19 febrero 2025

EL TÓNICO FAMILIAR. (28). Capítulo Final.




  Al fin salimos de la piscina y volvimos a la mesa, sentados sobre las toallas que la anfitriona había colocado cuidadosamente en las sillas, refrescados por el baño y al mismo tiempo acalorados por lo ocurrido en el agua. No entraré en detalles sobre la cena porque la verdad es que apenas la recuerdo. Diría que se sirvió una colorida ensalada, la invitada alabó las habilidades horticultoras de la cocinera, yo hice un poco sutil chiste sobre los pepinos, recibí un pellizco de mi madre, ayudé a servir un segundo plato del que solo recuerdo una deliciosa salsa de almendras, pero sobre todo recuerdo que las copas volvieron a llenarse de ese vino con leves notas de regaliz.
  De reojo, observé beber a mi madre con cierta preocupación. Si una sola copa la había llevado a tragarse mi semen bajo el agua, no podía imaginar los efectos de una segunda dosis. Los cuatro comíamos con apetito, entre breves conversaciones, las interesantes historias de mi jefa, las risitas cada vez más desinhibidas de mi abuela y mis bromas más o menos ingeniosas. En el aire flotaba una electrizante nube de lujuria que fingíamos ignorar, cosa que cada vez era más difícil. Paz y yo, conscientes del tónico, lo manteníamos a raya, pero a mi abuela de tanto en tanto se le escapaba un inoportuno suspiro o se abanicaba con la mano a pesar de la fresca brisa nocturna.
  Lo más peculiar era la actitud de mi madre. Hablaba poco, con su asimétrica sonrisa tensa y los ojos brillantes. Ojos que cada vez más a menudo y con mayor detenimiento se centraban en las largas y tonificadas piernas de Doña Paz, sentada frente a ella. A la rubia no solo no le molestaba sino que sutilmente ladeaba el cuerpo, con las piernas cruzadas, para que su nueva admiradora apreciase bien la piel bronceada de sus muslos.
  Yo, por mi parte, no me molestaba demasiado en disimular la irreductible erección que la tela de mi bañador húmedo revelaba pegada a mi muslo. Con tónico o sin él, habría sido absurdo esperar que un joven de diecinueve años no se empalmase en presencia de tres bellezas maduras en traje de baño, y para colmo en mi mente danzaban tórridos recuerdos, pues había tenido la enorme suerte de fornicar con las tres.
  Terminado el segundo plato y la segunda copa de vino, ocurrió algo que desencadenó una secuencia de acontecimientos imprevista incluso para mi calenturienta imaginación. Doña Paz se puso en pie (sobre los tacones, que habían regresado a sus pies en algún momento) para comenzar a recoger los platos, ante las protestas de la servicial anfitriona. Al levantarse quedó a escasa distancia de mi madre quien, de improviso y como en un trance hipnótico, acarició la larga pierna de la invitada, desde la rodilla hasta casi la ingle, para después acercar el rostro, frotar con suavidad su mejilla y darle un beso en mitad del muslo.
  Mi abuela me miró con los ojos muy abiertos, atónita ante la insólita conducta, y no supe como reaccionar. Paz miró hacia abajo, tras soltar su plato de nuevo en la mesa, con una sonrisa entre tierna y malévola en sus finos labios. Al volverse el centro de atención, mi madre salió del trance y se apartó de la tentadora pierna, llevándose una mano a la boca. No es alguien que se ruborice con facilidad pero en ese momento se puso tan roja que toda la sangre de su menudo cuerpo debió acumularse en su rostro. 
  —Lo... lo siento, Paz. No... no se qué... —balbució, con un hilo de voz, la cabeza gacha y las inquietas manos apretadas en el regazo.
  La víctima de sus espontáneas caricias se giró hacia ella, se inclinó y le puso el índice en la barbilla para obligarla a levantar el rostro, donde los ojos abiertos como platos mostraban todos los tonos posibles que puede ofrecer la miel y el ámbar.
  —No te preocupes, querida. Me lo tomo como un cumplido —dijo mi jefa, en un tono melifluo y apenas condescendiente que rara vez usaba—. Sobre todo viniendo de una criatura tan encantadora como tu. Vamos, hazlo de nuevo.
  Hechizada por aquella voz, la encantadora criatura respiró hondo y volvió a acariciar la pierna, esta vez usando ambas manos, desde la pantorrilla hasta el comienzo de las firmes nalgas, venciendo poco a poco la timidez. La rubia, olvidada ya su intención de recoger la mesa, correspondió rozando con la punta de sus largos dedos el hombro y el brazo de mi madre, quien se estremeció, como diría Madonna: Like a virgin, touched for the very first time.
  —Ah, la juventud... —suspiró Doña Paz—. Recuerdo cuando mi piel era así de suave sin necesidad de cremas, visitas a balnearios, tratamientos de barro o de algas...
  Ajena a cuanto ocurría a su alrededor, mamá volvió a besar el muslo de la señora y esta vez le dio un largo lametón que terminó a la altura de la cadera, en el límite que marcaba la tela del bikini blanco. Mi abuela, que contemplaba la escena atónita, se llevó una mano al pecho y soltó una especie de hipido de indignación.
  —Pe-pero Rocío, hija... —se lamentó, con un hilo de voz, entre la sorpresa y los celos.
  —No te preocupes, cariño, solo estamos jugando —dijo Paz, girando la cabeza para mirar a su amante. A continuación, volvió a sujetar a mamá por la barbilla para encararse con ella— ¿Verdad que es solo un juego, pequeña?
  La “pequeña” asintió y sonrió mientras una de sus manos se deslizaba por la parte interior del largo muslo y la otra por la rodilla, atrapada en su inexplicable y reciente obsesión por las piernas de nuestra invitada, quien se inclinó para besarla en los labios. Las bocas no tardaron en abrirse y contemplé pasmado como mi jefa y mi madre se daban el filete delante de mis narices y de las de la arrebolada Felisa.
  Sobra decir que la escena me estaba poniendo cachondo a niveles infernales. Mi corazón repicaba al borde de la taquicardia y podía sentir el pulso en la verga, además de una tensión en el perineo molesta y placentera al mismo tiempo. En el fondo de mi hirviente cerebro, las escasas neuronas que no estaban intoxicadas por el tónico albergaban cierto resquemor. ¿Qué pretendía Doña Paz con ese supuesto juego? ¿Sería capaz de “convertir” a su nueva presa en bisexual como había hecho con su suegra? Intenté desechar tales miedos y me dije que todo era obra del portentoso brebaje.
  Ajena a mis elucubraciones, mi jefa se incorporó, cogió de la mano a mi madre y rodeando la mesa la condujo hacia una de las tumbonas situadas a pocos metros. Me fascinó ver como realmente, a pesar de sus 43 años, parecía una chiquilla caminando junto a una mujer madura, e hizo una mueca contrariada casi infantil al tener que dejar de tocar durante unos segundos las piernas de dicha mujer. Por supuesto, también me deleité contemplando los traseros de ambas, a cual más apetecible.
  Se sentaron el el cómodo mueble de exterior, cubierto por un fino colchón de funda floreada, y reanudaron de inmediato las caricias y el intercambio de saliva, tan apasionado que de cuando en cuando las lenguas se entrelazaban fuera de la boca y sus barbillas brillaban por la humedad. Estaban más cerca que antes de las luces que colgaban de los árboles, por lo que mi abuela y yo las veíamos iluminadas como si fuéramos espectadores de una tórrida obra teatral.
  —Hijo... ¿Pero qué... qué hacen? —dijo la pelirroja, que se había girado en su silla y no podía apartar la vista de la escena.
  —Ya lo has oído. Solo están jugando —la tranquilicé, y sin disimulo alguno me acomodé la tiesa verga bajo la tela húmeda del bañador, una prenda de la que estaba deseando librarme—. No te preocupes, que tu nuera no te va a quitar la novia, ¡ja ja!
  —Ay, Carlitos, no seas tonto —me regañó, aunque una leve curva en sus labios y un aumento del rubor me indicaron que le agradaba la idea de ser la “novia” de la invitada—. Pero mira... Mira lo que... Ains... Se están desnudando, hijo.

