12 agosto 2024

EL TÓNICO FAMILIAR. (26)


 

Al día siguiente, un luminoso martes, desperté de muy buen humor a pesar de las agujetas que acribillaban cada músculo de mi cuerpo, el precio a pagar por la proeza física de la noche anterior. Una leve brisa, casi fresca en comparación con el bochorno tropical de unas horas atrás, se colaba por la ventana y contribuyó a mejorar mi ánimo. La otra cama del dormitorio estaba vacía y hecha, señal de que, como de costumbre, eral el último en levantarme.
  Antes de nada fui a ducharme, pues mi cuerpo aún despedía un intenso aroma a bosque, sudor y sexo. En el baño encontré al puto cerdo Frasquito, quien de nuevo había volcado el cesto de la ropa sucia y se daba un festín olfativo nada menos que con las bragas blancas que mi madre había usado la noche anterior. Que al guarrillo solo le interesasen las prendas femeninas resultaba gracioso pero también un poco inquietante teniendo en cuenta su origen. Saqué al lechón al pasillo y recogí las prendas del suelo, entre las cuales también estaba el camisón violeta de mi abuela. Sonreí ante el hecho de que las prendas de mis dos amantes estuviesen en el mismo lugar, mezclando los aromas que proyectaban en mi mente los deliciosos pecados cometidos a la luz de la luna.
  Bajo el agua caliente de la ducha, rememoré cada instante: los ávidos besos de mi madre, su suegra recibiendo con gusto mis fuertes embestidas y dejándose inocular el para ella inofensivo veneno de mi serpiente, la mamada con sabor a menta, el accidentado polvo en las ramas del roble y la paja más extraña de mi vida. Mi erección mañanera alcanzó su plenitud pero decidí dejar que perdiese verticalidad por sí sola mientras me secaba y vestía el uniforme de chófer, siempre impecable gracias a la diligencia de las dos mujeres que me cuidaban. Aún ignoraba qué me depararía la jornada y no quería desperdiciar energía ni munición. 
  En la cocina encontré una escena idílica que ensanchó mi sonrisa y llenó mi pecho de una cálida sensación. La estancia estaba iluminada por luz dorada de la mañana, el sencillo pero apetitoso desayuno servido en la mesa, el viejo transistor emitiendo alegre música folclórica de fondo, el aroma a hogar en verano, una mezcla de pan tostado, ropa recién lavada y césped húmedo. Y por supuesto mis dos compañeras, inmersas en la sencilla charla propia de una madre y una hija que disfrutan de la mutua compañía. A pesar de que siempre habían sido buenas amigas, algo poco habitual entre una suegra y su nuera, me encantaba notar como la confianza y la complicidad crecía entre ambas a toda velocidad.
  La abuela estaba de espaldas, preparando tostadas en la encimera. Llevaba uno de sus sencillos vestidos de faena, esta vez azul con lunares blancos y largo hasta las rodillas. Sus rizos pelirrojos asomaban bajo el pañuelo rojo desteñido que cubría su cabeza y calzaba las botas que solía ponerse para trabajar en el huerto y el gallinero, señal de que con toda seguridad llevaba horas levantada. 
  Mamá se sentaba a la mesa, frente a una taza de café a medio beber y una magdalena mordisqueada, y su indumentaria me sorprendió. Lucía el vestido “formal” que yo le había llevado de casa, uno sin mangas, poco escotado y con falda hasta las rodillas, ceñido con un ancho cinturón que formaban parte de la misma prenda, todo de un discreto color lavanda. Llevaba su corto cabello bien peinado, pendientes plateados con forma de rombo y leves toques de maquillaje que no ocultaban lo radiante que estaba su piel gracias a nuestra indómita vida sexual. Aunque parecía arreglada para salir, aún estaba descalza y me alegró ver en su tobillo la pulsera de cuentas rojas y negras, la misma que yo lucía en mi muñeca, símbolo de nuestro vínculo secreto, una unión que yo pretendía honrar siéndole fiel, si es que era capaz de controlar mi desbocada libido.
  —Anda, mira quien se ha levantado por fin —dijo, desplegando la atractiva asimetría de su sonrisa.
  Nos miramos a los ojos un instante y sentí como los míos brillaban para corresponder al chispeante fulgor de los suyos. La mirada, el cutis luminoso, la actitud relajada y cariñosa: era la viva imagen de lo que se llama una mujer “bien follada”, un aspecto que no había tenido desde hacía muchos años, si es que mi padre había conseguido alguna vez satisfacerla por completo. Le di un casto beso en la mejilla, recibiendo una breve pero estimulante dosis de su calor y su aroma al tiempo que me sentaba a la mesa junto a ella.
  —Buenos días, tesoro —dijo mi abuela, mientras se acercaba a la mesa.
  De inmediato percibí el majestuoso bamboleo de sus enormes pechos bajo la fina tela del vestido, evidenciando la ausencia de sostén. Unas semanas atrás, ni se le abría pasado por la cabeza ir por casa sin sujetador teniendo visita, pero estaba claro que a su nuera no la consideraba una simple invitada, por no hablar de su gradual desinhibición desde que éramos amantes. También reparé en que había evitado el habitual “¿Has dormido bien?”, quizá por temor a un comentario o broma con doble sentido por mi parte. 
  —Buenos días —respondí—. Vaya calor hizo anoche, ¿eh? Me costó tanto dormirme que casi salgo a darme un bañito en la piscina.
  Mi despreocupado comentario hizo que de repente una descarga de tensión recorriese el cuerpo de las dos mujeres, la que se había dado ese bañito nocturno y la que la había espiado mientras masturbaba a su hijo. Un cambio imperceptible para un observador ajeno pero muy evidente para mí, que tan bien conocía ya sus cuerpos y la forma en que reaccionaban a cualquier estímulo. Mi madre me miró de reojo y me dio una discreta patada bajo la mesa, mientras que la abuela se apresuró a girarse de nuevo hacia el fregadero antes de volver a hablar. No tan deprisa como para que no pudiese percibir el aumento de rubor en sus mejillas.
  —Eh... Y que lo digas. Menudo bochorno —dijo, antes de aclararse la garganta mientras enjuagaba una taza que ya estaba limpia—. Pero parece que hoy va a refrescar. Lo han dicho en la radio.
  —Eso parece —afirmé—. A lo mejor esta noche hasta tenemos que dormir vestidos. Quiero decir... tapados.
  No podía verle el rostro, pero sabía que mi aparente lapsus lingüístico había hecho que el rostro de la tímida pelirroja adquiriese el tono encendido de los tomates maduros. Mamá volvió a mirarme, entre la amenaza y la duda. No estaba segura de si mi equivocación había sido intencionada, y ella no estaba al tanto de la descarada desnudez con que nuestra anfitriona me había recibido la noche anterior. Yo mantuve una convincente cara de póker mientras mordía la primera tostada.
  Cuando recuperó la compostura, la abuela se sentó con nosotros, frente a mí y a la derecha de su nuera, y se apresuró a llenarse la boca de crujiente pan con mantequilla. Decidí que no debía tentar más a la suerte y dejar que la conversación fluyese de forma normal, como si realmente los tres hubiésemos pasado la noche durmiendo en nuestras camas. Pero mi osadía hizo que las dos dicharacheras hembras no se decidiesen a iniciar el diálogo, así que fui yo quien lo hizo.
  —¿Por qué te has arreglado tanto, mamá? ¿Vas a salir?
  Su bonito rostro se ensombreció un poco, cosa que no me gustó. Dio un sorbo a su café y asintió.
  —Voy a la ciudad. Tengo cita con una abogada. Ya sabes...
  No terminó la frase, pero enseguida supe que se refería a una abogada matrimonialista para resolver el asunto del divorcio. Era obvio que no le resultaba cómodo hablar del tema delante de mi abuela. Al fin y al cabo, era de su hijo de quien iba a divorciarse, y apenas dos días después de pillarlo en flagrante infidelidad. Me daba pena verla en aquella situación, dividida entre el amor maternal y el cariño hacia quien era a todas luces su mejor amiga. Haciendo gala de su habitual bondad, la reacción de mi abuela fue agarrar la mano de su nuera y mirarla con ternura.
  —No pasa nada, hija. No te preocupes. Tú haz lo que tengas que hacer.
  Ante el afectuoso apoyo de su futura ex-suegra, los ojos de mi madre se humedecieron y también quise apoyarla apretando la parte de su muslo más cercana a la rodilla, un gesto carente de lujuria que me agradeció con una dulce sonrisa. 
  —¿Quieres que te lleve a la ciudad en el coche? —me ofrecí.
  —No, cielo, muchas gracias. Tu vete a trabajar. Iré al pueblo y pediré un taxi —respondió, y me lo agradeció acariciándome el pelo con inequívoca ternura maternal.
  —Tiene gracia, ¿no? Vas a ir en taxi a divorciarte de un taxista.
