23 abril 2025

El Vuelo del Puma. Cap. 05.

  Bogard encendió uno de sus puritos y cambió de postura en la incómoda silla plegable, haciéndola crujir. Estaba en una casa de las afueras, cerca del territorio de los Balas Blancas, aunque eso no le preocupaba en absoluto. Hasta que Lazslo y La Capitana se enfrentasen en El Coliseum los Pumas y los Balas estaban en tregua.

   A escasos metros del orondo lugarteniente, en un sofá verde pistacho, Elizabeth Rosefield masajeaba a dos manos la imponente verga de un gigantón negro disfrazado de obrero, mirando con una maliciosa sonrisa al hombre blanco trajeado que interpretaba a su marido, obligado a presenciar la infidelidad interracial desde una butaca cercana. Un tipo delgado, con coleta y gafas, lo grababa todo cámara en mano.

—¡Oooh, Beverly! ¿Por qué me haces esto?

—Porque eres un pichacorta y no me follas como es debido. Sabes que te quiero, cariño —dijo la pelirroja, haciendo una pausa para lamer el glande del obrero—,a ti y a tus tarjetas de crédito. Pero mi chochito necesita una buena polla negra.

—¡Ja, ja, ja! Tranquilo, bro. He venido a montar los muebles de la cocina, pero no me importa montar a la guarrilla de tu mujer por el mismo precio.

   Como cualquier buen aficionado al porno, Bogard apenas prestaba atención a los diálogos, concentrado en admirar el cuerpo de la actriz, arrodillada en el suelo con un vestido corto y ajustado que dejaba a la vista las interminables piernas rematadas con tacones de aguja. Cuando Koudou propuso que dos novatos escoltasen a Elizabeth y la librasen de su agresivo exnovio, Bogard se negó en redondo. Si alguien merecía estar en el rodaje de “¡Oh, no! A mi mujer se la está follando un negro 7” ese era él. Todavía no entendía que Koudou hubiese rechazado un papel en la película.

  No pudo evitar reírse al ver los exagerados aspavientos y lloriqueos del hombrecillo trajeado mientras su “querida Beverly”, a cuatro patas en el sofá, le miraba a los ojos entre gemidos y gritos de placer.

—Mmm... ¿Lo ves, cariño? ¡Aaaaauhg! Así es como se hace... ¡Dame... reviéntame el coño!

—¡Querida, por favor! Te compraré un coche, o lo que quieras... pero para ya ¡Te va a hacer daño!

—¿Daño? ¡Ja, ja! Tu zorra está chorreando, bro. Se nota que hace tiempo que no le echaban un buen polvo. Dime, nena ¿Éste pringado te da bien por el culo?

—Uuuuh... No... nunca. Méteme tu pollón negro por el culito.

—¡Vale, paramos! —exclamó el cámara y director de la película— Muy bien Beth, y tu también Sam. Y tú, Lester, fúmate un porro a ver si te relajas. Pareces tonto moviendo tanto los brazos.

—Perdona, en la escuela de arte dramático no me enseñaron a interpretar a un cornudo.

—¡Ja, ja, ja! Pues yo me lo estoy creyendo, bro.

   Bogard intentó disimular su erección cruzando las piernas cuando la pelirroja, desnuda sobre los tacones de aguja, se acercó a él y se inclinó para hablarle.

—Oye, si te aburres puedes ver la tele en la habitación de al lado.

—¿Estás de broma? Es un honor verte trabajar en directo, Elizabeth.

—Llámame Beth —dijo la actriz, recogiéndose en una coleta su larga melena—. Y ahora, si me disculpas, voy al baño a prepararme.

—Oye, Beth... Ten cuidado. Ese tío la tiene como un caballo.

—¡Ja, ja! Parce mentira que seas mi mayor fan, Bogard. ¿Ya no te acuerdas de mi escena en “Intercambio anal”? Comparado con eso, va a ser como meterme un dedito.