  En efecto, las entusiastas actrices de nuestra obra privada se despojaron de sus bikinis en cuestión de segundos, quedando completamente desnudas, salvo por la pulsera en el tobillo de mi madre y el brazalete de marfil en la muñeca de su partenaire, cuyas bonitas tetas, aunque no eran muy grandes, contrastaban con las de mamá, casi inexistentes y de pezones oscuros en lugar de rosados. Uno de ellos fue atrapado entre los dedos índice y corazón de mi jefa, estimulándolo cuando movía la mano arriba y abajo para acariciar el pecho, una peculiar técnica de la que tomé nota mental, pues produjo profundos suspiros de placer en la dueña de dicho pezón.
  Ya he mencionado antes que el porno lésbico no me entusiasmaba, pero ver aquellos dos cuerpos en la plenitud de su atractivo sexual, aún húmedos e iluminados por el resplandor de mis oportunas bombillas que creaba hipnóticos claroscuros en sus definidas curvas, me excitó tanto que no pude permanecer sentado por más tiempo. Con un bulto en la entrepierna que para un espectador casual habría resultado cómico, me levanté y le indiqué a mi compañera de palco que hiciera lo mismo.
  —Ven, vamos con ellas.
  —¿Qué? No se yo, Carlos... —titubeó la confusa pelirroja, reacia a levantar su culazo del asiento.
  —¿Ahora te entra la vergüenza, después de lo que has hecho en la piscina? —dije, burlón, y le hice cosquillas en la zona de la pecosa espalda que dejaba a la vista su bañador.
  —Oye, que eso no ha sido culpa mía, tunante —se excusó, con una sonrisa entre tímida y pícara—¿Y si las molestamos? Se las ve muy... en fin... muy a lo suyo.
  Así era la bondadosa y amable Doña Felisa: su primer amor lésbico le estaba poniendo los cuernos delante de sus narices y su mayor preocupación era no interrumpirla. A unos metros, las dos mujeres seguían, en efecto, muy a lo suyo, magreándose y comiéndose la boca como si estuviesen envenenadas y la saliva de la otra fuese el antídoto. La verdad es que, en el fondo, yo tampoco quería interrumpirlas. Tenía curiosidad por ver hasta donde sería capaz de llegar mi madre, o hasta donde conseguía arrastrarla mi libertina jefa.
  —Descuida. Solo vamos a sentarnos más cerca —dije, mientras la cogía de la mano—. Vamos... No van a ser las únicas que se diviertan, ¿no?
  Tras unos segundos más de vacilación, conseguí levantar del asiento ese monumental conjunto de curvas y caminamos por el mullido césped hacia las tumbonas. Nos sentamos en la que estaba libre y las ocupantes de la otra, en la que seguía desarrollándose la acción, nos miraron al pasar, sin dar muestras de que molestásemos pero sin hacer ningún gesto invitándonos a unirnos.
  La anfitriona, en ese momento una simple espectadora en su propia casa, se sentó con las piernas cruzadas y la espalda recta, visiblemente turbada por la escena que ahora tenía lugar casi al alcance de su mano. Yo me acomodé con las piernas abiertas, dejando espacio para que mi rampante erección campase a sus anchas bajo la tela de mis bermudas, y algo inclinado hacia atrás, con el descaro y la desinhibición que solía aportar el tónico. 
  A esa distancia podía ver con todo detalle lo que ocurría, y escuchar la acelerada respiración de mi madre y los involuntarios gemidos que escapaban de su garganta. Creo que nunca la había visto tan excitada, al borde de un auténtico trance sexual, y me alegré de que la hubiese tomado con Doña Paz y sus atléticas piernas en lugar de volver a lanzarse sobre mi polla delante de su suegra, cosa que la habría escandalizado mucho más y tal vez puesto fin a la interesante velada.
  Poco después de nuestra llegada, mi jefa se acostó bocarriba en la tumbona, exponiendo su coño totalmente rasurado. Se había soltado de nuevo el pelo, ahora húmedo y despeinado, aportando un aspecto salvaje a su rostro aristocrático, como una regia leona que aparentaba sumisión pero en realidad dominaba la situación por completo. 
  Mi madre, de rodillas en el delgado colchón, apenas miró el lampiño sexo, con la aparente estrechez y tonos rosados propios de una mujer mucho más joven, y se centró en su recién adquirido fetiche. Una de las piernas de Paz estaba estirada hacia arriba, apuntando al cielo estrellado. Una pierna larga, delgada y atlética sin llegar a ser musculosa en exceso, de piel bronceada cuya evidente suavidad no estaba reñida con la personalidad que aporta la madurez. Una pierna que encarnaba el canon de belleza en cuanto a extremidades inferiores femeninas, cercana a la perfección, el elegante resultado de una privilegiada genética combinada con décadas de ejercicio y los hábitos saludables procurados por la riqueza. Una pierna excelsa rematada por un pie no menos hermoso, estrecho y alargado como debe ser el pie de una mujer alta, puente y empeine de impecable curvatura, plantas rosadas y uñas impecables, con la pátina del sutil esmalte que a la luz de la luna parecía madreperla.
  Y hablando de madres, la mía se aferró a aquella indescriptible pierna como un náufrago a un tronco durante una tempestad. La abrazaba, acariciaba, palpaba, manoseaba, besaba, lamía... Desde el torneado muslo hasta el fino tobillo, pasando por los fuertes volúmenes de las pantorrillas, la delicada piel de la corva o los siempre misteriosos pliegues de la rodilla. Y mientras se daba tal festín de texturas, arrimaba su cuerpo con ondulantes movimientos de cadera hasta que el triángulo de vello oscuro que habitaba entre sus no menos bonitas piernas comenzó a rozarse contra la zona intermedia entre el muslo y la nalga de su compañera, quien se dejaba hacer, satisfecha y excitada por las obsesivas caricias, lametones y frotamientos de su joven admiradora.
  Los ojos verdes de mi abuela no podían mostrar más asombro ante lo que contemplaban, aunque no se libraban del centelleo lujurioso presente en las pupilas de todos cuantos habíamos saboreado el vino mixtificado. Los labios rosados estaban ligeramente abiertos, dulces portales para la respiración agitada que hacía oscilar el colosal volumen de sus pechos. Sin apartar la vista de la diosa pierna y su fanática devota, se inclinó hacia mi y me habló en susurros, confiando en que los suspiros de ambas mujeres y los crujidos de la tumbona los tapasen a pesar de la escasa distancia.
  —Carlos, tesoro... ¿Qué le pasa a tu madre esta noche? Está... no se, como ida —dijo, con cuidado de no decir nada que pudiese ofender a su nuera.
  —Tranquila, no le pasa nada —afirmé, aunque aún me preocupaba la alta dosis de tónico que circulaba por su menudo cuerpo—. Es solo que ha tenido unos días malos, después de veinte años de aburrimiento, y ahora... En fin, ahora solo quiere divertirse.
  Como decía Cyndi Lauper: Girls just wanna have fun, y aquella cuarentona de barrio cuyo vientre había sido mi primer hogar volvía a ser solo una chica con un hambre insaciable de diversión, placer y nuevas experiencias. Ya había asumido que esa noche podía pasar cualquier cosa, pero a pesar de ello me sorprendió lo que ocurrió a continuación. Sin dejar de restregarse contra la pierna, mi madre la agarró por el tobillo y la obligó a doblarse para que el pie quedase a la altura de su boca. Entonces su pequeña lengua recorrió la planta, desde el talón a la punta, lamió el empeine y se lanzó a besar y chupar cada uno de los dedos, dedicándole especial atención al dedo gordo, que succionó como si fuera un pequeño cipote. 
  —Ay, Jesús bendito... Mira lo que hace —dijo mi abuela, con una mano en el pecho y otra tapando su boca en señal de asombro.
  —Estoy tan sorprendido como tú —confesé, y no mentía.
  Mientras contemplaba a mamá devorar con fruición cada centímetro del señorial pie, me pregunté si ese fetiche había surgido esa misma noche o si estaba latente en algún rincón de su adorable cabecita, esperando a ser activado. Sea como fuere, presenciarlo me estaba calentando tanto que no soporté más el contacto de mi húmedo bañador, así que me lo quité, liberando a mi rígido soldado de operaciones anfibias (por lo de la piscina, ya sabéis). Permanecí sentado, con la verga palpitante apuntando a algún lugar entre el cielo estrellado y las dos amantes. Respiré hondo y solté el aire muy despacio, cosa que llamó la atención de mi compañera de asiento.
  —¡Carlitos! Pero... ¿Qué haces desnudo, hijo? —preguntó, bajando la voz a un nervioso susurro y mirando de reojo el miembro que tan bien conocía.
  —La pregunta es: ¿Por qué no estas tu desnuda? —la desafié, al tiempo que hacía cabecear al susodicho cimbrel—¿Crees que a ellas les va a importar? Mira lo ocupadas que están.
  En efecto, la actividad en la otra tumbona no disminuía sino que ganaba en intensidad. Olvidado todo pudor, mi madre agarraba el pie e intentaba meterse en la boca todos los dedos y parte del empeine, moviendo la cabeza como si le practicase una enérgica mamada a un extraño falo unido a una pierna. Doña Paz ya no se limitaba a ser receptora de húmedos placeres, sino que se sacó de la manga una ingeniosa técnica. Con el empeine de su pie izquierdo, idéntico al derecho como suelen serlo los pies bien formados y cuidados, frotaba la entrepierna de su compañera, introduciendo a veces el dedo gordo en la ya más que lubricada vagina o simplemente frotando con movimientos rítmicos, con más destreza de la que muchos tienen en las manos.
  El intercambio de chupetones y caricias, y los gemidos y suspiros de ambas mujeres me provocaron otro calenturiento suspiro y una gota de brillante presemen resbaló desde mi glande hasta el césped. Llevé la mano hacia la cintura de mi abuela y me acerqué más a ella. Mi muslo se pegó al suyo y sentí el calor intenso de su piel pálida, al tiempo que le hablaba al oído con mi voz más persuasiva.
  —Venga... Quítate este bañador húmedo. Estarás más cómoda.
  —No... no digas tonterías... 
  —¿No ves que eres la única que no está en cueros? No seas aguafiestas, anda —dije, mientras le bajaba uno de los tirantes de su caro bañador nuevo.
  —Carlos... Para que lo vas a romper —se quejó, siempre sin levantar la voz por encima de un agudo susurro.
  —¿Quieres que vaya a por las tijeras de la cocina? —amenacé, en broma, rememorando la noche en que había reducido a jirones uno de sus vestidos.
  Tras un rato de forcejeos, quejas, risitas y fingidas amenazas conseguí bajar la parte superior de la prenda hasta su cintura, liberando los dos portentos naturales que eran sus enormes tetas, las cuales de inmediato intenté sobar como hacía siempre que tenía ocasión. Ella lo evitaba con manotazos, codazos y empujones. Sus fuertes manos también evitaron que mi cabeza descendiese para atrapar con mi boca uno de los jugosos pezones rosados.
  —¡Carlitos, por Dios! Ya está bien.
  —Al menos hazme una paja. Estoy tan caliente que me va a dar algo, joder —supliqué, sin dejar de intentar manosearla.
  —¿Delante... de tu madre? ¿Estás loco? —dijo, bajando tanto la voz que me costó entenderla. 
  A pesar de su resistencia, a duras penas podía apartar la mirada de mi rezumante tubería de carne. Sabía por experiencia lo mucho que le gustaba saborear mi presemen cuando me la chupaba, como aperitivo al inevitable banquete de semen. Por su respiración era evidente que terminaría rindiéndose al tónico y a la vehemencia de la libido que yo mismo había resucitado poco después de mi llegada a su santuario rural.
  —No creo que mi madre nos vaya a prestar atención —afirmé.
  Ambos miramos al frente y quedamos hipnotizados por la escena que hacía crujir y temblar la tumbona. El arrebato lésbico-fetichista de mi señora madre había llegado a su punto máximo, su piel brillaba por el sudor y una gruesa gota de saliva colgaba de su barbilla. Sus pequeñas manos habían soltado el tobillo derecho y se aferraban a la rodilla y al muslo de la pierna izquierda, cuyo pie continuaba dándole placer en sus partes íntimas (no tan íntimas esa noche), sumando el movimiento ondulante de sus propias caderas a las enérgicas caricias de la hábil rubia. 
  El cambio de asidero y la nueva postura, más inclinada hacia adelante sobre la soberbia pierna de Paz, no le habían quitado el apetito, y su boca no daba tregua al pie derecho, el cual su propietaria mantenía en el aire a la altura de su rostro. Lamía la planta, chupaba el talón, besaba el comienzo de la pantorrilla, e incluso dio algún que otro mordisco que mi jefa recibió con más placer que disgusto, expresado con melódicos gemidos.
  Cuando llegó el inevitable clímax, mi madre olvidó el suculento pie y se abrazó a la larga pierna entre convulsiones y una salvaje mezcla de sollozos y gruñidos, cerró los ojos con fuerza y se abandonó a las descargas de placer sin detener el frenético rozamiento de su coño contra el empeine  de su inesperada amante. De nuevo atónitos, mi abuela y yo vimos los fluidos chorrear entre los muslos de su nuera y empapar el impoluto colchón de la tumbona.
  Tras un orgasmo de varios minutos durante el cual solo consiguió articular unos cuantos “joder” y un casi ininteligible pero no por ello menos blasfemo “Me cago en Dios”, mamá se quedó unos segundos abrazada a la pierna, con el rostro pegado al muslo, encadenando una serie de profundos suspiros que fueron perdiendo intensidad hasta que prácticamente rodó fuera de la tumbona hasta quedar sentada en el césped, con las piernas abiertas y la cabeza inclinada hacia atrás, recuperando el aliento con los ojos cerrados.
  —Hija de mi vida... —dijo mi abuela, en un tono mezcla de admiración y envidia—. Te habrás quedado a gusto.
  —¿Qué tal, mami? —le pregunté yo, admirando sin disimulo su cuerpo brillante por el sudor y aún trémulo por el reciente desenfreno.
  Aún sin palabras, se limitó a asentir, dando a entender que estaba bien. Más que sentarse, se había derrumbado frente a mí, a tan poco distancia de mi cipote erecto que podría haberlo tocado alargando el brazo. Abrió los ojos y al reparar en la situación cerró las piernas en un gesto de pudor tan instintivo como absurdo, teniendo en cuenta lo ocurrido minutos antes. Además de en mi desnudez, sus ojos repararon en las tetas de su suegra, cuyo insolente tamaño hacía imposible ignorarlas más de un segundo. Nos miró a ambos con una ceja levantada y al fin consiguió articular palabra.
  —¿Qué hacéis vosotros dos, eh? —preguntó, en tono de sarcástica sospecha.
  Mi pechugona compañera de asiento dio un respingo e intentó taparse las mamellas cruzando los brazos, gesto que solo consiguió ocultar los pezones y apretarlas una contra la otra, evidenciando aún más su tamaño. Por supuesto, las también redondeadas y carnosas mejillas se encendieron con el encantador rubor que tan bien conocemos.
  —Na-nada, hija... Estábamos... eh...
  —¡Ja ja! ¿Que crees que hacíamos? —dije, socarrón, saliendo al rescate—. Solo mirábamos el espectáculo y nos entró calor.
  La inconfundible risa de Doña Paz interrumpió el breve debate. Se había sentado al borde de la tumbona con las piernas cruzadas, la derecha empapada desde los dedos de los pies hasta casi la rodilla por los abundantes flujos de mi madre, quien la miraba con una mezcla de fascinación y respeto. La melena rubia le caía sobre los hombros, los ojos azules brillaban y los distinguidos pómulos mostraban un sutil tono rosado. Durante unos segundos los tres la miramos, como si esperásemos instrucciones, concediéndole el liderazgo de forma inconsciente, quizá por el clasismo interiorizado y acomplejado de la clase obrera y la gente de pueblo.
  Ella por supuesto aceptó de buen grado su posición, a la que estaba más que acostumbrada desde su privilegiado nacimiento. Se puso en pie, regalándonos otra sublime estampa de soberbia desnudez, y se plantó frente a mi abuela, con el peso del cuerpo apoyado en la misma pierna que había sido protagonista de la escena anterior y una mano apoyada en la sutil curva de su cadera. Le bastó sujetarla afectuosamente por el brazo para hacer que se pusiera de pie y sus bocas se devoraron mutuamente como habían hecho en el dormitorio mientras las espiábamos.
  Solo que esta vez sabían que tenían público, y cuando la pudorosa pelirroja reparó en ello interrumpió la danza de lenguas y bajó la mirada hacia su voluminoso pecho, aplastado contra el de su amiga. Balbuceó algo en tono inaudible, interrumpida por una caricia en la espalda que la hizo estremecerse. La hábil mano de la invitada se deslizó hasta la zona lumbar, aun cubierta por el elástico tejido del bañador.
  —Vamos, querida. Quítate esta prenda húmeda de una vez —dijo Paz, combinando en su voz la dulzura con una sutil dosis de autoridad.
  De nuevo Felisa intentó hablar, sin éxito. No sabía dónde mirar, consciente de que mi madre y yo observábamos con intensidad cada uno de sus gestos, expectantes. Incapaz de reaccionar, adoptó la actitud pasiva de una enorme y exuberante muñeca, dejándose hacer. Las manos de su acaudalada amante no tardaron en despojarla de la prenda que ella misma le había regalado, y el caro bañador quedó colgando al final de su brazo extendido, como si esperase que una criada se acercase a cogerlo. Fue mi madre quien sin pensarlo dos veces adoptó ese rol y colocó el traje de baño en el respaldo de una silla, la misma que su suegra ocupase durante la cena. Tras regresar volvió a sentarse en el suelo, cerca de mí pero sin apartar la mirada de la jefa, quizá esperando nuevas órdenes, pero su reciente objeto de adoración solo le dedicó una breve sonrisa de aprobación antes de concentrase en besar y acariciar a mi abuela, quien se mostraba cada vez más receptiva y menos cohibida por la situación.
  Debo reconocer que en esos momentos mi orgullo masculino se removía incómodo en algún lugar entre la parte más primitiva de mi cerebro y mis testículos, menoscabado por el matriarcado sáfico instaurado sin esfuerzo por nuestra rubia invitada. Obviamente, no me sorprendió que Doña Paz se pusiera al mando de su supuesto “experimento”, ni que subyugase a la ingenua anfitriona. Lo que más me molestaba era la actitud de mi madre, un mujer orgullosa y con personalidad, reducida de pronto a perrita obediente por la millonaria de la que poco antes se burlaba espoleada por su conciencia de clase. 
  Temía convertirme en mero espectador y terminar la velada habiendo recibido solo una mamada submarina, por otra parte sublime y algo con lo que semanas antes solo habría podido soñar. Mi instinto me urgía a intervenir, a demostrar que había un macho en escena y no solamente tres féminas explorando sus cuerpos como si protagonizasen un vídeo didáctico para feministas dispuestas a prescindir de la masculinidad tóxica del patriarcado y cogerle el gusto a eso de comerse los coños. Como ya sabéis yo no era especialmente machista, e incluso ese mismo día no había tenido demasiados reparos en jugar con el bonito pene de una chica transexual, pero al fin y al cabo era un joven a principios de los noventa, criado en una época en la cual te llamaban “calzonazos” si ayudabas a tu esposa en las tareas domésticas y aún tenían gracia las películas de Pajares y Esteso.
  También debía ser prudente, pues en mi último arrebato de dominancia masculina le había hecho daño a mi querida abuela tras comportarme de forma ridícula y destrozarle un vestido. El abuso vinícola cometido contra mi tía Bárbara no me causaba gran remordimiento, ya que, en mi opinión, solo era un merecido castigo a su soberbia. Por otra parte, mi prolongada erección comenzaba a resultar dolorosa, palpitando entre mis muslos como un organismo simbiótico que quisiera independizarse de mi cuerpo para saciar su instinto depredador. Ya he aclarado en alguna ocasión que el tónico no aumentaba el tamaño del miembro, pero provocaba erecciones tan prolongadas y férreas que a veces podía dar esa impresión, distorsionada además la percepción por el estado de lascivia ingobernable que era su principal efecto. Y en ese momento me daba la impresión de estar mejor armado que un destructor de la marina norteamericana. Al mirar mi incansable cipote, me parecía varios centímetros más largo de lo habitual y también más grueso, con las venas marcadas a lo largo del rígido tronco y una amenazante cabeza que segregaba suficiente cantidad de lubricante preseminal como para engrasar los motores del antes citado destructor.
  Sabía que no era del todo cierto, pero aún así mi pecho se hinchó de orgullo ante mi pletórica herramienta. ¿Como podían resistirse esas tres hembras en celo al deseo de sentirlo dentro de sus cuerpos? Por mucho que esa noche estuviesen entregadas a pasatiempos lésbicos, yo sabía por experiencia lo mucho que las tres disfrutaban con una buena verga. Por un segundo eché de menos a mi tía Barbi. A ella podría haberla agarrado del pelo, sin miramiento alguno, obligarla a abrir la boca y metérsela hasta que mis huevos golpeasen su barbilla, cosa impensable con las tres mujeres allí presentes. Si hacía algo semejante me arriesgaba al destierro sexual durante el resto de la noche, a un enfado que podría durar meses y probablemente a una paliza.
  Mientras pensaba, a duras penas, como aliviar la presión en mi sala de calderas, mis acompañantes continuaban echando leña al fuego. Doña Paz había hecho sentarse a su ruborosa amante en la misma tumbona que yo ocupaba, tan cerca que al abrir las piernas su rodilla tocaba mi pierna. La desmelenada rubia estaba en cuclillas, postura que acentuaba la musculatura de sus piernas y glúteos, y dos largos dedos de su mano derecha estimulaban el sexo de la pelirroja con movimientos  diestros y pausados. La otra mano se deslizaba por distintas zonas del formidable cuerpo y su boca de finos labios perdía poco a poco su proverbial elegancia para abandonarse a una espontánea y franca impudicia en forma de húmedos lametones, ruidosas succiones e inofensivos mordiscos que se centraban sobre todo en el cuello y en los pechazos de su compañera. La escena me dejó claro que el deseo (tal vez el amor) de mi jefa hacia mi abuela era genuino y no solamente un malicioso divertimento a costa de una inocente pueblerina.
  Cuando conseguí desviar un segundo la vista de las dos señoras vi que mi madre continuaba arrodillada en el suelo, más cerca que antes de la concurrida tumbona, tanto que su hombro derecho rozaba también una de mis piernas. Su encantador rostro revelaba que el reciente e intenso orgasmo no había aplacado ni por asomo el efecto del tónico, que no hacia sino intensificar y desinhibir su natural libido, últimamente casi tan exacerbada como la mía. La sonrisa asimétrica había adquirido esa curva enigmática que a veces me resultaba arrebatadora y a veces me inquietaba (o ambas cosas a la vez) y sus ojos brillaban al observar de forma obsesiva cómo sus dos amigas se abandonaban a los placeres lésbicos que ella misma acababa de descubrir.
  Sin embargo, su atención ya no estaba centrada en las extremidades inferiores de Paz, su objeto de culto minutos antes, sino en las titánicas mamellas de su suegra. Esos pálidos monumentos a la maternidad que en aquel momento recibían la adoración de una millonaria sin hijos, y que tal vez no había sido amamantada a juzgar por la avidez con que succionaba los gruesos pezones, hundía sus dedos en los mullidos volúmenes o lamía esas suaves redondeces cuyo sabor yo conocía tan bien. Cuando vi a mamá relamerse, acompañado el breve movimiento de la lengua por el nervioso aleteo de sus pestañas, me olvidé por el momento de mi orgullo varonil y quise comprobar hacia dónde podría conducir aquello. 
  Nadie había dicho una sola palabra durante un buen rato. Mi abuela solamente suspiraba, gemía suavemente o apenas murmuraba palabras ininteligibles. La ex-alcaldesa tenía la boca ocupada provocando los susodichos suspiros, al igual que su mano, cada vez más húmeda por los fluidos que ya mojaban la entrepierna de su compañera. La cabeza de mi madre estaba cerca de mi rodilla, y por lo tanto también de mi tremenda erección. Me molestó un poco que la ignorase, pero la felación acuática le había hecho ganar muchos puntos y tardaría mucho tiempo en ser capaz de reprocharle algo. Con cautela, como si me acercara a un cervatillo en el bosque, le acaricié la cara y le coloqué el corto flequillo que el sudor de la reciente actividad física le había pegado a la frente. Me miró, esforzándose por apartar la vista del atrayente tetamen, y me sonrió con la mezcla de dulzura y malicia que me produjo una ardiente sensación desde las mejillas hasta la entrepierna, pasando por un corazón que latía a un ritmo que no habría desentonado en un tema de “speed metal”. Me incliné para susurrarle al oído, pues no quería perturbar la atmósfera que envolvía aquel rectángulo de césped bañado en el peculiar y onírico halo de mis luces colgantes, una burbuja al margen del mundo ordinario, colmada de excitación y al mismo tiempo extrañamente serena.
  —¿No quieres tocarlas? —dije.
  Levantó una ceja, su sonrisa se volvió irónica y pude ver como sus pequeñas manos, apoyadas cerca de las rodillas, apretaban su propia piel, tersa y bronceada. Los ojos, inquietos, se debatían entre el rostro de su hijo y los voluminosos atributos de su suegra.
