz y su tacto, conseguí colarme hasta el improvisado refugio arbóreo, un punto donde se unían dos gruesas ramas. Me acomodé como pude, siguiendo sus indicaciones, en cuclillas con las piernas separadas, tan cerca uno del otro que era imposible no tocarnos. Estábamos totalmente rodeados por el follaje, aunque algunas ramas dejaban huecos suficientes para tener una buena vista de toda la parte posterior de la parcela, donde como ya deberíais saber estaban la piscina y el huerto. Si alguien miraba al roble, a pesar de la luna, resultaba casi imposible que nos viese. Era una locura estar allí acurrucados pero también muy romántico, e ilustraba a la perfección la relación que teníamos mi madre y yo en las últimas semanas. Follar en un fotomatón o en el parking de un hotel era una broma comparado con lo que recordaríamos siempre como “la noche del roble”. 
  —Joder... Estás como una cabra —dije.
  Tenía una mano agarrada a su cintura, sintiendo el calor casi febril de su piel, y otra a una rama tan gruesa como mi brazo, sin dejar caer mucho peso sobre ella para que no se partiese. Mi madre me miraba a los ojos, sus manos en mis hombros y los muslos rozando los míos, aún cubiertos en parte por mis bermudas. Nuestros rostros casi se rozaban y sin mediar palabra se inclinó para meterme la lengua en la boca tan deprisa que tardé un segundo en reaccionar e iniciar la húmeda danza que tan bien conocíamos. 
  —Aquí estamos a salvo, cariño... Aquí nadie puede nos puede molestar —susurró cerca de mi oído, tras besarme el cuello y un hombro, tan duro y tenso como mi verga debido a la postura—. Te quiero tanto... No te haces una idea.
  —Claro que sí. Descuida —respondí, algo sorprendido por su repentina ternura.
  En otra situación menos arbórea, habría indagado si se refería a amor maternal o si estaba enamorada de mí al igual que yo de ella, algo que intuía pero no podía confirmar a menos que se lo preguntase abiertamente, cosa que por otra parte me aterraba. Sentí sus dos manos descendiendo por mi torso hacia la cintura, aferrándose después al manubrio envuelto en la fina tela de las bermudas. No tenía problemas para mantenerse en equilibrio, como si llevase toda la vida viviendo a lo Tarzán. Yo, por mi parte, acariciaba su cuerpo solo con una mano pues no me atrevía a soltar la otra de la rama. De repente ella torció el gesto con un pequeño gruñido de contrariedad, mirando hacia mi entrepierna.
  —Tendrías que haberte desnudado abajo, como yo.
  —No se, mami... Trepar por un tronco desnudo y empalmado igual no es buena idea.
  —¡Ja ja! Es verdad, pobrecito. Espera, deja que te ayude... Así, con cuidado. Levanta un poco este pie... y ahora ¡Cuidado! Agárrate bien a esa rama, hombre... Eso es, ya casi está.
  No fue fácil pero consiguió desnudarme sin que ambos nos estampásemos contra el suelo. Quedé igual que ella, vestido solo con las deportivas, con mi espada enfundada en látex cabeceando y apuntando directamente a su vientre, cual brújula que me indicase el camino de vuelta a casa. En el silencio de la calurosa noche solo se escuchaba se agitada respiración, los grillos y leves crujidos de madera. Me miró a los ojos y supe que se habían acabado los besos y las caricias. Me quería dentro de ella, excitada de una forma que nunca había visto. La mujer inteligente ya no estaba, sustituida por una hembra en celo cuyo único objetivo era ser montada por su macho. Lo de montar era un decir, claro está, porque mi aturdido cerebro no acertaba a imaginar una postura viable en tan arriesgado escenario.
  Como de costumbre, fue mi ágil madre quien encontró la solución, su cerebro o su cuerpo moviéndose por puro instinto. Levantó los brazos y se agarró a una rama situada sobre su cabeza, la cual se dobló un poco hacia abajo. Su pie me rozó la punta de la nariz cuando levantó una pierna y la pasó sobre mi muslo, acercando poco a poco su húmeda raja a la presa que ansiaba devorar. Quedamos en una posición parecida a la de dos lesbianas haciendo la tijera.  Y de nuevo hizo gala de una forma física sospechosamente buena para un ama de casa que no hacía deporte desde el instituto, más de veinticinco años atrás. Supuse que se debía a su reciente actividad sexual pero tendría que indagar más adelante en el tema. 
  El caso es que, colgada de la conveniente rama con un solo brazo usó su otra mano para agarrar mi tronco y orientarlo hacia su objetivo. Cuando el redondeado hocico de mi serpiente quedó inmóvil entre las lubricadas puertas del templo materno, apoyó su mano en mi hombro, casi clavándome las uñas, relajó un poco el fibroso brazo que la sujetaba a la rama y se dejó caer con lúbrico abandono, empalándose tan deprisa que me pilló por sorpresa y casi pierdo el equilibrio. La mano en mi hombro se aferró con más fuerza y noté su vagina apretándose alrededor de mi polla con un abrazo fuerte y reconfortante, como el de una madre a un hijo que está a punto de caerse de la cama o de saltar a una piscina demasiado profunda.
  —Joder... Mamá... —balbucí, entre la protesta y el éxtasis de la esperada unión.
  —¡Shhh! Tranquilo... Tu déjame a mí —dijo a duras penas, con la voz ronca y entrecortada por los jadeos fruto del esfuerzo y la calentura.
  Y desde luego la dejé, en gran parte porque no podía hacer otra cosa. Se quedó unos segundos quieta, mi estaca enterrada en toda su longitud, con los ojos cerrados cogió aire muy despacio por la nariz, hinchando el pecho donde los senos eran apenas un bajorrelieve, tentándome con los pezones pequeños y oscuros que no podía saborear en aquella posición, soltó un largo suspiro y comenzó a moverse. Al principio un suave movimiento de caderas, más anchas y redondeadas de lo que parecían a simple vista cuando estaba vestida, uno de tantos motivos por los que me encantaba verla totalmente desnuda y desinhibida. 
  Antes de la última interrupción la había dejado cerca del orgasmo y, al igual que yo, no se había enfriado con la pausa. Claro que yo había estado taladrando como un poseso a nuestra anfitriona mientras ella trepaba a un árbol y pensaba en vete a saber qué, lo cual le otorgaba más mérito. No tardó mucho en gemir, apretar los labios y expulsar por la nariz el vapor de su respiración acelerada, haciendo ondular su precioso y menudo cuerpo sin apenas dejar salir mi cipote de su placentero encierro. Le eché valor y levanté la mano derecha para acariciarle el muslo, suave y tan tenso como el resto de su musculatura. Pronto pasé de acariciarlo a agarrarme a él, pues su culebreo se transformó en una serie de convulsas embestidas que hacían temblar las ramas cercanas y arrojaba sobre nuestras cabezas pequeñas hojas. Seguro que el viejo roble no había tenido tanta acción en sus cientos de años de vida.