   Dicho esto, se alejó hacia el baño, dejando a su sudoroso escolta sumido en los recuerdos. Desde luego que se acordaba de esa película. En los vestuarios de un equipo de baloncesto universitario, preciosa con un uniforme de animadora, Beth protagonizaba una de las mejores escenas de doble penetración anal de la historia. Bogard se secó el sudor del rostro con el pañuelo negro y púrpura que llevaba al cuello y encendió otro purito. 


17 abril 2025

El Vuelo del Puma. Cap. 04.


 
Con los codos apoyados en el borde de la cama y las rodillas en el suelo, la chica de cabellos negros recogidos en dos coletas simulaba unos convincentes gemidos de placer. Vestía un uniforme escolar, falda de cuadros, camisa blanca, calcetines altos y zapatos negros. El hombre que la embestía desde atrás, agarrándola por las coletas, solo le había quitado las braguitas.

  Cuando la puerta de la habitación se abrió sin previo aviso el hombre se incorporó con un gruñido. Con movimientos veloces y precisos sacó un revólver de bajo la almohada. La prostituta disfrazada de colegiala dio un grito y se escondió bajo la cama. El cañón apuntó a la intrusa durante unos segundos y acto seguido bajó hasta apuntar el suelo.

¡Joder, Darla!

¿Qué tal, papi? ¿Interrumpo?

  La putilla disfrazada, que aunque no era alumna de ninguna escuela tenía edad para serlo, miró al comisario Graywood con gesto interrogante y un leve temblor en los labios. Había reconocido a su hija y eso no la tranquilizaba en absoluto.

Lárgate —dijo el comisario, sin mirarla.

  Darla sí la miró fijamente mientras salía de la habitación con la cabeza baja (ni siquiera se paró a recoger sus braguitas blancas), atemorizándola por el brillo sádico de sus ojos verdes. Mientras tanto, su padre se cubría con una bata de seda de un policial azul oscuro.

¿Qué coño quieres, Darla? —escupió, haciendo vibrar el espeso bigote entrecano.

  Ella cerró la puerta y caminó lentamente por la habitación, fingiendo contemplar la recargada decoración saturada de terciopelo y pan de oro. Como de costumbre, Darla insinuaba más de lo que mostraba. Llevaba una falda hasta las rodillas, tan ceñida que el movimiento de las redondeadas nalgas podía observarse con tanto detalle como si fuese desnuda; los pechos se adivinaban, sin sujetador, bajo una camisa abotonada hasta el cuello, y unos tacones de aguja castigaban la moqueta color vino tinto. Se sentó en el borde de la cama, cruzando las piernas. El comisario no pudo evitar que su mirada recorriese durante unos segundos las turgentes pantorrillas cubiertas por unas medias de seda.

Tengo que pedirte un favor, papi.

Un favor... —dijo el comisario Graywood, pasándose la mano por la brillante cabeza afeitada—. Hace tiempo que tienes más dinero que yo, así que supongo que alguno de tus amiguitos o de tus empleados se ha metido en un lío y necesitas que haga la vista gorda.

  Darla se inclinó hacia atrás, apoyando los codos en la cama y elevando las piernas cruzadas, dejando que la falda se deslizase hasta la mitad del muslo. Los acerados ojos grises de su padre estaban clavados en los suyos.

No se trata de eso. ¿Sabes quién es Lazslo Montesoro?

Claro que lo se. Es el líder de Los Pumas Voladores.

No voy a decirte el motivo, pero quiero que Lazslo Montesoro muera. Y pronto.

  El comisario soltó una risita sarcástica, cogió un vaso de la mesita de noche y dio un largo trago.

¿Y por qué no se lo dices a tu amigo Tarsis Voregan?

  Darla se incorporó, abandonando por un momento su actitud insinuante.

Tarsis lo quiere vivo. Como ya sabrás, pues toda la ciudad lo sabe, Montesoro y La Capitana van a luchar en El Coliseum, y ese imbécil es como un niño. No quiere perderse el espectáculo, y además piensa utilizar a los Pumas contra los Balas Blancas.

¿Y qué es lo que quieres? ¿Que mis hombres detengan a Montesoro? ¿Que lo acusen con pruebas falsas y después tenga un "accidente" en la cárcel? Ya sabes que no me gustan esa clase de chanchullos.

