Entre pitos y flautas (nunca mejor dicho), cuando llegué a la parcela se acercaba la hora de comer. Bajé del Land-Rover en mangas de camisa y respiré el agradable aire campestre, la acogedora atmósfera de aquel atemporal microcosmos que se había convertido en mi hogar sin que casi me diese cuenta. Animado por la inusual temperatura, me quité la camisa mientras me acercaba al porche, donde encontré sentada a mi madre.
Recibió mi desaliñado aspecto con una sonrisa irónica no carente de afecto y nos saludamos con un largo pero casto beso en las mejillas, pues aunque estábamos solos allí fuera, a través de la ventana podía escuchar el trajín de mi abuela en la cocina.
El aspecto de mamá había cambiado bastante desde el desayuno, sustituido de nuevo el look “ama de casa formal de extrarradio” por el de “hippie despreocupada pero de las que se duchan a diario”. El corto cabello castaño volvía a estar alborotado, había desaparecido el innecesario maquillaje y se cubría con una larga camiseta sin mangas que dejaba uno de sus bronceados hombros al aire, amarilla y con siluetas negras de animales y plantas. Debajo solo llevaba un bikini naranja, y por el leve olor a cloro en su piel deduje que se había dado un baño en la piscina tras regresar de la ciudad. Estaba descalza y, por supuesto, una de sus bonitas piernas lucía en el tobillo la pulsera de cuentas rojas y negras, la sencilla baratija que se había convertido en algo así como nuestro anillo de compromiso, y que yo también llevaba en mi muñeca.
Mentiría si dijese que, al verla, no me sentí culpable por mi reciente mambo victoriano. El hecho de que mi amante tuviese entre las piernas el mismo equipamiento de serie que yo no ayudaba a atenuar la culpa tanto como había previsto, pues a todos los efectos tenía la sensación de haber estado con otra mujer. Me consolaba pensando que a nivel romántico no había tenido relevancia. Sentía afecto por la dulce Victoria pero no estaba ni de lejos enamorado de ella, y desde luego lo estaba de la mujer sentada frente a mí en ese momento, dándole un sorbo a un botellín de cerveza mientras me miraba entornando sus ojos color miel, intuyendo que algo me rondaba la cabeza como solo una madre puede hacerlo.
—¿Qué tal te ha ido con la abogada? —pregunté, para librarme de su escrutinio.
Apoyó las manos en las rodillas, elevadas debido a que apoyaba ambos pies en un pequeño taburete, en el cual yo me senté para mirarla cara a cara. La sonrisa adoptó un matiz triste pero no desapareció, acompañada de un largo suspiro.
—No ha ido mal. A tu padre le ha sorprendido un poco que me haya dado tanta prisa, pero no va a darme problemas. —Hizo una pausa y siguió con la mirada una abeja que pasó danzando en el aire y desapareció sin prestarnos atención—. Divorcio de mutuo acuerdo, le dicen. Y por mi estupendo. Lo que no quiero es perder más el tiempo.
Le dio otro breve trago a la cerveza, que estaba casi entera y muy fría. Me la ofreció y me supo a gloria. Encendí un cigarro y también lo compartimos.
—¿Y no ha intentado... no se, que vuelvas con él? ¿Pedirte perdón o algo? —pregunté, pues me costaba creer que alguien dejase escapar tan fácilmente a una mujer como ella.
—Bueno, perdón me ha pedido. Pero más por el escándalo que se montó que por haberme puesto los cuernos... no se si me explico.
—Si, te entiendo.
—Se le ve triste, pero me parece que él también tiene ganas de quedarse soltero —afirmó, y su sonrisa se volvió maliciosa—. Igual piensa que se va a ligar a otra zorra culona como Bárbara.
—¡Ja ja! Bueno, las putas y los taxistas siempre se han llevado bien —dije.
—¡Ja ja ja! ¡Ssshh! Baja la voz. Ya sabes que a la abuela no le gusta que insultemos a “Barbi” —me regañó, conteniendo la risa.
Tras una larga calada al cigarro seguida de una nube de humo que se llevó la leve brisa continuó hablando.
—Vamos a vender el piso y quedarnos cada uno con la mitad del dinero. Así que tendremos que buscar un sitio donde vivir.
Esa noticia me produjo sentimientos encontrados. No echaba de menos mi pequeña habitación en el pequeño piso de barrio obrero, pero sentí cierta nostalgia al saber que no volvería a vivir en el hogar donde había crecido. Por otra parte, que mi madre diese por hecho que viviríamos juntos me produjo una mezcla de alegría y alivio, acompañados de una sensación cálida en el pecho.
—A la abuela no le importará que nos quedemos todo el tiempo que queramos —afirmé, sin dudar un ápice de la hospitalidad de nuestra anfitriona.
—Ya lo se, hijo. Pero por muy bien que nos llevemos, sería raro vivir con mi ex-suegra después de divorciarme, ¿no crees?
—Cosas más raras se han visto —sentencié, no muy convencido.
Mi madre se encogió de hombros e hizo gala de su nueva actitud vital, más serena y hedonista. La antigua Rocío estaría de los nervios ante una situación parecida. La nueva versión apuró el botellín de un trago y tiró dentro la colilla del cigarro, que se apagó con un siseo. Se desperezó cual gata tras una siesta y me dio una suave patada en el costado.
—Ya nos preocuparemos de eso más adelante. Ahora vamos dentro, que ni siquiera has saludado a tu abuela, y yo debería estar ayudándola y no aquí tocándome el higo—dijo, usando una expresión barriobajera que siempre me había hecho mucha gracia.
—Si te has cansado de tocártelo yo te lo puedo com...
—¡Ssssh! Calla, idiota —gruñó, sin enfadarse realmente, aunque me dio una patada más fuerte que la anterior.
Me levanté del taburete, pues si no me separaba de sus piernas no aguantaría mucho más sin acariciarlas, y me llegó una oleada de un olor muy agradable, uno que notaba desde mi llegada pero no conseguía identificar. Aún así, se me hizo la boca agua cuando lo aspiré con toda la potencia de mi prominente napia.
—Joder, que bien huele. ¿Qué hay de comer?
De repente, mi madre adoptó una expresión de pícara conspiración, miró hacia los lados y se inclinó hacia adelante, haciendo crujir el sillón de mimbre bajo sus firmes nalgas. Con un gesto de la mano me indicó que me acercase para hablarme en voz baja.
—¿A que no sabes lo que ha hecho tu abuelita? —Pronunció la última palabra en un tono entre malicioso y burlón que me sorprendió.
—¿Qué ha hecho?
—Ha matado al lechón... Paquito, o como se llamase, y lo está haciendo al horno —dijo, como quien revela un jugoso cotilleo.
—¿En serio? ¿Se ha cargado a Frasquito? —reaccioné, levantando las cejas.
—Ya te digo. Y sin pestañear, como una matarife profesional. Tendrías que haberla visto.
—Bueno, ya la hemos visto matar gallinas muchas veces... Y conejos, cuando el abuelo vivía y le dio por criarlos —rememoré.
—Si, la Feli es muy de campo. Pero ese cerdito tan mono... A ver, que yo me lo pienso comer igual, pero no se, pensaba que iba a tenerlo de mascota o algo así.
—Que va. Esos cerdos se ponen enormes, y más tarde o más temprano habría tenido que matarlo. Además, seguro que le recordaba a toda la movida de Montillo y el alcalde y no quería tenerlo por aquí.
—Pues si, a lo mejor también es por eso —dijo mamá, dando por zanjado el tema. Se levantó y se estiró de nuevo, esta vez levantando los brazos y poniéndose de puntillas—. La verdad es que huele de muerte, y yo tengo un hambre que no veas. Anda, vamos dentro.
Dentro de la cocina el aroma a cochinillo asado era tan intenso que me rugieron las tripas. Se mezclaba con la fragancia de las verduras frescas cortadas en la gruesa tabla de la encimera, el rumor del transistor y el suave canturreo de la cocinera, quien sonrió con su habitual dulzura al girarse y verme. La saludé, también, con un beso en la mejilla y un discreto apretón en la cintura, en la zona carnosa cercana a las caderas que tanto me gustaba agarrar cuando le daba matraca a cuatro patas.
—¿Qué tal, tesoro? ¿Al final has trabajado hoy? —preguntó.
—Más o menos. Doña Paz no ha salido de casa, por los periodistas y eso... Pero he estado haciéndole recados —mentí. Obviamente, no iba a decirle que le había estado ensanchando el ojal con la verga a la sobrina transexual del difunto alcalde.
—Ah, claro. Menudo revuelo hay montado. Esta mañana he ido al pueblo y estaban entrevistando gente por la calle con micrófonos y cámaras. Estaba Televisión Española, Antena 3, Telecinco... y hasta cadenas extranjeras, fíjate —relató la pelirroja, mientras sus manos expertas volvían a trocear verdura sobre la tabla.
Sin perder detalle de la conversación, mi madre había sacado dos cervezas de la nevera, las había abierto y me había dado una. Antes de cerrar el refrigerador, inclinada en una postura de sensualidad no del todo involuntaria, se volvió hacia su suegra.
—¿Quieres algo de beber, Feli?
—Ay, un vinito blanco, hija. Si no te importa.
Su nuera le sirvió el vino y al verlo contuve una sonrisa lasciva, por motivos que conoceréis más adelante. Mamá se situó también frente a la encimera, para mezclar en una fuente los vegetales ya cortados, creando con sus pequeñas manos una caótica sinfonía de verdes, rojos y blancos.
—¿Y a ti te han entrevistado? —pregunté. Me recorrió un escalofrío por la espalda al recordar que ella, sin saberlo, había sido una de las protagonistas de la sangrienta noche sobre la que especulaba todo el país.
—No, hijo... ¡Qué vergüenza! Yo en la tele, imagínate.
—Venga ya, Feli. Con lo guapa que eres te habrían cogido de presentadora o algo —bromeó mi madre, aunque con toda seguridad los espectadores se habrían preguntado quien era esa señora tan hermosa.
—Si, de azafata del Telecupón, no te digo. ¡Ja ja! Qué cosas tienes, hija.
Para colmo, aquel día estaba especialmente atractiva. Deduje que después de matar a nuestro porcino amigo se había duchado, a juzgar por los aromas que mi nariz conocía tan bien, y porque en lugar del atuendo de faena cubría sus abundantes curvas un vestido veraniego, muy usado pero presentable, sin mangas y con más escote de lo que era habitual, luciendo un buen trecho de apretado y pecoso canalillo.
Este detalle no pasó desapercibido a mi madre, quien la noche anterior había presenciado por primera vez el apabullante espectáculo de sus enormes mamellas desnudas, y ahora no perdía ocasión, cuando su suegra estaba distraída, de contemplarlas con muecas de cómica admiración, o compartiendo conmigo miradas de traviesa complicidad. “¿Te acuerdas de lo que pasó, allí escondidos en el roble? Te hice una paja y te corriste mirando esas tetazas, pervertido”, decían sus ojos y su sonrisa asimétrica.
—Ay, hijo, ¿cómo está Doña Paz? Ni te he preguntado —dijo entonces la pechugona cocinera.
—Está bien. Algo molesta por lo de la prensa, pero no creo que se agobie demasiado en esa enorme mansión que tiene.
—Como para agobiarse, en esa finca más grande que todo el pueblo y rodeada de criados —terció mi madre.
—Bueno, hija, eso es lo de menos. Aunque no se llevase bien con su marido quedarse viuda siempre es un mal trago... Y además de esa forma tan horrible —replicó la abuela, compungida.
—No te preocupes que está muy bien, te lo digo yo —la tranquilicé, y me vino a la mente la imagen de la acaudalada rubia vestida de blanco radiante y relajada en su diván, como una diosa en su Olimpo privado.
Estuve a punto de comunicarle a mis compañeras que la susodicha divinidad estaba invitada a cenar esa misma noche, pero decidí posponer la noticia y cambié de tema.
—Oye, abuela, ¿de verdad estás asando a Frasquito?
—Pues si, hijo —reconoció, sin asomo de remordimiento o pena por la rosada criatura—. Llevamos unos días... complicados, y se me ocurrió hacer algo especial para animarnos un poco. Además, había que matarlo tarde o temprano y el lechón cuanto más joven más bueno está.
Con estas sabias palabras quedó zanjado el tema. Descansa en paz, Frasquito. Siempre te recordaremos como el cerdito con la inquietante costumbre de olisquear bragas usadas. Mientras terminaba de asarse disfruté de la charla y la compañía de mis dos compañeras de casa. Si todo salía según lo planeado, esa corriente noche de martes, un día cualquiera del verano de 1991, podría ser la más memorable de mi vida.
Una hora después estábamos sentados a la mesa y del cochinillo solo quedaban los huesos. Preparado con maestría y sencillez, la piel crujiente y la jugosa carne nos había llevado a un éxtasis sensorial de tal calibre que hasta tuve una potente erección. Aunque eso tuvo más que ver con el escote de mi abuela y la proximidad de mi madre, quien de vez en cuando me rozaba con el pie “sin querer” y me miraba de reojo. También contribuyeron los suspiros e incluso leves gemidos de ambas mujeres al saborear el manjar, que dejaba sus labios brillantes de grasa.
Tan colmados quedamos que ninguno de los tres comió postre, y la artista culinaria se ofreció a hacer café para prolongar la agradable sobremesa. Como ya dije la temperatura había bajado de bochorno infernal a calorcito tolerable, así que no teníamos prisa por tumbarnos y vegetar frente al ventilador. Cuando la abuela se levantó y nos dio la espalda, tanto mi señora madre como yo miramos sin disimulo las gloriosas nalgas que se bamboleaban bajo la fina tela del vestido, de un rosa pastel con volutas blancas, lo que le daba al ya de por sí tentador culazo el aspecto de un excesivo y delicioso helado de fresa y nata. Un trasero que también habíamos contemplado la noche anterior a la luz de la luna.
No se si fue por la expectativa del inminente divorcio, por el goce oral casi obsceno del cochinillo, por las cervezas consumidas o por una mezcla de todo ello, pero mi madre mostraba una actitud juguetona y casi temeraria. Durante toda la comida se había asegurado de que le viese bien las piernas, una de mis partes favoritas de su anatomía, y su pie se aventuró un par de veces por la parte interior de mi muslo, desnudo hasta la mitad pues había sustituido mi sobrio uniforme por unas coloridas bermudas y una camiseta sin mangas.
No contenta con tan arriesgadas maniobras, cuando nuestra anfitriona se alejó hacia la encimera, se inclinó hacia mí y me habló al oído, rozando su hombro contra mi brazo, con el mismo susurro grave y lascivo que usara entre las ramas del roble.
