08 mayo 2025

El Vuelo del Puma. Cap. 06.

 

El apartamento de Bogard estaba a solo dos manzanas de El Boogaloo. Era grande y amplio, a imagen de su propietario, y aunque se veía relativamente limpio y ordenado, era obvio que el lugarteniente de los Pumas Voladores no se preocupaba demasiado por la decoración.

   Tras instalarse en uno de los dormitorios de la vivienda, Elizabeth durmió durante casi todo el día, exhausta por los acontecimientos de la noche anterior. Cuando se levantó, bien entrada la tarde, se sentó en el sofá del salón, presidido por un televisor de cincuenta pulgadas, junto a su anfitrión. Se había puesto cómoda, con unos viejos pantalones deportivos que disimulaban las torneadas formas de sus piernas, una camiseta vieja con el desvaído logotipo de un grupo heavy, y su cabellera pelirroja recogida en una larga coleta.

—Gracias de nuevo por dejar que me quede, Bogard. Hacía mucho tiempo que no dormía tan bien.

—Bah... no es nada. Mi habitación de invitados siempre está a disposición de cualquier miembro de la banda que la necesite —dijo el corpulento puma, sacando del bolsillo su inseparable caja de puritos.

   Ofreció uno a su invitada, quien lo aceptó, mirando pensativa el pañuelo negro y púrpura que Bogard llevaba alrededor del cuello.

—¿De verdad crees que conseguiré entrar en la banda? —preguntó ella, exhalando una espesa nube de humo por la nariz.

—No te voy a engañar, Beth —comenzó a decir Bogard, con semblante serio—.Las pruebas son duras, sobre todo para las chicas, y muy pocas lo consiguen.

—Por no mencionar que a la mayoría de esas aspirantes les doblo la edad.

—Eso no debe preocuparte —dijo Bogard—. Al contrario. Significa que tienes más experiencia, más recursos. Además estás en buena forma y, lo que es más importante, tienes agallas. Hace falta mucho valor para presentarse en El Boogaloo como tú lo hiciste y ofrecernos un trato, y lo de anoche con ese bate...

—Eso fue... un arrebato —explicó Beth—. Aquella no era yo.

—Pues aprende a manejar esos arrebatos. Deja que esa “chica del bate” sea parte de ti y serás una de las mejores Pumas que se haya visto.

   La pelirroja asintió, dejando salir de entre sus labios otra nube de humo. La idea de formar parte de una banda, de sentirse por primera vez en su vida respaldada y  parte de una comunidad era algo que deseaba intensamente. Por otro lado, le asustaba la posibilidad de fracasar, de quedar en ridículo. La seriedad con que el por lo general alegre Bogard hablaba de “las pruebas” no contribuía a tranquilizarla.

—Pero olvídate de todo eso por ahora y relájate —dijo el lugarteniente, recuperando la jovialidad su rollizo semblante —¿Qué quieres que hagamos? Puedo llamar a alguno de los novatos para que nos traiga una película del videoclub... o podemos jugar a la videoconsola, aunque intuyo que los videojuegos no te van demasiado...

   Mientras Bogard parloteaba enumerando diversas actividades lúdicas de interior (Laszlo había ordenado que Elizabeth no se dejase ver demasiado por las calles), ella miraba el robusto mueble de madera que soportaba el peso del televisor. En sus estantes pudo ver un reproductor VCR, una videoconsola de cartuchos con dos joysticks y las carátulas de algunas películas de acción. De pronto, se giró hacia el anfitrión con una traviesa curva en las comisuras de su boca.

—¿Sabes lo que acabo de notar? Que para ser un tipo que sabe tanto de porno no tienes ni una sola peli guarra en el mueble.

   La sonrisa de Bogar se ensanchó y se puso recto en el borde del sofá, fingiendo indignación.

—¿”Pelis guarras”? No voy a consentir que se refiera en esos términos al noble arte del cine para adultos, señorita.

   Bogard no cabía en sí de gozo. Por lo general, las chicas que llevaba a casa no veían con buenos ojos su afición al género X, pero con Beth no tenía que disimular. Al contrario, podía presumir y eso fue lo que hizo. Indicó con un gesto que lo siguiese y ambos se levantaron del sofá.

   Caminaron por el pasillo hasta la habitación de Bogard, tan amplia como el resto de la vivienda, con las paredes pintadas de negro y una mullida moqueta de color púrpura. Si entro en la banda espero no tener que decorar así mi apartamento, pensó Beth. Se detuvieron frente a la puerta de lo que parecía un vestidor, y cuando se abrió y la luz fluorescente prendió la actriz de “pelis guarras” se quedó boquiabierta.