  —No... no digas tonterías —dijo al fin, vacilante.
  —Vamos... Se que te mueres de ganas. Las miras como mirabas antes las piernas de Doña Paz —la incité—. Por cierto... ¿y eso de chuparle los pies? No me lo esperaba pero me ha puesto...
  Me interrumpió con un doloroso pellizco en el muslo y frunció el ceño.
  —Oye, ni una palabra de eso a nadie, ¿entendido? 
  —Descuida. Pero no tienes por qué avergonzarte, mami. Solo nos estamos divirtiendo, ¿no? 
  Su expresión se suavizó y frotó con la palma de la mano el lugar donde me había pellizcado. Noté leves temblores en la tumbona bajo mi culo desnudo y miré hacia mi derecha.
  —Y hablando de divertirse, estas dos no pierden el tiempo —comenté, al ver lo que sucedía.
  Sin dejar de sobarle las tetas con ambas manos, Paz tenía enterrado su aristocrático rostro entre los muslazos de su querida Feli, quien se había abierto de piernas, desterrado ya cualquier atisbo de pudor, apoyando en el césped la punta de los pies, postura cuya tensión aportaba a sus piernazas de campesina poderosas siluetas fruto de los fuertes músculos ocultos bajo la tierna superficie. Con los codos apoyados en el fino colchón, la anchura de la tumbona no bastaba para dar apoyo a la totalidad de sus nalgas, y adelantaba cada vez más las caderas, adoptando una postura en la que sus pechos quedaban expuestos, desparramados sobre su torso casi como si estuviese tumbada bocarriba, una visión que habría hecho arrodillarse y rezar a cualquier amante de las tetas grandes.
  Por su parte, la rubia la ayudaba a mantener la postura sosteniendo sus muslos, a ratos trémulos por la impecable atención oral que estaba recibiendo. Mi jefa degustaba la carnosa vagina coronada por vello anaranjado con la maestría de quien ha comido más almejas que una nutria, y observé con admiración los movimientos de su larga y fina lengua. Mi abuela suspiraba y gemía, entregada ya por completo al juego, experimento, catarsis o lo que fuese aquello. De vez en cuando miraba durante un segundo a su nuera y su nieto, y al no ver en nuestras expresiones rastro alguno de desaprobación o incomodidad volvía a abandonarse al placer que le regalaba su invitada.
  Mi madre miraba las descaradas ubres, entre la admiración y la duda, sin perder detalle de las subidas y bajadas que provocaba la respiración de la pelirroja. Estaba seguro de que era el parentesco, aunque no fuese de sangre, lo que le impedía pasar a la acción como había hecho con las piernas de Paz. Según la extraña y febril lógica que gobernaba su cabecita en ese momento, chuparle los pies a una desconocida era aceptable pero catar los melones de su suegra era ir demasiado lejos. Una curiosa inhibición para una mujer que poco antes se había tragado el semen de su propio hijo.
  Para demostrarle que ese iba a ser la noche en que todos los tabúes serían obliterados, me giré hacia la pareja de maduras amantes, acaricié con la mano izquierda la rodilla de mi abuela y con la derecha apreté la parte inferior de una de sus tetazas, la amasé despacio y mis dedos jugaron con el pezón rosado. La propietaria de dicha protuberancia tardó unos segundos en caer en la cuenta de que su nieto la estaba manoseando, como tantas veces había hecho, pero esta vez delante de su nuera.
  Los ojos verdes, rodeados de piel pecosa y arrebolada, se clavaron en los míos y los labios se movieron de forma parecida a cuando pronunciaban mi nombre, pero la hábil lengua de Doña Paz apenas le permitía articular palabra. Le guiñé un ojo y tras un instante de duda me respondió con una tímida sonrisa. Sobra decir que la sensación suave, cálida y blandita de ese almohadón natural contra mi mano envió oleadas de calor por todo mi cuerpo y tuve que respirar hondo antes de girarme hacia mi madre, quien observaba mi maniobra con una ceja levantada y una expresión de sarcasmo maternal que pude leer sin problema: “Te saliste con la tuya, ¿eh, pervertido? Te morías por tocárselas y al fin lo conseguiste.”
  —¿Lo ves? No pasa nada —le dije, esta ve sin molestarme en bajar demasiado la voz—. Vamos, mami, tócale tú la otra. Lo estás deseando.
  La más joven de las tres mujeres estudió la situación unos segundos, mordiéndose el labio y tamborileando con los dedos en sus propios muslos. Sus ojos color miel contemplaban una escena que nunca habrían imaginado contemplar. Su hijo acariciaba el muslo y el pecho de su abuela, quien suspiraba y se estremecía mientras una peculiar millonaria le succionaba el clítoris mientras le introducía los dedos en un chorreante coño.  
  —A la mierda... ¿Por qué no? —dijo al fin, como si la hubiesen convencido para saltarse la dieta ofreciéndole un suculento pastel de nata coronado por una guinda.
  Se levantó, resuelta, y brincó alrededor de las amantes para sentarse en el poco espacio libre de la tumbona, justo junto al tentador seno derecho de su suegra, el cual miró mientras se humedecía los labios. La teta era más grande que su cabeza, y cuando la acarició, con cautela, la piel de su pequeña mano parecía aún más morena en comparación con la pecosa palidez de la pelirroja.
  —¿No... no te importa, verdad Feli? —preguntó.
  —Claro que no, hija... Claro que no —dijo Feli, con toda la dulzura que le permitía su agitada respiración.
  Mi madre no vaciló más, y se lanzó a un festín mamario como nunca se ha visto. Estrujaba y amasaba, palpaba y acariciaba aquí y allá, como una chiquilla con un juguete nuevo de tan impecable factura que le producía satisfacción solo el hecho de tenerlo entre las manos. Y a las manos le siguió la boca, que besó, lamió y chupó. Verla enganchada al grueso pezón, cual cachorra siento amamanta por una enorme y hermosa mamífera, me excitaba tanto que solo podía mirarla, olvidando que yo mismo tenía al alcance de la boca el mismo manjar. 
  —Mmm... Feli... Ojalá fueses mi madre de verdad... —murmuró la cachorrilla, dejando unos segundos la fingida lactancia.
  Mi abuela sonrió, ya pesar del poco margen de maniobra que le permitía su postura, consiguió mover una de sus manos para acariciar primero la espalda y después el corto cabello de su querida nuera. La ternura del gesto fue interrumpida por un espasmo de placer acompañado de un largo gemido, pues entre sus muslos Doña Paz la estaba llevando poco a poco a un inevitable orgasmo. Para contribuir a la causa, me uní a la succión pezonil y al magreo mamario, con lo cual la buena de Felisa se encontró con tres bocas ávidas y seis manos dedicadas a darle placer.
  —Virgen Santa... qué locura... Jesús bendito... ainss... —trataba de exclamar con su voz aguda entrecortada.
  Hubo un momento en que mis ojos y los de mi madre se encontraron sobre las tetazas, ambos chupando y sobando nuestra respectiva ubre, y sin decir palabra nos sonreímos con toda la complicidad que habíamos desarrollado en las últimas semanas. A pesar de que mis neuronas hervían en un caldero de lascivia un pensamiento medianamente lúcido parpadeó un instante en mi cerebro: ¿Qué éramos exactamente? Madre e hijo. Amantes. Amigos. Pareja. Enamorados. ¿Qué faceta de nuestra relación pesaba más y cual terminaría por imponerse?
  La fugaz reflexión duró poco pues bajo nuestras barbillas tuvo lugar un terremoto. El corpachón de nuestra bien atendida anfitriona comenzó a estremecerse y contorsionarse como si Paz le estuviese administrando descargas eléctricas dentro del coño. Desde mi posición solo podía ver los ojos entrecerrados de la rubia tras la bien recortada mata de vello rojizo, pero escuchaba el rápido chapoteo que provocaban sus dedos y sonidos de succión. Mi madre no dejó de mamar,a garrándose a la bamboleante teta, pero yo me moví hasta colocar los labios junto a la oreja de mi abuela, quien, totalmente desinhibida, no se corría reprimiendo sus gemidos como de costumbre sino que invocaba a gritos a Dios, la virgen y otras criaturas celestiales.
  —Déjate de santos, joder... —susurré, castigándola con un pellizco en el pezón—. Habla sucio, di tacos, blasfema... como yo te enseñé... como a mi me gusta. Vamos... no te cortes. Se que en el fondo te encanta.
  El largo e intenso orgasmo la tenía fuera de sí, con los ojos casi en blanco y jadeando, temblando de pies a cabeza mientras una inusitada cantidad de flujos para una mujer de su edad salpicaba el césped y el rostro de paz, encantada de recibirlos dentro de su boca y saboreándolos como si fuese el más selecto de los vinos. Aún así, mis órdenes calaron en la voluntad de mi extasiada abuela, quien cambió de repente el estilo de sus sinceras exclamaciones.
  —Di-dios... ¡Jodeeer! ¡Hostia... putaaa! —gritó, comenzando ya a quedarse afónica—. No paréis... por favor... ¡Aaahg... me cago... en Dios! 
  Su sorprendida nuera levantó la cabeza, con los labios húmedos y un fino hilo de saliva entre su barbilla y el rosado pezón que mamaba con deleite, y la miró con una divertida mueca.
  —¡Pero Feli, qué barbaridad! Vamos a tener que lavarte esa boca con jabón —se burló, con ambas manos aún agarradas a la inmensa teta.
  Ajena a todo, la malhablada Feli continuó navegando las agitadas aguas del clímax hasta que sus temblores se hicieron más leves y espaciados. Las exclamaciones y gemidos dieron paso a profundos jadeos y después a la respiración propia de quien acaba de correr una maratón. Agotada y con la mirada perdida, se incorporó y se dejó caer hacia adelante, clavando las rodillas en el mullido césped. Fue recibida por su rubia amante, quien tenía el rostro, cuello y pecho empapados, y la sostuvo con un cálido abrazo, cubriéndola de besos mientras la ayudaba a tumbarse.
  —¿Te ha gustado, querida? —preguntó mi jefa, aunque la respuesta era obvia.
  —Ains... Qué locura, hija... qué locura.
  Sentí una leve punzada de celos al escuchar a mi abuela usar la característica expresión que solía usar después de follar conmigo, pero pasó pronto, ya que mi calentura había llegado a un punto insostenible y si no usaba pronto mi gruesa llave en alguna de las cerraduras disponibles tendría que agitar el llavero para aliviarme (o sea, hacerme una paja. No he trabajado mucho esa metáfora.)
  Mi compañera de lactancia y yo nos quedamos sentados en la tumbona mientras las dos maduras discípulas de Safo se hacían carantoñas y murmuraban tumbadas en la refrescante hierba. Mi madre redujo la escasa distancia que nos separaba hasta que nuestros hombros se tocaron y me habló al oído, segura de que no nos escuchaban.
  —Vaya con la Feli... Bollera a estas alturas. Quién lo iba a decir —comentó.
  —Mira quién habla —dije, mirándola con malicia.
  Estiró el cuello hacia atrás para dedicarme una mirada de indignación, como si la hubiese acusado de un delito no muy grave pero indignante. Acto seguido, se encogió de hombros y suspiró.
  —Bueno... eso ha sido un arrebato que me ha dado. Y no vamos a volver a hablar del tema, ¿estamos?
  —¡Ja ja! Descuida, no le diré a nadie que te has corrido chupándole el pie a una ricachona.
  Frunció el ceño y pensé que iba a castigarme con uno de sus patentados pellizcos, pero en lugar de eso su sonrisa se dulcificó y rodeó mis hombros con un brazo, de forma que nuestros cuerpos desnudos se apretaron uno contra otro, y continuó susurrando a mi oído.
  —Tampoco se lo digas a nadie, pero chuparle la teta a tu abuela me ha puesto a cien —confesó.
  —Y a mí también, como puedes ver.
  Hice un gesto hacia mi verga, rígida como el bambú y apuntando hacia arriba en un ángulo que nunca había alcanzado. El presemen brillaba en la punta y mis huevos, de nuevo repletos de amor, descansaban sobre el colchón de la tumbona, húmedo debido a la reciente acción. Tras comprobar que nadie nos miraba, al fin mi madre se apiadó y agarró mi herramienta, moviendo muy despacio la mano arriba y abajo, lo que bastó para hacerme soltar un largo suspiro.
  —No se que me pasa esta noche, cariño... Nunca había estado tan caliente —confesó, antes de darme un largo beso cerca de la oreja. 
  Sus dedos recorrieron toda la longitud de mi tronco, acariciando sin apenas apretar. Entonces bajó aún más la voz, convirtiéndola en un susurro tan sutil que si la entendí fue más por nuestra telepatía maternofilial que por mi agudeza auditiva.
  —¿Sabes qué? Creo que tu jefa nos ha echado algo en el vino ese.
  La fundada sospecha de mamá me dejó paralizado unos interminables dos segundos, durante los cuales mi mente tuvo que ignorar la apabullante tormenta sexual que la incendiaba y romper un pequeño cristal para echar mano a las neuronas de emergencia, que no bastaron para replicar de forma tajante.
  —¿Que...? No... digas tonterías —conseguí decir, tras emitir un sonido ridículo.
  —No se yo... Ese sabor a regaliz es muy raro en un vino, diga ella lo que diga de cosechas y chorradas —continuó, sin dejar de juguetear con mi polla, lo cual no contribuía a permitirme pensar con claridad—. Y lo más extraño es que me resulta familiar... Como si lo hubiese probado antes.
  Sentí una gruesa gota de sudor resbalando por mi frente. Mi madre había detectado el sabor del tónico. Había subestimado tanto su paladar como su perspicacia, y si llegaba a atar cabos podría haber problemas. En mi defensa contaba con que nuestro primer “roce” había sucedido sin la intervención del brebaje, así como la mayoría de nuestros escarceos incestuosos. Pero aquella noche, cuando la invité a cenar, adulteré a traición su Bloody Mary con el potente afrodisíaco, lo cual propició que su propio hijo la penetrase por primera vez. Estaba seguro de que habríamos fornicado igualmente, tarde o temprano, sin la intervención del tónico, pero eso no borraba mi reprobable comportamiento.
   —Pues claro que lo has probado antes —dije, a duras penas—. Has comido regaliz muchas veces... ¿no?
  Ella se quedó pensativa un momento. La yema de su dedo corazón trazaba deliciosas espirales en mi glande, extendiendo el presemen hasta cubrirlo por completo con una brillante y resbaladiza pátina. Solo podía confiar en que su mente estuviese demasiado nublada por la cachondez, el alcohol y el mismo tónico como para darle más vueltas al asunto. De pronto di un respingo al notar el contacto de otra mano en mi muslo. Miré hacia abajo y vi el rostro de Doña Paz a un palmo del susodicho capullo lubricado, mirándome con una taimada sonrisa en sus finos y bonitos labios.
  De alguna forma (sumaremos “oído sobrehumano” a sus muchos talentos) había escuchado la conversación y había acudido en mi ayuda, aunque dudo mucho que a ella le importase demasiado la posible revelación de su “experimento”. Se había aproximado a la tumbona a gatas, por lo cual estaba a cuatro patas en el césped, una mano apoyada en mi muslo y otra en el de mi madre, quien la miraba entre sorprendida e intrigada. Mi jefa estaba más guapa que nunca, con sus generalmente duras facciones relajadas por la reciente actividad amatoria, una tranquila lascivia en sus ojos azules y desordenados mechones rubios enmarcando el conjunto.
  —Oh, lo siento. No me di cuenta de que conversabais. Siento interrumpir —se disculpó, con una actuación digna de un Óscar. 
  —Bah, no pasa nada —dijo mi madre. 
  Me alegró ver que había recuperado parte de su carácter habitual y ya no se comportaba de forma sumisa con la millonaria. Le hablaba con familiaridad y afecto, sin dejar de lado la admiración que para ser justos la interesante invitada se había ganado.
  —Descuida —añadí yo, aliviado por la interrupción.
  —La compañía de Felisa es sin duda magnética, pero he caído en la cuenta de que hemos descuidado al único invitado varón de nuestro deleitoso ágape —continuó, alternando su intensa mirada entre mi verga erecta y el rostro de mi madre, que al igual que yo encontraba encantador—. El pobre debe sentirse como Tántalo durante su tormento: hambriento y sediento pero sin poder probar el agua o los suculentos frutos cruelmente situados al alcance de su mano.
  —Eh... Ya ye digo. Como de costumbre me has quitado las palabras de la boca, jefa.
  La jefa celebró mi ocurrencia con una risa de cortesía a la que se unió mi madre, a pesar de no haber entendido la referencia mitológica previa. Ya os he mencionado que mi progenitora era una mujer inteligente y avispada, pero su cultura no era muy extensa, cosa que solucionaría en los años siguientes durante... En fin, no adelantemos acontecimientos y centrémonos en la noche de marras, probablemente la más digna de ser narrada de mi vida, incluyendo aquella en la que hubo secuestros, muertes y mutantes.
  Miré hacia mi abuela y la vi sentada en la hierba, a poca distancia de su culta amante, observándonos con curiosidad. Sus ojos verdes, tan cándidos y miopes como hermosos y llenos de vida se centraron unos segundos en los movimientos que la mano de su nuera realizaba en torno al rígido falo de su nieto, cosa que no pareció escandalizarla. Aunque no había desaparecido del todo, quedaba ya muy poco dentro de su imponente cuerpo de aquella pueblerina beata que consideraba el incesto un pecado mortal, y lo fácil que había resultado chuparle el pezón disparaba mi imaginación en torno a otras cosas que podrían ocurrir si continuaba explorando sus límites.
  —No te preocupes, Paz. Ya me estaba ocupando yo de... “desatormentarlo” un poco —dijo mi madre, quien no había dejado de acariciarme el cimbrel.
  —No te importará que te ayude, ¿verdad? Me gustaría agradecerle de forma adecuada la autoría intelectual de esta maravillosa velada —afirmó la rubia, acercando el rostro a mi entrepierna.
  —Quiere decir que lo de la cena fue idea mía —expliqué.
  —Lo he entendido, hijo. 
  Tras decir eso, mamá me castigó con un apretón de testículos que resultó más placentero que doloroso, y al quedar mi verga libre de sus dedos Doña Paz se lanzó al fin a mostrar su agradecimiento en forma de lametón ascendente. Pude notar el calor y humedad de su elocuente lengua subiendo hasta el frenillo, donde se detuvo para centrarse en el glande, duro cual casco de legionario romano e hinchado por la presión que mi madre ejercía en la base del tronco, haciendo que se marcasen también las azuladas venas y manteniéndola apuntando al cielo, cosa no del todo necesaria pues a esas alturas la tenia tan dura que si intentaban morderla se romperían los dientes.
  Pero nuestra invitada no tenía intención alguna de morder. Primero dedicó un buen rato a limpiar el abundante presemen, a base de lamer y succionar, sustituyéndolo por su cálida saliva. Incapaz de hacer otra cosa, yo permanecía inmóvil, apretando con los dedos el fino colchón de la tumbona cada vez que un estremecimiento de placer recorría mi cuerpo. Cuando juzgó que mi herramienta estaba lo bastante lubricada, Paz la dejó entrar en su boca, primero hasta la mitad y poco a poco bajando hasta que su barbilla rozaba la mano de mi madre, que continuaba con sus caricias en las raíces del carnoso árbol. 
  Mientras la rubia se apartaba el pelo de la cara para obsequiarme con una sublime mamada, pausada pero enérgica, mi abuela la observaba con sus propios labios entreabiertos y reparé en que estaba un poco más cerca de nosotros que antes, con el rubor característico adornando sus mejillas y las enormes tetas de nuevo animadas por el vaivén de su respiración. Mi madre, cuya cabeza estaba casi pegada a la mía, observaba la felación con una sonrisa en la que detecté un lascivo orgullo materno. Estaba permitiendo a otra mujer disfrutar de algo que ella misma había creado y que le pertenecía. En ese momento se sentía superior a la ilustrada millonaria y sentí su pecho hincharse junto al mío. Puede que ella tuviese dinero, mansiones y criados, pero su vientre no había engendrado a un amante capaz de darle más placer que cualquier otro hombre sobre la faz de la tierra.
  —No me extraña que te guste tanto tu trabajo, cielo. Con una jefa que te trata tan bien... —dijo mi creadora, en un tono irónico que obviamente iba dirigido a la mujer que me lustraba el sable.
  —Bueno... El sueldo tampoco... está mal —conseguí bromear, aunque me costaba colocar una palabra detrás de otra.
  —No pienses que suelo incurrir en el manido cliché de la señora y el chófer, tan explotado por la pornografía y el erotismo popular—dijo Doña Paz, pausando la acción mamatoria y levantando su afilada mirada—. Pero entre este joven y yo ha surgido una inesperada afinidad que trasciende lo puramente profesional, y en una noche como esta, en la que además todos nos movemos en los límites de cualquier convención social, no lo considero un simple empleado.
  —Quiere decir que... somos amigos, mami —aclaré.
  —Lo he entendido, listillo —aclaró a su vez la aludida, para acto seguido dirigirse a mi jefa en tono socarrón—. Y usted, marquesa, menos hablar y más chupar. Mi hombrecito trabaja mucho y merece relajarse, ¿no es cierto?
  La marquesa soltó una breve risa nasal y obedeció sin rechistar, cosa que ensanchó la insolente sonrisa de mi madre. Noté que su actitud cambiaba poco a poco. Si al principio el tónico la había sumido en un estado de cachondez idiotizante cercana a un trance, ahora se la veía más espabilada y resuelta, dispuesta a disputarle el liderazgo a la advenediza que en ese momento tenía más de la mitad de mi verga dentro de su distinguida boca.
  Ya fuese para marcar su territorio o simplemente porque se moría de ganas, mi madre se arrodilló también en la hierba y se unió sin pedir permiso a el solo de flauta, convirtiéndolo en un dúo celestial. Mientras Paz continuaba ocupándose de la mitad superior del instrumento, la nueva intérprete comenzó a lamer los huevos y la mitad inferior, acariciando con una mano mi muslo y con la otra la espalda de su nueva amiga, demostrando que una mujer de clase obrera y una millonaria pueden llevarse bien y colaborar de buena gana siempre y cuando ambas quieran saborear el mismo pene. 
  El éxtasis al que me estaban conduciendo no me impidió reparar en la tercera mujer de la escena, que se había llevado una mano a la boca y otra al pecho al contemplar por primera vez la transgresión del tabú maternofilial entre su nuera y su nieto. También observé que se había acercado aún más, arrodillada en la hierba, con las amplias nalgas apoyadas en los talones, tan cerca de las otras dos hembras que sin duda podrían sentir el calor emanado por su desbordante cuerpo. Bajo la irreal luz circundante, encarnaba a una antigua y pecosa diosa de las cosechas, surgida de la húmeda tierra para sorprenderse ante la osada concupiscencia de los mortales.
  Su nuera percibió la apabullante presencia a sus espaldas (más bien a sus nalgas, ya que estaba a cuatro patas) y dejó de lamer mis repletos sacos de semillas para girarse hacia la pródiga anfitriona, a quien dedicó una sonrisa donde la lascivia y la ternura se entrelazaban a la perfección. Nunca dejaba y nunca dejará de maravillarme la expresividad de esos finos labios, la cantidad de matices y emociones dibujados en su atractiva asimetría. Los de mi abuela, más carnosos y francos, se apretaron como si la hubiesen sorprendido espiando a Edipo y Yocasta escondida tras una columna. Sus ojos verdes no sabían a dónde mirar y, ajena al suspense familiar, la rubia embajadora de Lesbos traicionaba de buen grado las enseñanzas sáficas chupando con deleite el duro trozo de carne que se había convertido de repente en el protagonista de la función.
  —Venga Feli, acércate —le dijo mamá—. No te irá entrar la vergüenza ahora, ¿no?
  Dicho esto se incorporó, pasó el brazo moreno por las pálidas caderas de su suegra y sembró su mejilla de tiernos besos hasta toparse con los labios rosados, cuya resistencia venció en pocos segundos. Incluso después de todo lo que ya había contemplado esa noche me quedé con la boca abierta cuando vi besarse con lengua a las dos mujeres, las dos personas a las que más amaba en el mundo, ambas con los ojos cerrados y prodigándose pausadas caricias, suegra y nuera sobre el papel pero madre e hija en sus corazones. Y mientras compartían saliva la hija condujo sutilmente a la madre hacia adelante, colocándola entre mis piernas abiertas y frente a el impaciente cipote que palpitaba expectante.
  Doña Paz, por primera vez desde que la conocía, hizo un alarde de humildad y se hizo a un lado, dejando a su tímida amante frente a frente con mi bestia de un solo ojo. Todos intercambiamos miradas expectantes. Habíamos llegado a un punto crucial en el desarrollo de los acontecimientos. Mi abuela era la única que aún conservaba un ápice de escrúpulos morales, mientras que los demás ya habíamos desechado cualquier clase de inhibición.
  Muy despacio, la mano de la pelirroja acarició el vientre de la rígida serpiente, rozando con la punta de los dedos la sensible piel. Esas manos capaces de arrancar malas hierbas sin esfuerzo, cortar leña o matar a un lechón, pero también de mostrar una delicadeza incomparable. Levantó la vista y nuestras miradas se encontraron. Sobra decir que sus mejillas eran dos manzanas maduras y podía notar su agitada respiración en mis muslos, ya que no podía evitar rozarlos con sus tetazas.
