12 agosto 2024

EL TÓNICO FAMILIAR. (26)


 

Al día siguiente, un luminoso martes, desperté de muy buen humor a pesar de las agujetas que acribillaban cada músculo de mi cuerpo, el precio a pagar por la proeza física de la noche anterior. Una leve brisa, casi fresca en comparación con el bochorno tropical de unas horas atrás, se colaba por la ventana y contribuyó a mejorar mi ánimo. La otra cama del dormitorio estaba vacía y hecha, señal de que, como de costumbre, eral el último en levantarme.
  Antes de nada fui a ducharme, pues mi cuerpo aún despedía un intenso aroma a bosque, sudor y sexo. En el baño encontré al puto cerdo Frasquito, quien de nuevo había volcado el cesto de la ropa sucia y se daba un festín olfativo nada menos que con las bragas blancas que mi madre había usado la noche anterior. Que al guarrillo solo le interesasen las prendas femeninas resultaba gracioso pero también un poco inquietante teniendo en cuenta su origen. Saqué al lechón al pasillo y recogí las prendas del suelo, entre las cuales también estaba el camisón violeta de mi abuela. Sonreí ante el hecho de que las prendas de mis dos amantes estuviesen en el mismo lugar, mezclando los aromas que proyectaban en mi mente los deliciosos pecados cometidos a la luz de la luna.
  Bajo el agua caliente de la ducha, rememoré cada instante: los ávidos besos de mi madre, su suegra recibiendo con gusto mis fuertes embestidas y dejándose inocular el para ella inofensivo veneno de mi serpiente, la mamada con sabor a menta, el accidentado polvo en las ramas del roble y la paja más extraña de mi vida. Mi erección mañanera alcanzó su plenitud pero decidí dejar que perdiese verticalidad por sí sola mientras me secaba y vestía el uniforme de chófer, siempre impecable gracias a la diligencia de las dos mujeres que me cuidaban. Aún ignoraba qué me depararía la jornada y no quería desperdiciar energía ni munición. 
  En la cocina encontré una escena idílica que ensanchó mi sonrisa y llenó mi pecho de una cálida sensación. La estancia estaba iluminada por luz dorada de la mañana, el sencillo pero apetitoso desayuno servido en la mesa, el viejo transistor emitiendo alegre música folclórica de fondo, el aroma a hogar en verano, una mezcla de pan tostado, ropa recién lavada y césped húmedo. Y por supuesto mis dos compañeras, inmersas en la sencilla charla propia de una madre y una hija que disfrutan de la mutua compañía. A pesar de que siempre habían sido buenas amigas, algo poco habitual entre una suegra y su nuera, me encantaba notar como la confianza y la complicidad crecía entre ambas a toda velocidad.
  La abuela estaba de espaldas, preparando tostadas en la encimera. Llevaba uno de sus sencillos vestidos de faena, esta vez azul con lunares blancos y largo hasta las rodillas. Sus rizos pelirrojos asomaban bajo el pañuelo rojo desteñido que cubría su cabeza y calzaba las botas que solía ponerse para trabajar en el huerto y el gallinero, señal de que con toda seguridad llevaba horas levantada. 
  Mamá se sentaba a la mesa, frente a una taza de café a medio beber y una magdalena mordisqueada, y su indumentaria me sorprendió. Lucía el vestido “formal” que yo le había llevado de casa, uno sin mangas, poco escotado y con falda hasta las rodillas, ceñido con un ancho cinturón que formaban parte de la misma prenda, todo de un discreto color lavanda. Llevaba su corto cabello bien peinado, pendientes plateados con forma de rombo y leves toques de maquillaje que no ocultaban lo radiante que estaba su piel gracias a nuestra indómita vida sexual. Aunque parecía arreglada para salir, aún estaba descalza y me alegró ver en su tobillo la pulsera de cuentas rojas y negras, la misma que yo lucía en mi muñeca, símbolo de nuestro vínculo secreto, una unión que yo pretendía honrar siéndole fiel, si es que era capaz de controlar mi desbocada libido.
  —Anda, mira quien se ha levantado por fin —dijo, desplegando la atractiva asimetría de su sonrisa.
  Nos miramos a los ojos un instante y sentí como los míos brillaban para corresponder al chispeante fulgor de los suyos. La mirada, el cutis luminoso, la actitud relajada y cariñosa: era la viva imagen de lo que se llama una mujer “bien follada”, un aspecto que no había tenido desde hacía muchos años, si es que mi padre había conseguido alguna vez satisfacerla por completo. Le di un casto beso en la mejilla, recibiendo una breve pero estimulante dosis de su calor y su aroma al tiempo que me sentaba a la mesa junto a ella.
