20 septiembre 2024

EL TÓNICO FAMILIAR. (27)


  Entre pitos y flautas (nunca mejor dicho), cuando llegué a la parcela se acercaba la hora de comer. Bajé del Land-Rover en mangas de camisa y respiré el agradable aire campestre, la acogedora atmósfera de aquel atemporal microcosmos que se había convertido en mi hogar sin que casi me diese cuenta. Animado por la inusual temperatura, me quité la camisa mientras me acercaba al porche, donde encontré sentada a mi madre.
  Recibió mi desaliñado aspecto con una sonrisa irónica no carente de afecto y nos saludamos con un largo pero casto beso en las mejillas, pues aunque estábamos solos allí fuera, a través de la ventana podía escuchar el trajín de mi abuela en la cocina. 
  El aspecto de mamá había cambiado bastante desde el desayuno, sustituido de nuevo el look “ama de casa formal de extrarradio” por el de “hippie despreocupada pero de las que se duchan a diario”. El corto cabello castaño volvía a estar alborotado, había desaparecido el innecesario maquillaje y se cubría con una larga camiseta sin mangas que dejaba uno de sus bronceados hombros al aire, amarilla y con siluetas negras de animales y plantas. Debajo solo llevaba un bikini naranja, y por el leve olor a cloro en su piel deduje que se había dado un baño en la piscina tras regresar de la ciudad. Estaba descalza y, por supuesto, una de sus bonitas piernas lucía en el tobillo la pulsera de cuentas rojas y negras, la sencilla baratija que se había convertido en algo así como nuestro anillo de compromiso, y que yo también llevaba en mi muñeca.
  Mentiría si dijese que, al verla, no me sentí culpable por mi reciente mambo victoriano. El hecho de que mi amante tuviese entre las piernas el mismo equipamiento de serie que yo no ayudaba a atenuar la culpa tanto como había previsto, pues a todos los efectos tenía la sensación de haber estado con otra mujer. Me consolaba pensando que a nivel romántico no había tenido relevancia. Sentía afecto por la dulce Victoria pero no estaba ni de lejos enamorado de ella, y desde luego lo estaba de la mujer sentada frente a mí en ese momento, dándole un sorbo a un botellín de cerveza mientras me miraba entornando sus ojos color miel, intuyendo que algo me rondaba la cabeza como solo una madre puede hacerlo.
  —¿Qué tal te ha ido con la abogada? —pregunté, para librarme de su escrutinio. 
  Apoyó las manos en las rodillas, elevadas debido a que apoyaba ambos pies en un pequeño taburete, en el cual yo me senté para mirarla cara a cara. La sonrisa adoptó un matiz triste pero no desapareció, acompañada de un largo suspiro.
  —No ha ido mal. A tu padre le ha sorprendido un poco que me haya dado tanta prisa, pero no va a darme problemas.  —Hizo una pausa y siguió con la mirada una abeja que pasó danzando en el aire y desapareció sin prestarnos atención—. Divorcio de mutuo acuerdo, le dicen. Y por mi estupendo. Lo que no quiero es perder más el tiempo.
  Le dio otro breve trago a la cerveza, que estaba casi entera y muy fría. Me la ofreció y me supo a gloria. Encendí un cigarro y también lo compartimos.
  —¿Y no ha intentado... no se, que vuelvas con él? ¿Pedirte perdón o algo? —pregunté, pues me costaba creer que alguien dejase escapar tan fácilmente a una mujer como ella.
  —Bueno, perdón me ha pedido. Pero más por el escándalo que se montó que por haberme puesto los cuernos... no se si me explico.
  —Si, te entiendo.
  —Se le ve triste, pero me parece que él también tiene ganas de quedarse soltero —afirmó, y su sonrisa se volvió maliciosa—. Igual piensa que se va a ligar a otra zorra culona como Bárbara.
  —¡Ja ja! Bueno, las putas y los taxistas siempre se han llevado bien —dije.
  —¡Ja ja ja! ¡Ssshh! Baja la voz. Ya sabes que a la abuela no le gusta que insultemos a “Barbi” —me regañó, conteniendo la risa.