  —Shh... Ma... mamá... que nos va a oír —dije, dándole una palmadita en la pierna.
  No respondió pero intentó contener los gemidos y exclamaciones que estaba soltando sin pudor alguno, mientras yo rezaba porque mi abuela estuviese ya dormida o los confundiese con el canto de un ave nocturna. Conocía lo bastante bien a mi progenitora y amante como para saber cuando estaba a punto de correrse, y no tardé mucho en contemplar la inminente llegada del ansiado clímax. 
  Por su piel morena ya no resbalaban gotas sino auténticos riachuelos de sudor, tan caudalosos como los que yo notaba recorrer mi espalda. La pierna sobre la que descansaba la mayor parte de su peso comenzó a temblar, el brazo sujeto a la rama se agitó y se llevó la otra mano a la boca para transformar sus gritos de placer en una salvaje mezcla de gemidos y gruñidos que me dejaron boquiabierto. Fue un orgasmo corto y explosivo que regó con fluidos mis ingles y la corteza del vetusto roble. La frenética cabalgada se transformó de nuevo en un balanceo de caderas hasta detenerse, aún con toda mi verga dentro de ella.
  —Hostia... puta... —jadeó, tan sorprendida como yo de su arrebato.
  —No pares, joder... Sigue... —supliqué.
  A esas alturas (nunca mejor dicho) estaba tan caliente que habrían bastado un par de sacudidas para hacerme estallar dentro de su acogedor coño, aún agitado por las réplicas del reciente seísmo, pero aquella tórrida noche de junio me tenía reservadas más sorpresas. Mi madre me miró, sonriente, sus ojos brillando con la escasa luz lunar que se filtraba entre el follaje, y se dispuso a cumplir mis deseos, para lo cual elevó un poco el cuerpo tirando de la rama a la que se sujetaba. Casi se me para el corazón cuando escuché el crujido.
  La rama no aguantó más el inusitado trajín y se partió. Mi sorprendida acompañante se precipitó  sobre mí con una aguda exclamación de sorpresa, y faltó poco para que ambos cayésemos abrazados al vacío. Lo que si cayó fue aquel puñetero pedazo de madera, rebotando y partiendo a su paso innumerables ramitas que también cayeron entre una lluvia de hojas, provocando una sinfonía de chasquidos y golpes que en el silencio nocturno me sonó como una estampida de búfalos. Cuando la rama al fin se estampó contra el suelo mi madre y yo habíamos recuperado la estabilidad, en cuclillas y conteniendo la respiración hasta que volvió el silencio.
  —Joder, te lo dije. Casi nos matamos —dije. Mi polla había perdido parte de su dureza y colgaba morcillona entre mis piernas, ilustrando mi desazón.
  —Bah, no es para tanto —repuso ella, con un brazo sobre mis hombros. A pesar del tono burlón, era evidente que también se había pegado un buen susto.
  Se acercó un poco más, de forma que nuestros muslos se tocaban, y me dio un sonoro beso en la mejilla, lo cual bastó para hacerme recuperar el buen humor. Giré la cabeza para devolverle el beso y vi que ella también sonreía, hasta que de repente miró hacia un lado y abrió los ojos como platos.
  —No me jodas —susurró.
  Miré en la misma dirección, hacia la fachada trasera de la casa, y volvió la taquicardia al ver de nuevo luz en las ventanas. Incluso me pareció ver la sombra provocada por el imponente cuerpo de mi abuela al moverse por el pasillo. Lo más sensato habría sido bajar del árbol y correr de vuelta a nuestro dormitorio, pero lo inusual de la situación y el hachís que aún nos embotaba el cerebro nos hizo quedarnos quietos, como dos tortolitos sin plumas escondiéndose de un halcón.
  —¿Pero es que esta mujer no duerme? —se quejó la tórtola posada a mi derecha.
  —Se habrá despertado. ¿Cómo se te ocurre colgarte de una rama? —dije. No dejé pasar la ocasión de ser yo quien le echaba la bronca a ella, por primera vez en mi vida.
  —¿Y yo que sé? Pensé que era lo bastante gorda.
  —Tu si que estás gorda. Por eso has partido la rama —bromeé, de forma poco inspirada, pues era obvio que a mi madre no le sobraba ni un gramo y además dejé pasar la ocasión de soltar el clásico “gorda me la pones”.
  Ella respondió con uno de sus clásicos pellizcos en el costado. Contuve el quejido y le indiqué con gestos que se estuviese quieta y callada, pues llegó a mis oídos un sonido cadencioso cada vez más cercano. Eran pasos, y tras unos segundos la desvelada pelirroja apareció doblando la esquina de la fachada trasera, cerca del gallinero, caminando despacio mientras miraba a su alrededor, con más curiosidad que miedo. Mi heroica hazaña de “ir al baile con dos chicas sin que se enterasen” se estaba complicando al igual que ocurría en las series americanas, aunque con mayores dosis de sexo incestuoso y drogas psicotrópicas. 



  —Mierda, mierda, mierda... —murmuré. 
  Ni siquiera me molesté en tratar de pensar una excusa. Si nos pillaba no había explicación posible. Ambos desnudos, yo con un condón puesto y la vagina de mi señora madre aún goteando. La única conclusión posible era que habíamos copulado subidos a un árbol como monos en celo.
  —Tranquilo. No nos va a ver. Fíjate, no se ha puesto las gafas —intentó tranquilizarme mi madre. Estaba medio afónica y en otras circunstancias su voz susurrante me habría resultado muy sexy.
  Tenía razón. Doña Felisa había olvidado ponerse los anteojos, o no los consideraba necesarios para investigar un ruido nocturno. Llevaba dos años viviendo sola en la parcela y seguro que no era la primera vez que salía en plena noche para ahuyentar a algún animalejo campestre y defender el cuidado huerto o a sus queridas gallinas. 
  Pude verla con más detalle a medida que se acercaba, reconociendo hasta la más sutil curva de un cuerpo en el que pocas curvas eran sutiles. El enervante sonido de sus pasos se debía al chapaleo de las chanclas que solía ponerse cuando salía a la piscina, amarillas con flores fucsia (un llamativo regalo de Bárbara, su nuera menos favorita). Cubría su generosa anatomía con el mismo camisón violeta, tan descolorido que parecía blanco a la luz de la luna, la misma luz que daba a su piel aspecto de marfil húmedo. No se había molestado en ponerse una bata, pensando que nadie iba a verla, y el corto camisón apenas alcanzaba a cubrir las abultadas nalgas, mientras que los pechazos, sin las ataduras del sostén, se bamboleaban con el menor de sus movimientos. 
