19 febrero 2025

EL TÓNICO FAMILIAR. (28). Capítulo Final.




  Al fin salimos de la piscina y volvimos a la mesa, sentados sobre las toallas que la anfitriona había colocado cuidadosamente en las sillas, refrescados por el baño y al mismo tiempo acalorados por lo ocurrido en el agua. No entraré en detalles sobre la cena porque la verdad es que apenas la recuerdo. Diría que se sirvió una colorida ensalada, la invitada alabó las habilidades horticultoras de la cocinera, yo hice un poco sutil chiste sobre los pepinos, recibí un pellizco de mi madre, ayudé a servir un segundo plato del que solo recuerdo una deliciosa salsa de almendras, pero sobre todo recuerdo que las copas volvieron a llenarse de ese vino con leves notas de regaliz.
  De reojo, observé beber a mi madre con cierta preocupación. Si una sola copa la había llevado a tragarse mi semen bajo el agua, no podía imaginar los efectos de una segunda dosis. Los cuatro comíamos con apetito, entre breves conversaciones, las interesantes historias de mi jefa, las risitas cada vez más desinhibidas de mi abuela y mis bromas más o menos ingeniosas. En el aire flotaba una electrizante nube de lujuria que fingíamos ignorar, cosa que cada vez era más difícil. Paz y yo, conscientes del tónico, lo manteníamos a raya, pero a mi abuela de tanto en tanto se le escapaba un inoportuno suspiro o se abanicaba con la mano a pesar de la fresca brisa nocturna.
  Lo más peculiar era la actitud de mi madre. Hablaba poco, con su asimétrica sonrisa tensa y los ojos brillantes. Ojos que cada vez más a menudo y con mayor detenimiento se centraban en las largas y tonificadas piernas de Doña Paz, sentada frente a ella. A la rubia no solo no le molestaba sino que sutilmente ladeaba el cuerpo, con las piernas cruzadas, para que su nueva admiradora apreciase bien la piel bronceada de sus muslos.
  Yo, por mi parte, no me molestaba demasiado en disimular la irreductible erección que la tela de mi bañador húmedo revelaba pegada a mi muslo. Con tónico o sin él, habría sido absurdo esperar que un joven de diecinueve años no se empalmase en presencia de tres bellezas maduras en traje de baño, y para colmo en mi mente danzaban tórridos recuerdos, pues había tenido la enorme suerte de fornicar con las tres.
  Terminado el segundo plato y la segunda copa de vino, ocurrió algo que desencadenó una secuencia de acontecimientos imprevista incluso para mi calenturienta imaginación. Doña Paz se puso en pie (sobre los tacones, que habían regresado a sus pies en algún momento) para comenzar a recoger los platos, ante las protestas de la servicial anfitriona. Al levantarse quedó a escasa distancia de mi madre quien, de improviso y como en un trance hipnótico, acarició la larga pierna de la invitada, desde la rodilla hasta casi la ingle, para después acercar el rostro, frotar con suavidad su mejilla y darle un beso en mitad del muslo.
  Mi abuela me miró con los ojos muy abiertos, atónita ante la insólita conducta, y no supe como reaccionar. Paz miró hacia abajo, tras soltar su plato de nuevo en la mesa, con una sonrisa entre tierna y malévola en sus finos labios. Al volverse el centro de atención, mi madre salió del trance y se apartó de la tentadora pierna, llevándose una mano a la boca. No es alguien que se ruborice con facilidad pero en ese momento se puso tan roja que toda la sangre de su menudo cuerpo debió acumularse en su rostro. 
  —Lo... lo siento, Paz. No... no se qué... —balbució, con un hilo de voz, la cabeza gacha y las inquietas manos apretadas en el regazo.
  La víctima de sus espontáneas caricias se giró hacia ella, se inclinó y le puso el índice en la barbilla para obligarla a levantar el rostro, donde los ojos abiertos como platos mostraban todos los tonos posibles que puede ofrecer la miel y el ámbar.
  —No te preocupes, querida. Me lo tomo como un cumplido —dijo mi jefa, en un tono melifluo y apenas condescendiente que rara vez usaba—. Sobre todo viniendo de una criatura tan encantadora como tu. Vamos, hazlo de nuevo.