  Por un momento pensé que mi espontánea broma sería mal recibida, pero mamá dejó aflorar su risa sarcástica, soltando aire por la nariz, y su amiga Feli se sintió autorizada para entonar una risita cantarina y mirarme con fingido enfado.
  —Ay, Carlitos... Siempre con tus bromas.
  El ambiente se relajó y la charla fluyó, tocando temas cotidianos, entre sorbos de café, tostadas y magdalenas. Hasta que mi abuela se puso seria de repente y me miró.
  —Esta mañana han hablado en las noticias de... —dijo, dejando la frase inconclusa.
  —¿De lo de Montillo y el alcalde? 
  —Si, hijo, si. —La compungida pelirroja soltó un profundo suspiro—. Qué locura, Dios mío.
  —¿Saben ya que fue lo que paso? —pregunté yo, una de las pocas personas que sabía lo que de verdad había pasado.
  Estaba claro que a mi abuela le afectaba demasiado hablar del tema, y por un momento pensé en la posibilidad de que, a pesar del fuerte sedante, tuviese algún recuerdo nebuloso de lo ocurrido en el matadero. Para su alivio, mi madre tomó la palabra.
  —Cada vez cuentan una cosa distinta. Ahora dicen que el alcalde abusaba de las hijas de Montillo, que se enteró y lo mató, y después a ellas y a la mujer.
  —¡Pero qué barbaridad! ¿Y qué culpan tenían ellas? —preguntó mi abuela, a nadie en concreto, algo pálida.
  —Se volvería loco, Feli. A mi el porquero ese siempre me dio mala espina. 
  —Ay... Y pensar que de joven me estuvo pretendiendo.
  —Y no solo de joven. Recuerda que hace poco te regalo el lechón —añadí yo.
  —Sí, Frasquito.
  Felisa pronunció el nombre del cerdo con aire ausente, mirando hacia el pasillo como si fuese a aparecer trotando de un momento a otro. Esperaba un comentario tipo “El animalito no tiene culpa de nada, el pobre”, pero se quedó callada, con un extraño brillo en sus ojos verdes tras los cristales de las gafas. No le di demasiada importancia en ese momento a su enigmática actitud y me terminé el café de un trago.
  —Bueno, yo me voy a currar. Aunque no se si mi jefa saldrá hoy o volveré a tener el día libre. 
  —Pobre Paz, lo mal que lo debe estar pasando —dijo mi abuela, volviendo a un tono triste más usual—. Carlitos, dile que si necesita algo solo tiene que llamarme... Y dale un abrazo de mi parte.
  —¿Un abrazo a mi jefa? No se yo...
  —¡Ay, hijo! Es una forma de hablar.
  —Vale, vale. Era broma.
  Me levanté y rodeé la mesa para despedirme de ella con un sonoro y a todas luces casto beso en la mejilla, aunque la proximidad de sus tetazas bastaba para calentarme la sangre. Eran como dos suaves planetas con campo gravitacional propio. Desde luego, no iba a ser fácil renunciar a los placeres que era capaz de proporcionar aquel cuerpo tan excesivo como acogedor. 
  —Anda, anda, tunante... 
  Me dio una palmadita en el costado y la rodeé para despedirme de mi madre. Nuestros rostros se acercaron y, ya por pura costumbre, mis labios buscaron los suyos. Se atraían de una forma tan natural e ineludible que de puro milagro no nos morreamos delante de nuestra anfitriona. Por suerte ella estaba alerta y en el último momento colocó la mejilla en la trayectoria de mi ávida boca. Después nos miramos durante unos largos segundos y me acarició el rostro.
  —Mamá, si quieres que te acompañe...
  —No, cielo, de verdad. Esto es algo que tengo que hacer yo sola.
  Lo dijo con tal convicción que no pude insistir. Asentí, acaricié la mano que cubría mi mejilla y me separé de ella de mala gana. Me consolé pensando que, si todo salía bien y mi padre no daba guerra durante el proceso de divorcio, en cosa de un mes sería una mujer soltera y la tendría toda para mí. No sabía donde viviríamos, ni como nos las ingeniaríamos para ocultar nuestra relación al resto de la familia, amigos y conocidos. A pesar de nuestro incierto futuro la sonrisa no abandonó mis labios mientras caminaba hacia la puerta principal y me giraba para despedirme con una cómica reverencia de mis dos mujeres favoritas sobre la faz de la tierra.

  Tal y como esperaba, al llegar a la mansión encontré una horda de periodistas apostados cerca de la puerta principal. Había docenas de ellos, desde atractivas reporteras que informaban en directo hasta paparazzis de mirada astuta, además de varias furgonetas con antenas en el techo y logotipos de cadenas televisivas en los costados. Observé que además del habitual segurata apostado en la garita había otros dos junto a la gran verja blanca de la entrada, y estaba seguro de que muchos más vigilaban el interior y los demás accesos a la finca. El suceso era la noticia del año, y la cobertura mediática daba fe de ello. Hoy en día, habría sido trending topic durante al menos un mes.
  En cuanto mi Land-Rover se aproximó se lanzaron sobre las ventanillas como una bandada de buitres, acercando las coloridas esponjas de los micrófonos a los cristales. Quizá podría haber ganado mucho dinero contando lo ocurrido, pero ni se me pasaba por la cabeza traicionar a Doña Paz, una mujer que además de haber salvado mi vida y la de mi abuela se había convertido en una buena amiga. Por no mencionar que si me iba de la lengua sería capaz de cortármela con su espada.
  El guardia de la garita, el único al que conocía, me saludó guiñando un ojo y me indicó por gestos que entrase deprisa pero con cuidado de no atropellar a ninguno de aquellos imbéciles, muchos de los cuales fueron expulsados por los demás centinelas cuando intentaron seguirme al otro lado de la verja. Al fin me encontré conduciendo solo por el interior de la extensa finca, rumbo al garaje.
  Allí no encontré a Matías, el bigotudo mecánico. Siendo tan cotilla, quizá le habían dado unos días libres para evitar que hablase con la prensa, a pesar de que no sabía nada sobre el crimen. Tampoco estaba Klaus. En lugar del Mercedes blanco encontré uno negro, lujoso e impecable, pero ni tan bonito ni con tanta personalidad como el favorito de la alcaldesa. Era un simple coche, incapaz de dar placer a su dueña con un falo metálico o de electrocutar a cerdos humanoides mutantes. Lo conduje hasta la puerta de la mansión, y en lugar de esperar me bajé y entré.
  Conocía lo suficiente la enorme y laberíntica residencia como para no perderme, así que fui hacia el ala de servicio para buscar a el ama de llaves y preguntarle si la señora me necesitaba esa mañana. No me apetecía en absoluto ver a la desabrida Paqui, pero había que mantener las apariencias hasta cierto punto, y presentarme por mi cuenta en los aposentos de Doña Paz podía suscitar comentarios innecesarios. Me lancé al interminable dédalo de pasillos y puertas, mirando en cuartos de plancha, de costura, almacenes de vajilla y lavanderías, sin que ninguna de las circunspectas criadas pudiera informarme sobre el paradero de Paqui, así que decidí explorar la parte donde se encontraban los aposentos del servicio. La tiparraca se pondría hecha una furia si entraba en su dormitorio, pero no le tenía ningún miedo.
  Lo que encontré fue aún mejor. Al doblar una esquina distinguí al fondo del pasillo a una doncella delgada, un poco más bajita que yo, con la melena negra azabache recogida en una pulcra coleta. Era nada menos que Victoria, el sobrino-sobrina del difunto alcalde, quien me había estado espiando por orden de su tío. ¿Cómo es que aquel travesti traicionero continuaba en la mansión? La mejor forma de averiguarlo era arrinconarlo en un lugar solitario y hacerle confesar. Lo seguí con disimulo y tuve suerte, ya que Victor-Victoria entró en su habitación y dejó la puerta entreabierta.
  Me colé detrás en la pequeña estancia, amueblada solo con una cama individual, una mesita, una silla y un armario. Las paredes estaban forradas de un anticuado papel pintado con flores de lis rojas, a juego con la moqueta granate. La única ventana era un pequeño tragaluz redondo y enrejado, por el que la luz matinal entraba difuminada, como la de una lámpara con un pañuelo de seda encima. No tenía escapatoria. Cerré la puerta tras de mí y el sonido alertó a mi presa, quien se dio la vuelta casi brincando. 
  —Vaya, Vaya... Cuanto tiempo sin verte, Victoria —saludé, pronunciando su nombre con evidente malicia.
  La miré de arriba a abajo y me pareció increíble que fuese un hombre, un joven más o menos de mi edad. Era imposible encontrar rasgos masculinos en su precioso rostro, dominado en ese momento por los grandes ojos grises de largas pestañas, que me miraban como los de una cervatilla a punto de ser devorada. A pesar del pecho plano, la forma de los hombros y de las pantorrillas enfundadas en medias negras eran tan femeninas como las de cualquier otra jovencita. Incluso tenía leves curvas en las caderas, y bajo la falda se intuían unas nalgas pequeñas pero redondeadas. 