  —Se está acercando. Me cago en... —me lamenté.
  —Sshh. No te muevas. —dijo mi acompañante, acariciándome la espalda para tranquilizarme.
  Me sorprendió lo calmada que estaba. Cualquiera diría que estábamos jugando al escondite y que no habíamos hecho nada peor que robar unas galletas de la cocina. Ya fuese por la droga porro o por la crisis vital que estaba atravesando, los arrebatos subversivos de mi hasta entonces sensata madre me asustaban tanto como me atraían. Me encantaba verla tan alegre y aventurera, pero me costaba ejercer el papel de adulto responsable, y sería desastroso si su ansia por recuperar la juventud perdida mezclada con mi devoción por ella y mi desmedida libido exponían nuestra relación.
  Mientras yo apretaba el ojete y trataba de no respirar la pelirroja continuaba su avance. Dejó atrás la piscina, no sin dedicar una larga mirada a la inmóvil masa de agua, y se acercó al tronco del roble, tanto que dejé de ver su agradable rostro de mejillas redondeadas desde las alturas, apreciando solo el arbusto de rizos, revueltos por el reciente coito, y el volumen de sus tetazas y nalgas, que destacaban incluso en aquel plano cenital (creo que se llama así, y si no buscadlo, no soy el puto Spielberg, joder).
  Contuve el aliento, con el corazón en modo colibrí. Noté que mi madre también lo hacía, y aumentó la presión de sus dedos en mi espalda, señal de que estaba asustada, después de todo. Huelga decir que no temíamos lo que nuestra bondadosa compañera de casa pudiera hacernos, sino el sufrimiento que le causaría descubrir nuestra relación, añadido al mal trago del adulterio cometido bajo su propio techo por mi padre y su cuñada. Se detuvo justo bajo nosotros. Durante unos segundos solo un simple movimiento de cuello nos separó del drama. Si miraba hacia arriba estábamos jodidos. 
  Pero como ya habréis comprobado a lo largo del relato soy un tipo con suerte. La diosa Fortuna no solo me sonrío, sino que me hizo una mitológica mamada mientras la agarraba de la trenza y la llamaba zorra. La dichosa rama había rebotado tanto durante su caída que se encontraba a cierta distancia de nuestra posición. Mi abuela caminó hasta ella, la miró, miró hacia arriba con los ojos entornados, a una parte del follaje en la que no había nadie desnudo ni ropa colgada, volvió a mirar a la rama, le dio un golpecito con el pie, se encogió de hombros y se dio media vuelta. 
  Cuando estuvo lo bastante lejos respiré aliviado, me sequé con la mano el sudor que me empapaba la cara y acaricié el muslo de mi compañera, quien dejó salir la tensión con un discreto suspiro.
  —Por los pelos.
  —¿Lo ves? Ella dice que sí, pero sin las gafas de lejos no ve tres en un burro.
  Ambos mirábamos alejarse a nuestra miope favorita, cuyas nalgas en movimiento eran un espectáculo que disfruté sin disimulo, pues tenía una excusa para no apartar los ojos mientras caminaba de regreso a la fachada trasera con intención de rodear la casa hasta la puerta principal y volver al cálido lecho que yo conocía tan bien. O eso pensábamos. De repente se paró a la altura de la piscina, se acercó al borde y tras titubear unos segundos se quitó una chancla y removió la superficie del agua con la punta del pie. 
  —¿Y ahora qué coño hace? —refunfuñé.
  Adoraba a aquella mujer pero en ese momento solo quería perderla de vista y poder bajarme del puto roble. Para colmo no me había corrido, y estaba seguro de que mi madre no querría reanudar nuestra accidentada actividad sexual con su suegra despierta. Tendría que cascarme un pajote para poder dormir, pues una tercera visita al dormitorio de la insomne Felisa sería arriesgado incluso para mí. La diosa Fortuna me la había chupado pero dudaba que me dejase también darle por el culo la misma noche. Es una forma de decir que no quería tentar a la suerte, por si no se ha entendido tan elaborada metáfora.
  Lo que ocurrió a continuación rompió por completo el hilo de mis pensamientos. Mi abuela se quitó ambas chancletas, caminó descalza por la hierba hasta la tumbona, miró a izquierda y derecha y llevó ambas manos al bajo ribeteado de su camisón. Mi madre me dio rápidas palmadas en el muslo, como si dijese: “¡Mira, mira! ¡Mira lo que va hacer!”. Y lo que hizo fue sacarse la liviana prenda por la cabeza, quedando como dios la trajo al mundo, lo bastante cerca como para distinguir con claridad el triángulo de vello rojizo entre las piernas y los grandes pezones rosados que tantas veces habían estado dentro de mi boca.
  —Joder con la Feli. No se corta un pelo, ¡ja ja! —rio mi madre.
  —No... No sabe que estamos aquí, mamá —dije, algo molesto por su actitud burlona—. Y habla más bajo, que sorda no es.
  Se llevó la mano a la boca para ocultarme la sonrisa asimétrica que podía visualizar aunque la tapase. La situación había tomado un rumbo que mi mente no acertaba a procesar. No sabía hacia donde mirar, ni me atrevía a decir nada por miedo a hacer un comentario sospechoso. ¿Sería más sospechoso si me quedaba callado? Ajena a mi zozobra, la exuberante nudista regresó al borde de la pequeña piscina, se sentó con cuidado, obsequiándonos con diversas versiones de sus curvas producidas por los cambios de postura, y finalmente se metió en el agua hasta la barbilla, para lo cual tuvo que agacharse, dada la escasa profundidad de la alberca.
  —Que raro que se bañe a estas horas, ¿no? —comenté, más que nada por no estar callado.
  —No podrá dormir por el calor, la pobre.
   Por algún motivo, a mi madre le parecía lo más normal del mundo que su recatada y tradicional suegra se bañase desnuda a altas horas de la noche. Buscaba algo más que decir cuando la susodicha suegra se puso en pie, de forma que sus pechos surgieron del agua en todo su esplendor, A continuación se recostó contra el borde, como si fuese el respaldo de un sofá, con los brazos extendidos y la cabeza echada hacia atrás. Cerró los ojos y a pesar de la distancia me llegó el eco de un ronroneante suspiro. Se la veía cómoda y relajada, mucho más de lo que yo lo estaba, agachado en una rama y luchando por no empalmarme demasiado ante el espectáculo.