  Tras una larga calada al cigarro seguida de una nube de humo que se llevó la leve brisa continuó hablando.
  —Vamos a vender el piso y quedarnos cada uno con la mitad del dinero. Así que tendremos que buscar un sitio donde vivir.
  Esa noticia me produjo sentimientos encontrados. No echaba de menos mi pequeña habitación en el pequeño piso de barrio obrero, pero sentí cierta nostalgia al saber que no volvería a vivir en el hogar donde había crecido. Por otra parte, que mi  madre diese por hecho que viviríamos juntos me produjo una mezcla de alegría y alivio, acompañados de una sensación cálida en el pecho.
  —A la abuela no le importará que nos quedemos todo el tiempo que queramos —afirmé, sin dudar un ápice de la hospitalidad de nuestra anfitriona.
  —Ya lo se, hijo. Pero por muy bien que nos llevemos, sería raro vivir con mi ex-suegra después de divorciarme, ¿no crees?
  —Cosas más raras se han visto —sentencié, no muy convencido.
  Mi madre se encogió de hombros e hizo gala de su nueva actitud vital, más serena y hedonista. La antigua Rocío estaría de los nervios ante una situación parecida. La nueva versión apuró el botellín de un trago y tiró dentro la colilla del cigarro, que se apagó con un siseo. Se desperezó cual gata tras una siesta y me dio una suave patada en el costado.
  —Ya nos preocuparemos de eso más adelante. Ahora vamos dentro, que ni siquiera has saludado a tu abuela, y yo debería estar ayudándola y no aquí tocándome el higo—dijo, usando una expresión barriobajera que siempre me había hecho mucha gracia.
  —Si te has cansado de tocártelo yo te lo puedo com...
  —¡Ssssh! Calla, idiota —gruñó, sin enfadarse realmente, aunque me dio una patada más fuerte que la anterior.
  Me levanté del taburete, pues si no me separaba de sus piernas no aguantaría mucho más sin acariciarlas, y me llegó una oleada de un olor muy agradable, uno que notaba desde mi llegada pero no conseguía identificar. Aún así, se me hizo la boca agua cuando lo aspiré con toda la potencia de mi prominente napia.
  —Joder, que bien huele. ¿Qué hay de comer?
  De repente, mi madre adoptó una expresión de pícara conspiración, miró hacia los lados y se inclinó hacia adelante, haciendo crujir el sillón de mimbre bajo sus firmes nalgas. Con un gesto de la mano me indicó que me acercase para hablarme en voz baja.

12 agosto 2024

EL TÓNICO FAMILIAR. (26)


 

Al día siguiente, un luminoso martes, desperté de muy buen humor a pesar de las agujetas que acribillaban cada músculo de mi cuerpo, el precio a pagar por la proeza física de la noche anterior. Una leve brisa, casi fresca en comparación con el bochorno tropical de unas horas atrás, se colaba por la ventana y contribuyó a mejorar mi ánimo. La otra cama del dormitorio estaba vacía y hecha, señal de que, como de costumbre, eral el último en levantarme.
  Antes de nada fui a ducharme, pues mi cuerpo aún despedía un intenso aroma a bosque, sudor y sexo. En el baño encontré al puto cerdo Frasquito, quien de nuevo había volcado el cesto de la ropa sucia y se daba un festín olfativo nada menos que con las bragas blancas que mi madre había usado la noche anterior. Que al guarrillo solo le interesasen las prendas femeninas resultaba gracioso pero también un poco inquietante teniendo en cuenta su origen. Saqué al lechón al pasillo y recogí las prendas del suelo, entre las cuales también estaba el camisón violeta de mi abuela. Sonreí ante el hecho de que las prendas de mis dos amantes estuviesen en el mismo lugar, mezclando los aromas que proyectaban en mi mente los deliciosos pecados cometidos a la luz de la luna.