  Al reconocerme, sus labios rosados se entreabrieron y temblaron, así como las aletas de la pequeña nariz. Caminé y retrocedió hasta que chocó contra la cama. Se encogió cuando me paré frente a ella, tan cerca que podía oler en su uniforme los productos de limpieza que usaba en su trabajo, y bajo ellos un agradable aroma de lavanda, quizá una colonia o un jabón. Entonces habló con una de las voces más femeninas que he escuchado nunca.
  —No... No me pegues, por favor —suplicó, al borde del llanto.
  —¿Y por qué iba a pegarte? Solo he venido a darte el pésame por la muerte de tu tío. Era el primo de tu madre, ¿verdad? —dije, socarrón.
  Sin mirarme a los ojos, retorció el borde de su delantal blanco, nerviosa pero en absoluto sorprendida. 
  —Así que ya lo sabes... 
  —Si, ya lo sé. Se que eres un hombre y que has estado espiándome. A mi y a mi familia.
  En ese momento se irguió, mirándome a los ojos, desafiante y con un rubor en las mejillas que volvió su cara aún más atractiva. Desde luego, nadie podría culparme por haberle tirado los trastos cuando aún no sabía su verdadero género. Por si alguien no lo recuerda, esta historia transcurre en 1991, y la transexualidad no estaba tan aceptada como en el presente, así que no os extrañe si mi actitud no es la más “políticamente correcta” e inclusiva. También es cierto que, a pesar de ello, mi exacerbada libido me volvía más tolerante de lo que hubiesen sido otros en mi situación, y ante aquella novedosa criatura sentía más curiosidad que rechazo. 
  —No soy un hombre. Soy una chica —sentenció, enderezando la espalda y levantando la barbilla con dignidad.
  —¿Eres una chica? Pues enséñame el coño, venga.
  Ante mi demanda, resopló y me lanzó una bofetada que detuve sin dificultad a un palmo de mi rostro. Desde luego no tenía la fuerza de un hombre. Le apreté la muñeca lo suficiente para que le doliese sin causarle una lesión, soltó un gemido lastimero y se sentó en la cama, sollozando. Le solté el brazo y para mi sorpresa tuve que reprimir el impulso de consolarla. Me recordé a mí mismo que estaba enfadado y la obligué a levantar el rostro, agarrando con firmeza su mandíbula.
  —Yo... no quería hacerlo, de verdad... Pero él... mi tío —balbució, derramando gruesas lágrimas. O era una excelente actriz o realmente Garrido la había obligado a obedecer sus órdenes.
  —Cuéntamelo todo, venga. Tu tío ya no puede hacerte nada.
  La doncella respiró hondo y se alisó el delantal sobre la falda, un gesto tan femenino que casi me echo a reír. Si me estaba engañando era una auténtica artista. 
  —Verás, yo vivía en la ciudad con unas amigas. Mi padre me había echado de casa por... bueno, ya te imaginas.
  —Por maricón.
  —Ya te he dicho que... —comenzó, enfadándose de nuevo.
  —Si, eres una chica. Lo que tu digas. Continúa.
  —Tenía poco dinero, y mi tío me ofreció un trabajo estable, casa y comida. Con la condición de que... no le dijese a nadie que éramos parientes. —Se le escapó un débil sollozo a mitad de la frase. Aunque odiase a su tío, era obvio que le había dolido esa condición—. Fue poco después de que tú comenzaras a trabajar aquí.
  —¿Y Doña Paz? ¿Sabía ella quien eres?
  —Pues claro. Ella siempre lo sabe todo —afirmó, en un tono mezcla de admiración y miedo—. Pero no sabía que me había mandado espiarte. Eso creo. Como mi tío era tan degenerado debió pensar que solo quería tenerme aquí para... ya te imaginas. 
  —Para follarte, ¿no? —aclaré.
  —Si —admitió tras una tensa pausa.
  —¿Y lo hacía? ¿Tu tío te follaba?
  Se encogió un poco más, al parecer incómoda por el uso del verbo follar. Al cabo de unos segundos negó con la cabeza.
  —No. Decía eso de... “Tan maricón es el que da como el que toma.”
  —Ah, la ley de Mahoma —expliqué, soltando una carcajada que ella ignoró.
  —Pero a veces me hacía chupársela y... me hacía tragar su asqueroso semen... o me lo echaba por toda la cara y después se reía de mí —confesó, rompiendo a llorar de nuevo.
  —Que tu tío era un hijo de puta ya lo sabemos. Pero, ¿por qué le seguías el juego? Un... una chica como tú podría haber encontrado otro trabajo sin mucho esfuerzo.
  —No es tan fácil. ¿sabes? Por eso la mayoría de las mujeres como yo acaban en la prostitución. Además, me dijo que si obedecía, si te espiaba y todo eso, me ayudaría con la transición. Ya sabes, cambiar legalmente de nombre y eso. Y me pagaría una operación para ponerme pecho.
  En ese momento me vino a la mente mi madre, quien tenía poco más volumen mamario que Victoria, y aunque estaba allí para interrogarla le hice un cumplido.
  —No necesitas tetas falsas para ser una mujer. Así estás muy bien.
  —Oh... Bueno... gracias —dijo con un hilo de voz, sorprendida.
  —Y ahora dime, y no me mientas o me enfadaré de verdad. ¿Qué fue lo que averiguaste espiándome?
  —No mucho, la verdad. Te seguía cuando ibas a la ciudad o a la parcela de tu abuela, a veces vestida de chico para que no me reconocieses, en una moto.
  —Si, ya vi la moto. 
  —Y algunas veces... me colaba y espiaba por las ventanas. Odiaba hacer eso, si te sirve de algo. Pasaba mucho miedo y me sentía fatal —dijo, con voz temblorosa.
  —¿Y qué viste, eh? Dímelo todo —exigí, cabreándome de nuevo, como indicaban mis mandíbulas apretadas.
  Victoria bajó la vista, concentrada en los bajos de su delantal, que arrugaba de nuevo nerviosamente con sus delicados dedos. Hablaba tan bajito que tuve que inclinarme para entenderla.
  —Vi lo que haces... lo que haces con tu abuela y con tu madre. Pero no se lo contaré a nadie, te lo juro. Te lo juro, a nadie. 
  —Y yo te juro que si se lo cuentas a alguien te pegaré tal paliza que te crecerán las tetas solas, ¿entendido?
  La interrogada asintió, derramando gruesas lágrimas sobre su delantal. Me senté en la cama junto a ella y contuve el impulso de rodearla con el brazo. Ella levantó la cabeza y me miró, con los ojos enrojecidos y la voz entrecortada.
  —¿Sabes por qué me ponía tan triste cuando... os espiaba? Me daba mucha envidia. Tienes una familia que te... que te quiere y te cuida. A mí mi padre me echó de casa a patadas... después de darme una paliza, y mi madre no hizo nada por evitarlo.
  —Bueno, siento mucho que lo hayas pasado tan mal —dije, sinceramente conmovido. Me aclaré la garganta y traté de volver al papel de “poli malo”—. Pero no cambiemos de tema. A ver, ¿cómo es que sigues viviendo aquí?
  —Doña Paz me ha dejado quedarme. Creo que en el fondo no es tan mala como dicen.
  —No, no lo es. Y al fin y al cabo, si todo lo que me has dicho es verdad, la culpa no es tuya.
  Victoria asintió, se inclinó hacia la mesa que estaba cerca de la cama y sacó del cajón un pañuelo de papel. Tras secarse las lágrimas y sonarse la nariz apretó los puños sobre las rodillas y sus grandes ojos lanzaron chispas de rabia.
  —Se que no debería alegrarme por la muerte de mi tío, pero... Ojalá esté ardiendo en el infierno. 
   —Te entiendo. No debió ser agradable tener que chupársela a ese cabronazo todos los días —dije, dudando de nuevo si rodearla con el brazo o seguir manteniendo las distancias.
  —La verdad es que no me torturaba a diario, solo cuando se tomaba esa maldita medicina o lo que fuese —dijo ella, refiriéndose obviamente al Tónico reconstituyente y vigorizante del Dr. Arcadio Montoya—. Se ponía tan caliente y agresivo que todas las criadas le tenían miedo. Una vez... la semana pasada... además de hacerme vomitar metiéndome su asqueroso pene hasta la garganta, me pegó y me humilló tanto que... Estaba tan enfadada que le robé uno de esos frascos. Por suerte no se dio cuenta, o no se le pasó por la cabeza que yo tuviese el valor de hacer algo así.
  En ese momento abrí mucho los ojos, me puse en pie de golpe y me quedé mirándola fijamente, con los dientes y los puños apretados. Ella se asustó y volvió a encogerse, sentada en la cama.
  —¿Qué... que pasa? ¿He dicho algo malo? 
  —¿Tienes aún ese frasco? —inquirí, con voz grave.
  —Sí, lo tengo escondido. Ni siquiera lo he tocado. Yo no tomo drogas, ¿sabes?
