Los dos primeros puñetazos habían sido apenas caricias comparados con el tercero, el que le rompió la nariz. El policía sonrió al ver la sangre chorrear sobre el torso desnudo de su prisionero, atado a una silla de metal atornillada al suelo de la sala de interrogatorios: un sótano inmundo con paredes de cemento iluminado por una mugrienta bombilla.
Laszlo Montesoro, líder de los Pumas Voladores, realizó el único movimiento que le permitían sus firmes ataduras, movió la cabeza a ambos lados, desorientado por el tremendo golpe, y apretó las mandíbulas para reprimir cualquier expresión de dolor. El musculoso pecho se hinchó, oprimido por las cuerdas, y todo el aire salió concentrado en un escupitajo que salpicó de sangre la cara y la pulcra camisa celeste del agente.
—Te has pasado, puto saco de mierda.
El cuarto golpe fue con el dorso de la mano, tan fuerte que le habría arrojado al suelo de no estar tan firmemente sujeto. Cuando tocaba el suelo gris de la sala la sangre parecía volverse negra. Le zumbaban los oídos y solo veía puntos brillantes.
El otro agente, un gorila rapado de casi dos metros sacó una de sus armas reglamentarias y se acercó a Laszlo por detrás, colocándole el mango de la larga porra entre las mandíbulas, como el bocado a un caballo, impidiéndole emitir cualquier sonido que no fuese un bronco gruñido. El primer policía había encendido mientras tanto un cigarrillo, y se acercaba al joven detenido con la mirada propia de quien desea causar dolor y sabe muy bien cómo hacerlo. Los dientes de Laszlo se clavaron en el mango de la porra cuando la punta candente del pitillo le perforó la piel del pecho.
Toda la culpa había sido de Clayton y Sanzinno, dos malditos novatos. Apenas llevaban un mes en los Pumas Voladores, realizando tareas menores, y se morían de ganas por impresionar al jefe y ser merecedores de trabajos más interesantes.
Hacía dos noches, la pareja de novatos vigilaba la salida de un club del centro, uno de los locales de moda para los veinteañeros de clase media—alta, en su mayoría jóvenes profesionales o estudiantes mantenidos por papá que conducían coches caros, vestían ropa cara y babeaban tras mujeres caras. El cometido de Sanzinno y Clayton consistía en esperar a que saliese alguien solo y lo bastante borracho como para intentar volver a casa a pie. Entonces los pumas le seguirían hasta que llegasen a una zona solitaria y le despojarían de cualquier cosa de valor que llevase encima.
Cuando estaban a punto de marcharse, a eso de las cinco de la madrugada, malhumorados y bastante colocados, vieron salir a una pareja: él era un guaperas que llevaba traje sin corbata, alto y atlético; ella debía de tener algo más de treinta años, era bajita y llevaba un vestido sobrio y elegante, pero que hacía resaltar sus generosas curvas.
—¡Mira! ¿Sabes quién es esa? —preguntó Sanzinno a su compañero.
—Otra furcia borracha ¿qué más da? ¿nos largamos o qué?
—Mírala bien, estúpido.
Clayton obedeció a su compañero, contemplando a la mujer mientras se aproximaba hacia ellos castigando la acera con unos zapatos negros de tacón alto atados con finas correas de cuero que formaban rombos en la piel de sus bronceadas y carnosas pantorrillas. Oculto en la sombra de un zaguán, examinó su rostro, atractivo a pesar de una nariz algo grande, de expresivos ojos verdes que brillaban tras los cristales de unas livianas gafas de patillas rojas. La media melena azabache y la mueca irónica que danzaba en sus jugosos labios terminaron por iluminar la memoria del cansado Clayton.
—¿Es la hija del comisario?
—Lo es —contestó Sanzinno en un susurro, ya que la pareja pasaba en ese momento cerca de donde estaban escondidos—. La niña del ojo de papá.
—Querrás decir la hija de papá, o la niña de sus ojos...
—¿Qué más da, capullo? Vamos a por ella.
Clayton miró a su compañero detenidamente, intentado averiguar si estaba de broma. Sin duda se trataba de Darla Graywood, hija del comisario del Distrito Oeste. Su rostro era conocido en toda la ciudad debido a sus frecuentes apariciones en los medios, tanto por su exitosa carrera profesional (dirigía un famoso hotel de lujo) como por sus amoríos con otras celebridades. No reconocía al tipo que la acompañaba, y que a pesar de su tamaño no era rival para dos Pumas Voladores por muy novatos que fuesen.
