La última patada voladora casi descolgó el saco de arena, firmemente sujeto al techo del gimnasio por una argolla de hierro. Cayeron algunos trozos diminutos de yeso mientras Ninette, sudorosa y jadeante, daba por finalizada la sesión de entrenamiento.
Aquella mañana había empezado más temprano, antes del amanecer, para asegurarse de estar sola. Solo quedaban dos días para el combate en el Coliseum, el esperado enfrentamiento entre Laszlo Montesoro y Fedra Luvski, un acontecimiento del cual hablaba toda la ciudad. Las entradas estaban alcanzando cifras astronómicas en la reventa, y las apuestas movían millones por toda la ciudad.
Nadie tenía más motivos que la joven lugarteniente de los Pumas Voladores para esperar el enfrentamiento con impaciencia, pues si Laszlo ganaba podría volver por fin con sus amigos, con Koudou, Loup y los demás. Echaba de menos las noches en el Boogaloo, escuchando su jukebox y bebiendo los dulces cócteles que le preparaba Nicodemo, y las partidas de Backgammon con Laszlo.
Pero, después de un mes viviendo como una Bala Blanca, y sobre todo después del ataque a las Llamazonas, se sentía tan confusa como culpable. En su cabeza, escuchaba una y otra vez el crujido de la columna de la adversaria a la que matase en el restaurante, y el placer que sintió al dominar con el Ariete a la desgraciada novata llamada Sherry. Libélula, la Bala Blanca enmascarada, era mucho más fuerte y temible que Ninette, y la idea de no ponerse la máscara nunca más le provocaba una extraña nostalgia. Para colmo, se había encariñado con Esther, e incluso con Brenda, y el miedo que antes sintiese por La Capitana se había transformado en sincero respeto.
Intentando no darle más vueltas al asunto, se dirigió hacia el vestuario. A esas horas, el cuartel general de los Balas era un lugar desierto y silencioso, y Ninette sintió cierta inquietud al desnudarse junto a la larga hilera de duchas vacías. Bajo el agua caliente, cerró los ojos, relajándose mientras el sudor y la tensión bajaban hasta el desagüe. Se enjabonó con las manos, acariciando con energía todo su cuerpo, desde los pechos pequeños, de puntiagudos pezones rosados, hasta las carnosas nalgas, más duras y tersas que hacía un mes, y las fuertes piernas de formas redondeadas.
No tuvo tiempo de reaccionar cuando una mano le tapó la boca con fuerza y un brazo le rodeó el torso, arrastrándola fuera de la ducha. Al principio creyó que era otra de las bromas de Brenda, pero la voz que le habló al oído, acompañada por un desagradable aliento que olía a alcohol, era grave y rasposa. La voz de un hombre al que había conseguido evitar durante casi un mes y que ahora la tenía a su merced.