  —Virgen Santa, pero que pedazo de melones tiene la señora —dijo mi madre, hablando más consigo misma que conmigo, en un tono donde se mezclaban la guasa y la sincera admiración.
  —¿Ahora te das cuenta? —pregunté, sarcástico.
  —Claro que no idiota, pero nunca la había visto desnuda. Ya sabes lo tímida que es. Así al natural parecen todavía más grandes. Y no las tiene muy caídas para haber parido dos veces, ¿verdad?
  —¿Y yo que sé? —rezongué.
  —No disimules, “tunante” —dijo, usando a propósito uno de los adjetivos favoritos de la abuela—. He visto como se las miras más de una vez.
  —¿Qué pasa? ¿Estás celosa?
  Reconozco que eso fue un golpe bajo. Aunque no estuviese acomplejada por su escasez mamaria, no estuvo bien atacarla para cambiar de tema. ¿Qué podía decir? “Si, mami, las miro siempre que puedo. Por no hablar de todas las veces que las he sobado, chupado, lamido, metido la polla entre las dos o corrido encima”. Por suerte no se lo tomó a mal y se limitó a ignorar la pregunta, con una sonrisa cada vez más maliciosa.
  —No pasa nada, hombre. Si hasta yo se las miro a veces. Yo y todo el mundo. Es imposible que no se te vayan los ojos  —explicó, e ilustró sus palabras mirando fijamente el tetamen de su suegra a través de los huecos que dejaban las ramas.
  Nos quedamos un rato en silencio, disfrutando del espectáculo. Ajena a nuestro escrutinio, la bien dotada pelirroja solo se movía de vez en cuando para echarse agua por el cuello y el pecoso escote, agua que resbalaba por el canalillo como un arroyo entre dos hermosas montañas surgiendo de un mar en calma. No pude evitar acordarme de cuando me había masturbado en la piscina, al día siguiente de follar por primera vez gracias al tónico. A pesar de todo lo que había ocurrido desde entonces mi verga cabeceó y comenzó a endurecerse de nuevo al recordar los movimientos de su mano bajo el agua, el agradable olor a hierba y cloro de su piel y la adrenalina del riesgo, pues ese día mi madre estaba amodorrada en una tumbona, sin sospechar lo que ocurría. 
  Pero aquella noche estaba justo a mi lado, y no pasó por alto el movimiento involuntario de mi soldado, casi listo para otra batalla. Contuve el aliento, esperando su reacción, y me alivió ver que no había cambios en su actitud juguetona. Soltó una risita y se acercó más, rodeando mi cintura con un brazo y acariciándome con la otra mano el interior del muslo. Noté la calidez de su aliento cuando me habló al oído.
  —Vaya, vaya... ¿No te da vergüenza, pervertido? —se burló, exagerando un tono sensual que me recordó a esos anuncios de líneas eróticas tan populares en los noventa.
  —No... No es por ella, joder. Es porque me has dejado a medias —le recriminé, aunque no había sido culpa suya la interrupción.
  —Vamos, no me mientas. Seguro que alguna vez te has tocado pensando en ella, ¿eh?
  Mientras hablaba me quitó el condón hábilmente y lo lanzó contra una ramita, de la cual quedó colgado como la piel desechada de una serpiente. A continuación se escupió en la mano y embadurnó mi glande con espesa saliva, extendiéndola despacio por el tronco. Me agarré tan fuerte como pude al árbol con la mano izquierda y a su cadera con la derecha. En ese momento, si perdía el equilibrio y caía la arrastraría conmigo.
  —Venga, dime la verdad, que no me voy a enfadar —insistió, antes de darme un leve mordisco en el lóbulo de la oreja.
  No caí en la trampa. Cuando una madre dice eso lo último que hay que hacer es contarle la verdad. Si admitía que la abuela había sido una de mis musas masturbatorias habría más preguntas y podría cometer un desliz, insinuar algo, entre líneas, que mi perspicaz interrogadora no pasaría por alto. Su mano recorría mi cipote de arriba a abajo, llevándolo al máximo de su dureza en pocos segundos. 
  —¿Estás loca? ¿Cómo voy a... pensar eso siquiera? —me indigné, de forma muy convincente, o eso creí.
  —Hijo, ni que fuese una anciana arrugada como las abuelas de tus amigos. Mírala —ordenó, y dejó de meneármela un momento para agarrarme el mentón y obligarme a mirar hacia la piscina, donde el objeto de nuestra discusión permanecía impasible—. Mira que abuela tan joven y maciza tienes. Deberías estar orgulloso.
  Su mano volvió a acariciarme el miembro y sentí una gota de presemen humedeciendo la punta. Dejé mi rostro apuntando en la dirección indicada, y vi moverse a la voluptuosa sirena. Dobló la pierna y una de sus rodillas apareció sobre la superficie, sin apenas provocar ondas. Era la punta de un iceberg y yo conocía muy bien lo que ocultaba el agua: una pierna larga y fuerte, esculpida por...
  —¿Qué? ¿No dices nada, eh? No me creo que nunca lo hayas pensado, con lo salido que estás —dijo mi madre, insistente como solo ella podía serlo.
  ¿Qué pretendía con ese jueguecito? ¿Se estaba dejando llevar por el morbo de la situación o se burlaba de mí? ¿O ya estaba al tanto de la relación ilícita con mi abuela y quería hacerme confesar? Su mano se movía despacio, parando de vez en cuando para acariciar mis huevos. No quería que me corriese hasta terminar la conversación. Respiré hondo y me esforcé por elegir las palabras adecuadas. Estábamos hablando en susurros y la postura le impedía mirarme a los ojos, así que debía resultarme más fácil mentir. Una gruesa gota de sudor se precipitó desde la punta de mi nariz y recorrió la larga distancia hasta el suelo.
  —Pues lo creas o no, nunca he... pensado en ella de esa forma.
  —¡Ja! Pues debes ser el único hombre del pueblo que no quiere tirársela. Ya has visto como la miran por la calle, ¿no? Y eso que va siempre muy tapadita. —Hizo una pausa, durante la cual volvió a escupirse en la mano para continuar dándole al manubrio—. Ese que ha matado al alcalde, el de los cerdos, llevaba detrás de ella desde joven, ¿lo sabías?
  —Claro. Fue él quien le regaló el lechón —dije. Lo último que deseaba en ese momento era hablar de Montillo, pero aproveché la ocasión para cambiar de tema.
  —Ah, si... Frasquito. Ayer después de ducharme lo pillé restregando el hocico en mis bragas sucias, el muy cerdo, ¡ja ja!