23 abril 2025

El Vuelo del Puma. Cap. 05.

  Bogard encendió uno de sus puritos y cambió de postura en la incómoda silla plegable, haciéndola crujir. Estaba en una casa de las afueras, cerca del territorio de los Balas Blancas, aunque eso no le preocupaba en absoluto. Hasta que Lazslo y La Capitana se enfrentasen en El Coliseum los Pumas y los Balas estaban en tregua.

   A escasos metros del orondo lugarteniente, en un sofá verde pistacho, Elizabeth Rosefield masajeaba a dos manos la imponente verga de un gigantón negro disfrazado de obrero, mirando con una maliciosa sonrisa al hombre blanco trajeado que interpretaba a su marido, obligado a presenciar la infidelidad interracial desde una butaca cercana. Un tipo delgado, con coleta y gafas, lo grababa todo cámara en mano.

—¡Oooh, Beverly! ¿Por qué me haces esto?

—Porque eres un pichacorta y no me follas como es debido. Sabes que te quiero, cariño —dijo la pelirroja, haciendo una pausa para lamer el glande del obrero—,a ti y a tus tarjetas de crédito. Pero mi chochito necesita una buena polla negra.

—¡Ja, ja, ja! Tranquilo, bro. He venido a montar los muebles de la cocina, pero no me importa montar a la guarrilla de tu mujer por el mismo precio.

   Como cualquier buen aficionado al porno, Bogard apenas prestaba atención a los diálogos, concentrado en admirar el cuerpo de la actriz, arrodillada en el suelo con un vestido corto y ajustado que dejaba a la vista las interminables piernas rematadas con tacones de aguja. Cuando Koudou propuso que dos novatos escoltasen a Elizabeth y la librasen de su agresivo exnovio, Bogard se negó en redondo. Si alguien merecía estar en el rodaje de “¡Oh, no! A mi mujer se la está follando un negro 7” ese era él. Todavía no entendía que Koudou hubiese rechazado un papel en la película.

  No pudo evitar reírse al ver los exagerados aspavientos y lloriqueos del hombrecillo trajeado mientras su “querida Beverly”, a cuatro patas en el sofá, le miraba a los ojos entre gemidos y gritos de placer.

—Mmm... ¿Lo ves, cariño? ¡Aaaaauhg! Así es como se hace... ¡Dame... reviéntame el coño!

—¡Querida, por favor! Te compraré un coche, o lo que quieras... pero para ya ¡Te va a hacer daño!

—¿Daño? ¡Ja, ja! Tu zorra está chorreando, bro. Se nota que hace tiempo que no le echaban un buen polvo. Dime, nena ¿Éste pringado te da bien por el culo?

—Uuuuh... No... nunca. Méteme tu pollón negro por el culito.

—¡Vale, paramos! —exclamó el cámara y director de la película— Muy bien Beth, y tu también Sam. Y tú, Lester, fúmate un porro a ver si te relajas. Pareces tonto moviendo tanto los brazos.

—Perdona, en la escuela de arte dramático no me enseñaron a interpretar a un cornudo.

—¡Ja, ja, ja! Pues yo me lo estoy creyendo, bro.

   Bogard intentó disimular su erección cruzando las piernas cuando la pelirroja, desnuda sobre los tacones de aguja, se acercó a él y se inclinó para hablarle.

—Oye, si te aburres puedes ver la tele en la habitación de al lado.

—¿Estás de broma? Es un honor verte trabajar en directo, Elizabeth.

—Llámame Beth —dijo la actriz, recogiéndose en una coleta su larga melena—. Y ahora, si me disculpas, voy al baño a prepararme.

—Oye, Beth... Ten cuidado. Ese tío la tiene como un caballo.

—¡Ja, ja! Parce mentira que seas mi mayor fan, Bogard. ¿Ya no te acuerdas de mi escena en “Intercambio anal”? Comparado con eso, va a ser como meterme un dedito.

   Dicho esto, se alejó hacia el baño, dejando a su sudoroso escolta sumido en los recuerdos. Desde luego que se acordaba de esa película. En los vestuarios de un equipo de baloncesto universitario, preciosa con un uniforme de animadora, Beth protagonizaba una de las mejores escenas de doble penetración anal de la historia. Bogard se secó el sudor del rostro con el pañuelo negro y púrpura que llevaba al cuello y encendió otro purito. 


17 abril 2025

El Vuelo del Puma. Cap. 04.


