31 marzo 2025

El Vuelo del Puma. Cap. 02.


   Precedida de una nube de vapor, Darla Graywood salió de la sauna, marcando con sus pies descalzos el suelo mientras se alejaba, consciente de que su compañero, sentado dentro, observaba  el hipnótico contoneo de sus caderas.

   Recorrió parte de la lujosa suite, dejando que la brisa que entraba por las ventanas enfriase su piel bronceada y se paró frente a un espejo de pie rodeado por un barroco marco dorado. Se encontraba en una de las habitaciones más caras del Sardanápalo, hotel del cual era directora y en el cual se refugiaba cuando quería mantener un encuentro discreto, ya fuese por negocios o por placer. O por ambas cosas, como en aquella ocasión.

   Con las manos en la cintura, la Directora Graywood adoptó varias poses frente al espejo, recreándose en la turgencia de sus propias curvas. Ya hacía una semana desde que fuese liberada y las marcas casi habían desaparecido, pero a la hija del comisario le ardía la sangre cada vez con más furia al recordar la humillación y el miedo que le habían hecho sentir, sensaciones a las que no estaba ni mucho menos acostumbrada. Levantó la barbilla, mirando desafiante su propio reflejo y ofreciendo un perfil regio, magnificado por la prominente nariz, a su acompañante, quien la miraba desde la enorme cama vestido con un albornoz que se ceñía a las formas de su musculoso cuerpo.

   —Me muero de hambre ¿Has pedido el desayuno? —preguntó Tarsis Voregan mientras se acomodaba sobre un almohadón.

   No era ni de lejos la mujer más hermosa de la que había gozado el líder de los Toros de Hierro, pero tenía que admitir que Darla le atraía como pocas lo habían hecho. Era una mujer inteligente, ambiciosa, con pocos escrúpulos, déspota y clasista, además de una amante inagotable y perversa, virtudes todas ellas que Tarsis apreciaba y que se concentraban en un cuerpo compacto y neumático. Cuerpo que se dejó engullir perezosamente por el otro almohadón.

   —Llegará pronto —dijo la mujer, recostándose sobre el ancho torso de su amante—. Y cuando llegue te daré una pequeña lección sobre cómo tratar a tus subordinados, mi querido Toro.

   Tarsis soltó un suspiro de hastío. A pesar de que su banda se había comprometido a proteger el Sardanápalo y hostigar a los demás hoteles de la zona y a pesar de que Clayton y Sanzinno habían sido ejecutados, Darla no estaba del todo contenta y no lo estaría hasta que no viese la cabeza de Lazslo Montesoro en una bandeja.

   —Ese hijo de puta me trató peor que a un animal. Ni siquiera me miró a la cara mientras me daba por el culo una y otra vez... 

   —No seas tan impaciente, vaquita, a el Puma también le llegará su hora, pero antes tiene que volar un poco para mí.

   —¿De Verdad crees que ese niñato va a poder con La Capitana? Si mal no recuerdo consiguió derrotar a esas dos bestias con tacones que te cubren las espaldas y te obligó a pagar un rescate por ellas —dijo Darla, sin importarle que sus palabras enfureciesen al Toro.

   El hombre se pasó la mano entre las rubias hondas de su melena, intentando no sucumbir al impulso de cerrarle la boca de un puñetazo. Freda Luvski "La Capitana" era la líder de los Balas  Blancas, una banda que controlaba gran parte del Distrito Norte. Aquel marimacho había interceptado a Farada y Lethea cuando huían del atraco a un banco, dando lugar a uno de los episodios más vergonzosos en la historia de los Toros de Hierro.

   —Me basta con que haga de escudo humano durante un tiempo, bloqueando la frontera norte del distrito hasta que disponga de efectivos suficientes para aplastar a los Balas, y lo poco que quede de los Pumas.

   La hija del comisario resopló con desdén y se dio la vuelta para coger un cigarrillo de la mesita de noche. Lo encendió y exhaló una espesa nube de humo blanco en dirección al techo decorado con frescos y molduras doradas. Antes de que pudiese replicar un melodioso toque de campana se dejó oír en toda la suite. Darla desplegó la pantalla táctil unida al cabecero de la cama, rodeada también por un recargado marco dorado, manipuló el sencillo interfaz durante dos segundos y la imagen de una camarera de piso tras un carrito plateado apareció en la pantalla.

27 marzo 2025

El Vuelo del Puma. Cap. 01.



  Los dos primeros puñetazos habían sido apenas caricias comparados con el tercero, el que le rompió la nariz. El policía sonrió al ver la sangre chorrear sobre el torso desnudo de su prisionero, atado a una silla de metal atornillada al suelo de la sala de interrogatorios: un sótano inmundo con paredes de cemento iluminado por una mugrienta bombilla.

  Laszlo Montesoro, líder de los Pumas Voladores, realizó el único movimiento que le permitían sus firmes ataduras, movió la cabeza a ambos lados, desorientado por el tremendo golpe, y apretó las mandíbulas para reprimir cualquier expresión de dolor. El musculoso pecho se hinchó, oprimido por las cuerdas, y todo el aire salió concentrado en un escupitajo que salpicó de sangre la cara y la pulcra camisa celeste del agente.

—Te has pasado, puto saco de mierda.

  El cuarto golpe fue con el dorso de la mano, tan fuerte que le habría arrojado al suelo de no estar tan firmemente sujeto. Cuando tocaba el suelo gris de la sala la sangre parecía volverse negra. Le zumbaban los oídos y solo veía puntos brillantes.