  —Sí, le gusta hacer eso.
  —¿Y a ti, te gusta esto, cerdito?
  Se refería a la paja que me estaba haciendo, y acompañó la pregunta con un obsceno lametón en el cuello que me puso más caliente de lo que ya estaba. Su mano, sin embargo, continuaba moviéndose muy despacio. Sentí vértigo cuando se movió, colocándose casi detrás de mí, para poder agarrarme la polla con las dos manos, cosa que hizo, aunque sin aumentar la velocidad del enloquecedor masaje. Apoyó la barbilla entre mi hombro y el cuello para seguir susurrándome al oído.
  —Eso es... No estés tan tenso. Tranquilo que no nos caemos.
  —¿Podrías... hacerlo más deprisa? —sugerí.
  —¿Qué pasa? ¿Tienes prisa, cerdito?
  —No me llames eso, joder —me quejé. Como podréis imaginar, todo lo relacionado con criaturas porcinas no me traía buenos recuerdos, claro que eso ella no lo sabía.
  —¡Oink, oink! ¡Ja ja!
  —¡Ssshh! ¡Que te va a oír, loca!
  —Qué va. Si me parece que se ha quedado dormidita. Mira que despacio se le mueven los melones arriba y abajo. 
  Tenía razón. El baño de la pelirroja se había convertido en una siesta acuática, a juzgar por su respiración y los labios ligeramente entreabiertos. Había sucumbido al sueño, alelada por el calor tropical y sin duda agotada por los dos orgasmos que le había proporcionado. Era una estampa digna de ser inmortalizada, no solo por la sensualidad de la protagonista sino por la onírica serenidad que transmitía. Por desgracia, estábamos en 1991 y no llevaba encima un móvil con cámara. No podía dejar de mirar sus tetas húmedas, y estaba seguro de que mi madre también las miraba cuando no estaba dándome besos y lengüetazos, lo cual me dio una idea para recuperar el control de la situación, o al menos intentarlo.
  —No paras de mirarle las tetas a la abuela, ¿eh? —dije, en un malévolo susurro—. Y de hablar de ellas. Cualquiera diría que...
  —¿Qué? 
  —No, nada, nada.
  Hice una breve pausa, satisfecho por la suspicacia de su reacción. Ella no dejaba de pajearme, a ritmo lento pero constante. Notaba sus pezones duros contra mi espalda y el calor febril de su cuerpo me hacía sudar el doble, algo que comenzaba a agradarme de una forma primitiva y sucia.
  —¿Puedo hacerte una pregunta, mami? —ataqué de nuevo.
  —Dime, cari.
  —¿Alguna vez... en fin... has estado con otra mujer?
  Sus manos se detuvieron un segundo, soltó una risita contra mi recalentada oreja derecha y reanudó las labores manuales, apretando un poco más que antes. 
  —¿Y eso a qué viene? —preguntó, con el tono de quien ya sabe la respuesta.
  —No se... Por curiosidad.
  —Ains, pero que simplón eres, hijo. O sea, miro unas tetas, hago un par de bromas y ya te piensas que soy bollera, ¿no?
  —A ver, tanto como bollera... 
  —No veas tantas películas guarras, cariño, y no te hagas pajas mentales, que ya te estoy haciendo yo una de verdad.
  Su actitud no se volvió hostil pero obviamente se había puesto a la defensiva. Tal vez había hurgado con demasiada brusquedad en fantasías privadas que no estaba dispuesta a compartir conmigo, o tal vez solo se arrepentía de sus comentarios sobre las mamellas de nuestra anfitriona. Por un momento me planteé contarle que su suegra, a quien consideraba tan mojigata y tradicional, había tenido sexo lésbico con la alcaldesa. Lo descarté porque no se lo creería, o pensaría que estaba de broma. Mi mano izquierda estaba libre, así que le acaricié la pierna, el muslo tenso y la pantorrilla abultada por la postura. Noté un leve temblor y supuse que, al igual que a mí, el esfuerzo físico de permanecer en cuclillas tanto tiempo le estaba pasando factura. Desde luego, íbamos a tener unas buenas agujetas al día siguiente.
  —Bueno, no has contestado a mi pregunta —insistí, a riesgo de enfadarla. A esas alturas, lo peor que podía pasar era que no terminase de hacerme la paja. 
  —Mira, ya se lo que te ronda por la cabeza, y te puedes ir olvidando. No voy a hacer un “menaje de truás” o como se diga, y menos con tu abuela, degenerado —sentenció,  y me dio un pellizco amistoso en el escroto.
  —¿Qué dices? No siquiera había pensado en eso —mentí—. Es a ti a quien se le ha ocurrido, guarrilla.
  —¿Cómo que guarrilla?
  Volvió a castigarme, pero esta vez en lugar de pellizcarme apretó mi polla con ambas manos como si fuese una manga pastelera, provocando que la cabeza se hinchase y una gruesa gota de presemen resbalase por sus ya húmedos nudillos. La tenía tan dura que no me dolió. De hecho el apretón me resultó tan placentero que de haberse prolongado unos segundos más me habría corrido. 
  —¡Ja ja! ¿Por qué te enfadas, mami? ¿No decías que es normal fantasear con ella? Deberías estar orgullosa de tener una suegra tan joven y maciza —dije, parodiando sus propias palabras.
  —No me enfado, idiota. Pero las mujeres no nos pasamos el día imaginando que vivimos en una película porno —afirmó.
  Nuestra peculiar conversación fue interrumpida por la susodicha suegra, quien se despertó dando un respingo, de forma que sus pechos al agitarse provocaron un pequeño tsunami en la piscina. Su dulce boca se abrió en un largo bostezo que ocultó con la mano en un acto reflejo, pues ni siquiera sospechaba que estaba siendo observada atentamente por una pareja calenturienta. Miró unos segundos la superficie del agua, pensativa, y decidió dar por terminado el baño nocturno y regresar a la intimidad de su alcoba, así que se puso en pie y al salir de la alberca levantando una pierna nos regaló un impresionante plano de su culazo en movimiento, tembloroso y chorreando agua hiperclorada.
  —Mira... Parece que ya se va —comenté.
  Justo en ese momento, mi madre decidió que era hora de vaciarme los huevos. Sus diestras manos aceleraron el masaje a lo largo y ancho de mi verga mientras mi abuela nos regalaba toda la sensualidad de su cuerpo a la luz de la luna, brillante y relajado. No se marchó de inmediato, sino que paseó un poco por la hierba, distraídamente, con las manos en las caderas, supongo que para secarse un poco y no entrar en la casa goteando, ya que no había llevado toalla. Ante la cercana llegada del clímax, apreté los dientes y traté de no hacer demasiado ruido. En el silencio de la tórrida noche solo se escuchaban los grillos, mi acelerada respiración nasal y el sonido rítmico que producían las manos de mi madre al tocar mi zambomba, un compás de fricción mojada que, de lejos, podría ser confundido con uno de esos rumores nocturnos cuyo origen nunca llegamos a conocer.