  Bajo el agua caliente de la ducha, rememoré cada instante: los ávidos besos de mi madre, su suegra recibiendo con gusto mis fuertes embestidas y dejándose inocular el para ella inofensivo veneno de mi serpiente, la mamada con sabor a menta, el accidentado polvo en las ramas del roble y la paja más extraña de mi vida. Mi erección mañanera alcanzó su plenitud pero decidí dejar que perdiese verticalidad por sí sola mientras me secaba y vestía el uniforme de chófer, siempre impecable gracias a la diligencia de las dos mujeres que me cuidaban. Aún ignoraba qué me depararía la jornada y no quería desperdiciar energía ni munición. 
  En la cocina encontré una escena idílica que ensanchó mi sonrisa y llenó mi pecho de una cálida sensación. La estancia estaba iluminada por luz dorada de la mañana, el sencillo pero apetitoso desayuno servido en la mesa, el viejo transistor emitiendo alegre música folclórica de fondo, el aroma a hogar en verano, una mezcla de pan tostado, ropa recién lavada y césped húmedo. Y por supuesto mis dos compañeras, inmersas en la sencilla charla propia de una madre y una hija que disfrutan de la mutua compañía. A pesar de que siempre habían sido buenas amigas, algo poco habitual entre una suegra y su nuera, me encantaba notar como la confianza y la complicidad crecía entre ambas a toda velocidad.
  La abuela estaba de espaldas, preparando tostadas en la encimera. Llevaba uno de sus sencillos vestidos de faena, esta vez azul con lunares blancos y largo hasta las rodillas. Sus rizos pelirrojos asomaban bajo el pañuelo rojo desteñido que cubría su cabeza y calzaba las botas que solía ponerse para trabajar en el huerto y el gallinero, señal de que con toda seguridad llevaba horas levantada. 
  Mamá se sentaba a la mesa, frente a una taza de café a medio beber y una magdalena mordisqueada, y su indumentaria me sorprendió. Lucía el vestido “formal” que yo le había llevado de casa, uno sin mangas, poco escotado y con falda hasta las rodillas, ceñido con un ancho cinturón que formaban parte de la misma prenda, todo de un discreto color lavanda. Llevaba su corto cabello bien peinado, pendientes plateados con forma de rombo y leves toques de maquillaje que no ocultaban lo radiante que estaba su piel gracias a nuestra indómita vida sexual. Aunque parecía arreglada para salir, aún estaba descalza y me alegró ver en su tobillo la pulsera de cuentas rojas y negras, la misma que yo lucía en mi muñeca, símbolo de nuestro vínculo secreto, una unión que yo pretendía honrar siéndole fiel, si es que era capaz de controlar mi desbocada libido.
  —Anda, mira quien se ha levantado por fin —dijo, desplegando la atractiva asimetría de su sonrisa.
  Nos miramos a los ojos un instante y sentí como los míos brillaban para corresponder al chispeante fulgor de los suyos. La mirada, el cutis luminoso, la actitud relajada y cariñosa: era la viva imagen de lo que se llama una mujer “bien follada”, un aspecto que no había tenido desde hacía muchos años, si es que mi padre había conseguido alguna vez satisfacerla por completo. Le di un casto beso en la mejilla, recibiendo una breve pero estimulante dosis de su calor y su aroma al tiempo que me sentaba a la mesa junto a ella.
  —Buenos días, tesoro —dijo mi abuela, mientras se acercaba a la mesa.
  De inmediato percibí el majestuoso bamboleo de sus enormes pechos bajo la fina tela del vestido, evidenciando la ausencia de sostén. Unas semanas atrás, ni se le abría pasado por la cabeza ir por casa sin sujetador teniendo visita, pero estaba claro que a su nuera no la consideraba una simple invitada, por no hablar de su gradual desinhibición desde que éramos amantes. También reparé en que había evitado el habitual “¿Has dormido bien?”, quizá por temor a un comentario o broma con doble sentido por mi parte. 
  —Buenos días —respondí—. Vaya calor hizo anoche, ¿eh? Me costó tanto dormirme que casi salgo a darme un bañito en la piscina.