—¿Lo dices en serio? ¿vamos a atracar a la hija del comisario Graywood?
—¿Quien habla de atracarla? —exclamó Sanzinno, cada vez más alterado—. Vamos a secuestrarla.
Dicho esto salió del escondite en pos de su presa. Clayton no pudo hacer otra cosa que seguirlo. Había dejado que Sanzinno tomase la iniciativa durante demasiado tiempo y ahora, cuando de verdad necesitaba disuadirle de cometer una estupidez, no se sentía con suficiente autoridad.
No pudieron creer la suerte que tenían cuando la pareja, algo vacilante por el alcohol ingerido en el club, se adentró en un callejón desierto y estrecho que sus perseguidores conocían bien, un lugar donde, si no les daban ocasión de gritar, no tendrían ninguna oportunidad de escapar o pedir ayuda.
Absorta en la conversación con su compañero, Darla Graywood no reparó en dos sombras más oscuras que las demás que se aproximaban a su espalda. Una de ellas la agarró, tapándole la boca con fuerza y sujetándole los brazos contra el tronco mientras miraba, con los ojos desorbitados tras los cristales, como la otra dejaba fuera de combate de un único golpe en el cuello a su amante y supuesto protector. Sanzinno dibujó un diminuto punto rojo en la suave piel del cuello femenino con la calculada presión
—Pórtate bien Graywood, o tu papi te encontrará mañana en un cubo de basura con un agujero en la garganta.
Clayton arrastró a su prisionera hacia una zona más resguardada del callejón, intentando no confiarse ante la actitud aparentemente sumisa de la mujer, quien en lugar de resistirse lloraba copiosamente, tanto que Clayton notaba rodar por su mano las lágrimas turbias de maquillaje. Sanzinno agarró uno de los grandes pechos de Darla, mientras acariciaba el pezón del otro, marcado contra la tela del vestido, con la punta de su arma.
—¿Por qué no dejas eso para luego y nos vamos de una puta vez? —inquirió Clayton, intentando sonar sereno a oídos de su presa.
—Quiero ser el primero. Tú procura que no grite.
La hija del comisario contempló entre profundos sollozos como un miembro de la banda Los Pumas Voladores, ataviado con el chaleco negro y púrpura, levantaba su carísimo vestido por encima de su ombligo, metiendo luego la mano bajo sus braguitas de marca y hurgando con los dedos entre los pliegues de su húmedo sexo.
—Vaya, parece que tu amiguito te estaba poniendo bien cachonda ¿eh? —dijo Sanzinno, agitando ante el rostro de Darla sus dedos índice y corazón, brillantes de fluidos.
Le bajó las bragas de un tirón hasta los tobillos, arrodillándose para lamer los jugos de entre sus muslos mientras se desabrochaba el pantalón, liberaba su miembro y comenzaba a masturbarse con fruición. Aunque aquella situación le resultaba demasiado peligrosa, Clayton no pudo evitar doblar un poco las rodillas para que el bulto que comenzaba a tomar forma en su entrepierna quedase a la altura de las redondeadas nalgas de su prisionera.
Sanzinno se incorporó, puso de nuevo el estilete cerca de la yugular y acercó su rostro al de la mujer, nariz con nariz, penetrándola lenta y profundamente mientras la miraba a los verdes y enrojecidos ojos. Los gemidos, aun ahogados por la férrea mano, se escuchaban en todo el callejón. Clayton apretó con más fuerza, la mano sobre la boca y la pelvis contra su culo. Sanzinno aumentó el ritmo, apretando el cuerpo de la prisionera contra el de su compañero, quien comenzaba a jadear y daba golpes de cadera con la misma cadencia.
Varios minutos después la señorita Graywood sintió como uno de sus captores derramaba su esencia dentro de ella mientras el otro lo hacía dentro de sus pantalones, empapándolos de tal forma que Darla notó la humedad en sus nalgas.
—Joodeeer... menuda zorra. A Laszlo le va a encantar. ¡No jodas Clay! ¿te has corrido sin ni siquiera sacarla? ¡ja ja ja!
—¡Vámonos de una puta vez!
—Vale, vale, relájate un poco. Voy a buscar un coche y la llevamos al piso de la calle Vitale.
—¡Pero no lo digas delante de ella!
—¿Qué más da? Déjate de paranoias y espérame aquí —dijo Sanzinno, inclinándose a continuación sobre la mujer para darle un sonoro beso en la frente y un azote en la nalga— Enseguida vuelvo, cariño.