  —Vamos... No pasa nada —la animé. Intenté no mostrarme demasiado ansioso, por si despertaba los celos de mi imprevisible madre—. ¿No quieres probarla? Nadie se va a enterar, te lo prometo.
  Ella asintió, sonrió con timidez y comenzó a bajar la cabeza ante la expresión satisfecha de las otras dos mujeres. Me sorprendió la actuación de mi abuela, su forma de fingir que era la primera vez que su boca y mi verga iban a encontrarse cuando ya lo habían hecho tantas veces. De nuevo solté un profundo suspiro de alivio cuando sentí el familiar tacto de sus labios en torno a mi glande y la calidez de su lengua lamiendo el frenillo. De soslayo, pude ver a mi madre levantar una ceja, sorprendida a pesar de que ella misma la había animado a traspasar esa frontera. 
  La mamada empezó lenta y cautelosa, como si fuese una doncella inexperta y temiese hacerme daño, pero muy pronto el ardiente instinto de Doña Felisa se impuso al recato y desarrolló su técnica feladora habitual, la cual como ya sabéis era sorprendentemente efusiva y obscena. Se la tragaba entera, conteniendo alguna insignificante arcada, y muy pronto su saliva espesa chorreaba hasta la hierba tras empapar mis pelotas. Los sonidos de succión, sorbetones y ansiosos jadeos pronto se impusieron al canto de los grillos y el leve rumor de la brisa entre las hojas de los árboles.
  —Pero Feli, qué barbaridad... Quien lo hubiese dicho —dijo mi madre, bromeando pero sorprendida de veras ante el despliegue oral de quien a efectos legales aún era su suegra.
  —No cabe duda de que en esta encantadora familia abundan los talentos ocultos y los... apetitos inesperados —apuntó Doña Paz, y dedicó una traviesa mirada a la mujercita que poco antes había devorado su pie con inesperada avidez.
  Ajena a los comentarios, mi abuela continuaba usando esa boca que, en público, solo usaba para darme castos besos en la mejilla. Su habilidad se sumaba a el hecho de que sabía muy bien lo que me gustaba, y añadía al baboso guarreo la información recopilada durante anteriores mamadas, pues no escatimaba en esfuerzo físico o mental para satisfacer a su querido nieto. 
  Al cabo de unos minutos observando embobado su rostro y los húmedos embates de los labios rosados mi atención fue captada por el prieto canalillo que, en segundo plano, recibía gruesos goterones de saliva. De repente sentí la necesidad de sentir alrededor de mi verga el acogedor refugio oculto entre las dos montañas. Sabía que esa noche terminaría tarde o temprano y quería gozar de todo cuanto estuviese a mi alcance. La agarré por los brazos y tiré un poco hacia arriba, solo para indicarle mis deseos sin forzarla, casi incapaz de articular una frase coherente.
  —Las tetas... Por favor, házmelo... con las tetas —conseguí decir.
  Ella detuvo los enérgicos vaivenes de su cabeza y me miró unos segundos, las mejillas empapadas por la mezcla de babas y lágrimas, pues me había entregado su garganta hasta ese punto que en otras mujeres provoca riachuelos negros de maquillaje, artificio que muy rara vez usaba aquel prodigio genético con el que estaba milagrosamente emparentado. No me sorprendió que mirase a mi madre con timidez, como si le pidiese permiso, y debió concedérselo con un gesto que no pude ver, ya que solo tenía ojos para sus pechos.
  Se irguió un poco y levantándolas con ambas manos colocó sus tetazas sobre mis muslos, para acto seguido empujarlas una contra la otra y atrapar entre ambas a mi firme soldado, que esperaba como un montañés observando una avalancha de nieve con anhelo en lugar de miedo. Abrí más las piernas y me removí en el húmedo asiento, entregándome a una de las sensaciones más agradables que jamás he conocido. Consciente del placer que me estaba obsequiando, mi abuela no perdió el tiempo y usó sus dos repletos odres para masturbarme con expresión concentrada, como si las dos espectadoras y yo mismo fuésemos a puntuar su actuación.
  Muy pronto comencé a acompañar las subidas y bajadas del monumental pechamen moviendo las caderas, follándome sin pudor los pechos que habían amamantado a mi padre hacía ya tanto tiempo y que con el paso de los años, lejos de deteriorarse, habían ganado en tamaño y belleza. Doña Paz nos observaba tranquila y satisfecha, acariciando distraídamente el carnoso muslo de su amiga, mientras mi madre contemplaba boquiabierta (algo muy raro en ella) la magistral y entusiasta forma en que su suegra usaba esos atributos femeninos de los que ella carecía. Sin embargo no había envidia en sus ojos, solo sincera admiración y deseo.
  —Uff, joder Feli... Me gustaría tener polla solo para que me hicieras eso.
  —Ay, hija... qué ocurrencias... tienes —dijo Feli, tras soltar una risita y sin interrumpir la sublime paja mamaria.
  Por un momento mi delirante cerebro construyó la imagen de mamá con un pene entre las piernas, muy parecido al de Victoria pero más moreno, acorde a la paleta de colores de su propietaria. La extraña fantasía se esfumó cuando noté su mano acariciándome la espalda y sus labios en el cuello. Nuestras lengua se encontraron y olvidé por completo las tórridas posibilidades que ofrecía una noche con tres mujeres a mi disposición. Solo quería unirme de nuevo a la mujer que me había llevado en su cálido vientre.
  La brisa nocturna refrescó mi candente verga cuando los pechos de la anfitriona la liberaron de su gozoso cautiverio. La situación cambió con naturalidad y fluidez, sin necesidad de palabras, con la complicidad de cuatro mentes unidas por la lujuria. Aún sentados en la tumbona, mi madre y yo nos fundimos en un abrazo donde la ternura y la impudicia se mezclaban en perfecta armonía, al igual que nuestra saliva y el sudor en nuestra piel a pesar de la agradable temperatura. De reojo pude ver a nuestra rubia invitada retozando en la hierba con su amante pelirroja, muy cerca de nosotros y al mismo tiempo en otro universo, pues ya solo me interesaba la mujer cuyo menudo e inquieto cuerpo se frotaba contra el mío.
  —Mmm, mami... Te quiero —le susurré al oído, por si quedaba alguna duda.
  —Y yo a ti, idiota. Venga, fóllame de una vez... ¿O te da vergüenza hacerlo delante de la abuelita? —bromeó, con la voz agitada por la excitación.
  —En absoluto —respondí—. Pero a lo mejor prefieres el pie de tu amiga la millonaria.
  Reaccionó a mi chanza con un gracioso gruñido y acercó los dedos a mi costado. Me preparé para uno de sus dolorosos pellizcos pero el gesto se transformó en una caricia que llevó su mano hasta mi hombro, donde sus uñas se clavaron al tiempo que su otra mano comprobaba la dureza de mi verga, tan insólita que hizo un gesto de sorpresa.
  —Joder, cómo te ha dejado La Feli... ¿Te duele, cielo? —preguntó, entre la burla y la sincera preocupación maternal.
  —Un poco... La noto como si fuese hierro al rojo vivo —dije, exagerando un poco los efectos del tónico sobre mi herramienta— ¿Te da miedo?
  —¡Ja ja! ¿Miedo? Ahora verás, niñato...
  Entornó los ojos y su sonrisa se convirtió en la de una lasciva faunesa del bosque mientras su cuerpo entrenado a base de aeróbic y tareas domésticas se encaramaba a la tumbona, colocando los pies a ambos lados de mis caderas, con las piernas flexionadas y las manos en mis hombros, de forma que el suave vientre de mi serpiente quedó rozando su bien recortado vello púbico. Ni siquiera iba a necesitar orientarla con la mano. Se elevó unos centímetros al tiempo que se balanceaba lentamente y sentí en el glande el intenso calor de su sexo. Ya solo tenía que dejarse caer y se empalaría en mi estaca como un bloque de mantequilla sobre un cuchillo caliente. A pesar de todas las veces que lo habíamos hecho, intuíamos que el de esa noche iba a ser el polvo más salvaje hasta el momento, y aunque teníamos compañía nunca nos habíamos sentido tan libres, sin nada que ocultar.
  Entonces se quedó muy quieta. Miró hacia su derecha, con los ojos entornados y una expresión de extrañeza en el bonito rostro iluminado de forma dramática por la cálida luz de las bombillas colgantes. Miraba hacia la zona oscura donde terminaba la parcela y comenzaba el terreno agreste, plagado de arbustos, árboles y oscuridad. Una tierra sin dueño que me gustaba explorar cuando era pequeño, frontera entre las relativamente civilizadas afueras del pueblo y el puro monte.
  —¿Escuchas eso? —preguntó mi compañera, más molesta por la interrupción que asustada.
  Escuché un rumor de hierba pisoteada y crujidos que se acercaba a gran velocidad. Sentí la vibración en las plantas de los pies y en la tumbona, como un pequeño seísmo. Miré al lugar donde retozaban las dos maduras amantes. Mi abuela estaba despatarrada en la hierba, sus pálidos muslazos muy abiertos mientras nuestra invitada le comía el coño con calma. La rubia melena de mi jefa se agitó cuando levantó de golpe la cabeza y miró en la misma dirección que mamá y yo, pues en el silencio de la noche el misterioso ruido se estaba transformando en un estruendo creciente.
  Todo sucedió en cuestión de segundos, sin dejarnos tiempo para reaccionar. Una gran silueta oscura irrumpió en nuestro paraíso de libertinaje, derribó uno de los delgados árboles cercanos a la piscina y arrastró el cableado del que colgaban mis cuidadosamente colocadas bombillas, sumiendo la escena en una confusión de destellos y sombras frenéticas. En su trayectoria, la mole empujó a mi abuela mientras trataba de ponerse en pie, enviándola a rodar por el césped entre agudos chillidos. Paz consiguió esquivarla gracias a sus entrenados reflejos y continuó hacia adelante.
  Mi madre saltó al suelo pero no tuvo tiempo de echar a correr y fue derribada mientras yo recibía un golpe que me envió a varios metros de la ya destrozada tumbona. Cuando me incorporé, aturdido, lo primero que noté fue el intenso hedor que asediaba mi nariz, y cuando conseguí enfocar la vista al fin vi a nuestro atacante, que se había detenido tras embestirme. No era otro que Pancho, el enorme cerdo de la finca Montillo, desaparecido desde la terrorífica noche en que nos enfrentamos a la desquiciada familia y a los engendros mutantes mitad humanos y mitad cerdos. Sus hijos, fruto del bestialismo y quizá de algo más, pues de nuevo sentí algo no del todo natural en los brillantes ojos de la bestia, una inteligencia demoníaca que ya había percibido cuando lo vi copular con la gorda esposa del porquero. Esa noche la distancia me había impedido apreciar su colosal tamaño, superior al de un toro, cubierto por un sucio pelaje negro y con poderosos músculos bajo la gruesa capa de grasa propia de su especie.
  El terror me invadió cuando me di cuenta de que mi madre estaba tirada, bocabajo e indefensa, bajo el inmenso corpachón del animal (si es que era un animal). Intentó arrastrase en mi dirección pero la bestia pateó el suelo y enterró una negra pezuña cerca de su hombro, impidiéndole avanzar y arrancándole un ronco grito.
  —¡Mamá! —exclamé, ya en pie.
  Intercambié una breve mirada con Doña Paz, cuyas facciones angulosas se habían acentuado por la tensión, y no necesitamos palabras para entendernos. Habíamos matado a sus hijos, aquellos monstruos antinaturales, y estaba allí para vengarse. Pancho soltó un potente gruñido que nos heló la sangre y mostró sus colmillos, no tan grandes como los de un jabalí pero sin duda capaces de arrancar sin esfuerzo el brazo a un hombre adulto.
  Pero los dientes no eran el único peligro. Observé que el puerco realizaba extraños movimientos con las patas traseras y pronto descubrí el motivo: se proponía penetrar a mi madre, cuyas expuestas nalgas no estaban lejos del bestial pene, de casi medio metro de longitud y rematado por un fibroso sacacorchos rojizo que parecía moverse con vida propia en busca de su presa. Así era como pretendía vengarse, sembrando el vientre de mi madre con la semilla de sus engendros semihumanos, o tal vez matándola si se lo proponía. 
  Apreté los puños y los dientes, paralizado por el miedo y la frustración. Tenía que salvarla, pero lanzarme con las manos desnudas contra semejante monstruo sería un suicidio. Los malvados ojos, diminutos en comparación con el cuerpo, se clavaron en los míos y supe que sabía perfectamente lo que estaba haciendo. No era un simple animal en un arrebato de violencia y frenesí sexual sino una criatura inteligente, tal vez una reminiscencia de las olvidadas entidades ancestrales que habían dominado antaño aquellos montes, tan cercanos y al mismo tiempo tan lejanos del mundo civilizado.
  Para mi sorpresa, mi abuela fue la primera en reaccionar. El empujón y la caída no le había causado daño alguno y, roja de rabia esta vez, agarró la tumbona que había sobrevivido al atropello y la lanzó contra el enemigo con todas sus fuerzas, que no eran pocas. Yo sabía por experiencia propia los fuertes músculos que se ocultaban bajo las tiernas curvas de la pelirroja. El mueble de jardín se partió en dos al impactar contra el lomo apestoso, sin causar el menor daño al cerdo, quien profirió un gruñido agudo que sonó como una grotesca carcajada.
  —¡Déjala en paz, bicho! —chilló mi abuela, buscando algo más que lanzar.
  Mientras tanto, Doña Paz había corrido hacia la mesa de la cena y regresado con dos de los cuchillos de la “cubertería buena”. Silbaron por el aire, clavándose en el grueso pellejo, uno cerca del cuello y otro en la frente. De nuevo, el ataque no causó daño alguno al intruso, para quien el pinchazo de los plateados proyectiles eran poco más que picaduras de mosquito.
  —¡Maldición! Necesitamos un arma —dijo Paz, quien nunca había echado tanto de menos su sable.
  Los ataques habían distraído a Pancho, pero retomó sus intentos de aparearse con una humana. Mi madre estaba paralizada por el pánico, con una mejilla pegada al césped y temblando de pies a cabeza. El retorcido miembro del verraco se acercó peligrosamente a las trémulas nalgas y por fin reaccioné. En la vorágine de mi cerebro una idea salió a flote de forma milagrosa y eché a correr, saltando casi por encima de la piscina.
  Dejé atrás el gallinero, donde las rechonchas aves cacareaban espantadas por los gruñidos y el aura fétida de la criatura a la que no podían ver, abrí el pequeño cobertizo y saqué la vieja sombrilla que, como recordaréis, había guardado allí por la tarde por orden de mi abuela. Era una buena sombrilla de playa, mucho mas alta que yo, cuyo descantillado poste blanco terminaba en punta. Una punta lo bastante aguzada como para penetrar la arena de la playa, la tierra húmeda de un jardín o, tal vez, la maloliente carne de un puerco gigante.
  Sin perder un segundo más corrí de vuelta empuñando la improvisada lanza con ambas manos. Felisa gritaba y lanzaba pequeños objetos. Paz miraba a su alrededor un busca de algo capaz de dañar a la bestia. Rocío chilló y dio un respingo cuando sintió algo duro y caliente palpando su nalga. En cuestión de segundos el semental encontraría uno de sus orificios y trataría de llenarla con aquel aberrante semen capaz de fecundar óvulos humanos. Por suerte, la corta estatura de la víctima jugó a su favor, ya que Pancho estaba acostumbrado a montar el inmenso corpachón de la obesa porquera, quien además se entregaba de buen grado al bestialismo. Este hecho, unido al molesto lanzamiento de objetos, consiguieron evitar la tragedia hasta que llegué.
  Lo más lógico habría sido entregarle la sombrilla a mi jefa, más hábil y fuerte que yo, con experiencia en combates a vida o muerte. Pero en ese momento ya no pensaba. Solo quería aniquilar a la alimaña y salvar a la mujer que amaba más que a nada en el mundo. Empuñé con todas mis fuerzas el grueso tubo de metal, solté un bramido de furia y cargué contra mi oponente, quien giró su repugnante cabeza en mi dirección. Ya fuese por un atávico instinto de cazador o por pura suerte, la punta oxidada de mi lanza dio en el blanco: el ojo derecho de la bestia. 
  Con tres palmos de metal enterrado en el cráneo, Pancho profirió un chillido porcino tan potente que hizo aullar a todos los perros en varios kilómetros a la redonda, se irguió sobre sus dos patas traseras durante unos segundos, tiempo suficiente para agarrar a mi madre y alejarla unos metros mientras que el enloquecido marrano coceaba y giraba sobre sí mismo, destrozando el césped y manchándolo con su oscura sangre. Debido a las sacudidas de su cabeza la sombrilla se abrió, mostrando el logotipo descolorido de una marca de refrescos y añadiendo un toque surrealista a la terrible imagen. 
  Cegado y cada vez más débil, Pancho no vio la piscina y cayó dentro, desalojando buena parte del líquido elemento, aunque quedó lo suficiente para ahogarlo. Entre convulsiones y chillidos ensordecedores, la bestia tiñó el agua de rojo hasta quedar inmóvil y despedirse de la existencia con un desagradable gorgoteo.
  Cuando el silencio regresó, de nuevo mi abuela fue la primera en reaccionar, corriendo hasta donde estábamos mi madre y yo, envolviéndonos en un fuerte abrazo. Por si lo habéis olvidado, todos estábamos completamente desnudos, por lo que de repente nuestras caras se encontraron enterradas en la reconfortante calidez de sus mullidos pechazos.
  —¡Ay, hija mía! ¿Estás bien? —preguntó, con voz temblorosa.
  —Si... Sí, Feli... Estoy bien —respondió mamá, aún conmocionada pero más tranquila de lo que cabría esperar.
  —¿Y tú, Carlitos? —dijo. Puso una mano en mi nuca y empujó mi cara aún más contra su pecho al tiempo que me besaba la cabeza.
  —Estoy bien. Descuida —afirmé.
  Sin soltarnos, soltó un largo suspiro y miró hacia la zona oscura por donde había irrumpido Pancho. El cercado que marcaba los límites de la parcela, consistente en algunos postes unidos por alambres, había sido arrancado sin dificultad por el apestoso mastodonte.
  —¿Pero de dónde ha salido ese... esa fiera? —se lamentó—. Se que en el monte hay jabalíes, pero nunca se acercan tanto a las casas.
  —Eso no es un jabalí, Feli —dijo mi madre, mirando de reojo a la piscina, donde la sombrilla abierta asomaba sobre la superficie del agua contaminada por la sangre y la mugre.
  Doña Paz, que se había acercado a nosotros, recuperada ya su habitual compostura, ofreció una explicación, tan improvisada como creíble gracias a su tono seguro y académico. El único signo de la reciente acción en su elegante figura era el brillo en los ojos azules y un leve rubor en los pómulos.
  —En algunas regiones se cruzan jabalíes con hembras de cerdo doméstico para aumentar su población, lo cual a veces da lugar a mestizos inusualmente grandes y agresivos. Si Montillo estuviese vivo seguro que podría contarnos mucho más sobre esta poco recomendable práctica.
  Dicho esto intercambiamos una mirada de cómplice entendimiento. Por suerte, nuestras amantes nunca sabrían lo que nosotros sabíamos sobre mestizos porcinos. Entonces mi jefa me dedicó una franca sonrisa y un asentimiento de sincero orgullo.
  —Bien hecho, Carlos. Ha sido una estocada fuerte y certera.
  —Gracias, jefa —dije, más satisfecho que si me hubiesen puesto una medalla.
  —Has sido muy valiente, tesoro —añadió mi abuela, antes de cubrir mi rostro con sonoros besos.
  Mi madre no dijo nada, pero sentí su agradecimiento cuando apretó el brazo que rodeaba mi cintura y apoyó el rostro cerca de mi cuello. Correspondí besando su cabeza y el agradable olor de su pelo dio un respiro a mi nariz del apabullante tufo porcino.
  —Vayamos dentro de la casa, lejos de este hedor. A primera hora llamaré a mi gente y dejarán la piscina como si nada hubiera pasado —dijo Paz.
  Yo asentí, sin preguntarme demasiado quien era “su gente”. Aunque se convirtió en parte de la familia y entablé con ella una estrecha amistad, nunca descubrí todos los secretos que escondía la peculiar millonaria. Por supuesto, nadie discutió su orden y nos alejamos del inmenso cadáver.
  En la cocina la anfitriona preparó tila para relajar los ánimos y comentamos el bizarro incidente. Sobra decir que continuábamos los cuatro en cueros y a nadie se le pasó por la cabeza cubrirse con prenda alguna. De forma tácita habíamos aceptado la desnudez como algo normal aquella noche y aunque relegada a un segundo plano la lujuria continuaba flotando en el ambiente a pesar de lo ocurrido, algo normal teniendo en cuenta la cantidad de tónico en nuestro organismo. Nos sentamos a la mesa y nos fuimos relajando a medida que sorbíamos la balsámica infusión, ayudados por el acogedor ambiente de la cocina, casi una realidad paralela muy alejada del pestilente cadáver. 
  Mamá se recuperó casi por completo del shock e incluso bromeó sobre el asunto, preguntándome si el cerdo tenía la polla grande, ya que ella no había llegado a verla. Me reí, aparentando normalidad, y dando gracias de que ella no supiera nada de la turbadora y sangrienta historia detrás del ataque, aunque no pude evitar una fugaz mirada a los ojos azules de Paz, que hacían honor al nombre de su propietaria. Más acostumbrada que yo a guardar secretos turbios, cualquiera habría dicho que para mi jefa era un hecho cotidiano ser embestida por un cerdo gigante.
  —No estaba mal, pero yo le gano de largo —dije, respondiendo a la pregunta—. De largo y de ancho, ¡ja ja!
  Por supuesto, mi cimbrel continuaba más duro que el de un otaku rodeado de waifus en un balneario de aguas termales (no tengo muy claro lo que es una “waifu” pero seguro que la mayoría entendéis el símil). Lo ocurrido no había bastado para ablandar mi pétrea erección, y si en algún momento había perdido dureza la había recuperado de inmediato. Para ilustrar mis palabras, separé los muslos y moví un poco las caderas hacia adelante en el asiento. El irreductible venablo venoso apuntó al techo y cabeceó al ritmo de mis latidos, como si tuviese vida propia y le gustase que hablasen de él, recibiendo con gusto las miradas de las tres hembras presentes.
  Mi jefa no mostró demasiado interés en mis atributos masculinos, tal vez impaciente por volver a saborear el suculento cuerpo de mi abuela, quien fingió escandalizarse ante mi descarada actitud antes de soltar una risita. Mi madre la miró esbozando una de sus sonrisas enigmáticas. Era imposible saber lo que le pasaba por la cabeza, si quería continuar lo que Pancho había interrumpido o si la faceta más física y polémica de nuestro amor había terminado por aquella noche. Tal vez tendría que lidiar con tan anómala trempera a base de pajas, o rogar a las dos maduras amantes que relajasen su deriva lésbica y me permitiesen practicar el heteropatriarcado en alguno de sus orificios. 
  No tuve que esperar mucho para salir de dudas. Pasaron unos diez minutos, durante los cuales mi abuela relató algunas anécdotas locales acerca de ataques de jabalíes y otros bichejos montaraces, la mayoría ocurridas décadas atrás y deformadas por el tiempo y la idiosincrasia pueblerina, propensa a la exageración. Doña Paz aderezó la conversación con algún dato científico o comparación mitológica y mamá nos hacía reír de tanto en tanto con su sarcasmo y humor negro. Yo no decía gran cosa, limitándome a disfrutar de la compañía de tan encantadoras mujeres. Por una parte, me daba por satisfecho si la velada terminaba de esa forma, pero por otra parte mi cerebro hervía anticipando distintas posibilidades, ensayando argumentos y maquinado estrategias para volver a tener sexo con alguna de las tres.
  Cuando nuestras cuatro tazas estuvieron vacías, como si esa fuera la señal que esperaba, mi madre se puso en pie y se desperezó con una mezcla de suspiro y ronroneo, estirando los brazos por encima de la cabeza y poniéndose de puntillas. Al hacer eso su escaso volumen mamario desaparecía y su pecho se volvía completamente plano, cosa que me excitaba muchísimo, por no hablar de los sugestivos cambios en los volúmenes de sus nalgas y piernas, sobre todo en los gemelos, que me parecían más abultados desde que me confesara su secreta afición al aeróbic. Como ya he dicho en alguna ocasión soy un “hombre de piernas”, y nada me gusta más que unas pantorrillas bien torneadas.
  —Bueno, chicas, ha sido una noche... eh... interesante —dijo. Intercambió una breve mirada con Paz, quien le dedicó una sonrisa maliciosa con un sutil matiz de ternura que no se me escapó—. Pero estoy hecha polvo. 
  Dicho esto bostezó, ilustrando su intención de retirarse a sus aposentos. A los nuestros, mejor dicho, pues como recordaréis mi progenitora y yo compartíamos la habitación que antaño ocupasen mi otro progenitor y su hermano. No me miró, pero supe al instante que dormir sola en una de las camas individuales no era lo que tenía en mente.
  —Si, hija, creo que ya deberíamos acostarnos todos —dijo mi abuela. Miró a su amiga y sus mejillas ganaron varios grados de rubor—. Eh... Paz... Te prepararé la habitación de invitados... Si quieres.
  La amable anfitriona se sobresaltó cuando solté una ruidosa carcajada.
  —¿En serio? ¿Lleva media noche comiéndote el coño y la vas a mandar al cuarto de invitados? —pregunté riendo.
  —¡Carlos! No seas bruto —me regañó mi madre, aunque ella también reía.