—¿Qué miras? ¿Vas a tocarte otra vez mirándola, cerdito?
—No me llames eso, joder —me quejé. A mi no se me daba tan bien susurrar, y mi voz sonó como si estuviese resfriado—. Además, fuiste tu quien me tocó, cerda.
Por suerte, la capacidad auditiva de mi abuela había disminuido con los años, lo cual sumado al murmullo de la radio, aún encendida, camuflaba nuestros cuchicheos.
—Eh, un respeto, niñato —me regañó mamá, castigándome con un pellizco en el costado—. Yo te lo puedo llamar a ti pero tu a mi no.
—No me parece muy justo.
—Te aguantas.
Dicho esto, se envalentonó y llevó una mano hacia mi paquete, palpando el cimbrel erecto que se marcaba contra mi muslo. Lo apretó varias veces, de una forma muy poco sexual, como si fuese uno de esos juguetes de goma que se le dan a los perros. Pero cualquier contacto de su mano con mi sensible apéndice del amor bastaba para excitarme y lo endureció aún más.
—¿No te da vergüenza? Esto es por ella, ¿verdad? Llevas toda la comida mirándole las tetas, pervertido.
—Pues igual que tu —respondí, y era cierto.
Me obsequió con un estrujamiento de escroto que me hizo dar un respingo en la silla, contuvo una carcajada que llenó mi oído de aire caliente y se apartó de mí. Cuando su candorosa suegra se giró hacia la mesa, solo vio a su nieto y a su nuera sentados a la mesa, como si nada fuera de lo común hubiera pasado. Con el hipnótico e involuntario meneo de pechos, regresó a la mesa, dejando la cafetera en el fuego. Al sentarse lo rayos de sol que entraban por la pequeña ventana de la cocina hicieron relucir sus rizos pelirrojos, arrancándoles algún destello dorado. Eso me recordó el cabello rubio de mi jefa.
—Ah, casi me olvido. He invitado a Doña Paz a cenar esta noche, aquí en casa —anuncié, sin más ceremonia.
Mi madre levantó una ceja y me miró sin decir nada, con expresión de irónica sorpresa. La abuela se puso recta en su silla, como si el respaldo quemase, sus bonitos ojos verdes se abrieron como platos y el rosado labio inferior se separó del superior. Por su expresión, cualquiera habría dicho que acababa de anunciarle el inminente impacto de una bomba nuclear.
—Pe-pero... Carlitos, hijo... ¿Cómo se te ocurre? —balbució.
—Bueno, la vi allí sola y aburrida, y pensé que le vendría bien... No se, se me ocurrió sin más —dije, algo molesto por la actitud de mi abuela.
—Ay, tesoro... ¿Pero como no me avisas con más tiempo de esas cosas? —se lamentó, llevándose una mano al pecho, y privándonos involuntariamente de su profundo canalillo.
—Es verdad, Carlos. Tendrías que haberle consultado a la abuela antes de invitar a alguien —terció mi madre. Había cruzado los brazos sobre el pecho y parecía más divertida que molesta por la situación.
—Yo que se. No creí que fuese para tanto. Al fin y al cabo sois buenas amigas, ¿no? —dije, mirando a la atribulada anfitriona y preparándome para soltar una pequeña carga de profundidad que solo ella entendería—. Cuando cenamos en su casa la semana pasada se os veía con mucha confianza... O eso me pareció a mí.
Las redondeadas mejillas de la pelirroja, que ya mostraban el rubor derivado de la buena comida y el vinito blanco, se encendieron hasta adquirir el tono de dos lustrosos tomates. Estaba claro que mi sutil insinuación sobre su relación lésbica con la alcaldesa había dado en el blanco. Sus labios temblaron un poco y miró a mi madre, en busca de ayuda. Su nuera, quien ignoraba el motivo del repentino sonrojo, no supo muy bien que decir.
—No se, Feli. Igual no es para tanto. Carlos lo ha hecho con buena intención, ¿no? —dijo mi madre, cambiando de bando en una guerra que en el fondo no le importaba un carajo.
Yo asentí, con mi mejor sonrisa beatífica, y Feli se relajó un poco, soltando un largo suspiro nasal tras cerrar por fin la boca.
—Tienes razón, hija. —Se giró hacia mi y me acarició el brazo—. Perdona por haberme puesto así, tesoro, es que... Ains... Doña Paz, aquí, en casa... Acostumbrada como está a ese palacio en el que vive.
Podría haberle dicho que su acaudalada amiga ya había estado en casa, sentada en esa misma mesa, y que no había puesto ninguna objeción a la rústica vivienda. Conocía incluso la habitación de invitados, donde había cabalgado mi verga como la campeona de equitación que seguramente era. Por supuesto no dije nada, pero a mi madre le salió el ramalazo “orgullo de la clase obrera” y no se quedó callada.
—Tienes una casa preciosa, Feli. Y tan limpia que se puede comer en el suelo. Si a esa señorona no le gusta que se quede en su mansión y que le den mucho por el cu...
—Vale, mamá, ya hemos captado la idea —interrumpí.
—Paz... Doña Paz no es tan... estirada como parece, hija —dijo su suegra, defendiendo a su amiga—. Es muy agradable una vez que la conoces, ya verás. Además, ricos o pobres, en el fondo todos somos iguales.
Nadie pudo objetar nada a las bienintencionadas palabras de Felisa. Su nuera asintió, sonriendo pero no demasiado convencida. Yo medité un momento sobre las sabias y tan cristianas palabras de mi abuela. Si, en el fondo todos éramos iguales. Y nada nos igualaba más que la desnudez, despojados de caros ropajes y joyas. La desnudez total o al menos parcial, como la que nos brinda el uso de bañadores o bikinis.
—Tengo una idea —proclamé, alegre—. ¿Por qué no cenamos fuera?
—¿Fuera? —preguntó la anfitriona, algo desconfiada, quizá temiendo alguna de mis bromas.
—Si, en el césped, junto a la piscina. Esta noche va a hacer fresco y estaremos mejor que aquí dentro, ¿no os parece?
—Por mi estupendo. Además, un bañito nocturno siempre sienta bien —dijo mi madre, dedicándome una sonrisa maliciosa. Por suerte su suegra estaba demasiado nerviosa por la visita y no se dio por aludida.
—No se, hijo... Ahí fuera hay muy poca luz por la noche. Y los mosquitos...
—Yo me encargo de todo. Iré a la ciudad a por un par de cosas y montaré un tinglado guapo —prometí. La idea de cenar al aire libre con esas tres bellezas maduras ligeras de ropa me excitó tanto que me acerqué más a la mesa para que el mantel ocultase mi rampante erección—. Tu preocúpate solo de la comida.
—Ay, es verdad. ¿Qué le hago... o sea, qué hago para cenar? —dijo la cocinera, llevándose esta vez las dos manos al pecho.
—Bah, cualquier cosa. Ya sabes que a Doña Paz le gustan las cenas ligeras —dije.
—Si, y a nosotras nos vendrá bien algo ligerito, con el atracón que nos hemos pegado —terció mi madre, quien se había repantingado en la silla, con las piernas estiradas, y se acariciaba el vientre, ligeramente menos plano que de costumbre.
En ese momento la cafetera comenzó a borbotear y me levanté para apagar el fuego y servir tres estimulantes cafés con hielo. Mientras las dos mujeres charlaban sobre el evento nocturno, aproveché para ir al salón y llamar a la invitada.
Para mi sorpresa, fue la propia Doña Paz quien respondió al teléfono.
—Sin novedad, jefa. Todo marcha según lo planeado —informé, en voz baja.
—Me alegra oírlo. Pero no hables como si fuésemos a atracar un banco, querido. Se supone que es una simple cena en casa de una amiga —dijo.
—Eh... Si, es verdad.
—Pasa a recogerme a las ocho y media. Y recuerda que los periodistas no deben verme salir o sospechar que voy en tu vehículo.
—Descuida. Puedo engañar a esos idiotas. —Hice una pausa para mirar hacia la cocina y bajé más la voz— ¿Y que hay de...? Ya sabes.
—No te preocupes, mi licencioso amigo, siempre soy meticulosa en la preparación de mis experimentos —dijo, y pude imaginar sin problema la sonrisa altanera en sus labios aristocráticos.
—Ah, casi lo olvido. La cena será al aire libre, junto a la piscina. Así que trae traje de baño.
—Mmmm... interesante. Puedo usar esa circunstancia para añadir nuevas variables.
—Eh... Claro.
—¿Algún otro dato de relevancia que deba conocer?
—Ninguno, que yo sepa.
—De acuerdo. Ocho y media, recuerda. Se puntual.
Dicho esto colgó y yo le pegué un largo trago a mi café. Iba a ser una tarde ajetreada y necesitaba estar despejado.
Por la tarde me subí a mi fiel Land-Rover y fui a la ciudad, dejando en la parcela a las dos mujeres. Mi abuela no paraba quieta, entre asustada e ilusionada por la inesperada visita, preocupada por detectar en la humilde pero impecable vivienda cualquier detalle que pudiese causar una mala impresión. Mi madre la ayudaba, tan comprensiva como siempre con los hábitos de su suegra, y mostrando a ratos la actitud sarcástica de una adolescente aburrida.
En la urbe visité un par de tiendas y gasté parte del dinero obtenido con mis turbios negocios en diversos objetos que juzgué adecuados para crear un ambiente agradable, la mayoría relacionados con la iluminación y la electricidad. También fui a un supermercado, pues la ajetreada cocinera me había hecho una lista con algunas cosas que necesitaba, y me aprovisioné también de abundante cerveza, pues mi santa madre y yo vaciábamos tantos botellines al día como un matrimonio alemán de vacaciones en Mallorca.
Sin perder un segundo, regresé al hogar rural y descargué las mercancías. La inquieta anfitriona la había tomado ahora con el variopinto mobiliario de jardín, limpiándolo y lamentándose de que fuese tan viejo. A decir verdad, las dos tumbonas de mimbre, la mesa de hierro forjado pintada de blanco y las sillas de plástico llevaban sobre ese césped desde que yo tenía memoria, pero estaban en perfectas condiciones y pude convencer a mi abuela de que fuese dentro y me dejase a mi ocuparme del exterior.
—Guarda la sombrilla, hijo. Está hecha polvo y además de noche no hará falta —Me dijo, con esa encantadora forma de dar órdenes como si pidiese favores.
—Descuida.
Llevaba el mismo vestido rosa y blanco, con tanto movimiento el escote se había vuelto aún más generoso y la falda había ascendido un poco. Se dio cuenta de como la miraba, se aseguró de que mi madre no andaba cerca y bajó la voz hasta un nervioso susurro.
—Carlitos, esta noche compórtate, ¿eh? No hagas de las tuyas —dijo, entre el ruego y la amenaza.
—Lo mismo digo —respondí, guiñándole un ojo con malicia.
Se puso roja y se quedó sin habla unos segundos. Miró los bártulos esparcidos por el suelo y se aclaró la garganta antes de hablar de nuevo.
—¿Qué es lo que has traído? ¿Eso son cables de corriente? Ten cuidado, tesoro.
—No pasa nada. Déjame a mi lo de fuera y ve a ver si te he traído todo lo que me has pedido.
—Ay, si. La cena. —Comenzó a alejarse hacia la casa, y me deleité con sus bamboleantes nalgas hasta que se giró de nuevo—. Ah, limpia la piscina, por favor. Tiene hojas y algún bicho. Ya he encendido yo la depuradora, pero...
—Si, tranquila. Vete de una vez.
Me dedicó una de sus dulces sonrisas y por fin me dejó solo. Aunque no por mucho tiempo. Cuando apenas llevaba diez minutos montando el “tinglado”, apareció mi madre, con las manos a la espalda e imitando los andares de una bailarina, como una niña aburrida buscando la atención de un adulto. Y dese luego consiguió mi atención, pues esa manera de estirar los pies antes de posarlos en la hierba realzaba las formas de sus preciosas piernas, que me distrajeron sin remedio de mi labor.
—¿Qué vas a montar con todo eso? ¿El alumbrado de la verbena del pueblo? —bromeó, mientras pasaba junto a mí y rozaba su cuerpo contra el mío sin disimulo.
Caminó hacia una de las tumbonas al tiempo que se quitaba la camiseta, sacándosela por la cabeza, y revelando el bikini, de un intenso naranja que combinaba a la perfección con su piel bronceada. Se aseguró de ofrecerme una vista inmejorable de sus redondeadas nalgas antes de tumbarse al sol, parodiando esta vez una de las típicas poses de las modelos en los catálogos de bañadores, con una mano tras la cabeza, una pierna estirada y la otra flexionada. No conseguía quitarle los ojos de encima y se echó a reír cuando tropecé con uno de los cables que había ordenado sobre la hierba.
—Estás muy graciosa hoy, mami —le recriminé, sin enfadarme realmente.
—Estoy de buen humor, ¿es que está prohibido?
—¿Si lo estuviese te importaría?
Rio de nuevo, esta vez con más moderación. Ya me había desconcentrado del todo, así que me acerqué y me senté en el borde de la tumbona. Me había quitado la camiseta para estar más cómodo y me acarició la espalda con la rodilla y parte del muslo, cosa que casi me hace perder el control y meterle mano.
—¿Cómo es que la abuela no te tiene trabajando? —pregunté.
—No he parado en toda la tarde, hijo. Le he dicho que iba ducharme para escaquearme un poco —dijo. Bostezó y se recolocó la parte superior del bikini, que aunque tenía poco que tapar le quedaba muy bien—. Está frenética, la pobre. Y todo por esa estirada. ¿De verdad se han vuelto tan amigas?
Sin saberlo, mi madre me había dado pie para llevar la conversación hacia el terreno que me interesaba. Un terreno situado en la isla de Lesbos, donde la poetisa Safo elevó a categoría de arte el hecho de que dos señoras se coman los coños.
—Pues ya que lo mencionas... —comencé. Miré alrededor, con aire intrigante, y bajé la voz—. Tengo que contarte algo, pero tienes que prometer que no se lo dirás a nadie, ¿de acuerdo?
Mamá entornó los ojos y su sonrisa dibujó una curva de traviesa expectación. Como esperaba, había picado el anzuelo. Al fin y al cabo, durante veinte años había sido una aburrida ama de casa de barrio, y los cotilleos, habladurías y chismes habían sido uno de sus pasatiempos. No era de las que malmeten o difunden calumnias, pero le gustaba estar al tanto de todo.
—A ver, cuenta —me animó.
—Promete que guardarás el secreto —insistí, para aumentar el suspense.