  De repente me vino a la mente el hermoso rostro de la Dra. Ágata Montoya y el de sus peligrosos primos. Si de alguna forma se enteraban de que aún quedaba un frasco de tónico en circulación podría tener problemas.
  —Tienes que dármelo ahora mismo —ordené.
  —Vale... no hace falta que te enfades. Yo no quiero esa porquería para nada.
  Dicho esto, la doncella dobló el cuerpo hacia adelante, sacó una maleta marrón que estaba bajo la cama y la abrió. Comenzó a revolver entre un caos de ropa femenina, libros, libretas y otros objetos. 
  —Hice la maleta por si tenía que irme... Y aún no me atrevo a deshacerla del todo.
  —No te preocupes, Doña Paz no va a echarte. Vamos, dame el frasco.
  —Aquí está.
  Me tendió uno de los frasquitos que yo mismo había comprado en una farmacia y rellenado con el portentoso brebaje tiempo atrás, durante mi etapa de joven emprendedor. Lo miré a trasluz y vi que quedaba al menos la mitad del contenido. Me senté de nuevo en la cama, sopesando el valioso hallazgo. Muy probablemente, era la última vez en mi vida que iba a estar en posesión del tónico, y debía pensar muy bien qué hacer con él. 
  A todas luces, la opción más inteligente era tirarlo por el inodoro y olvidarme de él para siempre. Pero la tentación era grande. Nadie tenía por qué enterarse si lo usaba de forma discreta. 
  —Dime, ¿sabe alguien más que tenías esto? No me mientas, es muy importante —interrogué, agarrando con firmeza su delgado brazo.
  —No, claro que no —respondió, aún asustada por mi cambio de actitud—. Te lo juro.
  —Bien. Ni una palabra a nadie, ¿de acuerdo?
  —De acuerdo... Aunque no se por qué una droga que se la pone dura a los viejos es tan importante.
  —Cuanto menos sepas mejor para ti, créeme.
  Ante esa frase enigmática y algo peliculera Victoria asintió y cruzó las manos sobre el regazo, en actitud sumisa. Le sonreí para tranquilizarla y ella me correspondió tras secarse con el dedo una última lágrima. Volví a mirar el frasco, con el cerebro trabajando a toda velocidad. Y como de costumbre mi insaciable lujuria y la posibilidad de acometer nuevas hazañas sexuales se impuso a mi sentido común. No pensaba tirar al váter mi última ración de tónico. Sería cuidadoso y lo usaría con discreción hasta que se terminase. Si, eso es lo que haría.
  —Lo has probado, ¿verdad? No me mientas —dije, mirándola con os ojos entornados.
  —Ni lo he abierto. Ya te he dicho que yo no tomo drogas —respondió, irguiendo de nuevo la barbilla. Me resultaba divertido ese aire tan digno, de señorita de ciudad. Aunque ahora fuese una simple criada sospechaba que sus padres no eran pobres precisamente.
  —Dime, ¿tienes algo que hacer ahora? ¿Te espera esa gallina gorda a la que tienes por jefa?
  —No, hoy es mi día libre —dijo. Sonrió al escucharme insultar a su jefa, a quien tenía tan poco aprecio como el resto del personal—. Pensaba pasar el día aquí, estudiando. Me estoy sacando el carnet de conducir, ¿sabes? No sabes el miedo que pasé corriendo por ahí en esa moto, de noche y sin carnet. Pero mi tío insistía en que no pasaba nada, que si me detenían él lo solucionaría... cómo no. Podría haber ido en bicicleta pero a ese sádico de mierda le gustaba verme pasar miedo.
  Ahora que todo se había aclarado entre nosotros y aumentaba la confianza, comprobé que Victoria era más habladora de lo que pensaba, e incluso simpática. 
  —¿Y por qué llevas el uniforme? —pregunté.
  —No podemos estar en la mansión con ropa normal. Solo si vamos de camino a la calle —explicó.
  —Ya, como aquel día que me crucé con ese “hermano” tuyo tan antipático —bromeé, rememorando el día en que la vi vestida de chico y no la reconocí. 
  —¡Ay, calla! —exclamó, tapándose la cara con las manos—. Ese día casi me da un infarto. Pensé que ibas a reconocerme.
  Agarré con suavidad sus muñecas y le aparté las manos para dejar de nuevo a la vista su bello rostro, arrebolado por la vergüenza. Como ya he dicho, yo no sabía mucho sobre transexuales y no imaginaba el mal trago y la humillación que habría supuesto para ella tener que vestirse de hombre.
  —La verdad es que te queda mucho mejor la ropa de chica. Sobre todo ese uniforme —dije, para intentar consolarla.
  Dio resultado, pues sonrió con timidez. Sus largas pestañas aletearon, sin duda una de las “armas de mujer” que mejor dominaba, ya que lo hacía con una coquetería que no resultaba evidente ni descarada. Cada vez la encontraba más encantadora, y si mi corazón no perteneciese ya a otra, quizá le habría dado una oportunidad, a pesar de los prejuicios que aún zumbaban como molestas avispas por mi cerebro. Mi determinación de serle fiel a mi madre me impedía salir con ella, pero me resistía a dejar de lado mi curiosidad. Era probable que nunca volviese a surgir la ocasión de estar con alguien así. Además, ¿podía considerarse infidelidad juguetear un poco con alguien que técnicamente era un hombre? Antes de darme cuenta, había desenroscado la tapa del frasco y sostenía el cuentagotas en el aire.
  —Toma. Quiero que lo pruebes —dije, amable pero con cierto tono de autoridad.
  —Ya te he dicho que yo no me dro...
  —No es una droga, de verdad. Es más una especie de... licor. Tu tío se volvía loco porque tomaba demasiado, pero un par de gotitas sientan muy bien. Te encantará, ya verás.
  La titubeante doncella echó la cabeza hacia atrás, mirando con desconfianza la pipeta y bizqueando un poco. Cruzó las piernas, como anticipándose a la erección que le provocaría el tónico e intentando ocultarla. Eso me hizo pensar en lo que ocultaba entre los muslos. ¿La tendría más grande que yo? ¿Sería capaz de seguir adelante cuando la viese o descubriría que no era tan abierto de mente como pensaba? 
  —No se... No me fio.
  Me arrimé a ella, de forma que nuestras caderas se tocaban, y acerqué más la pipeta a su rostro. Los rayos de sol, cada vez más intensos, que se colaban por el tragaluz hicieron brillar la gota suspendida en la punta.
  —Vamos... Después de todo lo que ha pasado creo que me lo debes. Te he perdonado y ahora somos amigos, ¿no? ¿Es que no te fías de mí? 
  —Eh... Si, pero...
  Sin pensarlo mucho, la agarré por la cintura con la mano libre, atraje su torso contra el mío y la besé en los labios. Tras la sorpresa inicial y un débil gemido, ella me correspondió y nuestras lenguas no tardaron en acariciarse. Debo decir que en ningún momento tuve la sensación de estar besando a una persona de género masculino, y mi entrepierna respondió como lo habría hecho con cualquier otra chica atractiva. Tras unos segundos, me aparté, dejando su boca entreabierta y con la rosada punta de la lengua asomando, circunstancia que aproveché para depositar varias gotas de la poción.
  Por suerte no escupió. Puso una graciosa cara de asco, le dio un escalofrío y me propinó una palmada en el brazo. 
  —¡Puaj! ¡Qué asco! —se quejó. Después paladeó el líquido invasor y su expresión se fue suavizando—. Mmmm... La verdad es que no está tan malo. Sabe como a regaliz negro. Prefiero el rojo, pero bueno. ¿Y ahora qué? ¿No se me irá la cabeza y haré cosas raras, verdad?
  —No, tranquila. Ahora hay que dejar que haga efecto —dije, mientras guardaba el frasco y me ponía de pie—. Volveré dentro de un rato. ¿La puerta tiene llave?
  —Si, todas tienen. ¿Me... me vas a encerrar? —preguntó, asustada de nuevo. 
  —No pasa nada. Es solo por precaución. Además, no tardaré mucho. Tu relájate, ya verás como muy pronto empiezas a sentirte de maravilla. Dame la llave, anda.
  No muy convencida, la timorata Victoria sacó una llave de su cajón y me la entregó. No me entusiasmaba dejarla encerrada, pero no podía arriesgarme a que el tónico tuviese efectos inesperados y andase suelta por la mansión. Si se ponía en plan depredadora sexual (como me había ocurrido a mí la primera vez que lo tomé, cuando intenté violar a mi abuela) y montaba un escándalo podría llegar a oídos de la Dra. Ágata y estaría bien jodido.
  Ahora tenía que encontrar a la señora de la casa. Salí del ala de servicio, de nuevo buscando a la corpulenta gobernanta, y llegué a la zona de la mansión donde realmente vivía Doña Paz, mucho más lujosa y tranquila. Por el laberinto de suelos de mármol, caras alfombras, espejos y toda clase de obras de arte, probé suerte con muchas puertas sin éxito. Era increíble la cantidad de dormitorios, cuartos de baño y estancias sin una finalidad concreta que necesitan los millonarios. 