 
Con los codos apoyados en el borde de la cama y las rodillas en el suelo, la chica de cabellos negros recogidos en dos coletas simulaba unos convincentes gemidos de placer. Vestía un uniforme escolar, falda de cuadros, camisa blanca, calcetines altos y zapatos negros. El hombre que la embestía desde atrás, agarrándola por las coletas, solo le había quitado las braguitas.

  Cuando la puerta de la habitación se abrió sin previo aviso el hombre se incorporó con un gruñido. Con movimientos veloces y precisos sacó un revólver de bajo la almohada. La prostituta disfrazada de colegiala dio un grito y se escondió bajo la cama. El cañón apuntó a la intrusa durante unos segundos y acto seguido bajó hasta apuntar el suelo.

¡Joder, Darla!

¿Qué tal, papi? ¿Interrumpo?

  La putilla disfrazada, que aunque no era alumna de ninguna escuela tenía edad para serlo, miró al comisario Graywood con gesto interrogante y un leve temblor en los labios. Había reconocido a su hija y eso no la tranquilizaba en absoluto.

Lárgate —dijo el comisario, sin mirarla.

  Darla sí la miró fijamente mientras salía de la habitación con la cabeza baja (ni siquiera se paró a recoger sus braguitas blancas), atemorizándola por el brillo sádico de sus ojos verdes. Mientras tanto, su padre se cubría con una bata de seda de un policial azul oscuro.

¿Qué coño quieres, Darla? —escupió, haciendo vibrar el espeso bigote entrecano.

  Ella cerró la puerta y caminó lentamente por la habitación, fingiendo contemplar la recargada decoración saturada de terciopelo y pan de oro. Como de costumbre, Darla insinuaba más de lo que mostraba. Llevaba una falda hasta las rodillas, tan ceñida que el movimiento de las redondeadas nalgas podía observarse con tanto detalle como si fuese desnuda; los pechos se adivinaban, sin sujetador, bajo una camisa abotonada hasta el cuello, y unos tacones de aguja castigaban la moqueta color vino tinto. Se sentó en el borde de la cama, cruzando las piernas. El comisario no pudo evitar que su mirada recorriese durante unos segundos las turgentes pantorrillas cubiertas por unas medias de seda.

Tengo que pedirte un favor, papi.

Un favor... —dijo el comisario Graywood, pasándose la mano por la brillante cabeza afeitada—. Hace tiempo que tienes más dinero que yo, así que supongo que alguno de tus amiguitos o de tus empleados se ha metido en un lío y necesitas que haga la vista gorda.

  Darla se inclinó hacia atrás, apoyando los codos en la cama y elevando las piernas cruzadas, dejando que la falda se deslizase hasta la mitad del muslo. Los acerados ojos grises de su padre estaban clavados en los suyos.

No se trata de eso. ¿Sabes quién es Lazslo Montesoro?

Claro que lo se. Es el líder de Los Pumas Voladores.

No voy a decirte el motivo, pero quiero que Lazslo Montesoro muera. Y pronto.

  El comisario soltó una risita sarcástica, cogió un vaso de la mesita de noche y dio un largo trago.

¿Y por qué no se lo dices a tu amigo Tarsis Voregan?

  Darla se incorporó, abandonando por un momento su actitud insinuante.

Tarsis lo quiere vivo. Como ya sabrás, pues toda la ciudad lo sabe, Montesoro y La Capitana van a luchar en El Coliseum, y ese imbécil es como un niño. No quiere perderse el espectáculo, y además piensa utilizar a los Pumas contra los Balas Blancas.

¿Y qué es lo que quieres? ¿Que mis hombres detengan a Montesoro? ¿Que lo acusen con pruebas falsas y después tenga un "accidente" en la cárcel? Ya sabes que no me gustan esa clase de chanchullos.

12 abril 2025

El Vuelo del Puma. Cap. 03.


Ninette bostezó ruidosamente cuando la última de sus fichas llegó a la meta. Se puso en pie y se desperezó, poniéndose de puntillas y estirando los brazos por encima de la cabeza. Lazslo miró sin disimulo sus piernas, cortas pero bien formadas, enfundadas en unos leggins con una pernera negra y otra púrpura, los colores de la banda.

   —Creo que me voy a la cama, Jefe —dijo con voz somnolienta—. Ya te he ganado tantas veces que me aburro.

   El líder de los Pumas Voladores sonrió. Una sonrisa melancólica y también algo cansada.

   —Te acompañaré a casa.