Cuando el otro se cansó de quemarle con el cigarrillo el agente que le mantenía sujeto le soltó, y Laszlo aprovechó la ocasión para respirar profundamente varias veces.
—No entiendo como un niñato como tú le ha echado tantos huevos como para tocarle un pelo a la hija de Graywood.
El fumador, un tipo de mediana edad con un fino bigote entrecano y profundas entradas, se colocó frente a él y lo miró a los ojos, sujetándole la mandíbula con su huesuda garra.
—¿Vas a decirme dónde está Darla Graywood?
—No lo sé, pero si le interesa el sabor de su culo puede chuparme la polla —respondió Laszlo, intentando sonreír.
El agente soltó de golpe la mandíbula del reo, y éste cerró los ojos, preparado para una lluvia de golpes que, si tenía suerte, acabaría con él. Pero no hubo golpes, solo la risa ronca del policía, a la que pronto se unió la de su compañero.
—¿No me digas que también has tenido huevos de darle por el culo? ¿Y qué tal? ¿Es divertido sodomizar contra su voluntad a alguien indefenso?
Mientras el del bigote hablaba, el grandullón desenganchó la corta cadena que mantenía al joven unido a la silla y lo puso de pie agarrándolo del cogote, cosa que no mejoró la situación de Laszlo, totalmente inmovilizado por las cuerdas. Con dos enérgicos movimientos, el gorila le dio la vuelta y lo dobló hacia delante, estampando su magullado rostro en el asiento de la silla y obligándole a doblar las rodillas. Notó, pues no podía verlo, como el otro agente le bajaba los pantalones y la ropa interior, dejándole en la más vulnerable de las posiciones.
El gigantón escupió en su verga, de más de un palmo de longitud y tan gruesa que cuando Laszlo la vio, su dueño se ocupó de que la viese bien, se planteó seriamente la posibilidad de delatar a sus compañeros.
—¡Parad, bastardos! ¡Haré que la maten, os lo juro! ¡A ella y a vosotros!
—De esta ya no te libras, chaval. Relájate y verás como te acaba gustando.
Laszlo apretó los dientes cuando las manazas le agarraron por la cintura y sintió la punta del glande tanteando, localizando el prieto objetivo mientras colocaba las rodillas y los pies para darse impulso. El muy hijo de puta se la iba a meter toda de golpe, pensó Laszlo, y aunque consiguiese relajarse su esfínter estaba condenado.
Cuando el policía movía las caderas hacia atrás para iniciar la embestida la puerta blindada del cuarto de interrogatorios salió disparada con un estruendo, atravesando la estancia y destrozando en su vuelo el cráneo del policía veterano. El otro, desnudo de cintura para abajo, se levantó para encarar al intruso, un joven poco mayor que Laszlo que le metió una bala entre las cejas, salpicando de sesos la bombilla del techo, que comenzó a balancearse creando extrañas figuras en el cemento ensangrentado.
—Bonito culo, Montesoro. No sé si desatarte o terminar la faena ¡ja. ja. ja!
Laszlo apenas se atrevió a volver la mirada cuando reconoció la voz del mismísimo Tarsis Voregan, líder de los Toros de Hierro, la banda que controlaba casi todo el Distrito Oeste y una de las más importantes de la ciudad.
Sentado en un cómodo sofá de piel Laszlo Montesoro intentaba que su mirada no se cruzase durante más de tres segundos con ninguno de los presentes en aquella habitación. Los Toros de Hierro habían atendido sus heridas, que ya casi no le dolían, pero la humillación de haber sido rescatado por el líder de una banda rival tardaría mucho en cicatrizar.
Tarsis Voregan no parecía descontento en absoluto. Sentado en un sillón a poca distancia de Laszlo sonreía, con una botella de vino en la mano de la cual bebía a morro y ataviado con una especie de batín rojo y amarillo (los colores de su banda). Tenía veinticinco años, seis más que su invitado, al que sacaba una cabeza y más de diez kilos de músculo. Lo más característico de su físico era la espesa cabellera dorada, normalmente sujeta por una larga trenza hasta la rabadilla, pero en aquella ocasión suelta, cayendo en suaves ondas sobre la ancha espalda y los hombros. Una recortada barba aportaba a su atractivo rostro un toque de ferocidad, a juego con la melena de león.