  Mi despreocupado comentario hizo que de repente una descarga de tensión recorriese el cuerpo de las dos mujeres, la que se había dado ese bañito nocturno y la que la había espiado mientras masturbaba a su hijo. Un cambio imperceptible para un observador ajeno pero muy evidente para mí, que tan bien conocía ya sus cuerpos y la forma en que reaccionaban a cualquier estímulo. Mi madre me miró de reojo y me dio una discreta patada bajo la mesa, mientras que la abuela se apresuró a girarse de nuevo hacia el fregadero antes de volver a hablar. No tan deprisa como para que no pudiese percibir el aumento de rubor en sus mejillas.
  —Eh... Y que lo digas. Menudo bochorno —dijo, antes de aclararse la garganta mientras enjuagaba una taza que ya estaba limpia—. Pero parece que hoy va a refrescar. Lo han dicho en la radio.
  —Eso parece —afirmé—. A lo mejor esta noche hasta tenemos que dormir vestidos. Quiero decir... tapados.
  No podía verle el rostro, pero sabía que mi aparente lapsus lingüístico había hecho que el rostro de la tímida pelirroja adquiriese el tono encendido de los tomates maduros. Mamá volvió a mirarme, entre la amenaza y la duda. No estaba segura de si mi equivocación había sido intencionada, y ella no estaba al tanto de la descarada desnudez con que nuestra anfitriona me había recibido la noche anterior. Yo mantuve una convincente cara de póker mientras mordía la primera tostada.
  Cuando recuperó la compostura, la abuela se sentó con nosotros, frente a mí y a la derecha de su nuera, y se apresuró a llenarse la boca de crujiente pan con mantequilla. Decidí que no debía tentar más a la suerte y dejar que la conversación fluyese de forma normal, como si realmente los tres hubiésemos pasado la noche durmiendo en nuestras camas. Pero mi osadía hizo que las dos dicharacheras hembras no se decidiesen a iniciar el diálogo, así que fui yo quien lo hizo.
  —¿Por qué te has arreglado tanto, mamá? ¿Vas a salir?
  Su bonito rostro se ensombreció un poco, cosa que no me gustó. Dio un sorbo a su café y asintió.
  —Voy a la ciudad. Tengo cita con una abogada. Ya sabes...
  No terminó la frase, pero enseguida supe que se refería a una abogada matrimonialista para resolver el asunto del divorcio. Era obvio que no le resultaba cómodo hablar del tema delante de mi abuela. Al fin y al cabo, era de su hijo de quien iba a divorciarse, y apenas dos días después de pillarlo en flagrante infidelidad. Me daba pena verla en aquella situación, dividida entre el amor maternal y el cariño hacia quien era a todas luces su mejor amiga. Haciendo gala de su habitual bondad, la reacción de mi abuela fue agarrar la mano de su nuera y mirarla con ternura.
  —No pasa nada, hija. No te preocupes. Tú haz lo que tengas que hacer.
  Ante el afectuoso apoyo de su futura ex-suegra, los ojos de mi madre se humedecieron y también quise apoyarla apretando la parte de su muslo más cercana a la rodilla, un gesto carente de lujuria que me agradeció con una dulce sonrisa. 
  —¿Quieres que te lleve a la ciudad en el coche? —me ofrecí.
  —No, cielo, muchas gracias. Tu vete a trabajar. Iré al pueblo y pediré un taxi —respondió, y me lo agradeció acariciándome el pelo con inequívoca ternura maternal.
  —Tiene gracia, ¿no? Vas a ir en taxi a divorciarte de un taxista.
  Por un momento pensé que mi espontánea broma sería mal recibida, pero mamá dejó aflorar su risa sarcástica, soltando aire por la nariz, y su amiga Feli se sintió autorizada para entonar una risita cantarina y mirarme con fingido enfado.
  —Ay, Carlitos... Siempre con tus bromas.
  El ambiente se relajó y la charla fluyó, tocando temas cotidianos, entre sorbos de café, tostadas y magdalenas. Hasta que mi abuela se puso seria de repente y me miró.
  —Esta mañana han hablado en las noticias de... —dijo, dejando la frase inconclusa.