  En la segunda planta al fin me crucé con alguien. Era una criada cuarentona, alta y flaca, a la que no había visto antes, y puede que ella a mí tampoco, aunque habría oído hablar de mí. Como nos han enseñado las más aburridas de las series británicas, las sirvientas de la alta sociedad son muy chismosas. Por su expresión, solo mi uniforme de chófer evitó que llamase a seguridad.
  —Buenos días —saludé, con un absurdo amago de reverencia—. ¿Sabes por casualidad dónde se encuentra la señora? 
  —No deberías estar aquí —dijo. No parecía tan desagradable como la Paqui, pero saltaba a la vista que no le entusiasmaba verme en su territorio.
  —No te preocupes, tengo órdenes de la señora de verla en persona. Quiere explicarme con detalle unos recados que debo hacer en la ciudad. Ella prefiere no salir, por lo de los reporteros y tal.
  La mentira encajaba con la personalidad meticulosa de Doña Paz y con las circunstancias, así que la espigada sirvienta solo me dedicó una breve mirada de desconfianza antes de hablar.
  —Está en la terraza de la tercera planta. Tienes la gorra torcida.
  —Oh, es verdad. Gracias —dije, al tiempo que me colocaba la gorra de chófer e impostaba otra servil inclinación. 
  La dejé allí plantada y seguí mi camino con los andares enérgicos de quien sabe a dónde va, aunque nunca había estado en la terraza de la tercera planta. Subí un tramo de escaleras con labrados pasamanos de madera oscura, exploré unos cuantos pasillos más y al fin, tras unas puertas con vidrieras, encontré el lugar: una terraza amplia que daba a la parte trasera de la finca, con unas vistas espectaculares, cubierta por un vaporoso toldo verdoso sostenido por postes blancos y decorada con toda clase de plantas. Esquivé un par de veladores de hierro forjado y me acerqué al diván tapizado en lino belga con un patrón blanco y verde donde se recostaba la dueña y señora de la casa.
  Doña Paz me recibió con la comedida pero sincera sonrisa que reservaba solo para sus mejores amigos, cosa que me hizo sentir importante. Se bajó las elegantes gafas de sol hasta la punta de su aristocrática nariz para echarme un buen vistazo con sus ojos azules y me señaló con un grácil gesto un segundo diván, muy cerca del suyo. Por supuesto, me limité a sentarme y no me recosté como ella. Aunque apenas dos días antes hubiésemos echado un polvazo después de escapar de la muerte había que mantener las formas.
  —Buenos días, Doña Paz. 
  —Puedes tutearme, Carlos. Estamos solos y he dado orden de que nadie me moleste ni me pasen llamadas. No se que es peor, si las insistentes llamadas de la prensa, a pesar del comunicado oficial donde anuncié que no haría declaraciones sobre lo ocurrido, o las llamadas de pésame de personas que no lamentan en absoluto la muerte de mi marido. 
  No supe como responder a eso, así que me limité a asentir lentamente, mostrándole mi apoyo, y dedicándole una mal disimulada mirada de pies a cabeza. Llevaba la melena rubia recogida en un alto moño de intrincadas trenzas, tan impecable como siempre, con dos mechones cayendo por las sienes. Vestía una sencilla bata blanca, parecida a un kimono, cuyas anchas mangas resbalaban hasta el codo si levantaba las manos. La ligera tela no llegaba a disimular las formas de su cuerpo fibroso y bien formado, y la abertura dejaba a la vista el comienzo de un muslo, las pantorrillas y los pies descalzos, cruzados uno sobre el otro. En el suelo pude ver, cuidadosamente colocadas, unas sandalias también blancas, con tacones de madera y pequeñas plumas adornando el empeine. El morreo con Victoria ya me había calentado, e imaginar lo que ocultaba esa inmaculada prenda no contribuyó a enfriarme.
  —¿Quieres que te lleve hoy a alguna parte? —pregunté.
  —No. Pasaré aquí la mañana —respondió. Recostó la cabeza en el diván y soltó una mezcla de suspiro y ronroneo antes de continuar—. Dime, ¿cómo se encuentra Felisa?
  —De maravilla. Preocupada por el divorcio de mis padres, pero no recuerda nada de... aquella noche. Al menos eso creo.
  —Teniendo en cuenta el potente sedante que le inyectaron esos canallas es imposible que recuerde algo. Puede que tenga pesadillas durante un tiempo, pero nada más.
  De nuevo asentí, y de repente una idea cruzó por mi cabeza. Una idea de la cual comenzó a brotar un plan como una planta brota de una semilla en esos vídeos a cámara rápida. 
  —¿Sabes qué? Deberías venir esta noche a cenar a casa. A mi abuela le gustará verte, y podrás olvidarte un rato de todo este follón. Puedo ingeniármelas para sacarte de la finca sin que los periodistas te vean y nos sigan.
  —Uhm... No se, Carlos —dijo, pensativa— ¿No deberías consultarlo antes con ella?
  —Bah, estará encantada de que vayas. Además, mi madre tiene ganas de conocerte. Creo que os llevaréis bien.
  —Tu madre... Rocío, ¿verdad? Nunca he tenido ocasión de hablar con ella, pero la he visto alguna vez en el pueblo y da la impresión de ser una mujer con mucha personalidad.
  —Lo es, te lo aseguro. Y mucho más desde que... —No quise entrar en detalles. Un pudor absurdo ya que sin duda la rubia multimillonaria estaba al tanto de mi relación con mamá—... Digamos que ella también ha tenido su propia... catarsis, como a ti te gusta decir. Estoy seguro de que haréis buenas migas, aunque se está volviendo cada vez más “bolchevique” y no le caen muy bien los millonarios.
  —Eso no será un problema. Siempre he considerado de mal gusto tratar cuestiones políticas en la mesa —afirmó, espantando sin alterarse a un diminuto insecto que había osado posarse en su inmaculado atuendo—. ¿Y estaremos solo los cuatro? No quiero arriesgarme a filtraciones, chismorreos o infundios de alguien ajeno a nuestro discreto y reducido círculo.
  —Solo los cuatro, sin que nadie nos moleste. Y por si todo lo anterior no te convence... —Hice una pausa dramática mientras sacaba de mi bolsillo el frasco de tónico y lo sostenía entre ambos, agitándolo un poco para que apreciase el movimiento de su contenido—... Tal vez te animes a hacer uno de tus experimentos.
   Doña Paz mostró su sorpresa enarcando las cejas y bajando de nuevo las gafas de sol, pero apenas se movió. Eso sí, una sonrisa apareció en sus labios.
  —¿Es auténtico, o intentas devolverme la jugada del placebo? 
  —Es auténtico, y todo lo que queda. Lo tenía escondido nuestra pequeña Victoria. Se lo robó a tu difunto esposo para vengarse de sus humillaciones pero apenas sabe lo que es. Por cierto, me alegra que le hayas permitido quedarse aquí. En el fondo es buena chica.
  —No me pareció justo que pagase por los crímenes de su tío —afirmó, quitándole importancia al asunto con un gesto que hizo aletear la manga de su bata—. Además, siempre he sentido curiosidad por la transexualidad, y será interesante observarla.
  —Yo también estoy haciendo algunas... observaciones por mi cuenta —dije.
  Sonreí con picardía y mi jefa soltó una melodiosa risa que fluyó en el silencio de la terraza, solo roto por el canto de los pájaros. Entonces se incorporó y se sentó en el diván, frente a mí, con las piernas cruzadas. Se quitó las gafas de sol y cogió entre sus dedos pulgar e índice el frasco para observarlo con detenimiento. Entornó los ojos y su expresión me indicó que en su portentosa mente también germinaba una semilla, seguramente dando a luz una planta mucho más grande y frondosa que la mía.
  —Acepto la invitación, pero solo si Felisa está de acuerdo. Llama para confirmarlo cuando llegues a casa. 
  —Descuida.
  —Y ahora dime, mi lujurioso cochero, ¿qué nueva inmoralidad se te ha ocurrido para añadir a tu larga lista? Y a la mía, la cual si bien posee una longitud formidable aún está lejos de su conclusión.
  Con gesto de exagerada autosuficiencia, me quité la gorra de chófer y me recosté en el diván, olvidando ya el protocolo. Le conté lo que se me había ocurrido, ella añadió sus propias ideas y muy pronto el plan estaba definido. Un plan sencillo pero arriesgado, como cualquier plan que incluyese en su ejecución el brebaje del Dr. Arcadio Montoya. Le entregué el frasco de tónico, ultimamos algunos detalles y me marché por donde había venido, colocándome bien la gorra por si volvía a cruzarme con una criada entrometida.
 
  Había pasado más de media hora cuando regresé al modesto dormitorio de Victoria, tiempo más que suficiente para que el tónico hubiese hecho efecto. Miré a ambos lados del pasillo para asegurarme de que nadie me veía entrar y giré muy despacio la llave en la cerradura, antes de abrir una rendija en la puerta y echar un vistazo.