  —Buenos días, tesoro —dijo mi abuela, mientras se acercaba a la mesa.
  De inmediato percibí el majestuoso bamboleo de sus enormes pechos bajo la fina tela del vestido, evidenciando la ausencia de sostén. Unas semanas atrás, ni se le abría pasado por la cabeza ir por casa sin sujetador teniendo visita, pero estaba claro que a su nuera no la consideraba una simple invitada, por no hablar de su gradual desinhibición desde que éramos amantes. También reparé en que había evitado el habitual “¿Has dormido bien?”, quizá por temor a un comentario o broma con doble sentido por mi parte. 
  —Buenos días —respondí—. Vaya calor hizo anoche, ¿eh? Me costó tanto dormirme que casi salgo a darme un bañito en la piscina.
  Mi despreocupado comentario hizo que de repente una descarga de tensión recorriese el cuerpo de las dos mujeres, la que se había dado ese bañito nocturno y la que la había espiado mientras masturbaba a su hijo. Un cambio imperceptible para un observador ajeno pero muy evidente para mí, que tan bien conocía ya sus cuerpos y la forma en que reaccionaban a cualquier estímulo. Mi madre me miró de reojo y me dio una discreta patada bajo la mesa, mientras que la abuela se apresuró a girarse de nuevo hacia el fregadero antes de volver a hablar. No tan deprisa como para que no pudiese percibir el aumento de rubor en sus mejillas.
  —Eh... Y que lo digas. Menudo bochorno —dijo, antes de aclararse la garganta mientras enjuagaba una taza que ya estaba limpia—. Pero parece que hoy va a refrescar. Lo han dicho en la radio.
  —Eso parece —afirmé—. A lo mejor esta noche hasta tenemos que dormir vestidos. Quiero decir... tapados.
  No podía verle el rostro, pero sabía que mi aparente lapsus lingüístico había hecho que el rostro de la tímida pelirroja adquiriese el tono encendido de los tomates maduros. Mamá volvió a mirarme, entre la amenaza y la duda. No estaba segura de si mi equivocación había sido intencionada, y ella no estaba al tanto de la descarada desnudez con que nuestra anfitriona me había recibido la noche anterior. Yo mantuve una convincente cara de póker mientras mordía la primera tostada.
  Cuando recuperó la compostura, la abuela se sentó con nosotros, frente a mí y a la derecha de su nuera, y se apresuró a llenarse la boca de crujiente pan con mantequilla. Decidí que no debía tentar más a la suerte y dejar que la conversación fluyese de forma normal, como si realmente los tres hubiésemos pasado la noche durmiendo en nuestras camas. Pero mi osadía hizo que las dos dicharacheras hembras no se decidiesen a iniciar el diálogo, así que fui yo quien lo hizo.
  —¿Por qué te has arreglado tanto, mamá? ¿Vas a salir?
  Su bonito rostro se ensombreció un poco, cosa que no me gustó. Dio un sorbo a su café y asintió.
  —Voy a la ciudad. Tengo cita con una abogada. Ya sabes...
  No terminó la frase, pero enseguida supe que se refería a una abogada matrimonialista para resolver el asunto del divorcio. Era obvio que no le resultaba cómodo hablar del tema delante de mi abuela. Al fin y al cabo, era de su hijo de quien iba a divorciarse, y apenas dos días después de pillarlo en flagrante infidelidad. Me daba pena verla en aquella situación, dividida entre el amor maternal y el cariño hacia quien era a todas luces su mejor amiga. Haciendo gala de su habitual bondad, la reacción de mi abuela fue agarrar la mano de su nuera y mirarla con ternura.
  —No pasa nada, hija. No te preocupes. Tú haz lo que tengas que hacer.
  Ante el afectuoso apoyo de su futura ex-suegra, los ojos de mi madre se humedecieron y también quise apoyarla apretando la parte de su muslo más cercana a la rodilla, un gesto carente de lujuria que me agradeció con una dulce sonrisa. 
  —¿Quieres que te lleve a la ciudad en el coche? —me ofrecí.
  —No, cielo, muchas gracias. Tu vete a trabajar. Iré al pueblo y pediré un taxi —respondió, y me lo agradeció acariciándome el pelo con inequívoca ternura maternal.