  —¿De lo de Montillo y el alcalde? 
  —Si, hijo, si. —La compungida pelirroja soltó un profundo suspiro—. Qué locura, Dios mío.
  —¿Saben ya que fue lo que paso? —pregunté yo, una de las pocas personas que sabía lo que de verdad había pasado.
  Estaba claro que a mi abuela le afectaba demasiado hablar del tema, y por un momento pensé en la posibilidad de que, a pesar del fuerte sedante, tuviese algún recuerdo nebuloso de lo ocurrido en el matadero. Para su alivio, mi madre tomó la palabra.
  —Cada vez cuentan una cosa distinta. Ahora dicen que el alcalde abusaba de las hijas de Montillo, que se enteró y lo mató, y después a ellas y a la mujer.
  —¡Pero qué barbaridad! ¿Y qué culpan tenían ellas? —preguntó mi abuela, a nadie en concreto, algo pálida.
  —Se volvería loco, Feli. A mi el porquero ese siempre me dio mala espina. 
  —Ay... Y pensar que de joven me estuvo pretendiendo.
  —Y no solo de joven. Recuerda que hace poco te regalo el lechón —añadí yo.
  —Sí, Frasquito.
  Felisa pronunció el nombre del cerdo con aire ausente, mirando hacia el pasillo como si fuese a aparecer trotando de un momento a otro. Esperaba un comentario tipo “El animalito no tiene culpa de nada, el pobre”, pero se quedó callada, con un extraño brillo en sus ojos verdes tras los cristales de las gafas. No le di demasiada importancia en ese momento a su enigmática actitud y me terminé el café de un trago.
  —Bueno, yo me voy a currar. Aunque no se si mi jefa saldrá hoy o volveré a tener el día libre. 
  —Pobre Paz, lo mal que lo debe estar pasando —dijo mi abuela, volviendo a un tono triste más usual—. Carlitos, dile que si necesita algo solo tiene que llamarme... Y dale un abrazo de mi parte.
  —¿Un abrazo a mi jefa? No se yo...
  —¡Ay, hijo! Es una forma de hablar.
  —Vale, vale. Era broma.
  Me levanté y rodeé la mesa para despedirme de ella con un sonoro y a todas luces casto beso en la mejilla, aunque la proximidad de sus tetazas bastaba para calentarme la sangre. Eran como dos suaves planetas con campo gravitacional propio. Desde luego, no iba a ser fácil renunciar a los placeres que era capaz de proporcionar aquel cuerpo tan excesivo como acogedor. 
  —Anda, anda, tunante... 
  Me dio una palmadita en el costado y la rodeé para despedirme de mi madre. Nuestros rostros se acercaron y, ya por pura costumbre, mis labios buscaron los suyos. Se atraían de una forma tan natural e ineludible que de puro milagro no nos morreamos delante de nuestra anfitriona. Por suerte ella estaba alerta y en el último momento colocó la mejilla en la trayectoria de mi ávida boca. Después nos miramos durante unos largos segundos y me acarició el rostro.
  —Mamá, si quieres que te acompañe...
  —No, cielo, de verdad. Esto es algo que tengo que hacer yo sola.
  Lo dijo con tal convicción que no pude insistir. Asentí, acaricié la mano que cubría mi mejilla y me separé de ella de mala gana. Me consolé pensando que, si todo salía bien y mi padre no daba guerra durante el proceso de divorcio, en cosa de un mes sería una mujer soltera y la tendría toda para mí. No sabía donde viviríamos, ni como nos las ingeniaríamos para ocultar nuestra relación al resto de la familia, amigos y conocidos. A pesar de nuestro incierto futuro la sonrisa no abandonó mis labios mientras caminaba hacia la puerta principal y me giraba para despedirme con una cómica reverencia de mis dos mujeres favoritas sobre la faz de la tierra.