   La joven lugarteniente giró un poco el cuerpo, evitando los ojos de Lazslo. Era consciente de que su superior no quería acompañarla a su piso, sino a su cama. Que una chica de la banda se negase a acostarse con su líder, incluso con un lugarteniente, era algo que podía costarle la expulsión, o en el mejor de los casos que la ningunearan o le encomendasen tareas de poca monta. Pero Ninette no era cualquier chica de la banda.

   —No... no voy directamente a casa. Pero gracias.

   Lazslo sabía lo que eso significaba: "Voy a casa de Koudou". Él sabía que el guerrero negro no estaba en casa, sino en la pequeña sala oculta tras el almacén. Pero, por motivos que ni él mismo terminaba de entender, prefería que ella no lo supiera.

   —De todas formas ya nos vamos todos —dijo, poniéndose también en pie—. No me gusta que El Boogaloo esté abierto toda la noche.

   Se encasquetó su gorra de béisbol, negra y con un puma alado bordado en púrpura, un regalo de una chica de la banda, una que no se había negado a follar con él tres días antes, una a la que había hecho llorar en la parte trasera de un coche, sodomizándola con furia mientras le apretaba el rostro contra el asiento. Una que, tras secarse las lágrimas, le había dado las gracias mirándole con adoración.

   —¡Vamos, gente! Se acabó beber gratis por esta noche —exclamó, chasqueando los dedos con autoridad.

    Bogard apuró su cerveza y agarró por la cintura a la delgaducha novata con la que había estado flirteando, quién parecía aún más flaca junto al fornido lugarteniente.

   —Venga, pequeña. Seguiremos la fiesta en mi casa.

   La novata ronroneó y besó el hombro de Bogard. Estaba tan borracha que se habría caído de no ser por la firme presa de su superior.

   Los tres pumas que quedaban jugando al billar, dos hombres y una mujer, soltaron los palos y recogieron las bolas entre bromas.

   La pareja que se besaba y manoseaba junto a la jukebox salió de la penumbra. Eran dos chicos, uno de ellos un novato con la cabeza afeitada cuyo nombre no recordaba Lazslo, y el otro un joven llamado Loup, cuyo hermoso rostro de ojos rasgados era difícil ignorar.

   El barman, un veterano al que faltaban tres dedos de la mano izquierda (cosa que no le impedía preparar formidables cócteles) y cojeaba ostensiblemente se dispuso a recoger los vasos vacíos de la barra .

   Mientras todos salían hacia la calle, Lazslo recogió el tablero de backgammon con deliberada lentitud. Nicodemo, el barman, miró al líder mientras bajaba interruptores en el cuadro de luces.

   —Deja las llaves en la barra. Yo cerraré y apagaré el luminoso.

   —De acuerdo. Buenas noches, Jefe —dijo el veterano, rascándose con extrañeza su barba entrecana mientras cojeaba hacia la puerta, ya que no era habitual que Lazslo cerrase El Boogaloo personalmente.

   Una vez solo en la penumbra del bar cerrado, iluminado solo por el resplandor rojizo de la jukebox y el azulado de un expositor para helados, caminó hasta el almacén. Apartó una pila de cajas de refrescos vacías y entró por la puerta secreta. Fue recibido por una densa nube de humo y por una mirada penetrante.

31 marzo 2025

El Vuelo del Puma. Cap. 02.


   Precedida de una nube de vapor, Darla Graywood salió de la sauna, marcando con sus pies descalzos el suelo mientras se alejaba, consciente de que su compañero, sentado dentro, observaba  el hipnótico contoneo de sus caderas.

   Recorrió parte de la lujosa suite, dejando que la brisa que entraba por las ventanas enfriase su piel bronceada y se paró frente a un espejo de pie rodeado por un barroco marco dorado. Se encontraba en una de las habitaciones más caras del Sardanápalo, hotel del cual era directora y en el cual se refugiaba cuando quería mantener un encuentro discreto, ya fuese por negocios o por placer. O por ambas cosas, como en aquella ocasión.

   Con las manos en la cintura, la Directora Graywood adoptó varias poses frente al espejo, recreándose en la turgencia de sus propias curvas. Ya hacía una semana desde que fuese liberada y las marcas casi habían desaparecido, pero a la hija del comisario le ardía la sangre cada vez con más furia al recordar la humillación y el miedo que le habían hecho sentir, sensaciones a las que no estaba ni mucho menos acostumbrada. Levantó la barbilla, mirando desafiante su propio reflejo y ofreciendo un perfil regio, magnificado por la prominente nariz, a su acompañante, quien la miraba desde la enorme cama vestido con un albornoz que se ceñía a las formas de su musculoso cuerpo.