Laszlo, que no bebía alcohol, dio un sorbo a su refresco, lo que le hizo sentirse todavía más ridículo ante sus imponentes anfitriones. Flanqueando a su líder, apoyadas en el alto respaldo del sillón con gesto aburrido, se encontraban las dos únicas integrantes de la guardia personal de Tarsis: Farada y Lethea. Aunque eran las dos mujeres más impresionantes que el Puma Volador había visto en su vida, intentaba no mirarlas demasiado, pues había oído comentarios nada tranquilizadores sobre su mal carácter. Ambas superaban el metro ochenta y cinco de estatura, sin contar los tacones, y sus tonificados cuerpos rebosaban fuerza y sensualidad.
—Espero que cuando mi gente llegue a la calle Vitale tus cachorros no intenten morderles —dijo Tarsis, usando uno de sus habituales juegos de palabras.
—Si me hubieses dejado ir con ellos no tendrías que preocuparte —se atrevió a decir Laszlo, provocando que las largas uñas de Farada, adornadas con esmalte rojo y purpurina amarilla, tamborileasen sobre el respaldo del sillón.
Los ojos de la mujer, de un intenso azul turquesa, se entrecerraron como dos saeteras que escupían flechas de furia. Los labios, no muy gruesos pero de elegante curvatura, se apretaron casi imperceptiblemente. Aquella hermosa máscara de ira aterrorizó a Laszlo, pero la capacidad de un hombre para sentir miedo no es infinita, y la del líder de los Pumas Voladores se colapsó cuando las uñas repicaron por tercera vez. Soltó el refresco con tanta energía que salpicó la mesa, haciendo que la silenciosa y pulcra Lethea inclinase la cabeza, y se encaró con Farada, sin apenas moverse pero dejando claro que si ella daba el primer paso él estaba en guardia.
Tarsis Voregan levantó el brazo hacia atrás y agarró con delicadeza la mano de su subordinada. Sus músculos se relajaron, pero siguió fulminando a Laszlo con su mirada turquesa. El joven también se relajó un poco, consciente de que el gesto del Toro de Hierro le había salvado la vida.
—¿Qué vais a hacer con ella?— preguntó, intentando parecer firme pero no demasiado agresivo.
—¿Con Darla Graywood?—dijo Tarsis, a quien no parecía molestarle que un advenedizo le hablase como a un igual— ¿Qué crees que voy a hacer con ella? Intentar evitar una jodida guerra en todo el distrito —El líder dio un largo trago a su botella de vino y continuó hablando—. Has tenido una suerte acojonante, Montesoro. El comisario todavía no sabe lo que habéis hecho con su hija.
Laszlo no pudo disimular su sorpresa al escuchar la revelación. Ya habían pasado casi treinta horas desde que Clayton y Sanzinno raptasen a Darla; unas veintinueve desde que la encerrasen en la habitación sin ventanas del piso franco de la calle Vitale; Casi veintitrés horas desde que Lazslo se corriese por segunda vez dentro de su prieto y tembloroso culo; casi veinte desde que contactaron con la comisaría... pero no con el comisario.
—Esos dos perros, el que intentó montarte y su domador, querían apuntarse el tanto, llegar ante el comisario con su hija de la mano y ganarse un buen ascenso. Ahora están muertos, así que más te vale ir rezando para que pueda convencer a esa perrita de que no le cuente nada a papá, cosa que no será fácil teniendo en cuenta todo lo que le habéis hecho.
El puma volador se sentía en parte aliviado por la noticia, en parte avergonzado por haber caído en la burda trampa de aquellos dos malnacidos. Estaba claro que le quedaba mucho por aprender en todos los sentidos, y estaba claro que debía aprender cuanto pudiese en el menor tiempo posible, porque si su banda continuaba creciendo Tarsis Voregan dejaría de tolerar su presencia en el Distrito Oeste.
Nadie podía negar que hasta entonces había sido indulgente, algo poco habitual en un hombre conocido por su soberbia y ansias de poder. La banda de Lazslo actuaba y tenía su base de operaciones en una zona al norte del Distrito Oeste a la cual los Toros de Hierro no prestaban excesiva atención, y que abarcaba aproximadamente quince manzanas. La especialidad de los Pumas eran los atracos, aunque también poseían un burdel, un bar y un gimnasio (del cual apenas obtenían beneficios, ya que estaba casi exclusivamente dedicado al entrenamiento de los miembros de la banda), además de extorsionar a media docena de pequeños comerciantes y a algunos traficantes de poca monta. Pero Lazslo no se hacía ilusiones sobre la aparente benevolencia de Voregan; sabía que tenía planes, planes que de una forma u otra incluían a los Pumas Voladores.