26 abril 2024

EL TÓNICO FAMILIAR. (25)


C
uando llegué bajo el cómplice ramaje de nuestro viejo amigo vegetal me encontré una inquietante sorpresa. Mi madre no estaba allí. La había dejado apoyada en el tronco, contrariada aunque no muy alterada en apariencia, dispuesta a esperarme y culminar nuestra peligrosa aventura. ¿Dónde coño se había metido? Colocada a más no poder y cachonda en igual grado, por no hablar de lo caótica e imprevisible que se había vuelto su personalidad en las últimas semanas, tenerla suelta por la parcela era como liberar a una diablilla que llevase siglos encadenada por un brujo  (una buena metáfora de su matrimonio, aunque mi padre era demasiado aburrido para ser un brujo.)
  No había regresado al dormitorio, pues estaba vacío cuando lo atravesé y salté por la ventana. Miré entre los arbustos cercanos al roble, en los alrededores de la piscina e incluso en la huerta. Ni rastro. Tal vez se había puesto a deambular, debido a mi tardanza, se había asomado a la ventana de mi abuela y nos había visto en pleno polvazo. En ese caso no podía adivinar su próximo movimiento. Podía estar en un oscuro rincón de la casa, llorando en silencio o rechinando los dientes de rabia y pensando en mil formas de castigarme, no solo como madre sino también como amante despechada. O a lo mejor simplemente se había quedado dormida en alguna parte. Incluso vinieron a mi mente imágenes horribles de los enemigos que había hecho durante mis negocios con el tónico, algunos de los cuales habían estado en la casa sin ser advertidos. Me esforcé en descartar semejantes temores: el alcalde y Montillo estaban bien muertos, y la Doctora Ágata no tenía motivos para atacarme a mí o a mi familia. 
  Con el corazón a punto de salirse por mi garganta decidí entrar de nuevo en la vivienda y revisar todas las habitaciones, pero antes fui a echar un último vistazo bajo el roble. No estaba. Di un par de pasos de regreso a la casa y me giré, sobresaltado, al escuchar el crujido de una rama detrás de mí.

 Lo más desconcertante es que el sonido, que se repitió a medida que perdía intensidad, no provenía de la zona cercana a las raíces del árbol o los arbustos cercanos. ¿Venía de arriba? Era eso o la droga porro me estaba jugando una mala pasada. Alcé la vista hacia las frondosas ramas del gigante vegetal y entorné los ojos para escrutar entre la maraña de hojas y sombras. La luz de la luna me ayudó a descubrir dos trozos de tela colgados, como si de la colada de una ardilla se tratase, de sendas ramitas. Uno de ellos pequeño, blanco y visiblemente húmedo. El otro un poco más grande, de un rojo descolorido. A mi alterado cerebro le llevó unos segundos procesar que eran unas bragas y una camiseta recortada en forma de top.
  Me acerqué un poco más al roble, cauteloso, y di un respingo cuando una risita sofocada sonó sobre mi cabeza. Entornando los ojos, al fin conseguí descifrar el trampantojo de hojas, ramas y formas femeninas.
  —¿Ma-mamá? ¿Qué carajo haces ahí arriba? —exclamé, sin gritar pero en un tono demasiado alto.
   Era probable que mi abuela siguiese despierta, a no ser que correrse dos veces y el sofocante calor la hubiesen dejado fuera de combate. La fugaz imagen de aquella sensual gigantona cayendo derrengada en la cama trajo a mi memoria la voz del difunto alcalde Garrido mientras la tenía atada desnuda en el matadero: “Eso sí, le hemos metido en ese cuerpazo sedantes como para tumbar a una yegua”. Estaba claro que los recuerdos de la pesadilla vivida en la finca de Montillo iban a acosarme durante mucho tiempo. Aunque, por otra parte, tenía la sensación de que todo había ocurrido hacía semanas en lugar de tres días atrás.
   Ajena a mi flashback de Vietnam pero no a la preocupación por ser descubierta mi madre me chistó, probablemente poniéndose un dedo frente a los labios. Hacía ese gesto de una forma muy curiosa, estirando el índice pero sin cerrar los demás dedos en un puño, como es habitual, sino estirándolos en una especie de abanico. Una de sus rarezas que antes pasaba por alto, e incluso me molestaban, pero que ahora encontraba encantadoras.