   —Me muero de hambre ¿Has pedido el desayuno? —preguntó Tarsis Voregan mientras se acomodaba sobre un almohadón.

   No era ni de lejos la mujer más hermosa de la que había gozado el líder de los Toros de Hierro, pero tenía que admitir que Darla le atraía como pocas lo habían hecho. Era una mujer inteligente, ambiciosa, con pocos escrúpulos, déspota y clasista, además de una amante inagotable y perversa, virtudes todas ellas que Tarsis apreciaba y que se concentraban en un cuerpo compacto y neumático. Cuerpo que se dejó engullir perezosamente por el otro almohadón.

   —Llegará pronto —dijo la mujer, recostándose sobre el ancho torso de su amante—. Y cuando llegue te daré una pequeña lección sobre cómo tratar a tus subordinados, mi querido Toro.

   Tarsis soltó un suspiro de hastío. A pesar de que su banda se había comprometido a proteger el Sardanápalo y hostigar a los demás hoteles de la zona y a pesar de que Clayton y Sanzinno habían sido ejecutados, Darla no estaba del todo contenta y no lo estaría hasta que no viese la cabeza de Lazslo Montesoro en una bandeja.

   —Ese hijo de puta me trató peor que a un animal. Ni siquiera me miró a la cara mientras me daba por el culo una y otra vez... 

   —No seas tan impaciente, vaquita, a el Puma también le llegará su hora, pero antes tiene que volar un poco para mí.

   —¿De Verdad crees que ese niñato va a poder con La Capitana? Si mal no recuerdo consiguió derrotar a esas dos bestias con tacones que te cubren las espaldas y te obligó a pagar un rescate por ellas —dijo Darla, sin importarle que sus palabras enfureciesen al Toro.

   El hombre se pasó la mano entre las rubias hondas de su melena, intentando no sucumbir al impulso de cerrarle la boca de un puñetazo. Freda Luvski "La Capitana" era la líder de los Balas  Blancas, una banda que controlaba gran parte del Distrito Norte. Aquel marimacho había interceptado a Farada y Lethea cuando huían del atraco a un banco, dando lugar a uno de los episodios más vergonzosos en la historia de los Toros de Hierro.

   —Me basta con que haga de escudo humano durante un tiempo, bloqueando la frontera norte del distrito hasta que disponga de efectivos suficientes para aplastar a los Balas, y lo poco que quede de los Pumas.

   La hija del comisario resopló con desdén y se dio la vuelta para coger un cigarrillo de la mesita de noche. Lo encendió y exhaló una espesa nube de humo blanco en dirección al techo decorado con frescos y molduras doradas. Antes de que pudiese replicar un melodioso toque de campana se dejó oír en toda la suite. Darla desplegó la pantalla táctil unida al cabecero de la cama, rodeada también por un recargado marco dorado, manipuló el sencillo interfaz durante dos segundos y la imagen de una camarera de piso tras un carrito plateado apareció en la pantalla.

27 marzo 2025

El Vuelo del Puma. Cap. 01.



  Los dos primeros puñetazos habían sido apenas caricias comparados con el tercero, el que le rompió la nariz. El policía sonrió al ver la sangre chorrear sobre el torso desnudo de su prisionero, atado a una silla de metal atornillada al suelo de la sala de interrogatorios: un sótano inmundo con paredes de cemento iluminado por una mugrienta bombilla.

  Laszlo Montesoro, líder de los Pumas Voladores, realizó el único movimiento que le permitían sus firmes ataduras, movió la cabeza a ambos lados, desorientado por el tremendo golpe, y apretó las mandíbulas para reprimir cualquier expresión de dolor. El musculoso pecho se hinchó, oprimido por las cuerdas, y todo el aire salió concentrado en un escupitajo que salpicó de sangre la cara y la pulcra camisa celeste del agente.

—Te has pasado, puto saco de mierda.

  El cuarto golpe fue con el dorso de la mano, tan fuerte que le habría arrojado al suelo de no estar tan firmemente sujeto. Cuando tocaba el suelo gris de la sala la sangre parecía volverse negra. Le zumbaban los oídos y solo veía puntos brillantes.