—¡Ay, hijo, cuanto misterio, copón! Vale, te lo prometo. Palabrita del niño Jesús.
Me incliné un poco hacia adelante, tras comprobar de nuevo que estábamos solos, y baje aún más la voz, dándole un tono serio pero no demasiado dramático. Al fin y al cabo, lo que iba a revelarle no tenía nada de malo.
—Se que no te lo vas a creer, pero la abuela y Doña Paz... son algo más que amigas.
—¿Qué quieres decir? —preguntó mi madre, cuya ceja ya había iniciado el ascenso de la incredulidad.
—Pues que... están liadas. Ya sabes, en plan... lesbianas.
La ceja llegó a su altura máxima y la otra la acompañó, antes de que la tranquilidad de la tarde se viese alterada por varias carcajadas y un aspaviento de fastidio.
—¿La Feli bollera? Si, claro, ¿y que más?
—¡Ssshh! No hables tan alto.
—Cielo, ya te he dicho que deberías dejar de ver pelis guarras.
—No me lo estoy inventando ni es una broma. Deja que te cuente lo que pasó el martes pasado cuando fuimos a cenar a la mansión —dije, muy serio.
Pasé a contarle la historia que ya sabéis, si habéis leído los anteriores capítulos de este relato Por supuesto omití mi acto vandálico en la sala de trofeos y todo lo relativo al falso tónico usado por mi jefa.
A medida que desgranaba los insólitos hechos, la expresión de mi oyente iba pasando de la incredulidad a la sorpresa, tanto que cuando terminé tenía la boca entreabierta y se había incorporado en la tumbona, apoyada sobre los codos. Jugaba a mi favor el hecho de que nunca había sido un niño o adolescente especialmente mentiroso. Era vago y a veces desobediente, pero nunca fui de los que se inventan historias. De hecho, cuando hacía una trastada prefería ser castigado a tener que inventarme alguna excusa.
—Me pinchas y no sangro, hijo —dijo mamá, llevándose una mano al pecho. Esta vez fue ella quien bajó la voz—. Tu abuela cambiando de acera... a estas alturas.
—Bueno, creo que le siguen gustando los hombres. O sea, la carne y el pescado.
—Si vaya, bisexual. —Pronunció la palabra en un susurro casi inaudible—. De la alcaldesa no me sorprende porque los ricos son muy viciosos. Pero tu abuela... tan cristiana y modosita ella...
—Pues ya ves. No es tan mojigata como os pensáis.
—A ver, que a mi me parece estupendo. Ya es mayorcita para acostarse con quien le de la gana y no somos nadie para juzgarla —proclamó, sacando a relucir su vena “progre”. Acto seguido entornó los ojos y se llevó un dedo a la barbilla, pensativa—. La verdad es que, ahora que lo pienso... Desde que le has dicho lo de la cena está muy rara. Más que una amiga parece que vaya a venir...
—¿Su novia? —terminé la frase.
Ella asintió, aún estupefacta por la noticia pero sonriendo de nuevo.
—Oye, ¿no se lo habrás contado a nadie más, verdad?
—Pues claro que no, joder. Te lo cuento a ti porque... en fin, no quiero que tengamos secretos —dije yo, que guardaba más secretos que la puñetera Área 51.
—¡Ja ja! Hay que joderse con la Feli... Lo moderna que nos ha salido.
—Mamá, sigue tratándola como si no supieras nada, ¿vale? No seas mala.
—Pues claro que la voy a tratar igual, idiota. Ya te he dicho que me parece bien. —Miró hacia la casa, como si pudiese ver a su ocupante atareada en la cocina, y su sonrisa se dulcificó—. Ya sabes que la quiero como si fuese mi madre.
Lo dijo con tanta sinceridad y ternura que me conmovió y no resistí el impulso de darle un abrazo. En cuanto nuestros cuerpos se tocaron saltaron chispas y nos arriesgamos a un breve beso en los labios. Cuando nos separamos vi que había recuperado su actitud burlona y me miró con libidinosa malicia.
—¿Tu crees que harán...? —En lugar de pronunciar la palabra, hizo con las manos el gesto de dos tijeras frotándose por el centro.
—¡Ja ja! No lo se, pero si lo hacen debe ser algo digno de verse, con los cuerpazos que tienen —comenté, no sin echar un vistazo al cuerpo de mi madre y hacerle un cumplido—. Mejorando lo presente.
—Si, la verdad es que la señorona esa está muy bien para su edad. Aunque con cirugía y sin trabajar ya se puede —dijo, sin dejar pasar la ocasión de lanzar una puya a la alta sociedad.
—Yo creo que no está operada de nada. Hace mucho deporte y se cuida. No es muy distinta de ti, si lo piensas. Tu haces aeróbic y comes mucha verdura.
De repente, ocultó la cara entre las manos, y fingió un cómico sollozo.
—Mierda, es verdad... Anoche te conté lo del aeróbic. Qué vergüenza.
—¡Ja ja! De eso nada. Estoy deseando verte con calentadores y mallas fucsia —dije, y era totalmente cierto.
Después de bromear un rato sobre millonarios, cambios de acera y lesbianas de mediana edad, con la incorrección política que nos caracterizaba, mamá se sentó en la tumbona y se despidió con un beso en la mejilla antes de levantarse.
—Bueno, voy a ver si tu abuela necesita ayuda. Aunque no me acercaré demasiado, no vaya a ser que me coma el coñ...
Interrumpí la broma dándole un pellizco en el costado, menos doloroso que los suyos, y se alejó hacia la casa mientras volvía a ponerse la camiseta, moviendo las caderas más de lo necesario pues sabía que mis ojos no se apartarían de su cuerpo hasta que desapareciese tras el muro de la vivienda. Terminé de montarlo todo justo a tiempo. Fui a vestirme y volví al Land-Rover para acometer la siguiente tarea: sacar a mi jefa de la mansión sin ser vista.
Por muy orgulloso que esté de mi astucia, no me extenderé mucho sobre esa parte del plan, ya que esto al fin y al cabo es un relato erótico y todos queremos llegar cuanto antes a la parte del fornicio. Antes de las ocho y media llegué a las puertas de la finca, donde el enjambre de reporteros se había reducido pero continuaban atosigando a cualquiera que entrase o saliese. De nuevo los ignoré y conduje hacia la mansión, la dejé atrás y continué por los extensos jardines hasta aparcar dentro de la caseta (un pequeño hangar, en realidad) donde los jardineros guardaban sus herramientas y vehículos.
Poco después conducía de regreso a la puerta principal, la gran verja se abrió y me detuve frente a la garita, desde la cual me miraba el familiar rostro del vigilante. Miguel, creo que se llamaba. No habíamos hablado mucho pero teníamos cierta camaradería y era un tipo espabilado, por lo que confié en que me cubriría si notaba algo fuera de lo común.
Bajé la ventanilla, ignoré un par de micrófonos que se acercaron a mi rostro y le hablé al guardia en voz alta, asegurándome de que me oyesen bien los molestos reporteros.
—Mira, si alguien pregunta por mí diles que vuelvo en cosa de media hora. Emilio se ha dado un golpe en la cara podando un árbol y voy a acercarlo al hospital.
Señalé con el pulgar hacia atrás, por encima de mi hombro. En la parte trasera del Land-Rover, tumbado en los asientos, estaba el tal Emilio, uno de los jardineros de la finca, a quien todos conocían por ser un tipo muy simpático y diligente aunque algo torpe. Vestía un mono verde de trabajo, una gorra del mismo color y robustas botas, además de guantes y gafas de alta graduación (probablemente el origen de su torpeza). Se cubría el rostro con un trapo blanco manchado de sangre y junto a él, en el suelo, yacía un abultado saco de arpillera cuyo contenido era imposible adivinar.
—Vaya por Dios —se lamentó Miguel—. No hay problema, Carlos. Vete tranquilo. —Dicho esto, se estiró sobre el mostrador de la garita para ver mejor a mi pasajero — ¡Emilio! Ánimo, hombre, que seguro que no es nada.
El jardinero respondió levantando un brazo y mostrando una mano enguantada con el pulgar hacia arriba. Acto seguido, aceleré y nos alejamos de la mansión. Durante la primera mitad del trayecto, Emilio no se movió ni habló, y yo no paraba de mirar por el retrovisor para asegurarme de que nadie nos seguía.
Cuando llegamos a las serpenteantes carreteras sin asfaltar que rodeaban la zona donde se encontraba la parcela familiar, suspiré aliviado y encendí un cigarro.
—Vale, se lo han tragado —dije.
El jardinero se incorporó y se apartó de la cara el trapo manchado con pintura roja, revelando una elegante nariz aguileña y unos labios finos pero inequívocamente femeninos. Bajo las gafas aparecieron un par de ojos azules de mirada penetrante y cuando se quitó la gorra una brillante melena rubia cayó sobre sus hombros.
—Reconozco que no tenía demasiada confianza en tu plan, Carlos. Pero todo apunta a que ha funcionado —dijo Doña Paz, felicitándome a su manera.
—Eso parece. Aunque mañana el pobre Emilio va a flipar cuando todo el mundo le pregunte por su accidente.
En la mano de mi pasajera apareció uno de esos espejos nacarados que parecen una ostra y se dedicó a colocarse el cabello con los dedos. Me encantaban sus intrincados moños y trenzas, pero con el pelo suelto, iluminada de soslayo por la ambarina puesta de sol, estaba arrebatadora. Me recordaba a una de esas estrellas del Hollywood clásico que siempre interpretaban a la femme fatale o a la dama de la alta sociedad.
—Querido, deberías mirar a la carretera si quieres que lleguemos sin percances.
—Si, perdona. Eh... Estás muy guapa con el pelo así, por cierto.
—Gracias. Pensé que sería lo más adecuado para una cena informal en el campo.
A continuación abrió el saco de arpillera (pensabais que ella estaba dentro, ¿verdad? Je, je, os engañé a vosotros también) y sacó un bolso de lona bastante grande, con estampados de flores minimalistas en blanco y negro, el tipo de bolso que una mujer de su clase llevaría a la playa o a la piscina. Sacó también una bolsa de papel satinado con asas de cuerda, la típica bolsa de boutique pero sin logotipos o nombres en su superficie. Iba a preguntarle por su contenido, pero lo que hizo a continuación me distrajo.
Se bajó la cremallera del mono verde hasta la cintura y sacó los brazos desnudos, salvo por una gruesa pulsera de marfil pulido con incrustaciones de turquesa. Cubría su torso uno de esos chalecos sin mangas que tan bien le sentaban, en esta ocasión amarillo pálido con bordados y botones blancos. En pocos segundos se despojó de toda la basta indumentaria de trabajo y casi me salgo del camino al ver sus largas piernas, pues de cintura para abajo solo vestía unos shorts blancos, que resaltaban las formas de sus tonificadas nalgas. Remató el conjunto con unas sandalias de tiras blancas, finos tacones y cada una con una pequeña turquesa en el empeine.
—Ya que pareces empeñado en que nos incrustemos contra un árbol, mi libertino chófer, al menos dime que opinas de mi atuendo —dijo ella, en tono sarcástico.
—Pues... estás tremenda, jefa. Elegante pero no demasiado... No se si me explico.
—No muy bien, pero te entiendo. Creo que has captado mi intención.
Satisfecho por su aprobación (a pesar de todo lo ocurrido aún me intimidaba un poco), me sentí más relajado cuando nos acercamos por fin a la verja de la parcela.
—Ah, recuerda que nunca has estado aquí antes. Si tienes que ir al baño o algo así pregunta primero dónde está —advertí.
—No te preocupes. A veces tengo que preguntar por el baño incluso en mi propia casa —dijo, y no supe discernir si hablaba en serio o era una broma sobre su inmensa y laberíntica mansión.
—Y con respecto a... nuestro plan...
—De eso me encargo yo. Tu céntrate en disfrutar de la velada, querido.
Acompañó la frase con una enigmática sonrisa y fue lo último que vi por el retrovisor antes de bajarme a abrir la verja.
Entramos por la puerta principal y mis dos compañeras de casa nos estaban esperando en la cocina. Ambas se pusieron en pie al vernos y saludaron a la invitada con frases amables y besos en las mejillas.
—Oh, pero qué cocina tan encantadora, Feli. Me encanta —comentó Doña Paz, mirando a su alrededor.
—Bah, no es para tanto. Está que se cae de vieja —dijo la anfitriona, toda humildad.
—¿Y qué? El Taj Mahal tiene más de trescientos años y sigue siendo uno de los edificios más bellos del mundo —repuso la cultivada señora, sin duda escogiendo un ejemplo que sus incultos acompañantes pudieran conocer.
—Ah... —asintió mi abuela, impresionada. Creo que interpretó la comparación como un cumplido rebuscado pues aumentó el rubor de sus mejillas, que ya había aparecido en cuanto su amiga traspasó el umbral.
Mi madre aprovechó la distracción para echarle un buen vistazo a la ex-alcaldesa, con una discreta mueca entre la sorpresa y el desdén. Sin duda le sorprendió verla con un aspecto tan informal y mostrando tanta carne, ya que solo la había visto en el pueblo, desde la distancia, y siempre en su papel de señora respetable que va a misa con su marido. Examinó especialmente sus piernas, desnudas casi en su totalidad, esbeltas pero con los seductores volúmenes que otorga la actividad física. Mi madre siempre había estado muy orgullosa de sus extremidades inferiores, y no debió gustarle encontrar competencia.
Aún no he descrito de forma detallada el atuendo de Rocío y Felisa, mis dos chicas favoritas, y estaréis deseando de que lo haga, así que no os haré esperar más. La anfitriona y cocinera lucía un sencillo a la par que favorecedor vestido de verano, de un ligero tejido que recordaba a la seda e insinuaba sus curvas en los lugares adecuados sin llegar a transparentar, de un suave tono verde y un caótico estampado de lunares blancos que formaban medias lunas amarillas allá donde se superponían.
La prenda dejaba las rodillas al descubierto, no tenía mangas y el escote nos regalaba unos centímetros de apretado canalillo. Por supuesto, se había puesto las gafas “de salir”, y unas sencillas sandalias de tiras blancas y rosas. Por la forma que adoptaban sus pechazos bajo el vestido supe que llevaba sostén. Por mucho que hubiese disminuido su recato en las últimas semanas, recibir a una invitada marcando pezones aún le resultaba inconcebible. En definitiva, se había puesto guapa pero no iba en exceso arreglada, e intuí que su nuera había ejercido de estilista mientras yo no estaba.