  —Yo... No la estoy mandando... Solo decía... eh... —tartamudeó la víctima de mis burlas.
  —No pasa nada, querida —intervino la susodicha invitada, sonriente y en tono conciliador—. Al margen de nuestra gozosa actividad en el exterior, se que eres una mujer de educación tradicional y si tu concepto del decoro dicta que hoy no compartamos alcoba acataré tu voluntad y dormiré sola en la pieza destinada a las visitas.
  —Bueno, también puedes dormir con nosotros, jefa. Hay dos camas en nuestro cuarto —intervine, dando por hecho que mamá y yo compartiríamos colchón. Mi ansiosa verga cabeceó más deprisa ante la perspectiva de encerrarme en la habitación con dos mujeres y mi imaginación se disparó.
  Sin perder su expresión inocente, mi abuela levantó sus cejas rojizas y pude intuir que no le agradaba la idea de que su flamante novia la dejase sola para pernoctar con su libidinoso nieto y con su nuera, quien esa noche ya había demostrado su atracción por el esbelto cuerpo de Doña Paz.
  —No... No hace falta, tesoro —se apresuró a decir, antes de mirar a la rubia cuya compañía de repente nos disputábamos—. ¿Te gustaría... eh... ya sabes... dormir conmigo?
  —Feli, querida, será un honor compartir tu lecho. Tu presencia puede convertir un simple colchón en un exuberante fragmento del Paraíso.
  —Ains, Paz... Qué... Qué cosas dices.
  La pelirroja venció su proverbial timidez tras un segundo de duda, se acercó a la acaudalada poetisa y con la naturalidad propia de las mujeres de campo le agarró el rostro con las manos y le plantó un efusivo beso en los labios. La rubia correspondió agarrándola por la cintura, apretando su cuerpo contra las abundantes curvas y saboreando con calma la dulce lengua de su compañera.
  Yo las observaba hipnotizado. Dos hermosas mujeres maduras dándose el lote junto a la misma encimera que había sido testigo de mi primer arrebato incestuoso provocado por el tónico. No podía parecerme más lejano ese día, cuando mi todavía virtuosa abuela me había noqueado de un sartenazo para evitar que pusiera fin por la fuerza a dos años de castidad. La mano de mi madre agarrando la mía me sacó del estado contemplativo y del repaso mental a los agradables recuerdos dejados por mis encuentros sexuales con ambas mujeres.
  —Venga, vamos a dejar solas a las “tortolitas” —dijo, aunque ella también las devoró con la mirada antes de caminar hacia la puerta.
  Me dejé llevar por el pasillo como un niño somnoliento a quien mami lleva a su cama, solo que yo era un adulto precedido por un exultante cipote que se balanceaba ligeramente en su pertinaz rigidez, apuntando al trasero de la susodicha mami. Una vez dentro de nuestra habitación, cerró la puerta e hizo algo que nunca había hecho: bajó por completo la persiana de la única ventana de la estancia, la cerró y echó las cortinas, aislándonos por completo del mundo exterior.
  —No quiero más sorpresas esta noche con los bichejos del campo —afirmó—. Si tienes calor ponemos el ventilador.
  Sonreí al escucharla llamar “bichejo” al monstruo que había estado a punto de matarnos y me pregunté si alguna vez le contaría toda la verdad sobre Pancho, los Montillo, el alcalde, el tónico... Desde luego no iba a ser esa noche. En la lejanía, al otro lado del pasillo, escuché la voz grave de Doña Paz, la risita aguda de mi abuela y una puerta que se cerraba. El crucifijo de madera que durante años había contemplado el coito tradicional de un matrimonio y en las últimas semanas el menos tradicional fornicio entre una viuda y su nieto esa noche iba a ser testigo por primera vez de una tórrida sesión de sexo lésbico. 
  Me olvidé de todo cuanto ocurría fuera en cuanto vi a mi compañera de habitación sentada en la cama, con las piernas cruzadas para restar vulgaridad a su completa desnudez. Buscaba algo en el cajón de la mesita de noche, cuya pequeña lámpara era la única fuente de luz en la estancia, creando una atmósfera de íntima calidez y proyectando definidas siluetas en la pared opuesta mientras el resto de la habitación se difuminaba en la penumbra. Menos preocupado por la vulgaridad me senté junto a ella sin esforzarme en absoluto por ocultar la que amenazaba con convertirse en la erección más duradera de mi vida. 
  Pronto encontró lo que buscaba: mi hachís, pues desde que fumábamos juntos no me esforzaba en esconderlo, y me lo tendió con un exagerado y cómico gesto de súplica. Mis ganas de penetrarla eran inconmensurables, pero ella estaba en un “interludio” entre actos sexuales y me tocaba esperar a que su caprichosa libido saliese de nuevo a escena. Ya había comprobado en otras ocasiones que la droga porro combinada con alcohol y tónico la llevaban a perder toda inhibición, y me pudo la curiosidad por averiguar su efecto en una noche en la que ya había traspasado tantos límites.
  —Está bien, viciosa. Pero uno pequeño, no te vaya a sentar mal, ¿eh?
  Se limitó a sonreír y me dio un largo beso en la mejilla mientras me ponía manos a la obra. En tiempo récord terminé el peta, lo encendí y se lo pasé. Dio una calada larga, retuvo el humo varios segundos y expulsó una tenue niebla mezclada con un suspiro de alivio.
  —Uhmm... Gracias. Necesito relajarme un poco después de todo lo que ha pasado.
  Mientras hablaba, se recostó con los hombros en el cabecero de la cama y las piernas extendidas de forma que sus pantorrillas reposaban sobre mis muslos. Como era de esperar, el simple contacto de su piel caliente me aceleró el pulso, y conseguí contener mis impulsos recurriendo al humor. Mi madre levantó la ceja, sorprendida, cuando solté una carcajada.
  —¿De que ríes, capullo? —inquirió, con uno de sus cariñosos insultos.
  —Me estaba imaginando la cara que pondría mi padre si supiera que le has chupado una teta a la abuela. 
  Mientras daba otra profunda calada me miró fijamente entrecerrando los ojos, cuyos párpados ya acusaban los efectos del porro. Por un momento me arrepentí de haber mencionado a su futuro ex-marido, también ex-ocupante de la cama en la que estábamos drogándonos desnudos y (eso esperaba) a punto de follar. Pero al soltar el humo comenzó a reír, suaves y rítmicas carcajadas de genuina felicidad que pocas veces había escuchado, una risa preciosa que añadió brillo a la miel de sus ojos y color a sus mejillas.
  Me uní sin poder remediarlo a su hilaridad, pero gran parte de mi cerebro continuaba en modo lascivo y aproveché la ocasión para maniobrar de forma que mi verga quedase apretada entre sus dos pantorrillas, acariciando con una mano su muslo y agarrando con la otra sus finos tobillos, en uno de los cuales continuaba la pulsera de cuentas rojas y negras. Obviamente se percató de mis intenciones, pero no protestó ni hizo nada por evitarlo. Por la curva de su asimétrica sonrisa, diría que le divertía ver como su hijo, excitado más allá de la dignidad, aprovechaba cualquier parte de su cuerpo para aliviarse, esperando a que la matriarca se dignase a permitirle profanar sus sagrados orificios.
  Movió las piernas, de forma que los músculos de sus gemelos se hincharon un poco, apretando más a mi aguerrido soldado entre sus suaves formas. Estaba seguro de que ella podía notar mis pulsaciones en esa piel bronceada cuyo roce bastaba para volverme loco de deseo. Respiré hondo y apreté la mano con la que mantenía unidos sus tobillos, aumentando aún más la presión. Iba a hacer lo mismo con sus rodillas pero me di cuenta de que tenía el brazo levantado, ofreciéndome el canuto humeante. Los párpados ligeramente hinchados aportaban un toque extra de malicia a su ya de por sí traviesa expresión. Sí, me estaba torturando un poco, pero eso significaba que tenía intención de entregarse a mis apetitos. No era tan cruel como para hacer lo contrario, y si llegaba a serlo, estaba resuelto a cruzar el pasillo e irrumpir a golpe de cipote en el festival sáfico de la rubia y la pelirroja.
  —Venga, fuma un poco. A ti también te vendrá bien relajarte —dijo la mujer de pelo castaño que estaba en mi lado del pasillo. 
  Al fin cogí el porro y le di una calada tan profunda que sufrí un acceso de tos. Al agitarse mi cuerpo, mi polla se deslizó arriba y abajo entre las pantorrillas, y noté que el abundante presemen cumplía con su deber lubricante. Le devolví el cigarrito de la risa a la propietaria de las piernas que en ese momento me obsesionaban tanto como a ella misma las de mi jefa. Le demostré que podía conformarme con lo que me ofrecía y sacarle todo el partido posible cuando comencé a mover las caderas, apareándome sin reparos con la agradable estrechez que los gemelos creaban en un punto intermedio entre los tobillos y las rodillas. Podía notar en una mano la tensión de su tendón de Aquiles y en la otra el leve temblor de sus muslos, cerrados a cal y canto, coronados por el triángulo de vello oscuro que tanto me gustaba sentir en mi prominente napia.
  Ella se limitaba a sonreír, entre la lascivia y una divertida incredulidad, mientras se metía entre pecho y espalda el resto del porro como si fuese un Marlboro mentolado. Aceleré el sube y baja aprovechando la circunstancia de estar sentado en un colchón, resoplando. Era literalmente un perrito follándose la pierna de su dueña, y la calentura me impedía imaginar lo ridícula que debía ser la escena vista desde fuera. Escuché de nuevo la descarada risa de mi madre y el característico crujido de una colilla siendo aplastada en un cenicero. 
  —Hijo, pero qué rarito eres —dijo, mezclando burla y ternura de tal forma que no me sentí ofendido.
  —Mira... Mira quien habla —contraataqué, sin necesidad de citar sus recientes aventuras.
  —Anda, deja de hacer eso.
  Dicho esto, interrumpió el placentero calfjob (existe el término, buscadlo si no me creéis) librando sin esfuerzo sus tobillos de mi mano. Con ánimo juguetón, me acarició el torso desde el ombligo hasta el cuello con su pequeño pie izquierdo, que probé sin dudarlo en cuanto estuvo al alcance de mi boca, ansioso como un Tántalo afortunado que al fin puede probar la esquiva fruta. Mis labios y lengua recorrieron el talón, la planta pálida y el moreno empeine. Sabía a hierba, tierra húmeda y cloro de piscina, todo ello condimentando el sublime sabor salado y amargo de su piel.
  Respiró hondo, visiblemente excitada por mi reacción, y maniobró con su otro pie entre mis muslos, acariciando con cautela y empujando mi verga contra mi vientre. Mi lengua viajó hasta el tobillo y continuó por las curvas de la pantorrilla, hasta probar mi propio presemen mezclado con su sudor. Sujetaba su pierna por el muslo y de nuevo se liberó para hacer uso de su libre albedrío y añadir nuevas perversiones a nuestra lista. Se acomodó clavando los codos en la almohada, abrió las piernas, y en ese postura tan obscena como hermosa atrapó mi polla entre las plantas de sus pies, doblando los deditos para un mejor agarre. Cuando comenzó a moverlos arriba y abajo, eché la cabeza hacia atrás y suspiré, dejándome arrastrar por la nueva experiencia. Era la primera vez que me hacían un footjob y que fuese mi madre quien lo hacía me pareció lo más natural del mundo.
  Al mirarla vi el esfuerzo que estaba haciendo. La lengua le asomaba un poco entre los dientes, como si estuviese enfrascada en una compleja labor de artesanía, tenía los ojos entornados y al ver la tensión en su vientre plano y los volúmenes de sus muslos de nuevo reparé en que estaba en mejor forma de lo que aparentaba. Dios bendiga el aeróbic. 
  —Ufff... Joder, mami...
  —¿Te... te gusta, cielo? —preguntó, con un deje de inseguridad que me enterneció.
  —Ya te digo. Sigue, por favor... Lo haces muy bien.
  Animada por mis palabras, intentó pajearme más deprisa, gruñendo un poco debido al exigente ejercicio. Pude intuir que o bien era la primera vez que lo hacía o lo había hecho pocas veces, pues su destreza podal ni siquiera se acercaba a la oral y manual, pero lo compensaba con entusiasmo y entrega. Además, aprendía deprisa, por lo que no tardó en encontrar el ritmo y la presión adecuados, llevándome en pocos minutos al borde del clímax. 
  —Así... Así... un poco más...
  —¿Lo hago bien? No te hago daño, ¿verdad?
  —No... Sigue, por favor... solo... un poco más.
  Cuando estaba a punto de soltar un torrente de semen sobre aquellos pequeños y deliciosos pies paró de repente, se incorporó de golpe y se puso de rodillas en la cama, con una rodilla encima de mi muslo, me agarró el rostro con ambas manos y me dio un largo beso en el que nuestras lenguas se saludaron con la habitual familiaridad.
  —Joder, mamá... me vas a matar.
  Recibió mi gimoteo con su mejor sonrisa de faunesa etrusca en celo, y sin darme tiempo a reaccionar colocó las rodillas a ambos lados de mi cuerpo, clavadas en el colchón, las manos en mis hombros y de nuevo su aterciopelado monte de Venus rozando el vientre de mi ávida serpiente. Era exactamente la misma postura en la que nos encontrábamos cuando atacó Pancho, y me gustó comprobar que ella lo recordaba.
  —Venga, vamos a seguir donde lo dejamos cuando apareció el puto cerdo ese.
  —Ufff... ya era hora —suspiré.
  —Espero que esta vez no nos interrumpan —dijo, mirando hacia la ventana oculta por las cortinas.
  —Mira... Te voy a follar aunque entre por la puerta Hitler invadiendo Polonia.
  —¡Ja ja! ¿Pero qué dices?
  —Yo que sé... Hace rato que no me llega sangre al cerebro.
  —Ay, pobrecito... —dijo en tono maternal mientras me acariciaba el pelo.
   Movió las caderas y al fin sentí la humedad de su raja en mi glande, también lubricado y más duro de lo que había estado nunca. Colocando los codos en mis hombros y su rostro muy cerca del mío se dejó caer, y el apresurado empalamiento le provocó un agudo quejido de dolor que nunca había escuchado al penetrarla, pero no intentó librarse de la profunda estocada.
  —Me cago en Dios, hijo... Ugh... ¿Pero cómo la tienes tan dura? Parece de mármol.
  —¿Te... te duele?
  —Un poquito... pero tu tranquilo, déjame hacer.
  Y por supuesto la dejé hacer. Respiró hondo y se movió muy despacio arriba y abajo, dejando que la estrecha gruta se acostumbrase a la desacostumbrada rigidez de mi venosa tuneladora. Se quejó un par de veces más pero pronto los suaves suspiros y gemidos fueron puramente de placer. Más relajado al verla disfrutar, me deleité amasando sus nalgas y chupando los pezones duros, pequeños y oscuros, que quedaban al alcance de mi boca. También tenían un estimulante y telúrico regusto a hierba, tierra y agua de lluvia. Puede que me estuviese dejando sugestionar por la faceta hippie de mi madre pero tuve el pensamiento de que hacerle el amor a ella era hacérselo a la misma Madre Tierra.
  —¿Sabes a qué me recuerda... lo dura que la tienes? —dijo, casi susurrando, y continuó sin esperar mi respuesta—. Hace un par de años estaba sola en casa. Tu padre estaba haciendo el turno de noche con el taxi y tú te quedaste a dormir en casa de un amigo. Así que estaba...
  Hizo una pausa dramática acompañada de un breve gemido cuando nuestros vellos púbicos se rozaron, consecuencia de tener mi cipote enterrado hasta el fondo. Se elevó para dejarlo salir muy despacio, acompañando el ascenso con una sublime contracción que me dejó boquiabierto. Puede que fuese torpe con los pies pero su vagina era cinturón negro de Kung Fuck. Continuó hablando, y me maravilló que pudiese hilar un relato coherente en pleno polvo y bajo los efectos de variadas sustancias.
  —...Estaba solita en casa, para variar, y estaban dando una película de Mel Gibson... creo que una de esas en las que sale con un negro.
  —¿Arma Letal?
  —Si, una de esas. Y bueno, Mel Gibson me pone mucho...
  —¿En serio?
  —Pues claro. Con esos ojos azules y ese pelazo... En fin, que estaba allí sola, a oscuras en el sofá. Debía ser verano... Sí, era verano porque estaba en bragas. Tu padre y tú no lo sabéis, pero cuando estoy sola en verano ando por casa en bragas y a veces hasta desnuda.
  —No jodas.
  —Pues si —confirmó, desafiante. Un nuevo espasmo de placer la interrumpió pero se repuso de inmediato, decidida a terminar la historia, y consciente de que me estaba resultando excitante, si bien en ese momento no necesitaba estímulo alguno—. El caso es que empecé a tocarme... Bueno, como ya sabes tu papaíto no me tenía muy satisfecha, así que hasta que tu y yo empezamos a hacerlo me tocaba de vez en cuando. 
  —De nada, mami.
  —Calla, idiota. El caso es que estaba como una moto... Imagino que igual que vosotros cuando veis una peli guarra. Normalmente me basta con los dedos pero me entraron unas ganas locas de meterme algo... Quería que Mel me la metiese bien metida... Y no tengo consoladores ni nada de eso, así que fui a la nevera...
  —Vaya, vaya... Al cajón de la verdura, imagino.
  —¡Ja ja! Calla. Pues sí, pero justo ese día no había plátanos, ni zanahorias, ni pepinos... Total, que me resigné a seguir con los deditos y fui al baño a por una toalla para ponerla en el sofá. Y allí en el baño vi un bote de desodorante... Ese que es blanco y largo, de metal, ¿sabes cual te digo?
  Lo sabía, pero a esas alturas ya me costaba articular palabras. Asentí mientras le acariciaba los muslos y le daba besos en el cuello, cautivado por el rumbo que tomaba su historia y al mismo tiempo deseando que acabase y me cabalgase más rápido.
  —Me he acordado porque estaba muy duro... Como tu polla ahora... Y me costó metérmelo, ¿sabes? Pero al cabo de un rato... ufff
  —Sigue... no pares —supliqué, refiriéndome tanto a la historia como a su balanceo de caderas, que se estaba acelerando poco a poco.
  —Me lo metí casi entero... No se cuanto rato estuve dale que te pego... uhmmm... creo que hasta terminó la película y yo seguía... Hasta que me corrí. Me tapé la cara con un cojín pero aún así seguro que me escuchó algún vecino... uff, joder... Dejé la toalla empapada... Hasta... hasta tuve que limpiar un poco el suelo. ¿Qué te parece?
  —Increíble... Quiero que me cuentes esas cosas, mamá... Quiero que me lo cuentes todo.
  —Te contaré lo que quieras, cariño... Y tú a mí también. No tendremos secretos, ¿eh?
  —No, ninguno —mentí, pues había cosas que, por su propio bien, no podía confesarle.
  Después de prometernos sinceridad mutua nos centramos en el fornicio y demostramos una vez más que estábamos hechos el uno para el otro. Superadas las molestias de mi “bote de desodorante” cabalgó mi verga como si no hubiese un mañana, haciendo crujir el colchón y sin reprimir cualquier manifestación sonora de placer que quisiera salir por su garganta, incluidas blasfemias y obscenidades que habrían hecho aplaudir al Marqués de Sade. O no le importaba ser escuchada por mi abuela y su flamante novia o simplemente se había olvidado de que existían.
  Yo hablaba menos, centrado en no correrme demasiado pronto y prolongar al máximo la exultante felicidad que me producía unirme con la mujer que me había creado, quebrantando leyes divinas y humanas. Dominado por la adicción a su sabor y su tacto, mi lengua buscaba la suya, su rostro, pezones, cuello, hombros... Mientras mis manos acariciaban y apretaban cualquier volumen cubierto por su cálida piel. Y por debajo de nuestras cinturas pulsaba el epicentro de un placer tan intenso que podría destruir ciudades enteras si llegaba a sublimarse en energía pura. 
  Hasta entonces ella había llevado la iniciativa, pero de repente toda esa energía animal concentrada en mi polla se extendió al resto de mi cuerpo, fortalecido por el trabajo campestre y la considerable actividad sexual de las últimas semanas. A todos los varones nos gusta hacer alarde de fuerza o agilidad frente a nuestras madres. Nos gusta que nos vean montar en bicicleta sin usar las manos, saltar desde el trampolín más alto de la piscina, marcar goles en un partido o levantar una caja muy pesada. Nuestra madre es la primera mujer a la que queremos impresionar porque, aún de forma inconsciente, es la primera a la que queremos demostrar que somos machos aptos para el apareamiento.
  Así que la agarré con fuerza por ambas piernas, en la zona donde el muslo se une a la rodilla, al tiempo que me impulsaba y gruñía como un levantador de pesas al ponerme en pie. Exageré un poco, ya que mamá no pesaba mucho, pero ella recibió mi demostración de virilidad con un grito de sorpresa mientras rodeaba mi cuello con los brazos. Ahora yo estaba de pie, con las piernas algo flexionadas y taladrando con fuerza su coño en una postura que permitía estocadas más profundas. Sentí que mi verga ya había perdido esa rigidez antinatural provocada por el tónico y ahora la penetraba con la dureza de una erección normal, firme pero flexible.
  Cambié el punto de agarre de las corvas a las nalgas y la ensarté a gusto un buen rato, haciendo subir y bajar su cuerpo menudo, que se frotaba contra el mío, ambos cada vez más sudorosos. Combiné rápidas acometidas con otras más lentas, estimulado por los distintos gemidos o gritos de placer que salían de su boca cuando no la tenía ocupada besándome. La sorprendí de nuevo caminando por la habitación, llevándola ensartada en mi estaca.
  —¡Ja ja! ¿Qué haces? —dijo, con voz entrecortada por los jadeos, pues el paseo le resultó cómico.
  Me detuve junto a la otra cama, aquella donde por primera vez habíamos roto las absurdas prohibiciones impuestas a madres e hijos. Aunque trataba de disimular, comenzaba a cansarme, y la llevé de la verticalidad a la horizontalidad sin que en ningún momento mi espada saliese de su vaina.
  —¡Agh! Pero qué bruto —se quejó, riendo al escuchar el tremendo crujido del somier.
  Ahora estábamos en la postura del misionero, frente contra frente, nuestras bocas sedientas tan cerca como debían estar, sus pantorrillas en mis hombros y nuestros ojos intercambiando una casi tangible corriente de amor y deseo. Me acomodé para comenzar el último asalto, pues sabía que ya no podría aguantar mucho más. Notaba mis huevos repletos golpear cerca de su año con cada embestida, mi inagotable cipote llegando a lo más profundo de su sexo y su alma, cada vez más rápido, llenando la estancia con el eco de húmedas palmadas, jadeos y largos gemidos entrecortados.
  Sus manos en mi nuca, agarrando mi pelo de una forma que habría resultado dolorosa en otras circunstancias, sus gritos y el temblor de sus piernas me indicaron que se estaba corriendo. Espoleado por las convulsiones del largo clímax femenino no tardé mucho en acercarme al lechoso desenlace, y por supuesto ella lo notó.
  —No... No te corras dentro...
  —Solo esta vez... —sugerí, con los labios tan cerca de los suyos que se rozaron.
  —No, Carlos... por favor... No... —suplicó ella, agitada aún por las réplicas del seísmo que había sido su orgasmo.
  —Por favor... Solo esta vez... Solo esta noche...
  Tras una pausa de cuatro eternos segundos soltó un largo suspiro, llenando mi boca de aire caliente antes de llenarla con su lengua. Fundidos en un largo beso, al fin liberé toda la tensión y el semen acumulado durante esa extraña velada. La sensación de llenarla por primera vez me llevó a nuevas cotas de placer tanto físico como espiritual. La inundé al ritmo de embestidas lentas y profundas, bombeando tan cantidad de semen que no tardó en rezumar, mezclado con sus propios y no menos abundantes fluidos. Los primigenios bramidos que brotaban de mi garganta me obligaron a dejar de besarla, y antes de cerrar los ojos pude ver los suyos, muy abiertos al igual que su boca, expresando sin palabras el inesperado éxtasis producido por esa nueva transgresión. 
  Sobra decir que fue el mejor orgasmo de mi vida (al menos hasta ese momento), tan largo e intenso que llegué a perder el conocimiento, o al menos la noción del espacio y el tiempo. Lo siguiente que recuerdo es estar tumbado en la cama, bocarriba y más cansado de lo que nunca había estado. Al fin, mi erección había desaparecido y mi polla descansaba fláccida sobre mi muslo, como un soldado exhausto y satisfecho después de una victoria. Estaba limpia, obra sin duda de mi madre, que en ese momento regresaba del baño sin rastro alguno de mi viscosa semilla entre sus piernas. Me dedicó una tierna sonrisa que por supuesto le devolví y se tumbó a mi lado, con la cabeza apoyada en mi hombro, un brazo sobre mi pecho y un muslo apoyado en mi pierna. Estaba claro que esa noche no iba a ir a ninguna parte, y la verdad es que no se me ocurría un lugar mejor en el que estar.
  —Gracias, mamá... Te quiero.
  —Y yo a ti, cielo —dijo, tras acomodar mejor la cabeza con un perezoso ronroneo—. Pero olvídate de volver a acabar dentro, ¿Eh? No quiero que tengamos un susto.
  —Descuida.
  —Y no des las gracias después de follar, idiota. 
  —¡Ja ja! Vale.
  No suelo ser la clase de tipo que se queda dormido después de echar un polvo, y menos cuando la compañía es tan agradable, pero había sido un día largo e intenso, y la relajante respiración de mi madre junto a mi pecho contribuyó a mi completa relajación. Rodearla con el brazo y apretar aún más su cuerpo contra el mío es lo último que recuerdo antes de quedarme dormido.