  —Uff... Así... eso es... Mierda, ¿por qué... no se va de una vez? —me lamenté, de la forma más convincente que pude.
  Mi cerebro, al borde de la ebullición, se debatía en un delirante dilema. Contemplar la desnudez de la candorosa campesina mientras aquellas manos me conducían al éxtasis era una de las cosas más excitantes que me había pasado nunca. Por otra parte, un receloso pudor me impedía abandonarme a la experiencia. Y aunque no podía verle la cara, era consciente de que mi madre lo sabía y disfrutaba con mi inquietud. Sus manos se movían con una pericia extrema, a lo largo del tronco venoso al tiempo que giraba las muñecas para aumentar el placer, cada vez más rápido, apretando en el momento y lugar precisos, decidida a ordeñarme mientras nuestra anfitriona se paseaba aún por la hierba. Su voz de diablilla maliciosa susurró casi dentro de mi oreja, humedeciéndola con el vapor de su aliento.
  —Vamos, mírala bien... No te cortes. Digas lo que digas se que te encanta.
  —¿Otra... vez con eso? Ya te he dicho que...
  —¿Por qué no lo admites, eh? Ya te he dicho que no me voy a enfadar. Al contrario. Quiero que seas siempre sincero conmigo —dijo, sin disimular el obvio intento de manipulación, pasándolo en grande mientras me imponía su voluntad sin que pudiese resistirme.
  —No... No tengo nada que admitir.
  Me estaba resultando un esfuerzo titánico mantenerme firme. Mientras mi abuela paseaba en silencio, regalando al expectante universo la sencilla sensualidad de su cuerpo maduro, se agolpaban en mi cerebro todas las imágenes y sensaciones de mis experiencias con ella, de forma tan nítida e intensa que, contra toda lógica, comencé a temer que mi madre pudiese verlas en virtud de una conexión psíquica propiciada por la intensidad de nuestra conexión física. Todo mi cuerpo se endureció, las oleadas de placer comenzaron a poseerme y sentí la primera descarga de semen viajando por el cañón, a punto de ser disparada. Entonces se detuvo. Las pequeñas manos, embadurnadas en saliva, presemen y sudor, dejaron de bombear y se limitaron a sujetar la herramienta, sin apenas ejercer presión. Había parado en el momento justo, con tanta precisión que por un momento maldije lo bien que aquella mujer conocía mi cuerpo y mi mente, a pesar de los secretos que a duras penas le ocultaba. 
  —¿Por qué... paras? Sigue —conseguí decir, jadeante.
  —Solo si la miras y confiesas.
  Por un momento sentí auténtico miedo. ¿Confesar qué? ¿Lo sabía todo? ¿Desde cuando? ¿Sería peor si continuaba mintiendo? Si aquel juego era algo más que un juego la noche podría terminar de forma dramática. Noté su respiración en mi cuello y los latidos de su corazón contra mi espalda, mucho más lentos que los míos.
  —¿Confesar… el qué?
  —Que te has tocado pensando en ella. Admítelo y sigo.
  Respiré aliviado. Solo era eso. Un desafío lascivo para poner a prueba mi confianza. El hombre con el que llevaba casada dos décadas la había traicionado y quería saber hasta que punto yo, su nuevo macho, estaba dispuesto a ser sincero con ella. O a lo mejor le estaba dando demasiadas vueltas al asunto y solamente hacía excentricidades porque estaba drogada y en un momento anómalo a nivel psicológico.
  —Joder... Me vas a volver loco.
  —Rápido, se va a ir. Si se va no acabo —amenazó, antes de darme un largo y ardiente beso cerca de la oreja.
  En efecto, nuestra amiga Felisa, Feli para los amigos, caminó hacia la tumbona donde había dejado su camisón arrugado, con un descuido impropio de ella. Lo levantó y lo examinó, como si comprobase que no se había manchado, y lo sacudió, puede que por la presencia de algún pequeño insecto atraído por el agradable olor de la prenda. 
  —Mierda... Está bien, lo admito. ¿Contenta? —me rendí al fin.
  —¿Admites el qué? ¿Eh? Quiero que lo digas, cerdito.
  —No me llames eso, ostias. —Me llené los pulmones de aire y confesé—. Admito que me he... tocado pensando en ella. Pero hace mucho... cuando era un niñato.
  —Como si ahora no lo fueses —se burló, obviamente—. ¿Has visto qué fácil? A una madre hay que decirle siempre la verdad, cariño. Siempre.
  —Muy bien, y ahora sigue, joder, que me va a dar un infarto.
  —¡Ja ja! No exageres.
  Complacida por mi confesión, sus manos continuaron donde lo habían dejado como si un mando a distancia cósmico las hubiera puesto en pausa y pulsado de nuevo el play. La técnica impecable y el ritmo idóneo no tardaron en ponerme de nuevo al borde de la culminación. A unos metros, tan cerca y al mismo tiempo en un plano de realidad distinto, mi abuela estaba a punto de cubrir su hipnótica desnudez. Los susurros que se deslizaban por mi oreja hacia el caldero burbujeante que era mi cerebro me resultaban casi irreales, parte de un sueño tan maravilloso como perturbador.
  —Eso es, cielo, mírala. Mírala bien... e imagina lo que harías con ella... si pudieses.
  Espoleado por la autorización materna, tan excitante como surrealista, miré a mi abuela con tanta intensidad que se me humedecieron los ojos. Lo que no sabía mi hábil masturbadora era que no necesitaba imaginar, solo recordar. Me dejé llevar y apenas podía contener los gemidos y resoplidos. 
  —¡Sssh! No hagas tanto ruido.
  Dicho esto, me tapó la boca con una mano, amordazándome con una fuerza que de nuevo me sorprendió. Su cuerpo se apretó aún más contra el mío, resbaladizo por el sudor, y su mano derecha incrementó la velocidad e intensidad para compensar la ausencia de la izquierda. Luché contra el impulso de girarme y penetrarla con furia, fundirme con ella de nuevo y desafiar a la naturaleza llenándola con mi semilla, traspasar la frontera que insistía en defender con látex o coitus interruptus. De estar en tierra firme lo habría intentado, pero allí arriba solo podía someterme a su voluntad y a ese juego perverso de miradas clandestinas, confesiones y chantajes cuya finalidad y consecuencias se me escapaban.