En cuanto a mi querida madre, había echado toda la carne en el asador en cuanto a “hippismo” se refiere, tal vez para marcar las distancias con la adinerada visitante. Se había puesto una camiseta de tirantes teñida con un psicodélico caos de colores, tan ceñida que a ella si se le marcaban esos pequeños pezones que tanto me gustaba lamer. En lugar de falda lucía un pareo atado a la cadera, estampado con motivos africanos en tonos ocres y siluetas negras, que cubría una de sus piernas por completo y dejaba la otra al descubierto desde la mitad del muslo, la misma en cuyo tobillo estaba la pulsera de cuentas negras y rojas, único complemento además de unos pendientes de los que colgaban diminutas plumas.
Además iba descalza, y por una brizna de hierba en su talón deduje que había estado en el césped antes de nuestra llegada. En definitiva, más que un ama de casa de barrio parecía una groupie de los Grateful Dead. Sin embargo, aquella estética casaba tan bien con su recién adquirida (o más bien recién recuperada) personalidad que no resultaba chocante, como si llevase ese look de toda la vida.
Mientras yo analizaba atuendos, mi jefa había sacado de su bolso playero una botella y la sostenía frente a mi abuela, quien la miraba arrobada.
—¿Puedes meter esto en el refrigerador, querida? —preguntó Doña Paz—. Es un Château Cheval Blanc del 89, una cosecha excelente.
—Oh... Pero, ¿por qué te has molestado? No hacía falta, mujer —dijo mi abuela.
—No es molestia. Tengo tanto vino en mi bodega que no podría bebérmelo ni aunque viviese mil años.
Mamá puso los ojos en blanco ante los alardes de la ricachona y me dedicó una sonrisa que le devolví de forma distraída, ya que estaba más pendiente de la botella. Una sencilla botella verde con una etiqueta blanca en la que aparecía el nombre del vino y la acostumbrada ornamentación de esta clase de etiquetas. El vinito blanco había sido una buena elección: a mi abuela le encantaba, como ya sabéis, y mi madre siempre había tenido la peligrosa costumbre de mezclar bebidas (recordad la noche en que combinó Bloody Mary con gin tonic y casi nos detienen por fornicar en un callejón). Después de un par de cervezas, no tendría inconveniente en tomarse un vinazo.
Contemplar la botella me hizo plantearme un par de cosas: ¿Estaba ese Cható Chaval o como carajo se llamase adulterado con el tónico? El corcho y el precinto estaban en su lugar, pero Paz era lo bastante hábil como para haber dejado la botella intacta tras abrirla y cerrarla de nuevo. Sin embargo, era la elección más obvia, y a la excéntrica rubia no le gustaba ser predecible. Puede que el vino fuese solo para despistar y tuviese pensado usar la poción milagrosa de otra forma. ¿Para despistar a quien? Solo yo conocía la existencia del tónico y era su cómplice en el “experimento”, como le gustaba llamarlo, aunque en el fondo ambos sabíamos que detrás de nuestro plan solo había pura y desenfrenada lujuria. El objetivo de la velada era despedirnos por todo lo alto del brebaje, poner a prueba los límites de nuestras conejillas de Indias y comprobar cuantos tabúes eran capaces de desafiar.
La botella fue encerrada en la nevera y la afinada voz de contralto de mi jefa me sacó de mis cavilaciones.
—¿Por qué no me enseñas el resto de la casa, Feli? Me encantaría verla.
—¿Si? Bueno... No es que haya mucho que ver, pero si quieres... —dijo la dueña de la susodicha casa, quien se había pasado la tarde limpiando como si esperase a un inspector de sanidad.
Visitante y visitada salieron de la cocina, rumbo al salón. Mi madre y yo nos quedamos solos, circunstancia que ella aprovechó para pegarse a mí, agarrarme del brazo y comenzar el salseo, como se dice ahora.
—Ahora entiendo por qué te cae tan bien tu jefa, sinvergüenza. Vaya cuerpazo gasta. ¿No te la estarás beneficiando, verdad? —me soltó sin más preámbulos, medio en serio medio en broma, susurrando cerca de mi cuello.
—¡Ja ja! Ni de lejos. No es de las que se lían con el chófer o el jardinero. Eso le parecería un cliché demasiado vulgar o algo así —dije, con total convicción. Y no mentía del todo. Habíamos follado una vez pero no se podía decir que estuviésemos liados, y desde luego no me la estaba “beneficiando”.
—Si, es un pelín pedante, la señora. Pero parece agradable cuando habla como una persona normal.
—¿Lo ves? Te dije que te caería bien.
—Bueno, bueno... yo no he dicho que me caiga bien. Ya veremos —dijo. Entonces cambió la expresión de su cara, de la desconfianza a un malévolo regocijo— ¿Y te has fijado en tu abuela? Joder, tenías razón... ¡La tiene loquita!
—Ya te digo. Si supiese lo mucho que se le nota se moriría de vergüenza.
—Ay, si, la pobre. Tu haz como si no pasara nada —ordenó mamá.
—Pues claro. Y tu... —Iba a recomendarle también discreción pero me interrumpió, dando un saltito sobre sus pies descalzos.
—¿Y has visto esa botella de vino? Ese es de los caros, seguro. Me suena mucho el nombre.
—Eso a Doña Paz le da igual. No le da mucha importancia al dinero.
—¡No te jode! Si yo estuviese así de forrada tampoco le daría importancia.
Nuestra susurrante conversación se interrumpió cuando por la otra puerta de la cocina que comunicaba por el pasillo pasaron la forrada y su amiga, continuando con el tour por la casa y charlando. Cuando sus pasos se alejaron mi madre retomó el comadreo.
—Vaya piernas tiene la tía... Y encima se presenta con taconazos.
—Yo creo que las tuyas son más bonitas —dije, y de verdad lo pensaba.
—A ver, si yo estoy muy bien, no lo niego —proclamó, con la cómica y no del todo fingida falta de humildad que mostraba a veces sobre su físico—. Pero al lado de esas dos mujeronas parezco una niñata.
—Bueno, un poco niñata si que eres —dije, lo cual me hizo ganarme un pellizco en el costado—. Por cierto, me encanta como vas esta noche. Pareces la hermana guapa de Janis Joplin.
Mi halago le arrancó una amplia sonrisa y me acarició la misma zona donde me había pellizcado, a lo que correspondí con un casto beso en la frente, pues las “mujeronas” podían regresar en cualquier momento.
—Te invitaría a un porrito rápido mientras esas dos cotorrean, pero no quiero que termines trepando desnuda a los árboles delante de mi jefa —bromeé.
—¡Ja ja! Seguro que la señora ha visto cosas más raras.
“Ya te digo que ha visto cosas más raras”, pensé, “por no hablar de las cosas raras que ella misma hace.” El agradable cuchicheo maternofilial fue interrumpido por pasos que se acercaban, y por las autoras de dichos pasos, que entraron en la cocina sin apenas mirarnos. Aún así, mi madre me soltó el brazo e interrumpió la charla en tono animado.
—¿Qué tal si nos vamos fuera, chicas? Corre un airecito muy agradable.
—¡Ay, si! —exclamó mi abuela, como si acabase de recordar que la casa estaba en una parcela con piscina.
—Preparad las bebidas mientras yo voy a conectar unas cosas —dije.
—Ah, es verdad. Carlos ha montado algo fuera, pero aún no lo hemos visto —anunció la orgullosa anfitriona—. Ten cuidado con la corriente, tesoro.
—Descuida.
Salí por la puerta principal y me apresuré hacia la parte posterior del terreno, en uno de los muchos paseos de esa noche. Si os preguntáis por qué la casa no tenía una puerta trasera, yo tampoco lo se. Teniendo en cuenta que la vivienda no había cambiado en más de cuarenta años, congelada en su atemporal encanto rústico, cabe suponer que mis abuelos no eran muy aficionados a las reformas y la albañilería. Conecté un par de alargadores, pulsé un par de interruptores y mi obra apareció en la penumbra, pues el sol ya se había puesto casi por completo y no era más que un halo mortecino tras las montañas.
En los árboles más cercanos a la zona de la piscina, había colgado ristras de pequeñas bombillas, como luces de navidad pero sin colores ni parpadeos, que iluminaban la zona del césped con un agradable luz amarillenta, cálida y suave. Alrededor de la mesa donde íbamos a cenar, a distancia suficiente para que no molestasen, había distribuido varias de esas lamparitas azules que atraen a los mosquitos y los mandan vía electrocución al cielo de los mosquitos, el cual espero que no esté cerca del cielo de los humanos.
Me alejé un poco para contemplar mi trabajo, satisfecho e incluso sorprendido por mi buen gusto y sofisticación. Quizá mi contacto con el mundo refinado de Doña Paz me estaba influyendo más de lo que pensaba. Mi pericia se vio confirmada cuando las tres mujeres aparecieron detrás de mi. Mi madre abrió los ojos de par en par mientras me tendía un botellín de cerveza. Mi jefa esbozó una sonrisa ambigua, y mi abuela unió las manos bajo la barbilla, como si fuese a rezar, y su voluminoso pecho se hinchó desafiando cualquier ley física.
—¡Pero Carlos! ¡Qué maravilla! —exclamó, con los ojos verdes brillando—. Parece... no se, como de cuento.
—¿Pero tu desde cuando sabes hacer estas cosas? —preguntó mi madre, superada ya la sorpresa inicial.
Me encogí de hombros, sin saber muy bien que decir, y fue la invitada quien acudió en mi ayuda, poniéndome además una mano sobre el hombro, en un gesto afectuoso pero no demasiado familiar.
—A mi no me sorprende tanto. En el poco tiempo que lleva a mi servicio, Carlos ha demostrado ser un joven con talento e iniciativa.
Entonces fue mi madre quien se quedó sin habla, mirando a mi jefa como si hablase de un individuo desconocido para ella. Yo reconozco que me ruboricé un poco, pues en las palabras de la solemne rubia no había ni pizca de ironía o doble intención.
—A ver, talento si porque tonto nunca ha sido, pero iniciativa...
—La pereza es un defecto común en la adolescencia, Rocío, pero tu hijo ya es todo un hombre —afirmó mi jefa.
Por la tensión en su sonrisa asimétrica y la casi imperceptible arruga en el entrecejo supe que mamá estaba molesta. Como a cualquier madre, no le hacía ninguna gracia que una extraña presumiese de conocer a su hijo mejor que ella misma. La discusión murió antes de comenzar gracias a la gigantona pelirroja que se me acercó por detrás, me rodeó con unos fuertes brazos de hombros pecosos y me estrechó contra los dos mullidos almohadones que eran sus tetazas, al tiempo que me daba un par de sonoros besos en la mejilla, con los mismos labios rosados que tantas veces habían succionado mi cetro del amor.
—Muchas gracias, cielo. Eres más bonito que un San Luis —dijo, puntuando la frase con un nuevo beso, esta vez en la frente.
Doña Paz sonrió ante la clásica muestra de exagerado afecto propia de una abuela y yo, apabullado por tanto cumplido y atención, me liberé como pude de ese cuerpo que tanto me atraía y me aclaré la garganta.
—Bah, no es para tanto. Venga, vamos a sentarnos. “Señoras, al jardín” —dije, imitando la célebre frase de un concurso de la época y la voz de su presentador, cosa que hizo reír a mi abuela.
Al fin nos sentamos alrededor de la mesa, en cuyo centro había colocado una pequeña maceta para tapar el agujero donde se encajaba la sombrilla, la cual había guardado en el cobertizo junto al gallinero, dato que no es baladí, como veréis más adelante.
Paz y su amiga Felisa se sentaron de espaldas a la piscina, sus sillas tan juntas que los reposabrazos se tocaban, hecho que no pasó inadvertido a mi madre, quien me dio un discreto codazo y me indicó sin palabras que las mirase. Mamá y yo nos sentamos en frente, al otro lado de la pequeña mesa, con nuestras respectivas cervezas. Ellas bebían vino blanco, pero de una botella que yo mismo había comprado esa tarde en la ciudad, por encargo de la anfitriona. Deduje acertadamente que habían reservado el vino bueno para la cena.
La conversación se fue animando, centrada en temas banales o cotidianos, y todos fuimos adoptando una actitud más relajada, favorecida por la agradable brisa nocturna (el bochorno tropical de noches anteriores nos parecía un lejano recuerdo), el aroma de la naturaleza que nos rodeaba, el canto de los grillos y de vez en cuando un breve chasquido cuando algún insecto caía en mis mortíferas lámparas azules. Caí en la cuenta de que tendría que haber añadido ambientación musical a mi exitosa decoración, pero nadie echó de menos la música y no le di importancia.
Yo participaba poco en la charla, liderada sobre todo por mi jefa y mi madre, aunque la abuela se volvía más dicharachera a medida que su copa se vaciaba. Mi lengua trabajaba poco pero mis ojos se estaban dando un festín, rodeado por tres bellas mujeres, cada una distinta en su estilo y complexión. En uno de mis discretos (o eso pensaba yo) repasos visuales a las piernas cruzadas de mi jefa, más impresionantes si cabe en esa postura, vi que se había quitado los zapatos y uno de sus cuidados pies, con las uñas esmaltadas en un sutil rosa pálido, reposaba sobre el cuidado césped. Aproveché el detalle, casi pictórico por la gracia de la postura y la armonía cromática, para meter baza y hacer una broma.
—Ten cuidado, Paz. Esta hierba no es de La Polinesia, como la tuya —dije. Era una referencia a nuestra visita a la mansión, cuando había presumido de su aterciopelado césped importado. No contento con eso, añadí: —. No te vayas a pinchar esos pies tan delicados.
Mi abuela, que lo había entendido, sofocó una risita tapándose la boca con la mano. Mi madre, que no lo entendía, enarcó una ceja y nos miraba con una sonrisa expectante, consciente de que se trataba de una broma privada. Luciendo su elegancia innata, Doña Paz inclinó ligeramente la cabeza y entonó una melodiosa carcajada.
—Oh, no temas, querido. Ni mis pies ni yo somos tan delicados. Nos hemos movido sobre superficies mucho más amenazantes que este agradable césped.
—Seguro que has caminado sobre brasas, o algo así —añadí, animado por el buen humor de la rubia.
—No se si lo dices en serio o en broma, pero la verdad es que sí lo he hecho. Una experiencia interesante, si me lo preguntas, y no tan dolorosa como cabría esperar. Fue durante uno de mis viajes a Nueva Guinea, no muy lejos de La Polinesia, casualmente...
Gracias a mi broma, la invitada pudo lanzarse a narrar un fascinante relato que de inmediato embelesó a su amiga Feli, e incluso capturó el interés de mi madre, cuyos escasos viajes nunca la habían llevado a más de unas cuantas horas en coche de su barrio. A mi no me impresionó tanto, teniendo en cuenta que había visto a aquella mujer matar a varias personas con una espada, entre otras cosas.
