Recorrió parte de la lujosa suite, dejando que la brisa que entraba por las ventanas enfriase su piel bronceada y se paró frente a un espejo de pie rodeado por un barroco marco dorado. Se encontraba en una de las habitaciones más caras del Sardanápalo, hotel del cual era directora y en el cual se refugiaba cuando quería mantener un encuentro discreto, ya fuese por negocios o por placer. O por ambas cosas, como en aquella ocasión.
Con las manos en la cintura, la Directora Graywood adoptó varias poses frente al espejo, recreándose en la turgencia de sus propias curvas. Ya hacía una semana desde que fuese liberada y las marcas casi habían desaparecido, pero a la hija del comisario le ardía la sangre cada vez con más furia al recordar la humillación y el miedo que le habían hecho sentir, sensaciones a las que no estaba ni mucho menos acostumbrada. Levantó la barbilla, mirando desafiante su propio reflejo y ofreciendo un perfil regio, magnificado por la prominente nariz, a su acompañante, quien la miraba desde la enorme cama vestido con un albornoz que se ceñía a las formas de su musculoso cuerpo.
—Me muero de hambre ¿Has pedido el desayuno? —preguntó Tarsis Voregan mientras se acomodaba sobre un almohadón.
No era ni de lejos la mujer más hermosa de la que había gozado el líder de los Toros de Hierro, pero tenía que admitir que Darla le atraía como pocas lo habían hecho. Era una mujer inteligente, ambiciosa, con pocos escrúpulos, déspota y clasista, además de una amante inagotable y perversa, virtudes todas ellas que Tarsis apreciaba y que se concentraban en un cuerpo compacto y neumático. Cuerpo que se dejó engullir perezosamente por el otro almohadón.
—Llegará pronto —dijo la mujer, recostándose sobre el ancho torso de su amante—. Y cuando llegue te daré una pequeña lección sobre cómo tratar a tus subordinados, mi querido Toro.
Tarsis soltó un suspiro de hastío. A pesar de que su banda se había comprometido a proteger el Sardanápalo y hostigar a los demás hoteles de la zona y a pesar de que Clayton y Sanzinno habían sido ejecutados, Darla no estaba del todo contenta y no lo estaría hasta que no viese la cabeza de Lazslo Montesoro en una bandeja.
—Ese hijo de puta me trató peor que a un animal. Ni siquiera me miró a la cara mientras me daba por el culo una y otra vez...
—No seas tan impaciente, vaquita, a el Puma también le llegará su hora, pero antes tiene que volar un poco para mí.
—¿De Verdad crees que ese niñato va a poder con La Capitana? Si mal no recuerdo consiguió derrotar a esas dos bestias con tacones que te cubren las espaldas y te obligó a pagar un rescate por ellas —dijo Darla, sin importarle que sus palabras enfureciesen al Toro.
El hombre se pasó la mano entre las rubias hondas de su melena, intentando no sucumbir al impulso de cerrarle la boca de un puñetazo. Freda Luvski "La Capitana" era la líder de los Balas Blancas, una banda que controlaba gran parte del Distrito Norte. Aquel marimacho había interceptado a Farada y Lethea cuando huían del atraco a un banco, dando lugar a uno de los episodios más vergonzosos en la historia de los Toros de Hierro.
—Me basta con que haga de escudo humano durante un tiempo, bloqueando la frontera norte del distrito hasta que disponga de efectivos suficientes para aplastar a los Balas, y lo poco que quede de los Pumas.
La hija del comisario resopló con desdén y se dio la vuelta para coger un cigarrillo de la mesita de noche. Lo encendió y exhaló una espesa nube de humo blanco en dirección al techo decorado con frescos y molduras doradas. Antes de que pudiese replicar un melodioso toque de campana se dejó oír en toda la suite. Darla desplegó la pantalla táctil unida al cabecero de la cama, rodeada también por un recargado marco dorado, manipuló el sencillo interfaz durante dos segundos y la imagen de una camarera de piso tras un carrito plateado apareció en la pantalla.