Sentado en una silla junto a la puerta blindada, Koudou expulsaba por la nariz el humo del cigarrillo, envolviendo en niebla su rostro hierático, como esculpido en obsidiana. La agudeza de sus sentidos, unida al hecho de que no consumía drogas y a su extremada paciencia lo convertían en el centinela perfecto, además de en uno de los hombres de confianza de Lazslo. Todos sabían que si el líder no regresaba, Koudou era el más firme candidato a ocupar su puesto. Puesto que el negro guerrero, leal y poco ambicioso, no deseaba en absoluto.
Salvo por el murmullo de una radio a pilas el piso de la calle Vitale permanecía silencioso. A simple vista parecía un piso normal: un salón de buen tamaño con cocina americana, tres dormitorios, un baño y una pequeña terraza que los Pumas apenas usaban para no llamar la atención. La diferencia con un piso normal era una falsa pared en el dormitorio más pequeño que ocultaba una recia puerta blindada, tras la cual había otra habitación, sin ventanas y amueblada como lo que era: una celda.
El centinela apagó el cigarrillo y se levantó para echar un vistazo a través de una mirilla que imitaba un rosetón gótico. El sonido del mecanismo sobresaltó a la prisionera, quién se agitó en el catre de hierro. Tenía las muñecas esposadas al cabecero y los pies sujetos por unos grilletes unidos por una barra de acero que mantenía sus piernas separadas, dejando a la vista su sexo rasurado, enrojecido por las constantes visitas de Clayton y Sanzinno. Los novatos se encontraban en otra de las habitaciones, seguramente dormidos o colocados o ambas cosas. Lo único que Koudou tenía claro era que si Lazslo no regresaba se encargaría personalmente de que esos dos inútiles sufrieran una muerte tan dolorosa como su imaginación le permitiese.
Más por aburrimiento que por otra cosa, Koudou se recreó mirando los muslos redondeados de Darla Graywood, adornados por sus captores con algunos moratones y arañazos, el vientre tembloroso, los grandes pechos y los pezones endurecidos por el frío ambiente de la estancia. Bajo la potente luz de un foco empotrado en el techo, podía ver con nitidez el rostro embadurnado en una mezcla de lágrimas, maquillaje y semen, las fosas nasales dilatadas por el miedo y los labios apretados en torno a la bola roja de la mordaza. Bajo sus pantalones bombachos a rayas negras y púrpuras su miembro comenzaba a desperezarse. El hecho de que Darla tuviese los ojos vendados, no sabía por qué, le excitaba aún más.
A Koudou no le gustaba violar a las prisioneras, por suerte para la hija del comisario, ya que la verga del centinela tenía casi treinta y cinco centímetros de eslora y un grosor considerable. A pesar de la sesión de sodomía de más de dos horas que Lazslo le había procurado y de las incursiones de los novatos el ano de Darla estaba ileso, lubricado y todavía dilatado. Koudou no podía verlo desde la mirilla, pero no pudo evitar imaginárselo, e imaginarse los estragos que podría causar su oscuro ariete si lo deslizase entre los prietos muslos, buscando el orificio oculto, y lo hundiese hasta la raíz en el cuerpo trémulo y exuberante de aquella niña rica. Metió la mano bajo los pantalones y se la sacudió para aumentar la erección, golpeando sin querer la puerta de la celda, provocando que la mujer se removiese de nuevo y sus carnes temblasen.
—Cuidado, o vas a hacer un agujero en la puerta ¡ja. ja. ja!
Koudou no se sobresaltó cuando escuchó a su espalda la burlona voz de Ninette. A pesar de que los pasos de la integrante más joven de los Pumas Voladores eran más sigilosos que los de un gato, los entrenados oídos del centinela los habían detectado hacía rato. Se giró con la mano derecha aferrando todavía su tranca, meneándola hacia los lados dentro del holgado pantalón mientras las comisuras de sus labios felinos se elevaban casi imperceptiblemente (Koudou rara vez sonreía), contemplando con toda la intensidad de sus ojos ligeramente rasgados a una de las miembros más atractivas de la banda.
Ninette se había parado a dos pasos de su compañero, con los brazos en jarras, el peso del cuerpo apoyado en la pierna izquierda e inclinando ligeramente la cabeza. Aunque se desfogaba a menudo con otras féminas de la banda Koudou sentía cierta debilidad por Ninette, y sabía que la chica estaba enamorada de él, lo cual le provocaba una sensación cálida en el pecho a la que no estaba acostumbrado, pero era un hombre honesto y no quería entablar un tipo de relación que no encajaba con su naturaleza solitaria. En el rostro aniñado de Ninette apareció una mueca traviesa cuando el guerrero de ébano se bajó los pantalones y liberó el monumento a la virilidad que era su miembro.