  Después de esa noche, mi vida continuó y acontecieron hechos con los que podría llenar páginas y páginas, pero aunque para mí todos son importantes e interesantes, no lo serian tanto para los lectores de un relato, siempre en busca de sucesos insólitos, emociones fuertes y fantasías descabelladas. Esa noche el “Tónico reconstituyente y vigorizante del Dr. Arcadio Montoya”, el brebaje milagroso que un timador había inventado por pura casualidad, nuestro Tónico Familiar, desapareció de mi vida para siempre, y puesto que este extenso relato lleva su nombre en el título no tendría sentido extenderme en narrar eventos no relacionados con el susodicho bebedizo.
  Pero no pondré el punto final sin un pequeño resumen que cierre algunas de las tramas abiertas a lo largo de esta epopeya sexual. Para empezar, la inesperada relación romántica entre mi abuela y la excéntrica millonaria se afianzó y se prolongó a lo largo de décadas, ya que ambas fueron mujeres muy longevas. Poco después de esa noche que pasaron juntas en la alcoba principal, la pelirroja se mudó a la mansión de la rubia, y a pesar de su carácter humilde se adaptó pronto a una vida opulenta rodeada de criados. Por supuesto el servicio la adoraba, e incluso se ganó a la arisca Paqui, y como consecuencia el ama de llaves olvidó el absurdo odio que me profesaba.
  Felisa apenas había salido del pueblo en toda su vida, así que Paz se la llevó a ver mundo, y pasaban más tiempo viajando que en la mansión. Puesto que mi jefa era famosa, la prensa del corazón se percató del hecho y se referían a mi abuela como su “amiga entrañable”, un término que usaban este tipo de revistas cuando una celebridad tenía una relación lésbica. A ellas le da igual lo que diga la gente y mientras escribo esto, en el año 2010, son dos encantadoras ancianas llenas de energía. Así que podemos sumar un punto al marcador de los finales felices.
  A mi padre tampoco le fue mal. No tardó mucho en superar el divorcio y un par de años después se volvió a casar. Mi madrastra es una mujer bajita y regordeta, de grandes tetas a juego con su culazo, mucho menos espabilada y mucho más sumisa que mi madre, pero bastante agradable. El viejo sigue con su taxi y tenemos una buena relación, e incluso viene a veces al pueblo. En fin, teniendo en cuenta que en cierto modo le robé a su primera esposa, me alegro de que le vaya bien.
  Bárbara y mi tío David superaron su crisis y continuaron juntos. Pocas semanas después de aquella visita que le hice a mi tía ella anunció su esperado embarazo, cosa que alegró mucho a toda la familia. Como tal vez recordéis, esa mañana en que la obligué tanto a beber como a vomitar vino como castigo por ser una zorra insoportable también me la empotré sin condón y me corrí dentro, así que existían muchas posibilidades de que yo fuese el padre de la niña que nació nueve meses después. Por supuesto no tengo ningún interés en reclamar su paternidad, algo que solo causaría problemas y no aportaría nada positivo a la familia.
  Mi tío quiso llamarla Felisa, igual que la abuela, pero a Barbi le parecía un nombre anticuado y “pueblerino” y el bueno de David seguía siendo un calzonazos, así que le pusieron Candela, un nombre que estaba de moda en la época y que terminó casando bastante bien con el carácter fogoso y caótico que tendría al crecer. La verdad es que Candelita se parece mucho a mí, tanto en la personalidad como en el físico, y se ha convertido en una atractiva jovencita de piel morena, pelo rizado y prominente napia (aunque a ella le queda bien). El evidente parecido no hace sospechar a nadie, ya que al ser primos compartimos abuelo y ambos nos parecemos a él.
  Del tonto del pueblo que resultó no ser tan tonto, nuestro amigo Monchito, solo sé que vendió la finca de su familia tras fugarse con la hija del estanquero. El terreno fue adquirido por una gran empresa dedicada a los productos cárnicos y los embutidos, quienes remodelaron y modernizaron las casi medievales instalaciones de los Montillo, eliminando cualquier recuerdo del sórdido clan. Los puestos de trabajo creados por dicha empresa contribuyeron al crecimiento del pueblo, que también comenzó a recibir más turismo, y la población aumentó considerablemente en pocos años. Aunque no soy supersticioso he dejado de consumir los productos de dicha empresa, cuyo nombre omitiré, pues sigo intuyendo que en esos terrenos y en los montes circundantes existe una presencia primigenia y maligna que no fue del todo eliminada cuando maté a Pancho. De todas formas, no me supone un gran problema comprar salchichas de otra marca.
  Y hablando de trabajo, el mío como chófer dejó de resultar necesario, en parte porque mi jefa apenas estaba en casa y en parte porque había recuperado el gusto por la conducción y prefería ponerse ella misma al volante de Klaus o de cualquier otro de sus magníficos automóviles. Esto no significa que me despidiese. Puesto que me encantan los coches y la mecánica, me convertí primero en el aprendiz y más tarde en el compañero de Matías, el mecánico, quien con el tiempo se ha convertido también en mi mejor amigo. Es un trabajo tranquilo y poco exigente, pues los vehículos de Doña Paz no suelen averiarse, que me permite dedicar tiempo y energía a cuidar de la parcela.
  Porque, en efecto, mi madre y yo nos quedamos a vivir en la parcela, que no ha cambiado mucho desde entonces, salvo por la decoración y algún detalle más. Por ejemplo, una parte del huerto está ahora cubierta por una tela de camuflaje, bajo la cual cultivamos marihuana para consumo propio, mucho mejor que aquel hachís que compartíamos en nuestros primeros escarceos. En la alcoba principal el crucifijo ha sido sustituido por un colorido atrapasueños y compartimos la cama como haría cualquier pareja, aunque para mantener las apariencias he montado un pequeño estudio en la habitación de invitados, conservando la cama, y las visitas dan por hecho que esa es mi habitación.
  Mamá ha envejecido como el buen vino, aunque sea una expresión muy manida, y las canas no podrían sentarle mejor. Se aficionó, entre otras cosas, a la alfarería, y se le da tan bien que terminó convirtiéndolo en su profesión, montando una pequeña tienda en el pueblo a la que va en bicicleta cuando le apetece, pues su resurgido hippismo la ha convertido en la mujer tranquila, risueña y despreocupada que siempre debió ser. Lejos de decaer o volverse rutinario, el sexo con ella es cada vez mejor, ya que siempre está dispuesta a explorar y probar nuevas formas de placer. Para nosotros, el Kamasutra es cosa de principiantes. Por cierto, la noche en que me permitió correrme dentro mis proyectiles no dieron en la diana, así que no acabé siendo padre de mi propio hermano o hermana.
  Mantenemos nuestra relación en secreto, pero por supuesto a nuestro alrededor abundan las habladurías. “¿Cómo es que no ha vuelto a casarse la nuera de la Feli, con lo mona que es? Desde luego pretendientes no le han faltado”. “¿Cómo es que no se ha echado novia Carlos, el nieto de la Feli? No es feo del todo y tiene un buen trabajo”. “¿Sabes lo que me han contado? Que el nieto de la Feli y su madre... duermen juntos. ¿Será que... ya sabes?”. “Pues por el pueblo a veces van de la mano y mi sobrino dice que una vez los vio besarse en la boca. Pero besarse besarse, con lengua y todo.” En fin, ya sabéis cómo son los pueblos, siempre con sus cotilleos, pero vivimos felices y nadie nos molesta. 
  En fin, espero que hayáis disfrutado leyendo estas páginas tanto como yo escribiéndolas. Seguro que me dejo algo en el tintero, pero ha sido una historia larga y mi memoria no es perfecta (¿será culpa de los porros? Vete a saber). Así que ya sabéis, si os encontráis en un trastero un viejo frasco de tónico milagroso pensadlo dos veces antes de probarlo. Y después, echad un trago a ver que pasa.