  —Sssh... Eso es, cielo... No dejes de mirarla... Así, muy bien. Vamos, está a punto de irse. 
  Tenía razón. Mi abuela había introducido los brazos dentro del camisón y los levantó para que la prenda se deslizase hacia su torso, ocultando su cabeza. Las tetazas adoptaron una forma perfecta y majestuosa, se balancearon levemente hacia los lados y justo cuando la tela los cubría mi cuerpo se estremeció, mi garganta reprimió un largo gruñido de placer salvaje y gruesos goterones de semen salpicaron la corteza del roble y algunas hojas de las ramas situadas bajo nosotros. La corrida no fue abundante, ya que era la tercera vez que descargaba ese día, pero bastó para que mi madre me felicitase con tiernos besos mientras acariciaba mi arma recién disparada. 
  Mientras yo recuperaba el aliento, contemplamos en silencio a el tercer lado del bizarro triángulo que había surgido esa noche. Ya vestida y calzada con las ruidosas chanclas, se alejó de la piscina y desapareció por la esquina de la fachada trasera. Poco después la luz se apagó y la casa volvió a quedar oscura y silenciosa, guardando los secretos de la peculiar familia que la habitaba.
  Mi madre se separó de mí y buscó una postura más cómoda, sentándose con las piernas colgando. La imité y fue un verdadero alivio, después de tanto rato en cuclillas. Nos quedamos allí sentados como si la rama fuese un banco del parque, hombro con hombro, aturdidos y felices, con la traviesa satisfacción de dos niños que han robado galletas de la cocina y se las han comido a escondidas sin que nadie se entere. De pronto ella me dio un codazo y apartó un poco la cabeza para mirarme, sonriendo con inequívoca malicia.
  —¿No te da vergüenza, pervertido? Pensar esas cosas de tu abuelita... —se burló, y me alegró ver que mi confesión no le había molestado en absoluto, aunque fingí estar arrepentido.
  —Tu me has hecho decirlo, loca. Y además ya te he dicho que fue hace mucho tiempo.
  —¡Ja ja! No pasa nada, cariño. Lo raro sería que nunca lo hubieses hecho —dijo, añadiendo ternura a su tono socarrón—. Mientras ella no lo sepa... La pobre seguro que iría corriendo a confesarse, pensando que es culpa suya.
  —Bah, no creo. No es tan beata como piensas.
  —Bueno, no se yo. Ah, y mañana cuidadito con lo que dices, no se te vaya a escapar algo —me advirtió.
  —Descuida. Guardar secretos es mi especialidad.
  —A mí tampoco se me da mal —añadió en tono misterioso, mientras soltaba un largo suspiro y apoyaba la cabeza en mi hombro.
  La rodeé con un brazo y disfruté de la adictiva proximidad de su cuerpo menudo. Ambos estábamos cubiertos por una agradable pátina de suciedad, si se puede considerar sucia la mezcla de sudor, fluidos y variopintas partículas vegetales que aportaban al aroma postcoital el misterio de un bosque profundo y oscuro. Una jungla peligrosa en la que podríamos perdernos si continuábamos haciendo locuras como aquella. Le acaricié un muslo y noté bajo la piel febril la firmeza de su musculatura. 
  —¿Cómo es que estás en tan buena forma? —pregunté—. Y no me digas que es de limpiar e ir al mercado porque todas las marujas del barrio lo hacen y la mayoría o están gordas o parecen el Guardián de la Cripta.
  —Vaya, por fin alguien lo nota —dijo, lamentándose con motivo por la poca atención que recibía—. Tu padre por supuesto ni se fija, y tu no te has dado cuenta hasta que hemos follado varias veces.
  —¿Qué dices? Llevo años fijándome en lo buena que estás —afirmé. Para ilustrar mis palabras, moví la mano hacia el comienzo de su nalga y le di una buena sobada.
  —¿Me guardas un secreto? —Giró la cabeza para mirarme a la cara. La forma en que sus ojos brillaban en la penumbra me hizo sonreír.
  —¿Otro secreto? Por supuesto.
  —Hago aeróbic.
  Por un momento pensé que bromeaba pero lo decía en serio. Contuve la risa para no faltarle al respeto, pues intuí que para ella era algo íntimo que compartía conmigo como muestra de la creciente confianza entre ambos. La verdad es que me costaba imaginarla bailando y dando saltitos  al ritmo de She´s a maniac.
  —¿En serio? Pero... ¿Vas a un gimnasio a escondidas? —. Recordé que había uno en nuestro barrio, no muy lejos de casa.
  —¡Qué va! Lo hago en casa, cuando estoy sola. Tengo un par de vídeos que compré de segunda mano en el mercadillo.
  —¡No jodas! ¿Y como es que nunca los he visto?
  —Bueno, los escondo mejor que tu padre las pelis guarras.
  —¡Ja ja! Eso seguro.
  Me vinieron a la cabeza imágenes de sonrientes mujeres con el pelo cardado y una cinta en la frente, moviendo con contagiosa energía sus cuerpos esbeltos en perfecta sincronía con sus compañeras, en una época en que todavía las féminas no se ejercitaban con el único objetivo de tener unas nalgas artificiosamente abultadas que parecen fabricadas en serie. Recordé a la hermosa Jane Fonda o a Jamie Lee Curtis en la película Perfect moviendo la pelvis sin pudor alguno para confirmar la discutida heterosexualidad de un jadeante John Travolta. Sobra decir que la estética aoróbica ochentosa me ponía muy palote y le había dedicado más de una paja a esas infravaloradas atletas envueltas en lycra de colores llamativos, como tentadores caramelos de carnes prietas.
  —Pero, ¿te pones mallas, calentadores y esas cosas? —pregunté, casi relamiéndome.
  —Qué va, hijo. Lo hago con la ropa de andar por casa. A veces en bragas, cuando hace mucho calor —confesó, y fue obvio que quería provocarme con esa imagen.
  —Uff... Me gustaría verte alguna vez.
  —Bueno... Ya veremos.
  Me resultó curioso que, después de todo lo que habíamos hecho, de haberla visto desnuda desde todos los ángulos posibles y haber saboreado todo su cuerpo, le diese vergüenza hacer ejercicio frente a mí. Claro que, pensándolo bien, yo también hacía cosas que prefería que ella no viese, y no me refiero solamente a los escarceos sexuales con su suegra, su cuñada, la alcaldesa... 
  Mis pensamientos fueron interrumpidos por un insecto negro que se paseaba por la rodilla de mi tonificada madre, quizá un pequeño escarabajo. Lo aventé de un manotazo y ese sencillo gesto puso fin a nuestra aventura arbórea. 