Poco después la anfitriona sirvió los aperitivos, y demostré de nuevo mi iniciativa y talento con una idea que ahorraría trabajo a la cocinera. En lugar de llevar los platos hasta la mesa rodeando toda la casa, le dije que me los entregase por la ventana de la habitación de invitados, un trayecto mucho más corto. Los entremeses consistieron en el clásico jamón ibérico, queso curado, olivas gazpachas y anchoas servidas sobre rodajas de tomate. Todo ceñido a la más pura tradición, servido con sencillez y destacando la buena calidad de los productos sobre la pretenciosidad culinaria a la que estaba acostumbrada la invitada, quien por supuesto alabó cada una de las viandas.
Al tiempo que la bebida seguía circulando todos comimos con buen apetito. Incluso mi madre, superado ya el atracón de cochinillo del mediodía, y fue ella quien tuvo una idea que puso la noche interesante antes de lo previsto. Cuando los platos estaban casi vacíos, remató de un trago su segundo botellín de cerveza y se incorporó en la silla, mirando hacia la piscina.
—¿Qué os parece si nos damos un bañito antes de la cena? —preguntó, a todos y a nadie en concreto.
Su suegra titubeó, confundida por la inesperada idea, y tanto ella como yo esperamos la reacción de Doña Paz, quien de alguna forma se las arreglaba para tener autoridad incluso en casa ajena. La invitada sonrió, y solo yo aprecié en sus labios un matiz maquiavélico, como si, sin saberlo, mi madre hubiese colaborado en su plan.
—Una magnífica idea, querida. Si a Felisa le parece bien, por supuesto —dijo mi jefa, y no desaprovechó la ocasión de acariciar la expuesta rodilla de su amiga.
—¡Pues claro! Para eso está la piscina, ¿no? —gorjeó Felisa, antes de mirar hacia abajo y recordar que llevaba puesto un bonito vestido—. Pero antes habrá que ponerse el bañador.
—No tan deprisa. Y tu tampoco te cambies, Rocío —ordenó Paz, con aire enigmático—. Me he tomado la libertad de traeros un pequeño detalle. Pensaba dároslo más tarde, pero diría que ahora es el mejor momento. Voy a cambiarme y os lo traeré, si no os importa esperar, claro.
—Descuida —dije yo, pues mis dos compañeras de casa se habían quedado ligeramente aleladas por la expectativa del misterioso regalo.
La viuda y ejecutora del difunto alcalde se puso los zapatos y se alejó hacia la casa, moviéndose por el irregular terreno con tal elegancia que en lugar de una señora con tacones parecía una esbelta faunesa nacida con pezuñas de cabra en lugar de pies. Mi madre y la abuela se miraron, intrigadas y sonrientes.
—A ver que nos ha traído la potentada esta —dijo mamá, sarcástica, antes de intentar darle un sorbo a su botellín vacío y hacer una graciosa mueca de sorpresa.
—Hija, no seas así —la regañó su suegra, sin perder la sonrisa—. Ya ves que Paz es muy agradable una vez la conoces.
—Me jode reconocerlo, pero la verdad es que está empezando a caerme bien —admitió mi madre. Frustrada por la falta de cerveza, se metió en la boca las tres últimas aceitunas del cuenco y las masticó deprisa.
—¿Ves? Te lo dije —afirmé.
—Para ya con el “te lo dije”, pesado.
Me lanzó uno de sus patentados pellizcos pero conseguí sujetarle la muñeca y forcejeamos, en broma pero con tanta energía que casi nos caemos al suelo, ante la mirada divertida y tierna de mi abuela, como si fuésemos dos niños traviesos. Pero no lo éramos, y el simple contacto físico bastó para hacer fluir la sangre a mi entrepierna y encender en los ojos color miel de mi contrincante ese peligroso brillo de lujuria temeraria. Cuando nos separamos su respiración acelerada y la forma en que me arrebató mi cerveza para acabársela de un trago me hizo dudar del plan. Si bebía del vino mezclado con tónico podía volverse incontrolable, y me planteé evitar que lo hiciera.
Continuamos bromeando y especulando sobre el ignoto regalo sobre el cual yo no sabía nada, cosa que me molestó un poco, pues estaba claro que mi cómplice me ocultaba información. Al cabo de unos diez minutos escuchamos pasos y vimos a la susodicha acercarse a la zona iluminada, dejándonos a los tres sin habla.
Había sustituido su atuendo por un sencillo bikini blanco, dos piezas de tela que, si bien no revelaban tanta carne como para resultar vulgares, se adaptaban a su cuerpo y resaltaban sus atléticas curvas, así como el tono de su piel bronceada, a la cual la textura propia de la madurez no restaba atractivo sino que lo añadía. Calzaba las mismas sandalias de tacón alto y la pulsera de marfil continuaba en su muñeca, pero se había recogido la melena rubia en una sencilla coleta alta que se balanceaba al caminar como la cola de una vigorosa yegua. En una mano llevaba la bolsa de boutique que había traído oculta en el saco.
Para terminar de impresionar a su audiencia, se sentó al mismo tiempo que cruzaba las piernas con la gracilidad de una bailarina y nos sonrió, consciente de la fascinación que ejercía incluso en su chófer y la anfitriona, quienes habíamos visto ese cuerpo desnudo y gozado de los placeres que podía ofrecer. Mi madre, ante mi callada sorpresa, tuvo que esforzarse para apartar la mirada de las largas piernas, ahora desnudas por completo.
Tras unos segundos más de suspense, Doña Paz sacó de la bolsa otras dos bolsas más pequeñas, de papel satinado y con un logotipo negro con forma de “V”. No entiendo mucho de moda pero me resultaba familiar, y por supuesto olía a lujo. Las otras dos mujeres recibieron su bolsita y sacaron su contenido. Un bañador para la ruborizada Felisa y un bikini para Rocío, que lo sostuvo en el aire con cierto matiz de desconfianza que no pasó inadvertido a la generosa millonaria.
—Ignoraba si prefieres traje de baño de una pieza o de dos, pero como eres joven y tienes buena figura me he decantado por el bikini —explicó.
—Eh... Ah, no te preocupes. Siempre uso bikini. Muchas gracias... Es precioso —dijo mamá, quien por supuesto le habían gustado los halagos y miraba fijamente su regalo.
—En el caso de Feli, ya sabía que ella prefiere el de una pieza... Lo cual no quiere decir que no sea joven o que no tenga buena figura.
—¡Ja ja! Ay, Paz, como eres... —gorjeó la pelirroja, añadiendo un tono más de rojo a sus mejillas—. Muchísimas gracias. Pero no tendrías que haberte molestado, mujer.
—No es molestia. Son de mi colección privada, aunque por supuesto nadie los ha usado nunca. Tengo amistad con varios diseñadores y cuando me envían prendas de sus nuevas colecciones no siempre aciertan con la talla. —Paz rio por lo bajo y mi madre me miró con una expresión de “ya está la ricachona presumiendo”, y la ricachona casi la caza pues a continuación se dirigió a mi—. Siento haberte dejado sin regalo, querido, pero no tengo prendas masculinas en mi colección.
—Descuida. Puedo bañarme desnudo si hace falta.
—¡Ay, Carlitos, que bruto eres! —dijo mi abuela, menos escandalizada de lo que fingía.
Todos reímos y a continuación fuimos a la casa a cambiarnos, parloteando por el camino sobre moda de baño. Una vez dentro, en la cocina, Doña Paz justificó en voz alta el hecho de acompañar a su amiga a cambiarse.
—Ese modelo tiene un cierre un tanto peculiar, Feli. Será mejor que vaya contigo, por si te da problemas.
—¿Eh? Ah... Si... Si, claro. Ven, ven conmigo —tartamudeó la buena de Felisa, evitando mirarnos.
Mi madre y yo intercambiamos una breve sonrisa maliciosa antes de dirigirnos a nuestra habitación. Una vez dentro, ella soltó una carcajada.
—Joder con la alcaldesa, no se corta un pelo.
—¡Ja ja! Bueno, mami, ¿qué tiene de malo que dos amigas se cambien juntas? —dije, mientras buscaba en el cajón mis coloridas bermudas noventeras—. Por cierto, ¿no les extrañará que tu y yo también nos cambiemos juntos?
—Bah, ya saben que tenemos mucha confianza. No creo que sospechen nada raro.
Dicho esto, mi madre contempló detenidamente su nuevo bikini, y regresó a su boca la mueca de desconfianza.
—De su colección privada, dice... Lo que pasa es que no son de su talla o no le gustan y nos los ha endilgado —dijo, en tono cáustico—. Aunque la verdad es que es una monada, y debe ser caro de narices.
—¿No has visto la bolsa? Es “Verseich” —apunté.
—Se dice “Versache”, cateto —me corrigió—. Y además la “V” esa es de Valentino.
—¿Y tu por qué sabes tanto de moda?
—Pues de ver la tele, hijo, porque de ir a boutiques y a desfiles no es.
Mientras hablábamos yo me había desnudado por completo, mostrando una media erección que no tardaría en ganar dureza. Ella se quitó el pareo y la camiseta con tanta naturalidad como si fuésemos pareja desde hacía años, cosa que me encantó, antes de quitarse sus braguitas y sustituirlas por las del bikini. Después se puso la parte de arriba y desfiló un poco, no se si para mí, para ella misma o para ambos. En cualquier caso mi miembro reaccionó y no tardó en cabecear cual corcel inquieto.
La escueta prenda apenas le tapaba la mitad de las nalgas y se ajustaba tanto a su entrepierna que casi se marcaba la raja. Era de talle bajo y se ataba con los típicos lazos en las caderas, con un aire años sesenta muy acorde al nuevo estilo de mamá. La parte de arriba también se ceñía al pecho, marcando sutilmente los pezones y prometiendo más marcamiento cuando la tela se mojase. Ambas piezas presentaban un estampado de intrincados motivos vegetales, casi abstractos, con una gran variedad de vivos colores. La prenda no solo resaltaba las formas de su dueña sino que le daba un aire juvenil, y combinaba además a la perfección con la pulsera del tobillo y los pendientes de plumas. Conociendo a Doña Paz, no creí que fuese casualidad.
—Joder, que bien te queda —dije. Estaba sentado en mi cama, aún desnudo y con el rabo duro como barra de pan congelada.
—No se... Yo lo veo algo pequeño —se quejó, y pasó los dedos entre la tela y su piel para ajustarlo bien.
No le faltaba razón. Si bien no le quedaba exageradamente pequeño resultaba evidente que no era de su talla. La mejor prueba es que dejaba a la vista un buen trozo de sus marcas de bronceado, sobre todo en el culo, cosa que añadía sensualidad a la estampa pues decía: “Eh, esta parte que suele estar tapada ahora no lo está, ¿no es estupendo?”.
Poco convencida, se puso de puntillas y giró el torso para mirarse por detrás, acentuando los volúmenes de pantorrillas y nalgas, con esa habilidad innata que tienen algunas mujeres para adoptar posturas sensuales de forma instintiva. Por un momento me recordó a esa escena de Peter Pan en la que Campanilla hace posturitas de pin-up, lo cual llevó mi erección a su máximo esplendor.
—Bueno, mi jefa no sabe tu talla. Y además, vestida engañas mucho. Tienes más caderas y culo de lo que parece —observé.
—¿Me estás llamando culona, pequeñajo?
Se abalanzó sobre mi, con el ceño fruncido pero sonriendo, para reanudar la pelea de antes. Esperaba uno de sus pellizcos pero aprovechó mi desnudez para agarrarme la polla y apretarla con fuerza. Gruñendo, la atraje contra mi pecho, dejando la susodicha verga apretada contra las bragas de su nuevo bikini de alta costura, y la besé sin darle tiempo a reaccionar. Moví las caderas para que notase el duro tronco entre sus piernas y gimió mientras nuestras lenguas se entrelazaban.
—Vale... Ya está, que se va a mojar —dijo, antes de intentar separarse.
—Esa es la idea, ¿no? Es un bañador.
—No seas tonto... —Aún sentada sobre mis muslos, me miró fijamente mientras me acariciaba el pelo—. Por cierto, llevo todo el día caliente, por si no te has dado cuenta, y has pasado de mi.
—¿Que? No he pasado de ti, no digas tonterías —me defendí, sorprendido por su reproche—. Lo que pasa es que después de lo de anoche no quería que nos arriesgásemos más.
Mi madre asintió y se bajó de mi regazo, dejando mi lanza apuntando al techo. Suspiró y se dio la vuelta, un poco avergonzada. De nuevo fui consciente de que, si íbamos a ser algo parecido a una pareja, debía aprender a manejar esos cambios de humor.
—Tienes razón. Mientras vivamos aquí deberíamos ser más sensatos. Sobre todo yo.
Me puse de pie y me situé detrás de ella, sin que mi verga erecta tocase sus nalgas, cosa que no fue fácil. Le acaricié los hombros y le di tiernos besos en el cuello y la cara.
—Te sienta bien la insensatez, mami. No te reprimas, como hacías antes, y yo me encargo del resto. Como ha dicho antes mi jefa ya soy todo un hombre, y un joven con talento e iniciativa —dije, intentando imitar el tono petulante de Paz.
Ella se echó a reír, se dejó caer sobre mi torso, nos besamos y me dio un último apretón, esta vez en los huevos, antes de separarse.
—Venga, ponte ya el bañador. Y relaja ese empalme o vas a llegar tirando las copas de la mesa.
—¡Ja ja! Esta noche, cuando se vaya mi jefa y se duerma la abuela te voy a demostrar el talento y la iniciativa que tengo —prometí. Me até el cordón de las bermudas y acomodé como pude el paquete dentro de la prenda, que por suerte era holgada.
—Ya veremos, campeón —dijo mamá. Adoptó una expresión pensativa y miró hacia la puerta del dormitorio—. ¿Qué estarán haciendo esas dos allí solitas? ¿Estarán... ya sabes? —Volvió a hacer con las manos el gesto de dos tijeras tocándose.
—¡Ja ja! Joder, mamá, que obsesión tienes con lo de la tijera.
—Ay, hijo, ¿y yo que se? Yo no veo pelis guarras y no se que otras cosas hacen las boll... las lesbianas —dijo. Me hizo gracia que evitase el término vulgar “bollera”, ahora que su suegra practicaba el amor sáfico. Con las manos apoyadas en las tentadoras redondeces de sus caderas, adoptó un aire pensativo—. Supongo que se comerán los coños, eso seguro... Y se tocarán.
