Entre pitos y flautas (nunca mejor dicho), cuando llegué a la parcela se acercaba la hora de comer. Bajé del Land-Rover en mangas de camisa y respiré el agradable aire campestre, la acogedora atmósfera de aquel atemporal microcosmos que se había convertido en mi hogar sin que casi me diese cuenta. Animado por la inusual temperatura, me quité la camisa mientras me acercaba al porche, donde encontré sentada a mi madre.
Recibió mi desaliñado aspecto con una sonrisa irónica no carente de afecto y nos saludamos con un largo pero casto beso en las mejillas, pues aunque estábamos solos allí fuera, a través de la ventana podía escuchar el trajín de mi abuela en la cocina.
El aspecto de mamá había cambiado bastante desde el desayuno, sustituido de nuevo el look “ama de casa formal de extrarradio” por el de “hippie despreocupada pero de las que se duchan a diario”. El corto cabello castaño volvía a estar alborotado, había desaparecido el innecesario maquillaje y se cubría con una larga camiseta sin mangas que dejaba uno de sus bronceados hombros al aire, amarilla y con siluetas negras de animales y plantas. Debajo solo llevaba un bikini naranja, y por el leve olor a cloro en su piel deduje que se había dado un baño en la piscina tras regresar de la ciudad. Estaba descalza y, por supuesto, una de sus bonitas piernas lucía en el tobillo la pulsera de cuentas rojas y negras, la sencilla baratija que se había convertido en algo así como nuestro anillo de compromiso, y que yo también llevaba en mi muñeca.
Mentiría si dijese que, al verla, no me sentí culpable por mi reciente mambo victoriano. El hecho de que mi amante tuviese entre las piernas el mismo equipamiento de serie que yo no ayudaba a atenuar la culpa tanto como había previsto, pues a todos los efectos tenía la sensación de haber estado con otra mujer. Me consolaba pensando que a nivel romántico no había tenido relevancia. Sentía afecto por la dulce Victoria pero no estaba ni de lejos enamorado de ella, y desde luego lo estaba de la mujer sentada frente a mí en ese momento, dándole un sorbo a un botellín de cerveza mientras me miraba entornando sus ojos color miel, intuyendo que algo me rondaba la cabeza como solo una madre puede hacerlo.
—¿Qué tal te ha ido con la abogada? —pregunté, para librarme de su escrutinio.
Apoyó las manos en las rodillas, elevadas debido a que apoyaba ambos pies en un pequeño taburete, en el cual yo me senté para mirarla cara a cara. La sonrisa adoptó un matiz triste pero no desapareció, acompañada de un largo suspiro.
—No ha ido mal. A tu padre le ha sorprendido un poco que me haya dado tanta prisa, pero no va a darme problemas. —Hizo una pausa y siguió con la mirada una abeja que pasó danzando en el aire y desapareció sin prestarnos atención—. Divorcio de mutuo acuerdo, le dicen. Y por mi estupendo. Lo que no quiero es perder más el tiempo.
Le dio otro breve trago a la cerveza, que estaba casi entera y muy fría. Me la ofreció y me supo a gloria. Encendí un cigarro y también lo compartimos.
—¿Y no ha intentado... no se, que vuelvas con él? ¿Pedirte perdón o algo? —pregunté, pues me costaba creer que alguien dejase escapar tan fácilmente a una mujer como ella.
—Bueno, perdón me ha pedido. Pero más por el escándalo que se montó que por haberme puesto los cuernos... no se si me explico.
—Si, te entiendo.
—Se le ve triste, pero me parece que él también tiene ganas de quedarse soltero —afirmó, y su sonrisa se volvió maliciosa—. Igual piensa que se va a ligar a otra zorra culona como Bárbara.
—¡Ja ja! Bueno, las putas y los taxistas siempre se han llevado bien —dije.
—¡Ja ja ja! ¡Ssshh! Baja la voz. Ya sabes que a la abuela no le gusta que insultemos a “Barbi” —me regañó, conteniendo la risa.
Tras una larga calada al cigarro seguida de una nube de humo que se llevó la leve brisa continuó hablando.
—Vamos a vender el piso y quedarnos cada uno con la mitad del dinero. Así que tendremos que buscar un sitio donde vivir.
Esa noticia me produjo sentimientos encontrados. No echaba de menos mi pequeña habitación en el pequeño piso de barrio obrero, pero sentí cierta nostalgia al saber que no volvería a vivir en el hogar donde había crecido. Por otra parte, que mi madre diese por hecho que viviríamos juntos me produjo una mezcla de alegría y alivio, acompañados de una sensación cálida en el pecho.
—A la abuela no le importará que nos quedemos todo el tiempo que queramos —afirmé, sin dudar un ápice de la hospitalidad de nuestra anfitriona.
—Ya lo se, hijo. Pero por muy bien que nos llevemos, sería raro vivir con mi ex-suegra después de divorciarme, ¿no crees?
—Cosas más raras se han visto —sentencié, no muy convencido.
Mi madre se encogió de hombros e hizo gala de su nueva actitud vital, más serena y hedonista. La antigua Rocío estaría de los nervios ante una situación parecida. La nueva versión apuró el botellín de un trago y tiró dentro la colilla del cigarro, que se apagó con un siseo. Se desperezó cual gata tras una siesta y me dio una suave patada en el costado.
—Ya nos preocuparemos de eso más adelante. Ahora vamos dentro, que ni siquiera has saludado a tu abuela, y yo debería estar ayudándola y no aquí tocándome el higo—dijo, usando una expresión barriobajera que siempre me había hecho mucha gracia.
—Si te has cansado de tocártelo yo te lo puedo com...
—¡Ssssh! Calla, idiota —gruñó, sin enfadarse realmente, aunque me dio una patada más fuerte que la anterior.
Me levanté del taburete, pues si no me separaba de sus piernas no aguantaría mucho más sin acariciarlas, y me llegó una oleada de un olor muy agradable, uno que notaba desde mi llegada pero no conseguía identificar. Aún así, se me hizo la boca agua cuando lo aspiré con toda la potencia de mi prominente napia.
—Joder, que bien huele. ¿Qué hay de comer?
De repente, mi madre adoptó una expresión de pícara conspiración, miró hacia los lados y se inclinó hacia adelante, haciendo crujir el sillón de mimbre bajo sus firmes nalgas. Con un gesto de la mano me indicó que me acercase para hablarme en voz baja.