EPÍLOGO.

Año 2010.

  Una habitación en una casa de estilo rural en la cual destacan una cama, algunas estanterías con libros y objetos de cerámica, una colorida alfombra con motivos indios y un escritorio. La luz que entra por la ventana abierta indica que debe faltar poco para el mediodía. Las flores que asoman sobre el alféizar y la agradable temperatura hacen pensar que es primavera.
  Sentado al escritorio, frente a una computadora portátil, un hombre de unos cuarenta años, aunque de aspecto juvenil, pulsa las teclas. No es muy alto, de piel morena y espesa cabellera negra, cuerpo fibroso y nariz grande.
  —Pues se acabó.
  Dice el hombre, tras pulsar con fuerza una tecla en concreto. En la pantalla aparece la palabra “fin”, escrita en mayúsculas y negrita. El hombre levanta los brazos sobre la cabeza y se estira, profiriendo un largo suspiro de satisfacción. Pulsa varias veces otra techa y aparece en la pantalla la primera página del documento, en la cual puede verse el título.
  El hombre viste un colorido bañador largo, camiseta de tirantes negra con el logotipo desgastado de una banda de rock progresivo y chanclas azules. Agarra por el asa una taza que reposa en el escritorio y se da cuenta de que está vacía. Mira el pequeño reloj en la esquina de la pantalla de su computadora.
  —Bah... De todas formas ya es hora de una cervecita.
  En ese momento se abre del todo la puerta de la habitación, que estaba entornada, y entra una joven. Debe tener entre dieciocho y veinte años y guarda un evidente parecido físico con el hombre sentado. Es baja y delgada, de pechos pequeños y piernas atléticas. Tiene los ojos grandes, de un color marrón claro que recuerda al de la miel, nariz prominente y una abundante melena rizada que le cae por los hombros hasta la mitad de la espalda. Viste unos shorts tejanos que dejan sus muslos al aire, una ligera camisa amarilla de manga corta y deportivas blancas sin calcetines. De su hombro cuelga una mochila que deja caer despreocupadamente sobre la cama mientras camina con innegable garbo hacia el hombre.
  —¿Qué haces, primo? —dice la joven, a modo de saludo.
  —Hey, Candelita. ¿Pero de dónde sales? —dice su primo.
  La joven se sienta sobre el muslo del hombre, cruzando las piernas. Se abrazan e intercambian varios y efusivos besos en las mejillas.
  —¿Es que no te alegras de verme? —pregunta la joven, impostando una mueca de enfado.
  —Siempre me alegro de verte, Candy-Candy, pero no sabía que estabas aquí —afirma el hombre.
  —Mi madre acaba de traerme. Se van el fin de semana a una boda y no quieren dejarme sola en casa —explica la joven.
  —¡Ja ja! Claro. Después de la que montaste la última vez que te dejaron sola no me extraña.
  —Bah, no fue para tanto.
  —¿Pero donde está tu madre? —inquiere el hombre, mirando al pasillo visible a través de la puerta abierta.
  —Ni se ha bajado del coche. Me ha dejado como si fuera un paquete, la muy zorra.
  —Venga, no llames zorra a tu madre —regaña el hombre, antes de esbozar una sonrisa maliciosa y bajar la voz hasta un tenue murmullo—. Aunque si yo te contara...
  —¿Qué?
  —Nada, nada... 
  —Hablando de madres, ¿dónde está la tita Ro? —pregunta ella.
  —En el pueblo. Hoy le apetecía abrir la tienda.
  —¡Ja ja! Mi madre dice que vive mejor que quiere. Le tiene una envidia... Esta mañana me ha dicho: “Te quedas el fin de semana con tu tía la porrera, a ver si ella te aguanta”. No se lo cuentes, ¿eh?
  —Descuida —afirma él.
  La joven, con un brazo alrededor de los hombros de su primo, mira la pantalla de la computadora portátil. El hombre, sonriente, tiene una mano apoyada con firmeza en la cintura de la chica. La colorida tela del bañador masculino adquiere cierto volumen en la zona de la entrepierna, fruto de una incipiente erección.
  —Es el libro ese que estás escribiendo, ¿verdad?  —pregunta ella.
  —Si. Por fin lo he terminado —afirma él.
  —“El tónico familiar” —dice la chica, leyendo la pantalla—. No es un título muy comercial que digamos.
  —¿Y qué sabrás tú, tunanta? —dice el hombre, mientras propina a la joven un suave pellizco cerca de la cadera.
  Ella se revuelve, riendo, y forcejean de forma amistosa durante unos segundos. El bulto en la entrepierna del hombre aumenta de forma visible. Cuando paran, la joven vuelve a quedar sentada en el muslo de su primo. Él vuelve a sujetarla por la cintura, esta vez acercando su mano un poco más a la nalga.
  —¿Y de qué va? —pregunta ella, refiriéndose al libro.
  —Es más o menos autobiográfico. Cuento algunas... cosas que me pasaron cuando tenía justo la misma edad que tienes tu ahora.
  —¿Más o menos autobiográfico? O sea, que no todo es verdad —comenta la joven.
  —Todo es verdad, aunque pasó hace mucho. Puede que algunas cosas no las recuerde bien, que exagere otras... En fin, lo que hacemos los escritores.
  —Ya, ya... Los escritores —dice ella, en tono burlón—. ¿Me dejas leerlo?
  —Mmmm... No se yo si es buena idea, Candelita —dice el hombre, entre pensativo y pícaro.
  La joven aprieta más su cuerpo contra el de su primo. En algún momento se ha quitado las deportivas y uno de sus pies desnudos se balancea en el aire rozando el borde del escritorio. Se hace patente que no lleva sostén cuando uno de sus pezones, cubierto por la fina tela amarilla de la camisa, roza el pecho del hombre, cuya erección es más que visible para ella. 
  —Vamos... Deja que lo lea —insiste la chica.
  —Te dejaré leerlo cuando lo termine —dice él. Su sonrisa maliciosa se ensancha.
  —Pero has dicho que ya lo has terminado —protesta ella.
  La prominente nariz del hombre se acerca al cuello de la joven y aspira su aroma sin mucho disimulo. Su mano se mueve a lo largo del muslo desnudo, terso y moreno, acariciándolo hasta la rodilla. Ella no da muestras de incomodidad. También sonríe y deja escapar un suave suspiro.
  —Bueno... ¿Quién sabe? A lo mejor escribo un capítulo más.