  —Anda, vámonos que nos van a comer los bichos —dijo ella, sacudiéndose el ya despeinado cabello.
  Volvió a ponerse en cuclillas, moviéndose por las ramas para rescatar su ropa y mis bermudas, así como el preservativo que colgaba lánguido y vacío a la luz de la luna. Más confiado que antes, no me costó vestirme sin caer al vacío. Descendimos a tierra procurando no hacer mucho ruido y caminamos con calma de regreso a la ventana de nuestro dormitorio, cogidos de la mano. Trepamos al alféizar para regresar a la azulada oscuridad del dormitorio, donde las dos pequeñas camas individuales me resultaron ridículas, y las odié como nunca he odiado una pieza de mobiliario, pues a pesar del calor deseaba dormir con ella más que nada en el mundo.
  Fui al baño para lavarme un poco y deshacerme del preservativo, moviéndome con innecesario sigilo. Si mi abuela continuaba despierta tras su remojón nocturno y escuchaba la cisterna o mis pasos por la vivienda no tendría por qué sospechar nada raro. De regreso al dormitorio encontré a mi madre tirada bocarriba en su cama, derrengada por la inesperada exigencia física de nuestro reciente polvo. Los brazos abiertos, despatarrada y somnolienta, su postura delataba el agradable cansancio acentuado por los todavía evidentes efectos de la droga porro. Había dejado caer al suelo sus deportivas de cualquier forma y en lugar de las bragas húmedas lucía los pantaloncitos de pijama veraniego con los que había comenzado la ajetreada velada.
  Me acerqué para darle un largo beso de buenas noches que recibió con un ronroneo y al que puso fin dándome unas palmadas en el costado, como si le indicase a un potro que el juego había terminado y debía volver a su establo. Sin embargo, cuando estaba a punto de obedecer, de pie junto a su cama, me indicó que esperase, levantó la pierna derecha y su pequeño pie ascendió acariciando desde mi cintura hasta el pecho. La expresión de su rostro, donde de nuevo se mezclaban la madre cariñosa y la amante aventurera, me aceleró el pulso y llenó mi estómago con el aleteo de las proverbiales mariposas, en mi caso pterodáctilos de color rosa chicle que entonaban baladas de amor prohibido.
  Le acaricié la pantorrilla y besé el tobillo y empeine, pensando que quería un último asalto antes de dormir. No estaba seguro de si me quedarían fuerzas para más deporte pélvico, pero estaba más que dispuesto a intentarlo. Si a mi soldado no le quedaba estamina para otra escaramuza le daría placer oral, como ella misma me había enseñado. Pero no era más matraca lo que deseaba, como me indicó al interrumpir mis caricias dándome varios golpecitos con el pie, su habitual gesto de impaciencia.
  —La pulsera —susurró, clavando la mirada en su tobillo.
  Me quedé mirando el sencillo abalorio de pequeñas cuentas rojas y negras, ese adorno que me resultaba tan sexy y que, de cierto modo, era un símbolo de su nueva vida y actitud. Ya no era el ama de casa que hacía aeróbic a escondidas y se resignaba a dormirse insatisfecha cada noche.
  —Cógela, tonto. Te la regalo —explicó.
  —¿Ah, si? —dije, algo aturdido por el inesperado gesto, tan sencillo y al mismo tiempo tan lleno de significado. 
  —De recuerdo —dijo, dedicándome una encantadora sonrisa antes de llevarse la mano a la boca para bostezar.
  —No creo que vaya a olvidarme nunca de esta noche, pero gracias.
  Las cuentas estaban ensartadas en una goma elástica, así que no me costó nada deslizar la pulsera por su pie, quitársela y ponerla en mi propia muñeca. Alguien con una imaginación aún más desatada que la mía habría visto en ese sencillo intercambio el remedo, pagano y profano, de un matrimonio secreto. Fui a agradecérselo con más besuqueo pero su pierna fortalecida por el aeróbic me detuvo a medio camino y su dedo señaló hacia mi cama.
  —Venga a dormir, que mañana vamos a estar hechos polvo.
  Tenía razón. En pocas horas, yo tendría que ir a trabajar, o al menos hacer acto de presencia en la mansión de la alcaldesa, y ella ayudar a su hospitalaria suegra en las tareas domésticas. Obedecí, y cuando me dejé caer en la cama fui consciente de lo cansado que estaba. Me quedé un rato mirando al techo, aún sin poder creer la hazaña acometida: complacer (y ser complacido) por dos increíbles mujeres, en la misma noche y en la misma casa, sin que ninguna de las dos se enterase de mi artimaña bodevilesca. Mis amigos me habrían coronado rey del barrio de no ser porque debía mantenerlo en secreto.
  De repente me di cuenta de que los dedos de mi mano izquierda estaban acariciando las cuentas rojas y negras de la pulsera que rodeaba mi muñeca derecha. Miré hacia su anterior propietaria, cuya respiración ya mostraba la acompasada lentitud del sueño, el rostro sereno en el que aún se percibía la sombra de una sonrisa, la luz de la luna bañando la piel de sus preciosas piernas, el vientre plano pero cálido y acogedor... Y por primera vez desde el descubrimiento del tónico y las consecuencias que había tenido en mi vida sexual sentí en el pecho una punzada de verdadera culpabilidad y una pregunta surgió: ¿Podría serle fiel, si me lo proponía, a la mujer a la que amaba? ¿Podría alguien como yo, prácticamente un maníaco sexual, soportar tentaciones tan irresistibles como la amazona pelirroja que descansaba al otro lado del pasillo? Mientras me planteaba tal dilema el cansancio ganó y finalmente me quedé dormido.



CONTINUARÁ...



4 comentarios:

  1. ¿El prota alguna vez podrá correrse dentro de su madre?

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  2. Pienso igual que el comentario anterior...
    Sería rico que lo hicieran sin condón y se corriera dentro de la madre.
    Por cierto, bienvenido amigo 😁👍
    Tenía tiempo esperando el siguiente relato y te juro que valió la espera 😇

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  3. Looool buen capítulo, 💯💯💯💯💯💯

    Todo el asunto de ir y venir con ellas 2 está loco. Y lo que dijo el prota sobre Felisa, la madre la quiero, gran personaje y aún tienen "futuro" si deciden estar juntos

    Pero que pena que de la que está enamorado enamorado es su madre y no felisa, Felisa es la waifu de la serie para mi

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  4. Muy bueno, tiene un montón de morbo como la madre le va metiendo la idea de la abuela mientras le masturba, eso la enciende, está muy bien escrito y descrito

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