  El otro agente, un gorila rapado de casi dos metros sacó una de sus armas reglamentarias y se acercó a Laszlo por detrás, colocándole el mango de la larga porra entre las mandíbulas, como el bocado a un caballo, impidiéndole emitir cualquier sonido que no fuese un bronco gruñido. El primer policía había encendido mientras tanto un cigarrillo, y se acercaba al joven detenido con la mirada propia de quien desea causar dolor y sabe muy bien cómo hacerlo. Los dientes de Laszlo se clavaron en el mango de la porra cuando la punta candente del pitillo le perforó la piel del pecho.

 

  Toda la culpa había sido de Clayton y Sanzinno, dos malditos novatos. Apenas llevaban un mes en los Pumas Voladores, realizando tareas menores, y se morían de ganas por impresionar al jefe y ser merecedores de trabajos más interesantes.

  Hacía dos noches, la pareja de novatos vigilaba la salida de un club del centro, uno de los locales de moda para los veinteañeros de clase media—alta, en su mayoría jóvenes profesionales o estudiantes mantenidos por papá que conducían coches caros, vestían ropa cara y babeaban tras mujeres caras. El cometido de Sanzinno y Clayton consistía en esperar a que saliese alguien solo y lo bastante borracho como para intentar volver a casa a pie. Entonces los pumas le seguirían hasta que llegasen a una zona solitaria y le despojarían de cualquier cosa de valor que llevase encima.

  Cuando estaban a punto de marcharse, a eso de las cinco de la madrugada, malhumorados y bastante colocados, vieron salir a una pareja: él era un guaperas que llevaba traje sin corbata, alto y atlético; ella debía de tener algo más de treinta años, era bajita y llevaba un vestido sobrio y elegante, pero que hacía resaltar sus generosas curvas.

—¡Mira! ¿Sabes quién es esa? —preguntó Sanzinno a su compañero.

—Otra furcia borracha ¿qué más da? ¿nos largamos o qué?

—Mírala bien, estúpido.

  Clayton obedeció a su compañero, contemplando a la mujer mientras se aproximaba hacia ellos castigando la acera con unos zapatos negros de tacón alto atados con finas correas de cuero que formaban rombos en la piel de sus bronceadas y carnosas pantorrillas. Oculto en la sombra de un zaguán, examinó su rostro, atractivo a pesar de una nariz algo grande, de expresivos ojos verdes que brillaban tras los cristales de unas livianas gafas de patillas rojas. La media melena azabache y la mueca irónica que danzaba en sus jugosos labios terminaron por iluminar la memoria del cansado Clayton.

—¿Es la hija del comisario?

—Lo es —contestó Sanzinno en un susurro, ya que la pareja pasaba en ese momento cerca de donde estaban escondidos—. La niña del ojo de papá.

—Querrás decir la hija de papá, o la niña de sus ojos...

—¿Qué más da, capullo? Vamos a por ella.

  Clayton miró a su compañero detenidamente, intentado averiguar si estaba de broma. Sin duda se trataba de Darla Graywood, hija del comisario del Distrito Oeste. Su rostro era conocido en toda la ciudad debido a sus frecuentes apariciones en los medios, tanto por su exitosa carrera profesional (dirigía un famoso hotel de lujo) como por sus amoríos con otras celebridades. No reconocía al tipo que la acompañaba, y que a pesar de su tamaño no era rival para dos Pumas Voladores por muy novatos que fuesen.

—¿Lo dices en serio? ¿vamos a atracar a la hija del comisario Graywood?

—¿Quien habla de atracarla? —exclamó Sanzinno, cada vez más alterado—. Vamos a secuestrarla.

  Dicho esto salió del escondite en pos de su presa. Clayton no pudo hacer otra cosa que seguirlo. Había dejado que Sanzinno tomase la iniciativa durante demasiado tiempo y ahora, cuando de verdad necesitaba disuadirle de cometer una estupidez, no se sentía con suficiente autoridad.

  No pudieron creer la suerte que tenían cuando la pareja, algo vacilante por el alcohol ingerido en el club, se adentró en un callejón desierto y estrecho que sus perseguidores conocían bien, un lugar donde, si no les daban ocasión de gritar, no tendrían ninguna oportunidad de escapar o pedir ayuda.

  Absorta en la conversación con su compañero, Darla Graywood no reparó en dos sombras más oscuras que las demás que se aproximaban a su espalda. Una de ellas la agarró, tapándole la boca con fuerza y sujetándole los brazos contra el tronco mientras miraba, con los ojos desorbitados tras los cristales, como la otra dejaba fuera de combate de un único golpe en el cuello a su amante y supuesto protector. Sanzinno dibujó un diminuto punto rojo en la suave piel del cuello femenino con la calculada presión

—Pórtate bien Graywood, o tu papi te encontrará mañana en un cubo de basura con un agujero en la garganta.