—¿Y por qué no lo averiguamos, eh? —pregunté, entre pícaro y desafiante, mientras caminaba hacia la ventana—. Vamos, ven conmigo.
—¿Ya estamos con los saltos por la ventana?
—Venga... Se que te mueres por verlo con tus propios ojos.
Vaciló unos segundos, con los brazos cruzados y dando golpecitos en el suelo con un pie, su gesto clásico de impaciencia. Suspiró y se acercó al alféizar.
—Bueno, venga. Pero como nos pillen ya verás —dijo al fin, rindiéndose a la morbosa curiosidad.
—Si nos pillan diles que hemos visto un conejo y lo estábamos buscando.
—Tu si que eres un conejo. Anda, vamos.
Saltamos fuera con mucha más soltura que la noche anterior, ya que no estábamos fumados, y medio agachados recorrimos la fachada trasera de la casa, con el sigilo de dos ninjas en bañador. Mi madre me seguía tan de cerca que noté su aliento en la nuca cuando susurró.
—Así que otra vez espiando a tu abuelita, ¿eh, pervertido? —se burló.
—Te recuerdo que anoche fuiste tu quien me hizo una paja mientras la mirábamos, degenerada.
—De tal palo... ¡Ja ja!
—Sshhh... Ahora calladita.
Como tal vez recordéis, bajo la ventana del dormitorio principal había plantados unos frondosos rosales, los mismos sobre los que eyaculé la noche en que nació el deseo desenfrenado por mi abuela, cuando me masturbé devorándola con los ojos, dormida bajo el mudo crucifijo, sin sospechar en su plácido sueño que acabaría cometiendo pecados inconfesables con su querido nieto.
Con cuidado de no pincharnos, nos acercamos en cuclillas a la espinosa barrera vegetal y estiramos los cuellos para fisgar sobre el alféizar de la ventana, de forma que los retorcidos tallos y hojas ocultasen nuestros rostros. La ventana estaba abierta, y en la alcoba solo estaba encendida la lámpara de la mesita de noche, suficiente para iluminar a las dos mujeres que estaban de pie junto a la cama.
Mi abuela ya se había puesto el bañador nuevo, de una pieza y mucho más recatado que el de su nuera. Era de un bonito verde jade, con volantes blancos en las caderas y los hombros, de estilo vintage, y se adaptaba a sus espectaculares curvas como un guante, prueba de que su amiga conocía muy bien su cuerpo. Cubría por completo las nalgas pero era bastante escotado, con un pequeño adorno dorado que pasaba inadvertido ante el volumen de su ya legendario tetamen.
Doña Paz estaba frente a ella, admirándola con gesto de aprobación. Tenía un dedo en la barbilla y el deseo era evidente en sus ojos, mezclado con un aire de escultora que se aleja unos pasos para contemplar su obra maestra.
—Perfecto. Sabía que este modelo haría justicia a las prodigiosas formas de tu cuerpo, querida.
—Ains, Paz... No se que decir. Es una maravil...
La frase de la pelirroja quedó inconclusa cuando la rubia se acercó y la besó en los labios con inesperada avidez, sujetándola por la cintura. Mi abuela tardó un par de segundos en reaccionar, y cuando lo hizo mostró la misma pasión, contenida durante largo tiempo, abrazando a su amante y abriendo a boca para recibir su lengua y entregarle la suya.
Mi madre, tan cerca que nuestros muslos se rozaban, ahogó una exclamación y me dio un codazo, con la boca tan abierta como la de su suegra. Su gesto decía: “¡Joder, es verdad! No me lo creía del todo pero es verdad”. Yo asentí, sonriendo, y continuamos con el espionaje.
Las dos maduras en traje de baño comenzaron a sobarse como dos jovencitas que se ven a escondidas en una casa abandonada para consumar un romance secreto. Las manos de pianista de mi jefa sabían muy bien que teclas pulsar y muy pronto su amiga respiraba casi jadeando, con un muslo bronceado entre los suyos, más pálidos y voluminosos. De repente se separaron, y mi abuela se llevó una mano al agitado pecho, donde las pecas ya se mezclaban con el rubor de la calentura.
—Paz, por favor... Ahora no.
—Lo siento, mi diosa de las cosechas. No me he podido resistir a robar un poco de la magnética abundancia que ofrece tu cuerpo. —dijo la invitada, con una mano todavía en la cintura de la anfitriona.
Junto a mi, mi madre se tapó la boca con la mano para sofocar una risita, provocada por la pomposa forma de hablar a la que yo estaba más acostumbrado. Esta vez me tocó a mi darle un codazo para que no hiciera ruido. En el dormitorio, mi abuela bajó la vista y sus dedos juguetearon con los volantes del bañador, un gesto que me recordó a Victoria y su delantal.
—No pasa nada, Paz. Yo también estoy deseando que volvamos a... ya sabes. Pero tenemos que ser discretas, por favor. Creo que... creo que Carlitos ya sospecha algo.
—Tu nieto es un joven perspicaz y más que sospechar, creo que ya sabe lo que ocurrió en mi casa —dijo la rubia, exponiendo mi conocimiento del secreto lésbico—. Pero no te preocupes. Es una persona de mente abierta y no se opone a nuestra relación.
En eso tenía razón. Mientras yo intentaba mantener una relación monógama con la mujer agachada junto a mí, quien contemplaba la escena como si fuera el mejor capítulo de una telenovela, me alegraba que mi abuela hubiese encontrado a alguien con quien compartir su soledad y su cama. En ese momento, la susodicha levantó la vista, con los ojos verdes brillantes, y miró a su amiga como no la había visto mirar a nadie. Ni a mi abuelo, en paz descanse, ni a mi, ni a sus queridos hijos. La buena de Doña Felisa se había enamorado perdidamente de la ex-alcaldesa, y cuando el idilio saliese a la luz sería la comidilla del pueblo durante meses.
—Entiéndelo, cielo... Han pasado muchas cosas en los últimos días. Lo de tu marido, lo de Rocío y mi hijo, lo de... en fin, muchas cosas.
—No sufras, mi amazona con cabellos de fuego, si he esperado tanto para poder gozar en secreto de la embriagadora miel de tus labios podré esperar para desvelar al mundo nuestro amor.
Tras esa frase digna de una obra de teatro romántica, las mujeres volvieron a besarse en los labios, esta vez despacio y con dosis equilibradas de dulzura y deseo. Se miraron a los ojos unos segundos, con las puntas de sus narices rozándose, sonriendo y acariciándose el rostro. Hubo algunos susurros que no pudimos escuchar desde nuestro escondite, antes de que la “amazona de cabellos de fuego” apagase la lamparita y ambas caminasen fuera del dormitorio.
Mamá y yo nos apresuramos a alejarnos de la ventana, aunque teníamos tiempo de sobra, y aún agachados sin motivo alguno regresamos al césped y ocupamos nuestras sillas. La expresión de mi compañera seguía oscilando entre la sorpresa, la malicia y la ternura, como si aún no tuviese claro que sentir ante lo presenciado.
—La madre que las parió —dijo, tras pegarle un trago a una copa de vino abandonada en la mesa— ¿Has visto como se morreaban y se magreaban?
—Pues claro. ¿Es que no me habías creído cuando te lo conté? —le recriminé, medio en broma.
—No es que no te creyese, hijo, pero... Bueno, tenía mis dudas hasta ahora —admitió, y se acabó la copa de un trago. Al soltarla miró mi entrepierna, donde una evidente erección levantaba la tela de mi bañador—. Disimula un poco, pervertido. ¿Por qué a los hombres os pone tanto ver a dos tías enrollándose?
—Que quieres que te diga —dije. Me encogí de hombros y recoloqué mi pistola para que no apuntase con tanto descaro—. Será porque en vez de dos tetas hay cuatro. Y cuatro piernas, dos culos, dos coños...
—¡Sshh! Calla, que ya vienen las tortolitas.
En efecto, las dos víctimas de nuestro voyeurismo se aproximaban a la mesa como si nada hubiera pasado. Mi abuela, espectacular en su nuevo bañador, solo estaba algo ruborizada, algo tan habitual en ella que no llamaba la atención. Se había quitado las gafas, y nos miraba entornando un poco sus bonitos y miopes ojos verdes, que aún brillaban por la reciente escena amorosa. De su brazo colgaban varias toallas de diversos colores.
Su acompañante solo mostraba la también habitual y enigmática sonrisa en su alargado y atractivo rostro. Pero lo más llamativo era lo que transportaba en sus manos: una botella de vino en la izquierda y cuatro copas limpias en la derecha, sujetas por el tallo entre sus hábiles dedos. Prendido en la cintura elástica de su bikini, se balanceaba un sacacorchos, como si fuera un arma. Conociéndola, si se lo proponía seguro que podía usarlo con fines letales. Caminando con elegancia sobre sus tacones, parecía salida de una película de James Bond.
—¡Guau! Feli, te queda de muerte. Parece hecho a medida —exclamó mi madre, levantándose de la silla para observar mejor a su suegra.
—Gracias, hija —dijo la suegra—. Y es precioso, ¿verdad? Creo que nunca he tenido nada tan bonito.
—Si ese bañador hablase podría decir lo mismo de tu cuerpo, querida —intervino mi jefa, sin cortarse un pelo.
—¡Ay, Paz! No digas tonterías.
—Déjala, Feli. Ya me gustaría a mi que alguien me dijese esos piropos.
Las tres rieron (mi abuela con cierta inquietud) y yo me uní al coro, aunque mi atención estaba centrada en la botella de Château Cheval Blanc del 89. Después de todo, Doña Paz no había esperado a la cena y quería caldear el ambiente cuanto antes, si es que de verdad el tónico estaba en esa botella.
—El tuyo también es monísimo. Y te queda muy bien —dijo la anfitriona, examinando el escueto atuendo de su nuera.
—¿No es algo pequeño? —dijo mi madre, y adoptó una postura de maniquí.
Mi jefa dio unos pasos a su alrededor para observarla bien, deteniéndose en ese culo de gimnasta retirada al que la ropa rara vez hacía justicia, y en las marcas de bronceado que la prenda no alcanzaba a cubrir.
—Tal vez sea una talla más pequeño de lo que aconsejaría la idea socialmente aceptada del recato, pero con tu figura te lo puedes permitir, querida —afirmó la rubia, aún con la botella en la mano—. Además, aquí estás a salvo de miradas indiscretas, y no creo que a tu hijo le moleste el hecho de tener una madre tan joven y en forma.
De repente las tres mujeres me estaban mirando, cosa que me pilló desprevenido. ¿Qué debía hacer? ¿Alabar el cuerpo de mi señora madre o salir del paso con una de mis bromas? Sin tiempo para decidir, salió de mi boca una mezcla de ambas opciones.
—Eh... No, claro que no. La verdad es que con eso del aerobic se mantiene muy bien para su edad.
La aludida se giró hacia mí tan deprisa que las plumitas de sus pendientes giraron en el aire y me fulminó con la mirada.
—¡Pero mira que eres bocazas! No se te puede contar nada —me recriminó, a pesar de los muchos secretos que guardaba.
—Oh, no tienes de que avergonzarte, querida —intervino mi jefa—. El aerobic es un ejercicio muy completo y saludable. Además, poca gente lo sabe, pero muchos de sus movimientos pueden usarse en combate cuerpo a cuerpo, como si de un arte marcial se tratase.
—Vaya... Eso no lo sabía —dijo mi madre, más tranquila.
Por fin, Doña paz puso la botella en la mesa, y a continuación las cuatro copas, con los movimientos lentos y cautelosos de quien no suele servir bebidas.
—He pensado que sería agradable tomar una copa en el agua, por supuesto si la anfitriona está de acuerdo —dijo, al tiempo que descolgaba el sacacorchos de su cintura.
—Oh... Si, claro. Por mi estupendo —asintió mi abuela, quien tardó un par de segundos en recordar que la anfitriona era ella.
—Buena idea, Paz. Estoy tan seca que como te descuides me bebo el agua de la piscina, ¡ja ja! —bromeó mamá, cada vez más cómoda en presencia de la ilustre invitada.
Sin más dilación, Doña Paz retiró el precinto y clavó con precisión la punta del sacacorchos en el centro del tapón, ante mi mirada ansiosa. No era buena idea que yo bebiese tónico esa noche, estando ya tan excitado y con la obligación de controlar a mi imprevisible progenitora, pero como ya he dicho el maldito brebaje era adictivo y solamente el hecho de haber notado su sabor en la saliva de Victoria me hacía desearlo, volver a sentir esa energía en cada músculo de mi cuerpo y esa erección inagotable que incluso hacía parecer mi polla más grande.
La muñeca giró y la espiral metálica se hundió en el tapón, centímetro a centímetro, ante el expectante silencio de los presentes. Al fin el brazo de esgrimista dio un tirón y el corcho salió limpiamente, con un sonoro ¡plop!
La improvisada camarera llenó hasta la mitad la copa de su no tan secreta amante, quien se lo agradeció con esa dulce sonrisa capaz de amansar a un toro bravo. A continuación la de mi madre, que se la tendió como una niña que quiere repetir postre. Después la mía y por último la suya. Bajo las suaves luces amarillentas y azuladas que nos rodeaban, el vino presentaba un color dorado oscuro. ¿Era ese su color natural o estaba teñido por otra sustancia? Imposible saberlo, ya que solo Paz conocía el color original de ese vino.
Pronto saldría de dudas. Mi jefa levantó su copa, sosteniéndola frente a nosotros, en el gesto universal de proponer un brindis, cosa que entusiasmó a las otras dos mujeres y a mi me desconcertó de forma absurda, ya que se trataba de una costumbre muy normal. La iniciadora del brindis nos miró a los tres y se detuvo en mi persona, clavando en los míos sus penetrantes ojos azules, en los cuales solo yo detecté un destello de malicia.
—Por la familia —dijo Doña Paz, en tono solemne pero alegre.
La frase fue repetida por los demás, las copas tintinearon al tocarse y acto seguido viajaron hacia bocas que las recibieron gustosas. El carísimo vino fue saboreado y tragado sin más ceremonias.
—Qué bueno está, Paz. El mejor que he probado nunca —dijo mi abuela, como no podía ser de otra manera.
—Yo no soy muy de vinos, pero la verdad es que está cojonudo —alabó mi madre. Dio otro pequeño sorbo y lo retuvo unos segundos antes de tragarlo, con aire pensativo— ¿Es cosa mía o sabe un poco como a regaliz?
En ese momento todo mi cuerpo se puso en tensión y mi jefa me dedicó una discreta mirada de complicidad.
—Tienes un paladar excelente, Rocío. Pocas personas perciben esa leve nota de regaliz, característica de esta cosecha en concreto y de ninguna otra.