  Hechizada por aquella voz, la encantadora criatura respiró hondo y volvió a acariciar la pierna, esta vez usando ambas manos, desde la pantorrilla hasta el comienzo de las firmes nalgas, venciendo poco a poco la timidez. La rubia, olvidada ya su intención de recoger la mesa, correspondió rozando con la punta de sus largos dedos el hombro y el brazo de mi madre, quien se estremeció, como diría Madonna: Like a virgin, touched for the very first time.
  —Ah, la juventud... —suspiró Doña Paz—. Recuerdo cuando mi piel era así de suave sin necesidad de cremas, visitas a balnearios, tratamientos de barro o de algas...
  Ajena a cuanto ocurría a su alrededor, mamá volvió a besar el muslo de la señora y esta vez le dio un largo lametón que terminó a la altura de la cadera, en el límite que marcaba la tela del bikini blanco. Mi abuela, que contemplaba la escena atónita, se llevó una mano al pecho y soltó una especie de hipido de indignación.
  —Pe-pero Rocío, hija... —se lamentó, con un hilo de voz, entre la sorpresa y los celos.
  —No te preocupes, cariño, solo estamos jugando —dijo Paz, girando la cabeza para mirar a su amante. A continuación, volvió a sujetar a mamá por la barbilla para encararse con ella— ¿Verdad que es solo un juego, pequeña?
  La “pequeña” asintió y sonrió mientras una de sus manos se deslizaba por la parte interior del largo muslo y la otra por la rodilla, atrapada en su inexplicable y reciente obsesión por las piernas de nuestra invitada, quien se inclinó para besarla en los labios. Las bocas no tardaron en abrirse y contemplé pasmado como mi jefa y mi madre se daban el filete delante de mis narices y de las de la arrebolada Felisa.
  Sobra decir que la escena me estaba poniendo cachondo a niveles infernales. Mi corazón repicaba al borde de la taquicardia y podía sentir el pulso en la verga, además de una tensión en el perineo molesta y placentera al mismo tiempo. En el fondo de mi hirviente cerebro, las escasas neuronas que no estaban intoxicadas por el tónico albergaban cierto resquemor. ¿Qué pretendía Doña Paz con ese supuesto juego? ¿Sería capaz de “convertir” a su nueva presa en bisexual como había hecho con su suegra? Intenté desechar tales miedos y me dije que todo era obra del portentoso brebaje.
  Ajena a mis elucubraciones, mi jefa se incorporó, cogió de la mano a mi madre y rodeando la mesa la condujo hacia una de las tumbonas situadas a pocos metros. Me fascinó ver como realmente, a pesar de sus 43 años, parecía una chiquilla caminando junto a una mujer madura, e hizo una mueca contrariada casi infantil al tener que dejar de tocar durante unos segundos las piernas de dicha mujer. Por supuesto, también me deleité contemplando los traseros de ambas, a cual más apetecible.
  Se sentaron el el cómodo mueble de exterior, cubierto por un fino colchón de funda floreada, y reanudaron de inmediato las caricias y el intercambio de saliva, tan apasionado que de cuando en cuando las lenguas se entrelazaban fuera de la boca y sus barbillas brillaban por la humedad. Estaban más cerca que antes de las luces que colgaban de los árboles, por lo que mi abuela y yo las veíamos iluminadas como si fuéramos espectadores de una tórrida obra teatral.
  —Hijo... ¿Pero qué... qué hacen? —dijo la pelirroja, que se había girado en su silla y no podía apartar la vista de la escena.
  —Ya lo has oído. Solo están jugando —la tranquilicé, y sin disimulo alguno me acomodé la tiesa verga bajo la tela húmeda del bañador, una prenda de la que estaba deseando librarme—. No te preocupes, que tu nuera no te va a quitar la novia, ¡ja ja!
  —Ay, Carlitos, no seas tonto —me regañó, aunque una leve curva en sus labios y un aumento del rubor me indicaron que le agradaba la idea de ser la “novia” de la invitada—. Pero mira... Mira lo que... Ains... Se están desnudando, hijo.