  Clayton arrastró a su prisionera hacia una zona más resguardada del callejón, intentando no confiarse ante la actitud aparentemente sumisa de la mujer, quien en lugar de resistirse lloraba copiosamente, tanto que Clayton notaba rodar por su mano las lágrimas turbias de maquillaje. Sanzinno agarró uno de los grandes pechos de Darla, mientras acariciaba el pezón del otro, marcado contra la tela del vestido, con la punta de su arma.

—¿Por qué no dejas eso para luego y nos vamos de una puta vez? —inquirió Clayton, intentando sonar sereno a oídos de su presa.

—Quiero ser el primero. Tú procura que no grite.

19 febrero 2025

EL TÓNICO FAMILIAR. (28). Capítulo Final.




  Al fin salimos de la piscina y volvimos a la mesa, sentados sobre las toallas que la anfitriona había colocado cuidadosamente en las sillas, refrescados por el baño y al mismo tiempo acalorados por lo ocurrido en el agua. No entraré en detalles sobre la cena porque la verdad es que apenas la recuerdo. Diría que se sirvió una colorida ensalada, la invitada alabó las habilidades horticultoras de la cocinera, yo hice un poco sutil chiste sobre los pepinos, recibí un pellizco de mi madre, ayudé a servir un segundo plato del que solo recuerdo una deliciosa salsa de almendras, pero sobre todo recuerdo que las copas volvieron a llenarse de ese vino con leves notas de regaliz.
  De reojo, observé beber a mi madre con cierta preocupación. Si una sola copa la había llevado a tragarse mi semen bajo el agua, no podía imaginar los efectos de una segunda dosis. Los cuatro comíamos con apetito, entre breves conversaciones, las interesantes historias de mi jefa, las risitas cada vez más desinhibidas de mi abuela y mis bromas más o menos ingeniosas. En el aire flotaba una electrizante nube de lujuria que fingíamos ignorar, cosa que cada vez era más difícil. Paz y yo, conscientes del tónico, lo manteníamos a raya, pero a mi abuela de tanto en tanto se le escapaba un inoportuno suspiro o se abanicaba con la mano a pesar de la fresca brisa nocturna.
  Lo más peculiar era la actitud de mi madre. Hablaba poco, con su asimétrica sonrisa tensa y los ojos brillantes. Ojos que cada vez más a menudo y con mayor detenimiento se centraban en las largas y tonificadas piernas de Doña Paz, sentada frente a ella. A la rubia no solo no le molestaba sino que sutilmente ladeaba el cuerpo, con las piernas cruzadas, para que su nueva admiradora apreciase bien la piel bronceada de sus muslos.
  Yo, por mi parte, no me molestaba demasiado en disimular la irreductible erección que la tela de mi bañador húmedo revelaba pegada a mi muslo. Con tónico o sin él, habría sido absurdo esperar que un joven de diecinueve años no se empalmase en presencia de tres bellezas maduras en traje de baño, y para colmo en mi mente danzaban tórridos recuerdos, pues había tenido la enorme suerte de fornicar con las tres.
  Terminado el segundo plato y la segunda copa de vino, ocurrió algo que desencadenó una secuencia de acontecimientos imprevista incluso para mi calenturienta imaginación. Doña Paz se puso en pie (sobre los tacones, que habían regresado a sus pies en algún momento) para comenzar a recoger los platos, ante las protestas de la servicial anfitriona. Al levantarse quedó a escasa distancia de mi madre quien, de improviso y como en un trance hipnótico, acarició la larga pierna de la invitada, desde la rodilla hasta casi la ingle, para después acercar el rostro, frotar con suavidad su mejilla y darle un beso en mitad del muslo.
  Mi abuela me miró con los ojos muy abiertos, atónita ante la insólita conducta, y no supe como reaccionar. Paz miró hacia abajo, tras soltar su plato de nuevo en la mesa, con una sonrisa entre tierna y malévola en sus finos labios. Al volverse el centro de atención, mi madre salió del trance y se apartó de la tentadora pierna, llevándose una mano a la boca. No es alguien que se ruborice con facilidad pero en ese momento se puso tan roja que toda la sangre de su menudo cuerpo debió acumularse en su rostro. 
  —Lo... lo siento, Paz. No... no se qué... —balbució, con un hilo de voz, la cabeza gacha y las inquietas manos apretadas en el regazo.