Rocío asintió, sonriente y satisfecha por el nuevo halago de la “señorona”, como la había llamado poco antes, y cuya inventada explicación confirmaba lo que mis propias papilas gustativas ya me habían dicho: el tónico estaba en el vino, y ya recorría el organismo de todos los presentes. Ahí terminaba el plan (al menos el mío). En ese momento, lo que habíamos llamado experimento se convertía en un juego caótico donde podía ocurrir cualquier cosa.
Descalzos y copa en mano, recorrimos el corto trayecto de la mesa a la piscina y con cuidado de no derramar ni una gota del preciado líquido nos metimos en el agua. Nos distribuimos de forma similar a cuando estábamos en la mesa. Las dos amantes maduras hombro con hombro, y enfrente mi madre y yo, también muy juntos, todos cómodamente apoyados contra el borde ya que la profundidad no exigía mantenerse a flote. Más que en una piscina, parecíamos estar en un enorme jacuzzi, separadas ambas parejas por unos tres metros de distancia.
A los pocos minutos de sumergir mi cuerpo calenturiento el el fresco fluido, reparé en un afortunado detalle. Mi montaje lumínico, más alejado de esa zona que de la mesa, nos envolvía en una nebulosa penumbra, y lo que era más importante, creaba un curioso efecto sobre la superficie acuosa, como si estuviese cubierta por una película de oscuro metal líquido. En conclusión, a pesar de lo limpia que estaba el agua era imposible ver lo que había bajo la superficie.
—Ains... Qué bien se está aquí, ¿verdad? —comentó mi abuela. El agua le llegaba hasta el escote, y la mitad superior de sus pechazos sobresalía como dos islas gemelas.
—Ya lo creo. Es un alivio después de el calor que hemos pasado estos días —asintió su nuera.
Mi jefa y yo nos limitamos a asentir y mirarnos, con sonrisas de anticipación que pasaron inadvertidas a nuestras conejillas de indias. La elegante mano de la rubia jugueteó con la superficie espejada del agua, provocando pequeñas ondas con los dedos, y supe que ella también se había dado cuenta de la oportuna circunstancia óptica.
Durante un rato nadie dijo gran cosa, los cuatro centrados en disfrutar del frescor, el excelente vino y el imponente cielo estrellado. De repente, mi madre dio un respingo, su expresión complacida se tornó seria y miró a Doña Paz.
—Pero qué cabeza la mía, Paz. Ni siquiera te he dado el pésame —dijo, en tono apenado.
—Oh, no te preocupes, querida. Como puedes ver, la escandalosa muerte de mi esposo no es algo que me entristezca demasiado —repuso la rubia, ante la mirada inquieta de su pelirroja amante—. Hace muchos años que nuestro matrimonio era pura fachada, y cada uno hacía su vida por separado. Supongo que entiendes lo que quiero decir.
Mamá asintió y en su sonrisa apareció un matiz travieso. Había entendido perfectamente que el alcalde y su esposa eran lo que ahora se llama una pareja abierta, cada cual con sus amantes y sin contemplar el concepto de adulterio.
—Hablando de matrimonios desafortunados, he oído que estás en proceso de divorcio, querida —dijo la reciente viuda.
—Has oído bien —confirmó mi madre. Su sonrisa se volvió dura y sarcástica, con un intenso brillo en los ojos, que en aquella penumbra no eran miel sino de un profundo color café—. Nuestro matrimonio no era fachada ni hacíamos vida por separado, pero le pareció buena idea ponerme los cuernos con la zorra de su cuñada. Ahí mismo, con toda la familia en la casa —añadió, y señaló hacia la ventana de la habitación de invitados con la barbilla, un gesto enérgico en el que era evidente el resentimiento.
Al escuchar hablar sobre el incidente mi abuela se removió inquieta y sus pechos provocaron suaves ondas en el agua. Su nuera se dio cuenta y la sonrisa desapareció.
—Lo siento, Feli.
—No pasa nada, hija. Si quieres desahogarte no te preocupes —dijo Feli, tan comprensiva como siempre.
—Eso es, mami. Te vendrá bien una catarsis —añadí yo, provocando que las tres me mirasen con distintos grados de extrañeza.
—Carlos, querido, te encanta usar esa palabra, pero no estoy segura de que conozcas bien su significado —acusó mi jefa, irónica.
La tensión anterior se rompió cuando las tres se rieron a mi costa, mientras yo fingía estar enfadado. Mi madre me salpicó agua a la cara con una mano, yo contraataqué y de nuevo comenzamos a pelear, entre gruñidos, risitas y salpicones, perturbando la hasta entonces plácida superficie acuática. Nuestras copas estaban en el bordillo, a salvo, y la suya estaba casi vacía. El tónico no tardaría en hacer efecto, si es que no lo estaba haciendo ya, y el en apariencia inocente contacto físico sin duda ayudaría a acelerar el proceso.
—Hay que ver —comentó mi abuela a su amiga, sonriente—. Más que madre e hijo parecen un par de hermanos, ¿verdad?
—Si, resulta encantador ver la relación tan estrecha que tienen —dijo Paz—. Seguro que te alegra tenerlos aquí viviendo contigo.
—Muchísimo. Me las apañaba bien sola, ya lo sabes, pero desde que llegó Carlos... En fin, es agradable tener a alguien joven en casa. Y a Rocío la quiero como a una hija.
Doña Paz asintió, sin añadir nada más, aunque podría haber hecho infinidad de comentarios maliciosos sobre la peculiar familia con la que compartía piscina esa noche. En el otro extremo, el juego continuaba y empujé la cabeza de mi madre bajo la superficie, reteniéndola allí unos segundos. Cuando la liberé apareció boqueando y con el corto cabello empapado, lo cual le daba un aire a lo años veinte que le sentaba muy bien.
—¡Que me ahogas, imbécil! —se quejó, dándome una patada submarina.
Yo me eché a reír y dimos la pelea por finalizada, pero el intento de ahogamiento me dio una idea. Una idea tan enrevesada que evidenciaba la presencia del tónico en mi cerebro.
—Pero si apenas has estado tres segundos —le dije— ¿Te acuerdas cuando íbamos a la piscina del barrio y jugábamos a ver quien aguantaba más?
—Me acuerdo de que siempre te ganaba —presumió, orgullosa y con un una sonrisa de tierna melancolía, evocando esa etapa previa a mi adolescencia en la que estábamos tan unidos (de una forma distinta a la actual, obviamente).
Se peinó con la mano el cabello mojado mientras mi jefa y yo intercambiábamos una larga mirada. A pesar de la escasa luz podía ver el destello de lasciva inteligencia en sus ojos azules y sin duda ella percibía lo mismo en los míos (más lascivia que inteligencia, en mi caso). Tenía un plan, y estaba seguro de que ella sería capaz de intuirlo.
—A Paz seguro que no podrías ganarle —desafié.
—Oh, yo no estaría tan seguro, querido. Si bien es cierto que practico la natación con regularidad, la apnea no es algo en lo que destaque —dijo la rubia, en un inusitado acto de humildad.
—¿Pero eso no es una enfermedad? —preguntó mi candorosa abuela, llevándose una mano al pecho. Su copa, por cierto, también estaba casi vacía.
—Eso es la apnea del sueño, querida.
—Oh... Ah, claro.
Mi madre se había acercado al bordillo para beberse de un trago lo que quedaba en la copa y volver a dejarla en su lugar, con la ceja levantada y cierto aire bravucón en sus bonitos labios.
—De todas formas, no creo que quiera jugar a una cosa tan tonta —dijo, mirando a nuestra invitada.
—Oh, en eso te equivocas, Rocío. Como atestigua mi sala de trofeos, las competiciones deportivas son una de mis pasiones.
—Si, Paz es muy deportista. Solo hay que verla —añadió mi abuela, con una nada discreta mirada de orgullo hacia su novia.
—Además —continuó la deportista— ¿Qué sería de una cena entre amigos sin algún juego o distracción? Siempre he odiado esas reuniones formales donde todos parecen alérgicos a la diversión.
—Bien dicho, jefa —exclamé—. Venga, cuando cuente tres os metéis las dos debajo del agua y la que antes salga pierde.
—Cuidado, a ver si os va a dar un desmayo —advirtió la buena de Felisa, quien ya había entendido en qué consistía la competición.
—Descuida, estaré atento —prometí.
Las dos contendientes se pusieron completamente de pie sobre el fondo, intercambiando una mirada desafiante más sincera de lo que podría parecer por la actitud divertida de ambas. A mi madre el agua le cubría hasta las tetas, y pude comprobar como, en efecto, los pezones duros se marcaban en su nuevo bikini. Doña Paz, mucho más alta, sobresalía sobre la oscura superficie hasta casi el ombligo. Sus firmes pechos, ni pequeños ni muy grandes, no marcaban pezón en la blanca tela, pero mi memoria era capaz de recrearlos a la perfección.
—Espera, ponte más cerca, por si tengo que pescarte —le dije a mamá. La atraje sujetándola por la cintura, y señalé hacia el líquido elemento antes de hablar de nuevo—. Fíjate, no se ve nada, así que no te alejes.
—Hijo, ni que fuese a perderme en esta alberca —bromeó ella, mirando a ambos lados para evidenciar el pequeño tamaño de la piscina.
No se si entendió lo que intenté decirle sobre la oportuna iluminación, pero no se apartó cuando mi mano descendió de la parte baja de su cintura hacia una nalga, que apreté y acaricié bajo la tela del bikini. A pesar del agua su piel estaba caliente, y su agradable tacto añadió carbón a mi sala de calderas, que ya estaba rebosante de vapor.
—Preparaos chicas... Una... Dos... ¡Tres!
Mientras contaba ambas habían llenado sus pulmones de aire y se sumergieron de golpe, desapareciendo por completo bajo dos juegos de ondas concéntricas. Mi abuela, que esa noche no era la persona más avispada del mundo, reparó por primera vez en el detalle.
—Uy, hijo... No se ve nada de nada.
Yo asentí, satisfecho, como si hubiese colocado las luces a propósito para crear ese efecto y no hubiera sido pura casualidad. Los segundos pasaban y el agua volvió a calmarse, perturbada solo de vez en cuando por una leve ondulación o una burbuja ascendente. Sentí las pequeñas manos de mi madre agarrarse a mis muslos, cerca de las rodillas. Puede que solo se sujetase para no flotar o puede que hubiese captado mis intenciones con esa curiosa telepatía que compartíamos a veces. Sea como fuere, tenía que intentarlo. Llevé con disimulo una mano a la cintura de mis bermudas y las bajé lo suficiente como para que mi serpiente de mar quedase en libertad, erguida y dura en el medio acuático.
Pasaron más segundos y me pregunté si mi querida buceadora podía ver bajo el agua, o si tenía siquiera los ojos abiertos. O si su excitación había alcanzado el punto necesario de temeridad para hacer lo que yo esperaba que hiciera o, mejor dicho, lo que yo deseaba que hiciera. Sus manos ascendieron hasta la mitad de mis muslos y unas burbujas estallaron cerca de mi pecho, señal de que su linda cabeza no andaba lejos de mi entrepierna.
De repente, la relajada pelirroja que estaba al otro extremo de la piscina dio un respingo, ahogó una aguda exclamación y sus pechos ascendieron, casi saliendo por completo del agua. Incluso en la penumbra era evidente que sus mejillas habían enrojecido y apretó los labios, mirando en todas direcciones menos en la mía, evitando mi escrutinio. Mi jefa no solo había entendido mi plan sino que había tomado la delantera. Con la lengua o quizá con los dedos, estaba trabajando en la carnosa vagina de su amiga, probablemente tras apartar hacia un lado la tela del bañador, ya que al ser de una pieza no podía bajárselo.
—¿Te pasa algo? —pregunté, en tono quizá demasiado burlón.
—¿Eh? No... No, hijo. Es que... me ha dado un es-escalofrío —tartamudeó mi abuela, evitando mirarme a los ojos.
Cuando estaba a punto de perder la esperanza mi contendiente al fin reaccionó, y en ese momento supe que esa noche iba a ser aún más memorable de lo que había imaginado. Primero noté algo blando y cálido rozando mi glande, tal vez una mejilla, después sus dedos cerrándose en torno al grueso mango de mi arpón, su otra mano continuaba agarrada a mi muslo, y no tardé en sentir la presión de sus labios envolviendo mi polla, cosa que me hizo llenar los pulmones de aire y disimular un largo suspiro.
Debido a las circunstancias su técnica no era tan sublime como cuando me la chupaba en tierra firme, pero el morbo de la situación lo compensaba con creces. No tenía tiempo que perder, así que lo hacía deprisa, sin sacársela de la boca, llegando hasta la mitad y retrocediendo hasta el frenillo para tragársela de nuevo. Las burbujas provenientes de su nariz aparecían cada vez con más frecuencia y sus dedos se clavaban en mi muslo, prueba del esfuerzo que estaba realizando. Un esfuerzo que sin duda le compensaría en cuanto tuviese la ocasión.
Mi sonrisa se ensanchó y miré a la agitada pelirroja, cuyo voluminoso pecho subía y bajaba por mucho que intentase disimular. En un momento dado incluso una de sus rodillas apareció brevemente sobre la superficie, señal de que Doña Paz le estaba separando y levantando los muslos para acceder mejor a su sensible coño, cuyo sabor yo conocía muy bien. La pobre no sabía qué hacer con la cara. Se mordía el labio, cerraba los ojos, me devolvía la sonrisa si nuestras miradas llegaban a cruzarse o contemplaba el firmamento. Por ingenua que fuese, era imposible que creyera que me estaba ocultando lo que ocurría, y me pregunté si se le había pasado por la cabeza que su nuera pudiese estar haciéndole lo mismo a su sonriente hijo.
Debieron pasar unos dos minutos hasta que la presión de la mano desapareció de mi muslo y mi cimbrel dejó de recibir las atenciones de una amorosa boca. Mi madre emergió de un salto, jadeando y frotándose los ojos. Miró a su alrededor, desorientada, se peinó con la mano pasándola desde la frente hasta la nuca y me obsequió con una sonrisa propia de la ninfa acuática más lujuriosa y desvergonzada que cabe imaginar.
—Lo has hecho muy bien, mami, pero me temo que has perdido —dije, y señalé al frente.
A mi abuela casi le da un ataque de pánico cuando su nuera la miró. Apretó los rosados labios y abrió mucho los ojos, como si acabasen de sorprenderla robando. Unas cuantas burbujas aparecieron frente a sus tetazas mojadas y ella chapoteó con la mano para disimular, al tiempo que soltaba una aguda risita nerviosa e intentaba hablar de forma normal.