  El otro agente, un gorila rapado de casi dos metros sacó una de sus armas reglamentarias y se acercó a Laszlo por detrás, colocándole el mango de la larga porra entre las mandíbulas, como el bocado a un caballo, impidiéndole emitir cualquier sonido que no fuese un bronco gruñido. El primer policía había encendido mientras tanto un cigarrillo, y se acercaba al joven detenido con la mirada propia de quien desea causar dolor y sabe muy bien cómo hacerlo. Los dientes de Laszlo se clavaron en el mango de la porra cuando la punta candente del pitillo le perforó la piel del pecho.

 

  Toda la culpa había sido de Clayton y Sanzinno, dos malditos novatos. Apenas llevaban un mes en los Pumas Voladores, realizando tareas menores, y se morían de ganas por impresionar al jefe y ser merecedores de trabajos más interesantes.

  Hacía dos noches, la pareja de novatos vigilaba la salida de un club del centro, uno de los locales de moda para los veinteañeros de clase media—alta, en su mayoría jóvenes profesionales o estudiantes mantenidos por papá que conducían coches caros, vestían ropa cara y babeaban tras mujeres caras. El cometido de Sanzinno y Clayton consistía en esperar a que saliese alguien solo y lo bastante borracho como para intentar volver a casa a pie. Entonces los pumas le seguirían hasta que llegasen a una zona solitaria y le despojarían de cualquier cosa de valor que llevase encima.

  Cuando estaban a punto de marcharse, a eso de las cinco de la madrugada, malhumorados y bastante colocados, vieron salir a una pareja: él era un guaperas que llevaba traje sin corbata, alto y atlético; ella debía de tener algo más de treinta años, era bajita y llevaba un vestido sobrio y elegante, pero que hacía resaltar sus generosas curvas.

—¡Mira! ¿Sabes quién es esa? —preguntó Sanzinno a su compañero.

—Otra furcia borracha ¿qué más da? ¿nos largamos o qué?

—Mírala bien, estúpido.

  Clayton obedeció a su compañero, contemplando a la mujer mientras se aproximaba hacia ellos castigando la acera con unos zapatos negros de tacón alto atados con finas correas de cuero que formaban rombos en la piel de sus bronceadas y carnosas pantorrillas. Oculto en la sombra de un zaguán, examinó su rostro, atractivo a pesar de una nariz algo grande, de expresivos ojos verdes que brillaban tras los cristales de unas livianas gafas de patillas rojas. La media melena azabache y la mueca irónica que danzaba en sus jugosos labios terminaron por iluminar la memoria del cansado Clayton.

—¿Es la hija del comisario?

—Lo es —contestó Sanzinno en un susurro, ya que la pareja pasaba en ese momento cerca de donde estaban escondidos—. La niña del ojo de papá.

—Querrás decir la hija de papá, o la niña de sus ojos...

—¿Qué más da, capullo? Vamos a por ella.

  Clayton miró a su compañero detenidamente, intentado averiguar si estaba de broma. Sin duda se trataba de Darla Graywood, hija del comisario del Distrito Oeste. Su rostro era conocido en toda la ciudad debido a sus frecuentes apariciones en los medios, tanto por su exitosa carrera profesional (dirigía un famoso hotel de lujo) como por sus amoríos con otras celebridades. No reconocía al tipo que la acompañaba, y que a pesar de su tamaño no era rival para dos Pumas Voladores por muy novatos que fuesen.

—¿Lo dices en serio? ¿vamos a atracar a la hija del comisario Graywood?

—¿Quien habla de atracarla? —exclamó Sanzinno, cada vez más alterado—. Vamos a secuestrarla.

  Dicho esto salió del escondite en pos de su presa. Clayton no pudo hacer otra cosa que seguirlo. Había dejado que Sanzinno tomase la iniciativa durante demasiado tiempo y ahora, cuando de verdad necesitaba disuadirle de cometer una estupidez, no se sentía con suficiente autoridad.

  No pudieron creer la suerte que tenían cuando la pareja, algo vacilante por el alcohol ingerido en el club, se adentró en un callejón desierto y estrecho que sus perseguidores conocían bien, un lugar donde, si no les daban ocasión de gritar, no tendrían ninguna oportunidad de escapar o pedir ayuda.

  Absorta en la conversación con su compañero, Darla Graywood no reparó en dos sombras más oscuras que las demás que se aproximaban a su espalda. Una de ellas la agarró, tapándole la boca con fuerza y sujetándole los brazos contra el tronco mientras miraba, con los ojos desorbitados tras los cristales, como la otra dejaba fuera de combate de un único golpe en el cuello a su amante y supuesto protector. Sanzinno dibujó un diminuto punto rojo en la suave piel del cuello femenino con la calculada presión

—Pórtate bien Graywood, o tu papi te encontrará mañana en un cubo de basura con un agujero en la garganta.

  Clayton arrastró a su prisionera hacia una zona más resguardada del callejón, intentando no confiarse ante la actitud aparentemente sumisa de la mujer, quien en lugar de resistirse lloraba copiosamente, tanto que Clayton notaba rodar por su mano las lágrimas turbias de maquillaje. Sanzinno agarró uno de los grandes pechos de Darla, mientras acariciaba el pezón del otro, marcado contra la tela del vestido, con la punta de su arma.

—¿Por qué no dejas eso para luego y nos vamos de una puta vez? —inquirió Clayton, intentando sonar sereno a oídos de su presa.

—Quiero ser el primero. Tú procura que no grite.