  La víctima de sus espontáneas caricias se giró hacia ella, se inclinó y le puso el índice en la barbilla para obligarla a levantar el rostro, donde los ojos abiertos como platos mostraban todos los tonos posibles que puede ofrecer la miel y el ámbar.
  —No te preocupes, querida. Me lo tomo como un cumplido —dijo mi jefa, en un tono melifluo y apenas condescendiente que rara vez usaba—. Sobre todo viniendo de una criatura tan encantadora como tu. Vamos, hazlo de nuevo.
  Hechizada por aquella voz, la encantadora criatura respiró hondo y volvió a acariciar la pierna, esta vez usando ambas manos, desde la pantorrilla hasta el comienzo de las firmes nalgas, venciendo poco a poco la timidez. La rubia, olvidada ya su intención de recoger la mesa, correspondió rozando con la punta de sus largos dedos el hombro y el brazo de mi madre, quien se estremeció, como diría Madonna: Like a virgin, touched for the very first time.
  —Ah, la juventud... —suspiró Doña Paz—. Recuerdo cuando mi piel era así de suave sin necesidad de cremas, visitas a balnearios, tratamientos de barro o de algas...
  Ajena a cuanto ocurría a su alrededor, mamá volvió a besar el muslo de la señora y esta vez le dio un largo lametón que terminó a la altura de la cadera, en el límite que marcaba la tela del bikini blanco. Mi abuela, que contemplaba la escena atónita, se llevó una mano al pecho y soltó una especie de hipido de indignación.
  —Pe-pero Rocío, hija... —se lamentó, con un hilo de voz, entre la sorpresa y los celos.
  —No te preocupes, cariño, solo estamos jugando —dijo Paz, girando la cabeza para mirar a su amante. A continuación, volvió a sujetar a mamá por la barbilla para encararse con ella— ¿Verdad que es solo un juego, pequeña?
  La “pequeña” asintió y sonrió mientras una de sus manos se deslizaba por la parte interior del largo muslo y la otra por la rodilla, atrapada en su inexplicable y reciente obsesión por las piernas de nuestra invitada, quien se inclinó para besarla en los labios. Las bocas no tardaron en abrirse y contemplé pasmado como mi jefa y mi madre se daban el filete delante de mis narices y de las de la arrebolada Felisa.
  Sobra decir que la escena me estaba poniendo cachondo a niveles infernales. Mi corazón repicaba al borde de la taquicardia y podía sentir el pulso en la verga, además de una tensión en el perineo molesta y placentera al mismo tiempo. En el fondo de mi hirviente cerebro, las escasas neuronas que no estaban intoxicadas por el tónico albergaban cierto resquemor. ¿Qué pretendía Doña Paz con ese supuesto juego? ¿Sería capaz de “convertir” a su nueva presa en bisexual como había hecho con su suegra? Intenté desechar tales miedos y me dije que todo era obra del portentoso brebaje.
  Ajena a mis elucubraciones, mi jefa se incorporó, cogió de la mano a mi madre y rodeando la mesa la condujo hacia una de las tumbonas situadas a pocos metros. Me fascinó ver como realmente, a pesar de sus 43 años, parecía una chiquilla caminando junto a una mujer madura, e hizo una mueca contrariada casi infantil al tener que dejar de tocar durante unos segundos las piernas de dicha mujer. Por supuesto, también me deleité contemplando los traseros de ambas, a cual más apetecible.
  Se sentaron el el cómodo mueble de exterior, cubierto por un fino colchón de funda floreada, y reanudaron de inmediato las caricias y el intercambio de saliva, tan apasionado que de cuando en cuando las lenguas se entrelazaban fuera de la boca y sus barbillas brillaban por la humedad. Estaban más cerca que antes de las luces que colgaban de los árboles, por lo que mi abuela y yo las veíamos iluminadas como si fuéramos espectadores de una tórrida obra teatral.
  —Hijo... ¿Pero qué... qué hacen? —dijo la pelirroja, que se había girado en su silla y no podía apartar la vista de la escena.
  —Ya lo has oído. Solo están jugando —la tranquilicé, y sin disimulo alguno me acomodé la tiesa verga bajo la tela húmeda del bañador, una prenda de la que estaba deseando librarme—. No te preocupes, que tu nuera no te va a quitar la novia, ¡ja ja!
  —Ay, Carlitos, no seas tonto —me regañó, aunque una leve curva en sus labios y un aumento del rubor me indicaron que le agradaba la idea de ser la “novia” de la invitada—. Pero mira... Mira lo que... Ains... Se están desnudando, hijo.