Si le preguntaban decía tener veinte años, pero todos sospechaban que tenía algunos menos, una sospecha a la que contribuía su pelo corto y alborotado teñido de rubio platino, sus pechos pequeños de puntiagudos pezones rosados y su actitud alegre, a veces algo naif. A pesar de no medir mucho más de metro cincuenta el cuerpo de Ninette rebosaba sensualidad, empezando por sus piernas cortas pero de formas casi perfectas, enfundadas en unos leggins apretados como una segunda piel con una pernera negra y otra púrpura psicodélico que también realzaban unas nalgas carnosas pero firmes.
Koudou se sentó en la silla y su devota camarada no necesitó más indicaciones para saber lo que tenía que hacer. Se arrodilló frente a él, sujetando el monumental cipote con las dos manos y escupiendo en la punta para que el glande granate resbalase mejor dentro de su boquita. Masturbó el tronco con maestría, estimulando a conciencia cada uno de los muchos centímetros que hubiesen asustado a otras, pero no a la entusiasta Ninette, quien puso las palmas de las manos en el suelo quedando a gatas y sosteniendo la verga en horizontal con su boca. Se disponía a hacer aquello que solo ella podía hacer. Comenzó a gatear hacia adelante, dejando que la hombría de Koudou avanzase dentro de su boca, abriéndose paso por la garganta sin que la Puma diese muestras de sentir molestia alguna. El centinela ayudó empujando hacia sí la cabeza rubia con las manos, sorprendiéndose de nuevo ante algo que parecía físicamente imposible. Con el rostro enrojecido y surcado por algunas lágrimas, con la mandíbula abierta al máximo de su resistencia, Ninette había conseguido encajar toda aquella carne negra dentro de su menudo cuerpo.
Agarrando con fuerza la nuca se incorporó hacia adelante, sintiendo la frente y el cabello de la chica contra su abdomen. Le bastaron un par de movimientos de cadera para que el intenso placer provocado por la prodigiosa garganta estallase. Koudou sintió vaciarse sus testículos, grandes y negros como los de un toro, sintió las oleadas de leche espesa y caliente recorrer toda la longitud de su miembro y se retorció de placer mientras la pequeña Ninette respiraba ruidosamente por la nariz, realizando un último y formidable esfuerzo para tragar una, dos, tres, cuatro veces. Cuando la última onza del blanco fluido abandonó el cuerpo del guerrero la joven se liberó incorporándose con rapidez, boqueando como una nadadora al salir del agua, contemplando con sus enrojecidos ojos como el falo recuperaba la verticalidad durante unos segundos, limpio y brillante por la saliva, antes de comenzar a desinflarse devolviendo al resto del cuerpo la ingente cantidad de sangre que necesitaba para desafiar a la gravedad.
—¡Burp! Uy... ¡ja, ja! Creo que hoy no ceno —dijo Ninette, antes de estampar un sonoro beso junto al ombligo de su compañero y levantarse de un salto.
Apenas había terminado de lavarse la cara cuando irrumpió en la habitación Bogard, el miembro de los Pumas Voladores a quien Koudou había encomendado la vigilancia de la calle Vitale. El joven, corpulento y con algún kilo de más, se paró para recuperar el aliento y se quitó del pañuelo negro y púrpura del cuello para secarse el sudor de la frente. Koudou reparó en el temblor de sus manos, algo inusual en el aguerrido y flemático Bogard.
—Hay seis Toros de Hierro abajo, en el portal. Dicen que quieren hablar contigo de Lazslo y de la hija del comisario.
El centinela se levantó de inmediato.
—Quédate aquí, y si la cosa se complica vete con Ninette por la azotea y deja que maten a los novatos —dijo en voz baja antes de abandonar la habitación.
Bogard asintió y encendió con avidez uno de sus pequeños puros, consciente de que la supervivencia de los Pumas Voladores dependía de lo que pasase en aquel vestíbulo.
CONTINUARÁ...
Siento que empezó sin mucho contexto, la neta la violación no es de mis top 10, pero la trama aparece interesante. La única cosa que no me gusta es cuando la historia no tiene un personaje principal central, cuando son muchos se dispersa y a veces pierde el hilo
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