  —No te quedes ahí pasmado. Sube... ¡Venga! —me instó. Su voz era un susurro algo ronco y animado, con evidentes rastros de la embriaguez opiácea.
  Eché la cabeza hacia atrás y por fin comencé a verla con cierta nitidez, sin dar crédito a mis ojos. Estaba en cuclillas, vestida solo con las deportivas blancas y rosas, la pulserita del tobillo y la fina pátina de sudor que cubría su piel bronceada. Había encontrado el lugar idóneo donde colocar los pies, sobre una rama cuyo grosor bastaba y sobraba para soportar el peso de su cuerpo menudo y ágil (por lo visto, más ágil de lo que yo pensaba). Sin olvidar del todo su prudencia maternal, se sujetaba con la mano derecha a otra rama, por si acaso, y con la izquierda sacudía residuos vegetales de su corto cabello, más alborotado que nunca. Se encontraba a más de tres metros del suelo. Altura suficiente para hacerse daño si caía de mala manera. Me dio un escalofrío ante la idea de que pudiese resultar herida, sin preocuparme de como afectaría eso a la hazaña que estaba realizando aquella noche. Visto ahora, habría sido un reto interesante para mi imaginación tener que explicarle a la abuela, camino del hospital, por qué su nuera se había caído desnuda del roble.
  —Déjate de tonterías y baja de ahí. Venga, te ayudo —dije, extendiendo los brazos hacia arriba.
  —¿Por qué has vuelto a tardar tanto? —preguntó. Mis ojos se acostumbraban a la penumbra y pude ver, allí arriba, la mueca desconfiada en su rostro de hada salvaje— ¿Está despierta tu abuela?
  —Se había levantado a por agua, como te dije. He esperado hasta que ha vuelto a dormirse.
  —¿Te ha visto? —susurró, inclinándose hacia adelante cual hermosa mujer araña. 
  —No, no me ha visto —suspiré al tiempo que lanzaba una mirada hacia la casa, donde todas las luces volvían a estar apagadas, cada vez más impaciente— ¿Y qué más da si me ve? Vivo aquí, joder.
  —¡Ssshh! No grites.
  —No he gritado. Vamos, baja de una vez que te vas a hacer daño.
  —De eso nada. Sube a buscarme. ¿O es que no eres capaz de trepar hasta aquí, nenaza?
  Bufé ante la provocación. Su sonrisa creció y dos hileras de pequeños dientes destacaron entre las sombras. Por un momento recordé al gato de Alicia en el País de las Maravillas, Cheeseburguer creo que se llamaba. Obviamente no iba a conseguir convencerla de que bajase, y además mi proverbial falta de prudencia y sentido común cuando estaba caliente (cosa que al parecer había heredado de ella) ganaba terreno muy rápido en mi cerebro. Solo el hecho de verla desnuda allí arriba bastó para aumentar la palpitante dureza de mi polla. Por suerte, el susto no había bastado para ablandarla del todo y el condón continuaba en su sitio.
  Cogí aire, me froté las palmas de las manos cual gimnasta a punto de subirse a los aros y me dispuse a ascender. Sabía que mi hazaña de esa noche iba a suponer un desafío físico pero nunca hubiera imaginado que incluiría trepar a un puto árbol, cosa que no hacía desde que era un mocoso. Pero me moría de ganas por hacerle el amor de nuevo a la mujer que me esperaba allí arriba, y además: ¿Cuántas personas pueden decir que han echado un polvo en lo alto de un roble? Sería otro logro desbloqueado en el disparatado RPG de mi vida sexual.
  Fue más fácil de lo que esperaba. En pocos segundos sentí las manos de mi madre agarrando uno de mis brazos para ayudarme a coronar la cima. En ese momento miré hacia abajo y casi no pude creer la distancia que había hasta el suelo. 
  —Eso es... ya casi estás... Tranquilo, mami no va a dejar que te caigas —decía ella. Su tono era cómico pero supe que lo decía en serio.