—A ver... a ver si sale ya esta mujer, que vamos a... cenar a las tantas, ¡Ja ja!
No se si mi madre se dio cuenta de lo que pasaba o fingió no darse cuenta para no avergonzar a su amiga Feli, pero se limitó a reír y en pocos segundos la sirena rubia devoradora de almejas apareció también. Su coleta estaba mojada, más oscura que antes, y tras recuperar el aliento escupió un poco de agua (y quizá algún vello púbico). Incluso ese gesto tan vulgar conseguía hacerlo con elegancia. Mi abuela soltó un suspiro de alivio que no me pasó inadvertido y bebió de su copa, ignorando que ese vino no iba a contribuir a calmarla precisamente.
—Has ganado, jefa, pero por muy poco —informé a la campeona.
—Bien jugado, Rocío. Has sido una digna adversaria —dijo Paz, con una inclinación caballeresca y un inequívoco matiz lúbrico en su sonrisa. De alguna forma, sabía lo que había hecho mi madre.
La subcampeona le devolvió la sonrisa, en este caso teñida también de desafío. Continuaba muy cerca de mí y, ya segura de que nadie podía verla, me masturbaba lentamente con una mano, dándome la espalda. Eso me recordó a uno de los primeros escarceos sexuales con mi abuela, cuando me hizo un pajote clandestino en esa misma piscina, a la luz del día y con su nuera tomando el sol a poca distancia.
—Quiero la revancha —manifestó la susodicha nuera. Se movió un poco hacia atrás y mi glande rozó su nalga, lo cual me provocó un estremecimiento de puro deseo.
—Ay, ¿por qué no jugamos a otra cosa, chicas? En casa tenemos un parchís, la oca, un dominó... —se lamentó mi abuela, y enumeró los juegos que solía haber en todo hogar de la época.
A pesar de la nebulosa penumbra, pude ver el dilema en sus ojos verdes. Por una parte le encantaba lo que su amiga le hacía bajo el agua, y por otra le daba miedo que la descubriésemos, sobre todo su nuera.
—Solo una más, Feli. Creo que Rocío se merece la revancha —concedió la rubia—. Digamos que esta primera ronda ha sido de calentamiento.
—Y tanto que ha sido de calentamiento —murmuré, aunque mi madre me oyó y me gané una coz subacuática.
—Ains... cómo sois. Pero después vamos a cenar, ¿eh?
—Por supuesto, Feli. Estoy deseando sentir en mi paladar tu arte culinario. Esta noche está resultando propicia para abandonarse a los placeres sensuales —dijo Paz, lo cual provocó una graciosa mirada de alarma en su compañera—. Me refiero a los placeres proporcionados por los cinco sentidos, querida. El gusto, por ejemplo.
—Bueno, ya está bien de cháchara, señoras —interrumpí, pues si el descarado coqueteo y los dobles sentidos continuaban a mi abuela iba a darle un ataque—. ¿Preparadas? Uno... Dos... ¡Tres!
De nuevo desaparecieron, y esta vez no perdieron ni un segundo de valioso oxígeno. Mi madre se había sumergido ya agarrada a mi mástil, por lo cual no tuvo que buscarlo y de inmediato se amorró al pilón y reanudó la enérgica mamada como si no la hubieran interrumpido. Frente a nosotros, mi jefa no perdía el tiempo, a juzgar por las muecas que mi abuela intentaba disimular sin mucho éxito. Yo la miraba fijamente, no para incomodarla sino para que entendiese que sabía lo que pasaba y no me importaba.
Entonces comenzó una extraña y excitante carrera cuyo objetivo, más que demostrar capacidad pulmonar era exhibir pericia oral. Mi contendiente se empleaba a fondo, de nuevo sujeta a mis muslos y moviendo la cabeza al tiempo que succionaba, obligándome a adoptar una pétrea cara de póker y agarrarme al bordillo con ambas manos para disimular los estremecimientos provocados por sus maniobras, más precisas y rápidas.
En el lado contrario, la acalorada y remojada pelirroja miraba al cielo, tratando de normalizar su respiración, cosa que resultaba imposible pues le estaban haciendo probablemente la mejor comida de coño de su vida, puede que acompañada con maniobras digitales. Pasados unos largos segundos el silencio le resultó incómodo y se aclaró la garganta.
—Que... Que callados estamos... ¡Ja ja! Ha pasado un ángel —dijo, con la voz más aguda de lo habitual y tan temblorosa como si estuviese subida a una lavadora en pleno centrifugado.
—Tu si que eres un ángel —dije, zalamero.
—Ay, calla... Tu-tunante.
—Oye, no hace falta que disimules. Se lo que está haciendo Doña Paz.
Durante un momento se quedó paralizada, mirándome a los ojos, hasta que soltó un largo suspiro de alivio que en su parte final mutó en uno de placer. No terminaba de agradarle la idea de ser complacida por su amante delante de la familia, pero el tónico ya operaba a pleno rendimiento y tampoco podía resistirse a los mandatos de su febril cuerpo.
—Que locura, hijo... —susurró casi, mirando de nuevo a las estrellas—. Esta mujer... es de lo que... ¡uugh! De lo que no hay.
—Es única, desde luego —afirmé—. Vamos, relájate y disfruta.
Al fin se dejó llevar lo suficiente como para dejar de fingir. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. A la luz de la luna, sus rizos parecían plateados con vetas rojizas, al contrario de lo que ocurría bajo el sol. Mi jefa se volvió más impetuosa, tal vez por la urgencia que imponía la falta de aire. Le levantó tanto las piernas que aparecieron estiradas sobre el agua, mostrando todo el atractivo de las abultadas pantorrillas de campesina y los pálidos muslazos. Durante un instante incluso la coleta rubia de la buceadora quedó a la vista, pero sin que su rostro saliese del agua pues, con cunnilingus o sin él, nunca haría trampas en una competición deportiva.
Mi particular sirena felatriz, mientras tanto, no daba muestras de cansancio. Ambas habían batido de sobra la anterior marca e iban a por todas. La presión de sus pequeños dedos en mis muslos aumentaba poco a poco, hasta que cambiaron el lugar de agarre y se cerraron en torno al cuerpo de mi anguila de un solo ojo. Entonces puso en práctica un auténtico “fatality” sexual, el movimiento especial con el que esperaba vaciarme los huevos en cuestión de segundos: paja a dos manos con sutil giro de muñecas acompañada por succión de glande y masaje de frenillo con la punta de la lengua. Que pudiese contener la respiración durante tanto tiempo y hacer tal alarde de coordinación psicomotriz era algo asombroso.
Aunque mi minuciosa descripción de los acontecimientos pueda alterar la percepción del tiempo transcurrido, ambas mujeres apenas llevaban dos minutos debajo del agua. Suficientes para que, siguiendo mi consejo, mi abuela finalmente se abandonase a un orgasmo corto y contenido, como si se corriese hacia adentro, por así decirlo, tapándose la boca con la mano para acallar los trémulos gemidos y agarrando con la otra el bordillo de la piscina. La escena, unida a la maestría de mi madre, me estaba acercando a velocidad de vértigo a un clímax que, en mi caso, debía disimular.
Cuando comenzaba a sentir las primeras descargas orgásmicas un sobresalto las hizo retroceder. Paz salió del agua, sin apenas salpicar y recuperando el aliento con la habitual elegancia. Miró a su amante, que jadeaba recostada contra el bordillo con las mejillas y el escote rojos, y sonrió satisfecha a pesar de que había perdido el enfrentamiento. Se giró hacia mí, analizó mi rostro tenso, las burbujas que ascendían desde mi entrepierna, y supo interpretar la situación.
Las manos y la boca de mi amada buceadora continuaban trabajando, cada vez más deprisa, y comencé a detectar un matiz de desesperación en sus movimientos. ¿Sería capaz de perder el conocimiento en su afán por darme placer? A esas alturas ya debería haberme corrido tres veces, tal era la destreza aplicada a mi sumergido cipote, pero la mirada de las otras dos mujeres me frenaba, sobre todo la de la pelirroja, pues me negaba a que descubriese mi relación con su nuera, temeroso de lo que podría ocurrir si, justo esa noche, se destapaba el triángulo incestuoso que tanto me había esforzado en ocultar a ambas.
—Carlitos, hijo... Haz que salga de una vez. Lleva ya mucho rato y se va a poner mala —dijo mi abuela, sinceramente preocupada.
Abrí la boca pero no fui capaz de articular palabra, como si lo que estaba ocurriendo bajo mi cintura hubiese desconectado mi cerebro. Por suerte, mi perspicaz jefa acudió en mi ayuda.
—No te preocupes, Feli. En realidad no lleva tanto tiempo. ¿Sabes cual es el récord mundial de apnea y quien lo ostenta? Pues verás...
Entonces se lanzó a una detallada explicación que mi abuela escuchaba como si fuese lo más interesante del mundo. Ahora que ambas estaban distraídas, pude al fin abrir las válvulas y dejar salir todo el peligroso vapor acumulado. Mi cuerpo se puso rígido, los brazos extendidos a lo largo del bordillo, apreté los dientes y conseguí correrme sin que ningún sonido brotase de mi garganta. Lo que si brotó fue una buena cantidad de semen de mi verga, recibido sin problemas por la boca de mi madre, con los labios sellados alrededor de mi capullo y las manos ordeñando hasta la última gota de mis huevos. Segundos después de la descarga, ascendió de un salto, salpicando y aspirando el fresco aire nocturno con tal ansia que le dio un golpe de tos. Yo le acaricié la espalda y le aparté el pelo de la frente mientras se reponía.
—¿Estás bien, hija? ¡Pero qué bruta eres! —dijo Feli, regañándola de forma cariñosa mientras se acercaba.
Por toda respuesta, mamá levantó los ojos enrojecidos hacia su adversaria y le dedicó una sonrisa triunfal. Doña Paz se la devolvió, con una nueva reverencia, y también se aproximó a nosotros. Yo permanecía en silencio, tratando de recuperar el control de mi cuerpo y las funciones cerebrales básicas después del tremendo orgasmo.
—Enhorabuena, Rocío. No solo me has vencido sino que lo has hecho por mucha diferencia. Realmente tienes la capacidad pulmonar de una pescadora de perlas, esas mujeres que, en las costas de Japón, se zambullen a pulmón desde tiempos inmemoriales para obtener el preciado tesoro de las ostras —dijo Paz, sin resistirse a mostrar de nuevo sus variados conocimientos.
—Bah, no es para tanto —respondió la “pescadora de perlas”, aún jadeante.
Su suegra, tras asegurarse de que estaba bien, dio por terminado el juego dando una palmada en el aire.
—Pues venga, vamos a cenar, ¿os parece?
—Dese luego. La actividad acuática me ha abierto el apetito, querida —afirmó la rubia.
“Pues no será porque no has comido, jefa”, pensé, sonriendo con disimulo. Las dos mujeres salieron de la piscina y cuando mi madre se disponía a seguirlas la sujeté por la cintura y acerqué la boca a su oído.
—Dime, ¿te lo has tragado? —pregunté.
—Pues claro, no iba a dejarlo ahí flotando —respondió, en voz muy baja—. Pero no te acostumbres, ¿eh? Me da mucho asco hacer eso.
—Eres la mejor, mami. Te quiero —dije, antes de darle un largo beso en la húmeda mejilla.
—Más te vale, idiota, Casi me ahogo por tu culpa.
—Eh, que yo no te he obligado.
—Oye, tu abuela no habrá notado nada raro, ¿verdad? —preguntó, poniéndose más seria.
—¡Ja ja! Descuida. Estaba distraída con otra cosa. Luego te lo cuento todo. Te va a encantar.
Dicho esto, volví a agarrar una de sus nalgas, aún ocultas por la superficie reflectante del agua. De nuevo sentí en su piel la peculiar fiebre que provocaba a veces el tónico, y el titilante destello en sus pupilas, tan prometedor como inquietante. Envueltos de repente en una burbuja de amor y deseo, ajenos a todo lo que nos rodeaba, estuvimos a punto de besarnos en los labios, y noté como a pesar del reciente desahogo mi polla se endurecía de nuevo en pocos segundos, impulsada por la combinación del tónico, mi juventud y mi exacerbada libido. El hechizo fue roto por una voz cantarina y amable.
—¡Vamos, chicos! ¡A cenar! Ya seguiréis jugando más tarde —dijo mi abuela, sin darse cuenta aún de la verdadera naturaleza de nuestros “juegos”.
Se había girado de camino a la casa y estaba a unos metros la de la piscina, con las manos en las anchas caderas y una dulce sonrisa en los labios rosados. El nuevo bañador, ahora empapado, se pegaba a las exuberantes formas de su cuerpo, bañadas por el cálido resplandor de mi instalación lumínica que aportaba a su piel blanca y pecosa un matiz dorado. Los rizos pelirrojos no se le habían mojado, pero la humedad y las sacudidas orgásmicas los habían alborotado, dándole un aspecto más desenfadado y juvenil. A juzgar por su rostro lozano, la mirada chispeante y el cuerpo de maternal valquiria, nadie habría dicho que aquella mujer rondaba los sesenta años.
A pesar de que mi mano continuaba aferrada a la turgente nalga de mi compañera, me asaltó una oleada de deseo hacia mi abuela, mezclada con agridulce nostalgia. Si jugaba bien mis cartas, quizá esa noche volvería a gozar del generoso cuerpo de la pelirroja, pero tenía la sensación de que sería la última vez. Desde que la botella de vino trucado se abrió, sospechaba que los acontecimientos de aquella velada marcarían un antes y un después en la vida de los presentes. Y no me equivocaba.
CONTINUARÁ...
De verdad quiero ver cómo esto termina en un cuarteto/orgía loca. Al parecer feli y Doña paz se quedaran "juntas" en lugar de que Carlos se quede con su abuela y madre a la vez. Pero creo que es lo mejor ya que Felicia y paz podrán darse cariño juntas y Carlos tendrá a su madre como esposa de verdad.
ResponderEliminarNo me parece que será la última vez para Carlos y Felicia, pero si será un antes y un después para los 4 y, eso debido a que Felicia y Paz son bisexuales, además puede incorporarse al amor Lésbico, Rocío, todas y todos saldrían ganando, Carlos ya ha tenido sexo con las tres féminas y, solo falta que no lo hagan a escondidas, lo mejor de esto, es que ya no necesitarán el"Tónico familiar", Co el afecto que se tienen y su compatibilidad sexual, será más que suficiente, e incluso podría tener descendencia: Rocío y Paz lo pueden hacer posible, con el aporte de Carlos por supuesto.
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