  El brebaje no solo había hecho efecto sino que, a juzgar por lo que vi, estaba actuando a pleno rendimiento en el menudo cuerpo de la doncella. Estaba tumbada en la cama y su uniforme colgaba en el respaldo de la silla. Solo llevaba puestas las medias negras, que cubrían hasta el comienzo del muslo sus pálidas y bonitas piernas, y un sostén blanco que debía llevar por guardar las apariencias, ya que no tenía nada que sostener. Las bragas, también blancas, estaban enredadas en su tobillo izquierdo, como si se las hubiese bajado con prisa, sin tiempo siquiera para tirarlas al suelo. Tenía los ojos cerrados, los labios entreabiertos, la respiración acelerada y las piernas abiertas. Ah, y se estaba masturbando, sin prisa pero sin pausa.
  Al fin pude ver el misterio que se ocultaba en su entrepierna, y en efecto era, a todas luces, de forma inequívoca e irrefutable, una polla. Una verga totalmente erecta, de tronco recto con aspecto de alabastro rosado donde las venas azuladas casi no eran visibles desde mi punto de observación. El glande, cuyo tono rosa era apenas más oscuro que el del mástil, estaba coronado por una brillante gota de presemen, como una gota de rocío entre dos pétalos. Era más pequeña que la mía, lo cual me alivió por puro orgullo varonil, aunque tenía un tamaño muy digno, entre los doce o trece centímetros. Debía reconocer que era una polla bonita, incluso femenina, si es que tal concepto existe. Pasada la sorpresa inicial, entré y volví a echar la llave, sin ser advertido por la ocupada ocupante del dormitorio.
  Ahora, gracias a internet, estamos más que acostumbrados a ver shemales, ladyboys, femboys, y todas las variantes posibles de una hembra con genitalia masculina, pero para mí era la primera vez, y me costó salir de un estado donde se mezclaban la sorpresa, la curiosidad y un absurdo temor fruto de los prejuicios que continuaban aguijoneándome, a pesar de que nunca había visto una criatura tan perturbadoramente bella, única y fascinante como la que yacía en esa cama.  
  Me acerqué con cautela, como si fuese un ser feérico capaz de esfumarse en el aire si la asustaba, y cuando por fin abrió los ojos y me vio no se esfumó, aunque si que se llevó un buen susto. Se incorporó de golpe, con un grito ahogado, cruzó a toda prisa las piernas para ocultar su ya revelado secreto y se abrazó a sus propias rodillas, jadeante y avergonzada. 
  —Po-podrías haber... avisado antes de entrar, ¿no? —se quejó, con voz trémula.
  —Tranquila —dije. Le acaricié el pelo y le aparté de la cara un mechón que había escapado de la ya no tan perfecta coleta—. ¿Cómo te sientes?
  —Bien... creo. Es como si tuviese fiebre, pero sin estar enferma —explicó, sin mirarme aún. Cerró los ojos y bajó la voz hasta un agudo susurro, como si fuese a hacer una confesión—. Nunca he... nunca he estado tan caliente en toda mi vida. 
  —Si, se lo que se siente.
  Sin que opusiera resistencia, le quité el sostén y lo lancé hacia la silla. No tenía tetas pero si unos bonitos pezones, muy pequeños y duros. Hice que se tumbase de nuevo, con la cabeza sobre la almohada, y dejó escapar un jadeo de sorpresa cuando acaricié uno de sus muslos e intenté que los separase.
  —Vamos, no seas tímida. De todas formas ya la he visto.
  —¿Y... y no te molesta? —preguntó, evitando de nuevo mis ojos.
  —La verdad, no tanto como esperaba. Vamos, deja que la vea otra vez.
  Me incliné para besarla y un breve intercambio de saliva bastó para vencer su resistencia. Noté el sabor del tónico en su lengua, y por un segundo tuve unas ganas locas de tomarlo. Ese maldito brebaje creaba adicción. Al fin separó los pálidos muslos y su verga apareció de repente, como impulsada por un resorte, cabeceando un momento en el aire antes de quedarse quieta apuntando al techo. Desde ese ángulo pude ver que tenía el pubis totalmente afeitado. 
  Entonces fui yo quien tuve un instante de vacilación. ¿Qué debía hacer a continuación? Gracias a mis recientes experiencias me consideraba un buen amante cuando se trataba de mujeres con vagina, pero me enfrentaba a un tipo de espécimen totalmente nuevo para mí, una exquisita anomalía de la naturaleza que fluctuaba entre dos mundos. Miré hacia su bonito rostro, en cuya delicada palidez resaltaba el rubor de las mejillas, la humedad de los anhelantes labios y el leve temblor de las largas pestañas enmarcando unos expectantes ojos, cuyo gris verdoso se había vuelto más brillante y profundo.
  Eso me tranquilizó. Era una mujer, al fin y al cabo, y yo sabía como manejarme con una mujer. Y si, tenía polla, pero yo también, así que estaba más que al tanto de su funcionamiento. Sin pensarlo más, deslicé mi mano por la parte interior de su muslo hasta llegar a su entrepierna, donde mis dedos acariciaron la parte inferior del palpitante cimbrel. Creo que fue lo más suave que he tocado nunca, y ya sabéis que he tocado cosas muy suaves.
  Animado por el agradable primer contacto, agarré el tronco con cuidado y moví la mano muy despacio, sin apretar demasiado. Era la primera vez que tocaba una herramienta ajena y la sensación fue familiar y extraña al mismo tiempo, la esponjosa dureza de una tranca erecta, lista para la acción. Ella suspiró y se removió un poco sobre la colcha de la cama, su plano vientre tembló y las costillas se marcaron en el delgado torso.
  Bajé la mano y toqué los huevos, también depilados, más bien pequeños y firmes dentro de la delicada bolsa. Extendí el dedo corazón para acariciar el perineo y continué hasta sentir los apretados pliegues del esfínter, cerrado a cal y canto, que se contrajeron aún más ante mi inesperada exploración. En ese momento me sobresalté al notar algo en la entrepierna. Era la pequeña mano de Victoria, acariciando el bulto que se marcaba en mi pantalón, con una tímida sonrisa en los labios. Me alegró que mostrase iniciativa e hiciese algo más que quedarse tumbada.
  —¿Quieres verla? —pregunté.
  —Claro que si.
  De acuerdo, pensé, ya hemos visto y acariciado al tigre pero es hora de dejar salir al dragón. Me quité los zapatos, los calcetines y toda la ropa, dejando mi uniforme en la silla sobre el suyo, mientra me miraba tumbada de lado en la cama, con la barbilla apoyada en una mano y una expresión entre divertida y embelesada.
  —¿Sabes? Me da mucha envidia lo... en fin, lo cómodo que te sientes con tu cuerpo, y la confianza que tienes —dijo.
  —No lo niego: si pudiese iría siempre desnudo.
  Hice unas cómicas poses de culturista que la hicieron reír y me acerqué de nuevo a la cama, con mi sable desenvainado apuntando al frente. Cuando la tuvo a un palmo de la nariz abrió mucho los ojos y bizqueó, al tiempo que se humedecía los labios y tragaba saliva. 
  —¡Guau! Es mucho más grande que la mía —dijo.
  —Bah, no es para tanto. Si acaso un poco más larga y gorda.
  —Pues lo que yo he dicho: más grande que la mía.
  Levantó una mano y la acarició por debajo, desde los huevos hasta la punta, acercó más la cara y sacó su lengua felina para comenzar a lamer el frenillo, primero con cautela y después humedeciendo con ávidos lametones todo el tronco. De todas las mujeres que me la habían chupado en las últimas semanas era de lejos la más torpe e inexperta, y por otro lado era, objetivamente, la más guapa, por mucho que mis dos compañeras de casa me pareciesen más atractivas. 
  Mientras se esforzaba por succionar el glande vi que intentaba mantener el contacto visual en todo momento, consciente de que su bonito rostro y aire inocente eran su mejor baza. Y desde luego mi sangre hirvió de excitación al ver aquellos ojazos, dominando el rostro de facciones delicadas, al tiempo que sus labios rodeaban mi verga y hacían desaparecer cada vez más centímetros del tronco, con tenues gemidos y actitud sumisa. Le acaricié el pelo y moví las caderas hacia adelante, enterrando más de la mitad de mi salchicha en su pequeña boca, cosa que la hizo retroceder un poco y reprimir una protesta que vi brillar en sus pupilas. Recordé que el rijoso alcalde le había estado follando la boca sin miramientos, provocándole vómitos y denigrándola por puro sadismo, por lo que decidí no hacer nada parecido y la dejé disfrutar de su nuevo juguete sin molestarla. 