12 abril 2025

El Vuelo del Puma. Cap. 03.


Ninette bostezó ruidosamente cuando la última de sus fichas llegó a la meta. Se puso en pie y se desperezó, poniéndose de puntillas y estirando los brazos por encima de la cabeza. Lazslo miró sin disimulo sus piernas, cortas pero bien formadas, enfundadas en unos leggins con una pernera negra y otra púrpura, los colores de la banda.

   —Creo que me voy a la cama, Jefe —dijo con voz somnolienta—. Ya te he ganado tantas veces que me aburro.

   El líder de los Pumas Voladores sonrió. Una sonrisa melancólica y también algo cansada.

   —Te acompañaré a casa.

   La joven lugarteniente giró un poco el cuerpo, evitando los ojos de Lazslo. Era consciente de que su superior no quería acompañarla a su piso, sino a su cama. Que una chica de la banda se negase a acostarse con su líder, incluso con un lugarteniente, era algo que podía costarle la expulsión, o en el mejor de los casos que la ningunearan o le encomendasen tareas de poca monta. Pero Ninette no era cualquier chica de la banda.

   —No... no voy directamente a casa. Pero gracias.

   Lazslo sabía lo que eso significaba: "Voy a casa de Koudou". Él sabía que el guerrero negro no estaba en casa, sino en la pequeña sala oculta tras el almacén. Pero, por motivos que ni él mismo terminaba de entender, prefería que ella no lo supiera.

   —De todas formas ya nos vamos todos —dijo, poniéndose también en pie—. No me gusta que El Boogaloo esté abierto toda la noche.

   Se encasquetó su gorra de béisbol, negra y con un puma alado bordado en púrpura, un regalo de una chica de la banda, una que no se había negado a follar con él tres días antes, una a la que había hecho llorar en la parte trasera de un coche, sodomizándola con furia mientras le apretaba el rostro contra el asiento. Una que, tras secarse las lágrimas, le había dado las gracias mirándole con adoración.

   —¡Vamos, gente! Se acabó beber gratis por esta noche —exclamó, chasqueando los dedos con autoridad.

    Bogard apuró su cerveza y agarró por la cintura a la delgaducha novata con la que había estado flirteando, quién parecía aún más flaca junto al fornido lugarteniente.

   —Venga, pequeña. Seguiremos la fiesta en mi casa.

   La novata ronroneó y besó el hombro de Bogard. Estaba tan borracha que se habría caído de no ser por la firme presa de su superior.

   Los tres pumas que quedaban jugando al billar, dos hombres y una mujer, soltaron los palos y recogieron las bolas entre bromas.

   La pareja que se besaba y manoseaba junto a la jukebox salió de la penumbra. Eran dos chicos, uno de ellos un novato con la cabeza afeitada cuyo nombre no recordaba Lazslo, y el otro un joven llamado Loup, cuyo hermoso rostro de ojos rasgados era difícil ignorar.

   El barman, un veterano al que faltaban tres dedos de la mano izquierda (cosa que no le impedía preparar formidables cócteles) y cojeaba ostensiblemente se dispuso a recoger los vasos vacíos de la barra .

   Mientras todos salían hacia la calle, Lazslo recogió el tablero de backgammon con deliberada lentitud. Nicodemo, el barman, miró al líder mientras bajaba interruptores en el cuadro de luces.

   —Deja las llaves en la barra. Yo cerraré y apagaré el luminoso.

   —De acuerdo. Buenas noches, Jefe —dijo el veterano, rascándose con extrañeza su barba entrecana mientras cojeaba hacia la puerta, ya que no era habitual que Lazslo cerrase El Boogaloo personalmente.

   Una vez solo en la penumbra del bar cerrado, iluminado solo por el resplandor rojizo de la jukebox y el azulado de un expositor para helados, caminó hasta el almacén. Apartó una pila de cajas de refrescos vacías y entró por la puerta secreta. Fue recibido por una densa nube de humo y por una mirada penetrante.