  —Tiene gracia, ¿no? Vas a ir en taxi a divorciarte de un taxista.
  Por un momento pensé que mi espontánea broma sería mal recibida, pero mamá dejó aflorar su risa sarcástica, soltando aire por la nariz, y su amiga Feli se sintió autorizada para entonar una risita cantarina y mirarme con fingido enfado.
  —Ay, Carlitos... Siempre con tus bromas.
  El ambiente se relajó y la charla fluyó, tocando temas cotidianos, entre sorbos de café, tostadas y magdalenas. Hasta que mi abuela se puso seria de repente y me miró.
  —Esta mañana han hablado en las noticias de... —dijo, dejando la frase inconclusa.
  —¿De lo de Montillo y el alcalde? 
  —Si, hijo, si. —La compungida pelirroja soltó un profundo suspiro—. Qué locura, Dios mío.
  —¿Saben ya que fue lo que paso? —pregunté yo, una de las pocas personas que sabía lo que de verdad había pasado.
  Estaba claro que a mi abuela le afectaba demasiado hablar del tema, y por un momento pensé en la posibilidad de que, a pesar del fuerte sedante, tuviese algún recuerdo nebuloso de lo ocurrido en el matadero. Para su alivio, mi madre tomó la palabra.
  —Cada vez cuentan una cosa distinta. Ahora dicen que el alcalde abusaba de las hijas de Montillo, que se enteró y lo mató, y después a ellas y a la mujer.
  —¡Pero qué barbaridad! ¿Y qué culpan tenían ellas? —preguntó mi abuela, a nadie en concreto, algo pálida.
  —Se volvería loco, Feli. A mi el porquero ese siempre me dio mala espina. 
  —Ay... Y pensar que de joven me estuvo pretendiendo.
  —Y no solo de joven. Recuerda que hace poco te regalo el lechón —añadí yo.
  —Sí, Frasquito.
  Felisa pronunció el nombre del cerdo con aire ausente, mirando hacia el pasillo como si fuese a aparecer trotando de un momento a otro. Esperaba un comentario tipo “El animalito no tiene culpa de nada, el pobre”, pero se quedó callada, con un extraño brillo en sus ojos verdes tras los cristales de las gafas. No le di demasiada importancia en ese momento a su enigmática actitud y me terminé el café de un trago.
  —Bueno, yo me voy a currar. Aunque no se si mi jefa saldrá hoy o volveré a tener el día libre. 
  —Pobre Paz, lo mal que lo debe estar pasando —dijo mi abuela, volviendo a un tono triste más usual—. Carlitos, dile que si necesita algo solo tiene que llamarme... Y dale un abrazo de mi parte.
  —¿Un abrazo a mi jefa? No se yo...
  —¡Ay, hijo! Es una forma de hablar.
  —Vale, vale. Era broma.
  Me levanté y rodeé la mesa para despedirme de ella con un sonoro y a todas luces casto beso en la mejilla, aunque la proximidad de sus tetazas bastaba para calentarme la sangre. Eran como dos suaves planetas con campo gravitacional propio. Desde luego, no iba a ser fácil renunciar a los placeres que era capaz de proporcionar aquel cuerpo tan excesivo como acogedor. 
  —Anda, anda, tunante... 
  Me dio una palmadita en el costado y la rodeé para despedirme de mi madre. Nuestros rostros se acercaron y, ya por pura costumbre, mis labios buscaron los suyos. Se atraían de una forma tan natural e ineludible que de puro milagro no nos morreamos delante de nuestra anfitriona. Por suerte ella estaba alerta y en el último momento colocó la mejilla en la trayectoria de mi ávida boca. Después nos miramos durante unos largos segundos y me acarició el rostro.
  —Mamá, si quieres que te acompañe...
  —No, cielo, de verdad. Esto es algo que tengo que hacer yo sola.
  Lo dijo con tal convicción que no pude insistir. Asentí, acaricié la mano que cubría mi mejilla y me separé de ella de mala gana. Me consolé pensando que, si todo salía bien y mi padre no daba guerra durante el proceso de divorcio, en cosa de un mes sería una mujer soltera y la tendría toda para mí. No sabía donde viviríamos, ni como nos las ingeniaríamos para ocultar nuestra relación al resto de la familia, amigos y conocidos. A pesar de nuestro incierto futuro la sonrisa no abandonó mis labios mientras caminaba hacia la puerta principal y me giraba para despedirme con una cómica reverencia de mis dos mujeres favoritas sobre la faz de la tierra.