  La postura recostada comenzó a incomodarla y se sentó en la cama, con las piernas separadas, apoyando en el suelo enmoquetado las puntas de los pies. Su miembro viril (¿o debería decir femenil?) seguía erecto y apuntaba al frente, cabeceando al ritmo de su acelerado pulso. La nueva postura le dio más libertad de movimiento y su destreza feladora aumentó un poco. Escupió un par de veces y me masturbó a dos manos al tiempo que mamaba, sin tragarse nunca más de la mitad. Su técnica me recordaba a la de mi madre, aunque le faltaban muchos años de práctica para igualarla. Si se tratase de mi abuela, ya se la habría tragado hasta los huevos y su abundante saliva chorrearía sobre la moqueta. 
  Cuando su creciente entusiasmo amenazó con llevarme al orgasmo, la hice parar y me incliné para besarla, sorprendiéndola, lo cual no impidió que su lengua recibiese a la mía con vehemencia. Tras saborear un rato el persistente regusto a regaliz, la tumbé en la cama, deleitándome en su aspecto indefenso y expectante. Tenía el rostro encendido, su pecho subía y bajaba, y a través de los labios entreabiertos podría ver una perfecta hilera de dientes blancos. Aunque, como ya sabéis, prefiriese a las mujeres maduras, debo confesar que aquella dosis de radiante juventud me resultaba refrescante y estimulante de un modo ligeramente inmoral, como si estuviese profanando algo sagrado.
  Su polla estaba de nuevo apuntando al techo, inclinada hacia su propio ombligo, y por pura diversión flexioné las piernas y coloqué la mía sobre ella, como dos serpientes vientre con vientre.
  —Bueno, veamos si tenías razón y la mía es más grande —dije, sonriéndole.
  Ella soltó una risita aguda mientras mi mano apretaba para mantener juntos nuestros instrumentos. Desde luego, la mía ganaba de largo... y también de ancho. No solo superaba a Victoria en longitud y grosor sino que la mía era más oscura, con las venas más marcadas y acompañada por unos huevos que casi duplicaban el tamaño de los suyos. Se podría decir que era más masculina y agresiva. La mía era la amenazante espada de un guerrero y la suya una bonita daga ceremonial. 
  Lo cierto es que masturbar las dos al mismo tiempo fue una experiencia muy agradable. El calor y la suavidad de su rico platanito frotándose contra mi banana era de las mejores sensaciones que había experimentado usando solo la mano. Mi escroto velludo también se rozaba con el suyo, lampiño y suave, y al cabo de unos minutos unas gotas de presemen gotearon desde mi glande hasta el suyo, como un águila calva alimentando a su anhelante cría. 
  Habría prolongado la paja dual durante horas, pero no quería centrarme en uno solo de los nuevos placeres que podía proporcionarme el cuerpo de la ruborosa doncella. Me agaché y agarré sus muslos, levantando y separando más sus piernas, para encararme con ese apretado ojete que ya había tocado brevemente, un asterisco rosa oscuro sin un solo pelo alrededor, hecho que no me resistí a comentar.
  —Vaya, vaya... Vas muy depiladita, amiga. ¿Es que esperabas visita?
  —¿Que? ¡No! Claro... que no —dijo, con más timidez de la que cabría esperar teniendo en cuenta su postura—. Es que... bueno, no me gusta tener nada de vello en el cuerpo. Me recuerda a... ya sabes.
  Asentí, mostrando comprensión, suponiendo que se refería a que el vello corporal le recordaba que había nacido varón. Podría haberle dicho que las mujeres también tienen pelitos en ciertas partes y que eso no las hace menos femeninas, pero no quise profundizar en los traumas y complejos de mi nueva amante. No sabía apenas nada de la problemática transexual y no quería decir algo que la pusiera más nerviosa o la enfadase.
  Lo que si hice fue comerle el culo. A falta de una jugosa almeja mi ávida lengua se acomodó a las circunstancias lamiendo y explorando, hasta dejarlo húmedo y listo para que mi dedo meñique entrase a duras penas hasta la mitad. Victoria gimió y se removió un poco.
  —Despacio, por favor... No me hagas daño.
  —Descuida —dije. La resistencia que mostraba su ano era tal que no pude evitar hacerle una pregunta—. Oye, ¿eres virgen? Quiero decir... que si ya te la han metido antes por el c...
  —Si, ya se lo que quieres decir —me interrumpió—. No, no soy virgen. Pero hace mucho que no lo hago así que ten cuidado, por favor.
  —Tranquila, no es la primera vez que trato con un culito estrecho. Se lo que me hago.
  Algo en mis palabras o en mi forma de decirlas la hizo reír y relajarse un poco. Mientras volvía a usar la lengua recordé el increíble sexo anal con mi abuela en la bañera, y también el día en que me había ganado una bofetada y una semana de castigo por sodomizarla a traición. Con Victoria decidí ser lo más delicado posible. Sospechaba que había tenido malas experiencias en el terreno sexual, además de los abusos orales de su tío, y aunque hasta hacía poco estaba en el bando enemigo, la había perdonado y quería demostrárselo.
  Con paciencia y saliva el meñique entró sin problema y pronto fue sustituido por el índice, quien poco más tarde dejó su lugar en el cada vez más flexible orificio al corazón. Al tiempo que mis dedos trabajaban mi lengua se movía por las nalgas y el perineo hasta que mi prominente napia topaba con el mullido escroto, le besaba el interior de los muslos o usaba la mano libre para masturbarla despacio. La dureza de su polla aumentaba y disminuía a intervalos pero nunca llegaba a quedar del todo fláccida. Ella se comunicaba sin palabras, entre débiles gemidos y suspiros, moviendo a veces las piernas para acariciarme con los pies los hombros o la espalda. La tela de sus medias de trabajo era gruesa y opaca, nada que ver con la lencería fina, y aún así me excitaba sentirla rozando mi piel.
  Animado por su actitud, puse en práctica la misma técnica usada por Doña Paz con mi ojete durante nuestro desahogo en la habitación de invitados. Metí dos dedos a la vez y después tres, venciendo la resistencia de aquel milagroso músculo circular que la naturaleza había creado como simple punto de gestión de desechos, al cual el siempre creativo ser humano había encontrado usos mucho más placenteros.
  Cuando lo juzgué oportuno, situé las caderas frente a las de la doncella y acaricié la zona con el glande, haciéndole saber que el calentamiento había terminado y comenzaba el juego de verdad. La miré a la cara, con una leve sonrisa que pretendía ser tierna pero conociendo mi rostro debió parecerle la de un sátiro acechando a una indefensa ninfa. Ella me correspondió entre incitante e  insegura, asintió y abrió un poco más las piernas. La punta de mi ariete inició su cauteloso asalto y...
  —¡Espera! ¡Para! —exclamó de repente.
  —¿Te duele? Pero si no he metido ni...
  —No, es que... Ah, qué tonta soy... Acabo de acordarme de que tengo lubricante. Está en el cajón de la mesita, debajo de una libreta. Úsalo, por favor —dijo, uniendo las manos bajo la barbilla en gesto de súplica.
  —No hay problema.
  Solo tuve que alargar el brazo para acceder al cajón de la cercana mesa y sacarlo: un envase que recordaba al del dentífrico pero más pequeño, blanco y con letras azules rodeando una estilizada gota de agua. 
  —¿Seguro que no esperaba usted visita hoy, señorita Victoria? —bromeé de nuevo.
  —¡Que no, pesado! —dijo riendo, aunque al instante se puso seria—. Lo compré por si alguna vez mi tío cambiaba de idea. Pero conociéndole seguro que me habría hecho daño de todas formas.
  Asentí y arranqué el precinto del tubito, que estaba sin estrenar. Dejé caer en dos de mis dedos un pegote de sustancia traslúcida con un matiz azulado y lo apliqué al orificio. Victoria dio un respingo y siseó.
  —¡Uy! Está frío.
  —Descuida, que yo lo caliento.
  Estaca en mano acometí de nuevo el asalto y esta vez el capullo entró entero sin encontrar más resistencia que la natural estrechez de la cálida gruta. Ella apretó los dientes, cerró los ojos y echó los brazos hacia atrás, agarrándose al borde de la estrecha cama.
  —¿Te duele?
  —No... Un poco... Pero sigue.
  Me tomé mi tiempo para introducir el resto de mi verga, saliendo y entrando despacio para que se acostumbrase al grosor y deleitándome en las expresiones de su lindo rostro, la forma en que se mordía el labio o batía muy deprisa las pestañas, como si la sorprendiesen las sensaciones que le provocaba mi penetración. El sol ascendente y el ardor de nuestros cuerpos había caldeado la pequeña habitación, creando diminutas gotas de sudor en su frente.
  Cuando empecé a bombear en serio, con lentos y profundos golpes de cadera, sus gemidos ganaron en volumen y los lánguidos suspiros se volvieron rápidos jadeos. Su verga rosada estaba erecta, balanceándose entre nosotros al ritmo de mis embestidas. La agarré por las caderas y colocó los talones en mis hombros, lo cual me permitió bajarle una de las medias hasta el tobillo y besar repetidamente la suave piel de la pantorrilla, cosa que le encantó.