FIN.







  


6 comentarios:

  1. Ni siquiera lo he leído. Apenas lo haré ahorita pero antes de empezar a leerlo... Por qué es el final? Yo sé que te demoras porque tienes tus cosas que hacer y es normal perder el hilo o perder la inscripción pero 😢 me rompes el corazón

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    1. Bueno, en algún momento tenía que terminar, no es Los Simpsons jaja Me alegra que te guste tanto y que hayas tenido paciencia para llegar al final 😘
      Un saludo!

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  2. No diré que es el final que esperaba, pero si el que tú nos diste por lo tanto es suficiente para mí.
    Los últimos años fueron muy divertidos esperando actualizaciones, abriendo tu perfil emocionado pensado que subirás otra cosa.

    Espero que te animes a escribir una nueva obra, yo estaré ahí si lo haces por los años que falten. Gracias por todo

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  3. Me tarde mucho en leerlo porque tenía cosas que hacer... Pero déjame decirte que me quito el sombrero, me encantó este relato y me dejaste con las ganas. Es cierto lo del tónico pero este prólogo me dejó con ganas de saber más. Me encanta candelita y si relación con si padre-primo.
    No debiste terminarlo jajaja

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  4. Excelente final, me ha encantado l de candelita, se presta para una nueva serie, si te decides a darle continuación al padre-primo, y de ves en cuando se una la Barbi

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  5. Aún sigo leyendo esta historia y no me aburre, jajaja, es toda una obra maestra aunque sigo firme en que deberías hacer otro epílogo (Quizás una media cuela) donde el prota le mete un nene en la barriga a su madre y vuelve a disfrutar de su abuela y su novia. Por fa.

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