  Utilizó el apoyo que le brindaban mis hombros para mover también las caderas, con todo el cuerpo tenso y entregado a un acto que según algunos atentaba contra las leyes naturales. Pero quebrantar leyes naturales, ignorar convenciones sociales y desafiar tabúes eran cosas a las que yo estaba más que acostumbrado. Y desde luego no me costó acostumbrarme al calor y la estrechez de ese culito casi virginal.
  Mis embestidas se volvieron más rápidas, la pequeña cama temblaba y de la garganta de Victoria ya brotaban auténticos gritos. Sentía sus pies retorcerse en mi nuca, las piernas estiradas a lo largo de mi torso temblaban y se masturbaba con una mano, tan deprisa que la pequeña mano era un borrón pálido. De pronto todo su cuerpo vibró, los gritos dieron paso a entrecortados gimoteos, la mano se detuvo apretando la base de su tronco y varios disparos de semen blanco y espeso brotaron del glande rosado. Una cantidad nada despreciable, teniendo en cuenta el tamaño de sus huevos, que trazó líneas blancas en su abdomen, alcanzando incluso el agitado pecho.
  El clímax de mi compañera fue tan inesperado y turbador como excitante, tanto que aceleró la llegada del mío. Estuve a punto de descargar en su interior, pero un extraño impulso, una especie de instinto hasta entonces dormido y activado por la novedosa situación, me dijo que nuestras semillas debían mezclarse. La saqué a toda prisa de su ano, agarrado a uno de sus marfileños muslos, y soltando salvajes gruñidos lancé mi viscosa carga, mucho más abundante que la suya, por todo el espacio comprendido entre su polla todavía erecta y su rostro. 
  Me puse en pie, jadeante y sudoroso, y la miré. Sonreí, con amable malicia, observando a la pulcra y formal doncella en un nuevo estado: despatarrada en la cama, con una media bajada, la piel enrojecida en ciertas zonas, las mejillas encendidas, el pelo hecho un desastre y tal cantidad de semen repartido por el torso que no se atrevía a moverse para no manchar la colcha. Pero lo mejor era la tímida sonrisa y el brillo de felicidad en los grandes ojos grises, que a pesar de su silencio me indicaban que había disfrutado tanto como yo.
  Tras tumbarme en la cama junto a ella la besé en la mejilla. Ella sonrió un instante y después se quedó mirando el techo, pensativa. Llevó un dedo hasta su vientre y comenzó a trazar círculos distraídamente, mezclando aún más nuestros fluidos. Todos esos soldaditos debían estar bastante confusos, preguntándose por qué tenían entre sus filas a individuos de otro ejército.
  —¿Qué ocurre? ¿Te he dejado sin habla? —bromeé, aunque la verdad es que empezaba a incomodarme su mutismo.
  —Eh... no, perdona. Es que... bueno. Es la primera vez que...
  —Lo sabía. Eras virgen, ¿verdad?
  —¡No! Ya te dije que no. Pero... en fin, nunca había disfrutado de verdad haciéndolo. Eres el primero que se ha preocupado de... en fin, de que yo también sienta placer —confesó, a medida que sus ojos se humedecían.
  —Pues los demás debían ser unos inútiles. No ha sido tan difícil, la verdad —dije, intentando volver a un tono menos dramático.
  Victoria intentó reírse pero volvió al melancólico silencio, con las manos cruzadas sobre el pecho.
  —¿Quieres saber como perdí la virginidad, Carlos? —preguntó, tras un trémulo suspiro.
  No supe muy bien qué contestar. Era obvio que se avecinaba drama, y después de haber disfrutado de su ojete me sabía mal no permitir que se desahogase. Asentí y le puse la mano en el muslo, mostrándole mi apoyo.
  —Ya te he dicho que mi padre me pegó y me echó de casa. Pensaba que su único hijo era un enfermo, una aberración a ojos de Dios y todo ese rollo. Pero... pero antes, mucho antes, no tenía inconveniente en entrar de noche en mi dormitorio y meterse en mi cama. Siempre sin decir una palabra, sin un gesto de cariño o un beso. 
  —Que hijo de puta —dije, sin poder evitarlo.
  Victoria no escuchó mi comentario o lo ignoró. Continuó hablando, como si dejara salir algo guardado desde hacía mucho.
  —Al principio solo me tocaba, se frotaba o me la metía entre los muslos. Después me enseñó a hacerle pajas y a... chupar. Mientras las niñas de mi edad jugaban con muñecas y ni siquiera habían besado a un chico yo ya conocía el sabor del semen. —Hizo una pausa para secarse una lágrima que resbalaba por su mejilla, con un gesto de rabia—. Ni siquiera tenía vello ahí abajo la primera vez que me violó. Me dolía tanto que me tapó la boca para que no gritase, y pensé que si no me mataba eso que me estaba metiendo por detrás me asfixiaría con su enorme mano. Acabó, gruñendo como un animal, y se fue sin más. Pasé el resto de la noche llorando, hasta que mi madre apareció en la puerta para mandarme callar.
  —¿Pero ella sabía que...?
  —Claro que lo sabía —me interrumpió, apretando los puños sobre su pecho—. No solo no hacía nada por evitarlo, sino que me culpaba a mí. Decía que era mi culpa porque hablaba y me comportaba como una niña. Casi me lo llegué a creer y me avergonzaba tanto que no le conté nada a nadie. Solo quería morirme, pero no tenía valor para suicidarme o para fugarme, hasta que cumplí dieciocho y por fin conseguí largarme de allí. Sangrando por la nariz y llena de... moratones pero... pero por fin...
  Los sollozos no la dejaron continuar y se giró de golpe para abrazarme, enterrando la cara en mi pecho. No me importó que me manchase de semen. Victoria se había unido al “club de la catarsis”, y sin duda era la que más lo necesitaba. La estreché entre mis brazos y si aún le guardaba algún rencor por espiarme desapareció por completo. No era más que una pobre huérfana, y entonces entendí que hubiese sentido envidia al verme con mi abuela y mi madre. Por muy atípica que fuese mi familia al menos nos queríamos y cuidábamos.
  —Lo que tienes que hacer es olvidarte de esa gentuza para siempre —dije, consciente de que eso no era fácil, pero no se me ocurrió nada mejor—. Mira, Doña Paz puede ser dura al principio, pero cuidará de ti. Y puedes venir a mi casa cuando quieras, en vez de quedarte sola en este cuarto.
  En ese momento levantó la cabeza para mirarme. A pesar de los ojos enrojecidos y los mechones de pelo desordenado su cara seguía siendo una preciosidad. No conocía al padre de Victoria, pero no me costó imaginar lo satisfactorio que sería atravesarle el cuello con una de las espadas de mi jefa. 
  —¿De... de verdad? —preguntó ella, con cierta desconfianza.
  —Pues claro. A mi abuela le caerás muy bien. Tenéis un carácter parecido, la verdad. Mi madre es más... complicada, pero seguro que...
  Me interrumpió con un nuevo abrazo, más fuerte y alegre, y se apartó de golpe al notar que me estaba embadurnando con todo el semen que ambos habíamos esparcido sobre su cuerpo. 
  —Uy, será mejor que nos limpiemos de una vez —dijo, y miró hacia el lado opuesto de la habitación, donde reparé por primera vez en una puerta oscura y estrecha—. Ahí está el baño. Entra tu primero.
  —Vaya, ¿tienes un baño para ti sola?
  —Lo comparto con la chica de al lado, pero no te preocupes, hoy tiene turno de lavandería y no volverá hasta después de la comida.
  El baño era pequeño y estaba muy limpio, como todo en aquella mansión. Tras ducharme y vestirme, la desahogada doncella hizo lo mismo, de tan buen humor que hasta la escuché canturrear bajo el agua. Milagrosamente, ni la colcha de la cama ni la moqueta se habían manchado, así que todo volvió a quedar como si no hubiese pasado nada. Solo un chófer y una criada hablando amistosamente en una habitación.
  Ya fuese por su explosión emocional, por resistencia natural o por la pequeña dosis administrada, el efecto del tónico desapareció en Victoria, quien a pesar de su actitud cariñosa no dio señales de querer un segundo asalto (cosa que a mi no me habría importado). Nos quedamos allí charlando de esto y de aquello, evitando volver a temas desagradables y conociéndonos mejor, hasta que aumentó la actividad en los pasillos cercanos y decidí que era mejor marcharme para no causarle problemas. Nos despedimos con un largo abrazo y regresé a mi vehículo de buen humor, tanto por la nueva y satisfactoria experiencia sexual como por haber hecho una nueva amiga. Una amiga que, como veréis al final de este relato, tendría un papel muy importante en el futuro de mi familia.



CONTINUARÁ...


  

1 comentario:

  1. Me ... Encanta!!!! La vuelta que le diste estuvo cabrona, cogerse al putito con cariño y suavemente estuvo delicioso.
    Ya quiero ver qué planes tiene doña paz y nuestro protagonista con nuestro último frasco, espero que sea un cuarteto

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